material-comentarios-codigo-capitulo6

Comentarios al Código de Ética y Deontología Médica

Índice del Libro

Capítulo VI: Reproducción. Respeto a la vida y a la dignidad de la persona

Este Capítulo, uno de los más densos en doctrina del Código, es también uno de los más conflictivos. Aborda varios e importantes problemas que afectan a lo más profundo del ser y actuar del médico y atiende a situaciones en las que chocan las distintas imágenes que los hombres tienen de sí mismos.

El respeto médico a la vida impone la condena deontológica del aborto y la eutanasia. Muchas naciones han despenalizado el aborto. Se discute en algunas otras la posibilidad de despenalizar la eutanasia. La tradición hipocrática, en la cual hunde sus raíces la deontología profesional, ha rechazado siempre y con la máxima energía la utilización de la Medicina para causar la muerte.

El Código dedica una singular atención a las intervenciones médicas en el campo de la reproducción humana porque se trata de un área de alta tensión ética, en el que, además, se han introducido nuevas posibilidades técnicas muy cargadas de responsabilidad. El dominio técnico de la transmisión de la vida humana ofrece al médico grandes posibilidades y no menores riesgos, que han de someterse a la ética del respeto a la vida y a las personas.

Se incluye en este Capítulo también la deontología de los trasplantes. Aunque la profesión médica y la sociedad los hayan aceptado ya como solución a ciertos problemas clínicos, la práctica de los trasplantes de órganos o tejidos ofrece siempre matices éticos muy significativos, que no pueden ser descuidados. Además, éste es un problema que no se ventila exclusivamente entre médico y paciente: el donante ocupa un lugar central en la deontología del trasplante.

Se incluyen también en este capítulo las reglas deontológicas de la investigación biomédica, para destacar que el hombre, en cuanto sujeto experimental, sigue siendo acreedor al respeto de su dignidad singular.

Artículo 25.1. No es deontológico admitir la existencia de un período en que la vida humana carece de valor. En consecuencia, el médico está obligado a respetarla desde su comienzo. No obstante, no se sancionará al médico que, dentro de la legalidad, actúe de forma contraria a este principio.

El Código no acepta la existencia de seres humanos carentes de valor. El deber de no discriminar entre sus pacientes, impuesto al médico en el artículo 4.2, no excluye a ningún ser humano: todos ellos son igualmente dignos de respeto. Todos los periodos de la vida humana, de cada vida humana, incluidos sus primeros y sus últimos días, son deontológicamente equivalentes en dignidad y reclaman del médico idéntico respeto.

Sentada esta doctrina, el artículo 25.1 impone el respeto a la vida desde su comienzo. Y, obviamente condicionado por la ley vigente, expresa, sin nombrar el aborto, una condena ética de la destrucción de la vida prenatal. Dos son los puntos que se han de considerar en este artículo: la perenne obligación deontológica de respetar la vida humana prenatal, es uno. El otro se refiere a la disociación, creada por la legislación despenalizadora, entre deontología y legalidad, que tiene como consecuencia la anulación de la acción deontológica ante el aborto legalizado.

1. La obligación de respetar la vida humana desde su comienzo.

La concepción marca el comienzo de la vida de cada hombre. No existen formas prehumanas o subhumanas de existir el hombre, etapas que no merezcan respeto. Ningún ser humano sano de mente considera inocente y conforme a la ética que otro pueda matarle deliberadamente y por cualquier motivo, cualquiera que sea el momento de su existencia que aquél escogiera para hacerlo.

Siguiendo la tradición hipocrática, la Asociación Médica Mundial, en su Declaración de Ginebra, de 1948, incluyó entre las promesas del médico la de "velar con el máximo respeto por la vida humana desde el momento de la concepción". El texto de este compromiso fue cambiado, en 1983, en la Asamblea de Venecia, que, desde entonces, dice "desde su comienzo" en lugar de "desde el momento de su concepción". Este cambio, sutil, casi tautológico en apariencia, autoriza a cada médico a fijar a su arbitrio el momento en que, para él, comienza la vida humana. La relativización de la Deontología médica es inevitable. Una vez introducida la legalización del aborto, la ética médica vive bajo la esclavitud de la ley.

