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Portada del libro de Robert Kaplan ‘La mentalidad trágica. Sobre el miedo, el destino y la pesada carga del poder’ (Barcelona: RBA, 2023) 208 páginas.
Frente a la ilusión de que todo va a salir bien, en relaciones internacionales la correcta actitud –tanto del decisor político como del analista– debería ser la de ponerse en lo peor, considera Robert Kaplan. Se trata de la “mentalidad trágica” que Kaplan estima necesaria para todo estadista: saber que las cosas se pueden complicar enormemente, y que aún entonces, desde la asumida impotencia de verse luchando contra fuerzas mayores, cabe la victoria mediante la astucia y el tesón; así ocurre en las tragedias griegas, donde los dioses siempre juegan con el destino de los hombres y a veces, al final, se dejan conmover por la osadía del héroe.
El estadounidense Robert Kaplan, especialmente difundido por sus reflexiones geopolíticas muy pegadas a los accidentes geográficos –de ‘La venganza de la geografía’ a ‘Monzón’ o ‘Earning the Rockies’–, vuelve en su último ensayo, en un registro más intelectual que práctico, al problema moral que plantea la defensa del interés nacional en el ámbito internacional. ¿Hay ética detrás del realismo, concepto que supone la asunción de que el motor en las relaciones internacionales es la lucha de intereses, como interpreta el propio Kaplan? De eso ya se ocupó el autor hace diez años en ‘Warrior Politics: Why Leadership Demands a Pagan Ethos’ (2002). Ya allí abogaba por afrontar las decisiones “a la luz de los peores escenarios” y recomendaba al mandatario la humildad de reconocer que debe tomar decisiones a pesar de la falta de información: “la política exterior es lo opuesto al conocimiento comprehensivo”, escribía. Se enfocaba en “el lado oscuro” de los acontecimientos “no porque el futuro vaya a ser necesariamente malo, sino porque eso es de lo que siempre ha tratado la política exterior”.
En ese libro aún se vislumbraba un margen ético: usar una moral pagana y pública para hacer avanzar, aunque indirectamente, la moral privada propia de la tradición judeocristiana; era algo permitido por un orden internacional que, acabado de estrenar el siglo XXI, parecía haber conjurado el mayor riesgo para la sociedad: la anarquía. Veinte años después, roto el orden global que entonces existía y regresado el peligro de una constelación internacional anárquica, Kaplan prescinde de las aspiraciones éticas para quedarse en un plano algo inferior, el del esquema mental. El modo de evitar una tragedia es pensar trágicamente, afirma. Y el miedo a lo peor es lo que debiera evitar el mal, añade Kaplan, en un planteamiento crudamente hobbesiano.
La tragedia griega clásica forma parte del bagaje cultural de Kaplan, que vivió varios años en Grecia y ha mostrado gran interés por la historia y la literatura de la Antigüedad en el Mediterráneo oriental. En su defensa de que “la geopolítica es inherentemente trágica”, el autor precisa que “tragedia no es fatalismo, no es desesperación, ni está relacionado con el quietismo de los estoicos. Es comprensión. Al pensar trágicamente, uno es consciente de sus limitaciones y así puede actuar de con mayor eficacia”. “El fatalismo previene del orgullo e inculca la conciencia de que siempre hay cosas acerca del mundo y acerca de situaciones que no podemos saber, lo cual nos debería hacer humildes”. “Nos convertimos en sabios solo al percatarnos de nuestro propio conocimiento incompleto”. “La tragedia es completa solo cuando el protagonista comprende su propia insignificancia”. “Debemos pensar trágicamente para evitar la tragedia”
Para Kaplan, la excesiva autoconfianza de los legisladores y los altos funcionarios estadounidenses motivaron los juicios erróneos que llevaron a serias equivocaciones en la guerra de Afganistán y de Irak. Contrapone el “pesimismo constructivo” de Eisenhower, quien, movido tanto por la ambición como por el miedo dada su experiencia en el campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial, buscó el armisticio en Corea declinando el uso de la bomba atómica, decidió no entrar en Vietnam y dejó sin respuesta la invasión soviética de Hungría. Kaplan estima que la élite de Washington apenas paga el precio por sus errores, lo que impide que en ese establishment madure la “sensibilidad trágica”, de forma que vuelve a tropezarse en la misma piedra.
Quienes se opongan a la llamada visión “realista” de las relaciones internacionales y se muevan más bien en el “idealismo”, que confía en la virtud del hombre y su capacidad para superar los problemas, encontrarán esta pequeña obra negativa y poco inspiradora. No obstante, puede haber consenso en una cosa: la necesidad de que quien aguanta el peso del poder se mueva con gran precaución, porque muchas veces los extremos desconocidos –lo que en la jerga de toma de decisiones denomina, en inglés, ‘the unknowns’– son tan grandes que el mandatario camina casi a ciegas.