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"NO RESULTA UN FRACASO DE LA ESPECIE HUMANA QUE LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL SOLO SE ACABE DANDO PARTICULARIZADA y OPTIMIZADA PARA FINES CONCRETOS, SINO UN RECORDATORIO DE NUESTROS LÍMITES CREATURALES Y DE LA NECESIDAD DE AGRADECER TODO LO QUE NOS HA SIDO DADO".
Sin embargo, la atribución de una manifestación tan genuinamente personal como la compasión y el cariño a una máquina, en un momento tan singular como la muerte, plantea en toda su radicalidad la especificidad del ser humano, de los ingenios artificiales y del tipo de relaciones que puedan darse entre ambos.
Lo peculiar del ser humano es su capacidad de conocimiento intelectual; y es esta capacidad la que permite el desarrollo de la técnica y de todo el campo que llamamos inteligencia artificial (IA). El conocimiento intelectual, que comienza con la abstracción, permite concentrarse en aspectos y dinámicas particulares de la naturaleza para poder hacer juicios certeros –a veces después de mucho esfuerzo— sobre comportamientos futuros de la realidad natural. La inmaterialidad del conocimiento intelectual permite salir del peligroso círculo de “ensayo y error” que caracteriza las adaptaciones finalmente exitosas a partir de mutaciones genéticas aleatorias. El ser humano puede planificar el porvenir y adaptar, parcialmente, el mundo a su alrededor. En particular, podemos transformar parte de la naturaleza en artefactos que sirvan a nuestras necesidades.
Pero la capacidad intelectual del hombre no es absoluta ni se ejerce nunca de manera perfecta. No es capaz de englobar mediante una única intuición el dinamismo natural que, para él, al igual que su origen, sigue siendo un misterio. El hombre se experimenta a sí mismo como dado, como naturaleza. Puede, parcialmente, conocer intelectualmente las dinámicas naturales y beneficiarse de ese conocimiento para mejorar en direcciones específicas los resultados de la evolución biológica. Puede “acelerar” el crecimiento de algunas ramas del árbol de la vida. Pero no puede suplantar la evolución misma del universo en su totalidad.
Los ingenios artificiales no parece que puedan desembarazarse de los límites de sus creadores. En particular, como concreción del ejercicio de la razón humana, la IA siempre estará particularizada y optimizada para tareas y fines concretos. El sesgo humano en la IA es imborrable. Cada una de sus realizaciones conduce directamente a la inferencia de un diseño y un diseñador inteligente, con minúscula.
No podemos programar artificialmente la inespecificidad de la inteligencia natural. No podemos programar la evolución. Pero sí podemos diseñar ingenios para que resuelvan problemas concretos, según fines particulares. Sin embargo, sumar dichos ingenios al misterio de la complejidad biológica o al misterio de la evolución, en general, queda fuera de nuestro alcance intelectual. La buena noticia es que no resulta un fracaso de la especie humana que la IA solo se acabe dando particularizada, sino un recordatorio de nuestros límites creaturales y de la necesidad de agradecer todo lo que nos ha sido dado.