A la cuestión decisiva de cuándo comienza cada hombre su existencia digna de respeto, cada uno responde a su manera: cuando el espermio penetra la membrana plasmática del oocito, cuando se produce la singamia de los cromosomas pronucleares, cuando se produce la primera replicación de DNA, o cuando el embrión pasa por el estadio de n blastómeros. Otros postulan que no hay obligación de respeto hasta que no termina la anidación, fenómeno biológico que simboliza la aceptación del nuevo ser por parte de la madre o de la sociedad. Aparte de esos criterios biológicos, se han propuesto otros simplemente convencionales o legales: el dia 14 postfecundación (Informe Warnock), el final del tercer mes de desarrollo, cuando el cerebro fetal es capaz de captar y elaborar estímulos sensoriales, los plazos que señalan las distintas leyes para la práctica del aborto, el momento del nacimiento o aquel en que se adquiere personalidad jurídica.

2. La ruptura entre ética y legalidad y sus consecuencias deontológicas.

La ruptura de la armonía entre deontología y legalidad se produjo en España al promulgarse la Ley Orgánica 9/1985, de 5 de julio, que reformó el artículo 417bis del Código Penal en los siguientes términos:

"1. No será punible el aborto practicado por un médico, o bajo su dirección, en centro o establecimiento sanitario, público o privado, acreditado, y con consentimiento de la mujer embarazada, cuando concurra alguna de las circunstancias siguientes:

1ª. Que sea necesario para evitar un grave riesgo para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada y así conste en un dictamen emitido con anterioridad a la intervención por un médico de la especialidad correspondiente, distinto de aquél por quien o bajo cuya dirección se practique el aborto.

En caso de urgencia por riesgo vital para la gestante, podrá prescindirse del dictamen y del consentimiento expreso.

2ª. Que el embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo de delito de violación del artículo 429, siempre que el aborto se practique dentro de las doce primeras semanas de gestación y que el mencionado hecho hubiese sido denunciado.

3ª. Que se presuma que el feto habrá de nacer con graves taras físicas o psíquicas, siempre que el aborto se practique dentro de las veintidós primeras semanas de gestación y que el dictamen, expresado con anterioridad al aborto, sea emitido por dos especialistas de centro o establecimiento sanitario, público o privado, acreditado al efecto, y distintos de aquel por quien o bajo cuya dirección se practique el aborto.

2. En los casos previstos en el número anterior, no será punible la conducta de la embarazada aun cuando la práctica del aborto no se realice en un centro o establecimiento público o privado acreditado o no se hayan emitido los dictámenes médicos exigidos".

Ante la legislación, el Código sigue señalando que el deber ético de respetar la vida prenatal está por encima de la permisividad introducida por la ley, pues no depende de la calificación jurídico-penal de las acciones. Todo aborto, es decir, la destrucción deliberada de un ser humano antes de su nacimiento, en cuanto conducta carente de respeto médico, es descalificado éticamente, con independencia de lo que los legisladores establezcan sobre la no-punibilidad de quienes practiquen abortos en determinadas circunstancias.

Conviene señalar, sin embargo, que, en el papel y en el espíritu, la Ley Orgánica 9/1985 es una ley restrictiva. Así ha de entenderse a la luz de la Sentencia 53/1985 del Tribunal Constitucional que, aunque ambigua, estableció que la vida prenatal es un bien jurídico que ha de ser protegido y que sólo puede ceder ante situaciones de proporcionada gravedad. Si se observara honestamente esa Ley, el número de abortos legales en España sería muy pequeño. De hecho, la cifra de los que se practican en instituciones públicas de rango hospitalario constituye un mínimo porcentaje de los que lucrativamente se realizan en clínicas privadas. En España, lo mismo que en algunos otros países, la práctica del aborto es objeto de una comercialización flagrante. Por ello, se comprende que la Comisión Central de Deontología propusiera en Septiembre de 1987, para cortar esos abusos, que el aborto legal fuera en España gratuito, en la convicción de que la inmensa mayoría de los médicos que practican abortos lo hacen, no por razones médicas o legales, sino por un torpe afán de lucro.

