¿Cómo hacer un ejercicio de análisis, planteando un escenario de guerra entre Estados Unidos y China, sin caer en la exageración o la alarma? Dos libros que han tenido un amplio eco entre los expertos de seguridad y defensa –Ghost Fleet se publicó en 2015 y ha sido estudiado en escuelas militares estadounidenses; 2034 se ha publicado este mismo año– intentan salvar el problema adoptando la forma de novela. Pero adoptan el género sin querer despegarse mucho de la credibilidad que normalmente acompaña al análisis: la primera novela aporta hasta 374 notas finales, como si se tratara de un ensayo académico, y la segunda está cofirmada por uno de los militares de mayor prestigio de EEUU, el almirante James Stavridis, que ha sido comandante supremo de la OTAN. Ambas obras abrazan la ficción como método de prospectiva, pero sus páginas aspiran a presentar desarrollos posibles. Quizás el elemento de mayor «moderación» de la imaginación de los autores es que, siendo todos ellos estadounidenses, ni Ghost Fleet ni 2034 plantean una victoria final de EEUU (aunque tampoco de China).
La primera de las obras no especifica en qué año o años se desarrolla la acción, aunque probablemente apunta a un momento más avanzado del presente siglo, más allá del 2034 de la otra novela, pues a diferencia de esta, que busca un futuro próximo solo para dar tiempo a que surja un motivo creíble de guerra entre China y Estados Unidos, Ghost Fleet requiere el desarrollo de nueva tecnología que dé suficiente ventaja a Pekín sobre su rival.
Lograda esa ventaja, China ataca a EEUU: comienza en el espacio, disparando armas antisatélite para inutilizar el sofisticado instrumental de guerra estadounidense – demasiado interconectado y dependiente del GPS–, y hace uso de una nueva tecnología, desarrollada con la ayuda de Rusia y basada en la radiación de Cherenkov, para localizar y destruir los submarinos de la US Navy, que en el momento presente constituyen uno de los diferenciales militares fundamentales de EEUU sobre China. Ocupadas las islas Hawái (y su simbólico Pearl Harbor) por los chinos, el Pentágono tiene que echar mano de la vieja flota de reserva (de ahí el título de la novela) y de veteranos de una era menos tecnológica para llevar a cabo el contragolpe. Esa bravía, la inventiva aún viva del pueblo estadounidense (impresoras 3D para organizar la resistencia) y el genio espacial de algún empresario (siguiendo el ejemplo de Elon Musk y Jeff Bezos) permiten girar la situación, aunque solo para volver a la situación previa a la guerra.
En 2034 se explora menos el aspecto tecnológico y más el pulso psicológico entre las dos grandes potencias. La guerra comienza como comúnmente se cree que puede empezar: en el Mar del Sur de China, a raíz de un «accidente» en las tareas de libertad de navegación que allí realiza la Armada estadounidense. En dos golpes, Pekín logra el dominio de ese mar y se dispone a la toma de Taiwán. A partir de ahí hay una escalada en las réplicas y contrarréplicas de cada parte. EEUU recurre a armas nucleares tácticas para destruir una ciudad china; China responde con un ataque nuclear a dos ciudades estadounidenses (San Diego y Galveston), y EEUU reacciona con el plan de destruir tres urbes enemigas, aunque las vicisitudes finales limitan la completa destrucción a Shanghái. El proceso de aniquilación mutua lleva a la emergencia de un árbitro, India, que surge como el ganador geopolítico de la confrontación, lo que se simboliza con el traslado de la sede de la ONU a Mumbai.
Más allá del interés de las propias novelas –de calidad variable–, lo llamativo del caso es el nacimiento de una literatura de guerra chino-estadounidense. Tras una década impregnada por la sensación de decadencia, o cuando menos deterioro, de EEUU como superpotencia (innegable, desde luego, desde un punto de vista relativo por el fortalecimiento de otras potencias, singularmente China), acabamos de entrar en una década que va un poco más allá y se ve definida por la confrontación Washington-Pekín. Es normal que eso tenga manifestaciones sociales de diferente tipo, y que por tanto se den traslaciones tanto en la literatura como el cine. A menudo ha ocurrido así. Por ejemplo, la nueva carrera espacial en la que nos encontramos ha estado anunciada por una nueva era de filmes sobre el espacio, así que es posible que no tardemos en ver producciones bélicas sobre el gran conflicto de nuestra generación.
Ghost Fleet no plantea un escenario creíble de guerra. No es plausible que Pekín eche de golpe contra Estados Unidos todo el potencial militar que logre reunir, sin más motivo que el de querer destronarle como primera potencia. La novela tiene la disculpa de que su propósito es explorar las capacidades de cada contendiente y examinar las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías. Por su parte, 2034 sí ofrece un imaginable y localizado motivo de estallido de hostilidades, pero no es muy realista el plantear una escalada nuclear en la que se va incrementando el número de ciudades a destruir.
Los autores de Ghost Fleet, PW Singer y August Cole, son consultores y analistas en materia de seguridad y han desarrollado su habilidad para escribir historias. Singer ha escrito también para Hollywood, mientras que Cole fue redactor del Wall Street Journal y ha colaborado con el think tank Atlantic Council. Se nota en ellos cierto domino del thriller, pero en ocasiones el uso de jerga del sector de la defensa estadounidense parece reducir la audiencia a quienes forman parte de esa actividad, que es donde justamente ha logrado éxito. En 2034, Elliot Ackerman y el almirante Stavridis (si es que la labor de este fue más allá de construir el argumento) han compuesto una obra más lineal, en la que han incidido en los factores personales, conocedores ambos del elemento humano en el campo de batalla (antes de novelista, Ackerman fue marine, con servicios en Irak y Afganistán).