Por último, el artículo establece que los abortos legales no serán perseguidos deontológicamente: no porque no se mantenga, como ya está dicho, que todo aborto es deontológicamente condenable, sino porque la pena deontológica por practicar un aborto despenalizado sería anulada en el recurso ante la jurisdicción contencioso-administrativa, que todo médico puede interponer contra las resoluciones de los Colegios (artículo 76 de los EGOMC). La persecución deontológica del aborto legal sería, por tanto, además de inoperante, ruinosa para la OMC. El artículo dice, sin embargo, que si un aborto no incurriera en algunos de los supuestos de despenalización, se convierte automáticamente en una falta deontológica sancionable.

Artículo 25.2. Al ser humano embriofetal enfermo se le debe tratar de acuerdo con las mismas directrices éticas, incluido el consentimiento informado de los progenitores, que inspiran el diagnóstico, la prevención, la terapéutica y la investigación aplicadas a los demás pacientes.

El Código regula, en este artículo, las relaciones del médico con su paciente embrio-fetal. El médico es protector de la vida que empieza. Por eso, cuando atiende a la mujer gestante, modula sus maniobras diagnósticas y sus tratamientos en el respeto debido a la vida naciente. Guiará sus decisiones teniendo en cuenta la entera unidad materno-fetal, y procurará que el beneficio de la madre no se consiga a costa de infligir daño al feto.

Al embrión y al feto se extienden las prerrogativas éticas que la Medicina reconoce a todos los seres humanos. La continuidad de la vida humana impone una continuidad del respeto ético y de la asistencia médica, con sus servicios diagnósticos, preventivos y terapéuticos. La naciente Medicina embriofetal es una especialidad médica condicionada por características peculiares de la biología y la patología en las distintas edades del hombre. Tiene, pues, la misma razón de existir que la Neonatología, la Pediatría o la Geriatría, y obedece a las reglas éticas comunes a toda la Medicina. Sus intervenciones se guían por los mismos criterios de eficiencia y de riesgo tolerable. Del mismo modo que en la Medicina postnatal no es tolerable una política de eliminar vidas poco valiosas, en la Medicina prenatal no es tolerable el cribado genético o la destrucción sistemática de los embriones o fetos enfermos o simplemente excesivos en número. El ser humano, antes de nacer, si está enfermo ha de beneficiarse del progreso médico: son ya muchas las enfermedades que pueden diagnosticarse y tratarse.

La Medicina embriofetal es un producto genuinamente médico y ético; no lo es, por el contrario, el aborto como tratamiento de la enfermedad embriofetal. La primera nace de la alianza entre el respeto médico por los débiles y la investigación biomédica. La segunda parte de la idea de que hay seres humanos despreciables que pueden desecharse.

Algunos han objetado que la Medicina embriofetal pone a la mujer gestante en riesgo de perder su "derecho al aborto" o de quedar reducida a la condición de simple contenedor del feto, como ocurre cuando actúa como intermediaria de la entrega de fármacos al feto o cuando se somete a una intervención quirúrgica para tratar alguna enfermedad fetal. Establece el artículo que el médico debe solicitar el consentimiento informado de los progenitores antes de tratar médicamente al feto. Deberá, a veces, actuar como abogado del no nacido, para proteger a quien, por su vulnerabilidad y dependencia, está más necesitado de ayuda. La inmensa mayoría de las mujeres saben que sufrir algo por sus hijos forma parte de la humana función de ser madre. Cualquier futura madre se somete gustosamente a maniobras preventivas, diagnósticas y terapéuticas para proteger la salud del hijo, o se abstiene de fumar, beber alcohol o drogarse por vía parenteral. Para salvar al hijo, una madre está obligada a aceptar tratamientos invasivos que puede soportar sin riesgos sustanciales para su vida y su salud.

Artículo 26. El médico deberá dar a los pacientes que las soliciten las informaciones pertinentes en materia de reproducción humana, a fin de que puedan decidir con suficiente conocimiento y responsabilidad.

Aunque, no todos los médicos son, ni están obligados a ser, competentes en cuestiones de reproducción humana, sí han de serlo los que, por las necesidades de la población que atienden o por la naturaleza de su especialidad, son consultados y han de aconsejar sobre la materia. Este artículo 26 traza las líneas generales de este deber de informar.

El médico ofrecerá la información pertinente. En un tema tan cargado de valores humanos y morales, se ha de tener por tal la información honesta y objetiva acerca de los procedimientos de que dispone la Medicina del presente para influir en los procesos procreativos. Esa información deberá prestar atención no sólo a los datos bioquímicos o fisiopatológicos, sino también a los aspectos psicológicos, a la significación de la sexualidad humana y de la transmisión de la vida humana, y a sus implicaciones morales. Pueden surgir en esta materia conflictos debidos a divergencias de opinión entre médicos y pacientes, pues unos y otros tienen convicciones divergentes acerca, por ejemplo, de la licitud moral de ciertas técnicas de control de la natalidad o de procreación asistida. Deberán resolverse esos conflictos de acuerdo con lo indicado a propósito de los artículos 8.1 y 10. Hay un modo deontológico de respetar las conciencias y la autonomía moral de las personas, que consiste en proporcionar la información médica pertinente, presentar nítidamente los datos moralmente significativos, aclarar las dudas que puedan presentarse y, finalmente, respetar la libertad de decisión de la persona.

Para que los pacientes puedan decidir con suficiente conocimiento y responsabilidad, el médico no se limitará a describir meramente las técnicas contraceptivas hoy disponibles y sus ventajas e inconvenientes biológicos o sus tasas de eficiencia. Deberá también dar a sus pacientes una información clara, objetiva y no viciada, acerca del mecanismo de acción de los distintos métodos, y del grado en que respetan los valores morales que los pacientes profesan. El respeto a la persona y a sus convicciones obliga, por ejemplo, a comunicar lealmente a los creyentes cuál es el juicio de la Iglesia católica o de la correspondiente confesión religiosa acerca de la licitud o ilicitud de cada procedimiento. Ofrecer este tipo de información no es entrometerse en la esfera privada del otro: constituye, por el contrario, un modo excelente de respetarla. Ocultar información moralmente pertinente es un desprecio que se hace a la dignidad moral de las personas: equivale a tomarlas por seres incapaces de decidir por sí mismos, a abusar de sus conciencias.

Artículo 27.1. Es conforme a la Deontología que el médico, por razón de sus convicciones éticas o científicas, se abstenga de la práctica del aborto o en cuestiones de reproducción humana o de trasplante de órganos. Informará sin demora de las razones de su abstención, ofreciendo en su caso el tratamiento oportuno al problema por el que se le consultó. Siempre respetará la libertad de las personas interesadas en buscar la opinión de otros médicos.

Se han de considerar aquí, básicamente, dos cuestiones: la primera se refiere a la dignidad ética de la objeción de conciencia, o de ciencia, al aborto o a la participación en cuestiones de reproducción humana (y, curiosamente, al trasplante de órganos: ver, a este propósito, el artículo 29.1). La segunda, señala la conducta que debe seguir el médico ante las personas que solicitan de él información o servicios a los que opone objeción.

1. Deontología de la objeción al aborto despenalizado y a la participación en cuestiones de reproducción humana.

La congruencia deontológica de la abstención de practicar abortos y de aconsejar en materias de reproducción humana se apoya tanto en razones éticas como en consideraciones profesionales: ni el aborto es la solución científica a ningún problema médico, ni ciertas técnicas de reproducción asistida son compatibles con el respeto debido a la vida humana y a la dignidad de la procreación.

De las indicaciones legales del aborto sólo requieren un análisis médico-deontológico las que se presentan como indicaciones médicas: el llamado aborto terapéutico, para salvar a la mujer que corre supuestamente un grave peligro para su vida o su salud causado en caso de continuar la gestación; y el aborto del feto afectado por malformaciones o enfermedades que pueden inducir serias deficiencias físicas o psíquicas.

La decisión de tratar la enfermedad de la mujer sin recurrir a la destrucción del ser humano no nacido procede de una actitud profundamente profesional, superior científica y éticamente a su contraria. Hoy, dados los formidables avances en el manejo clínico de las enfermedades que pueden poner en grave riesgo la vida de la mujer gestante, ya ningún médico verdaderamente competente estima que el aborto se presenta como el tratamiento de elección de ninguna enfermedad de la madre: el aborto no es solución superior a todas las demás alternativas de tratamiento. Por ello, el médico no está moralmente obligado ni a proponerlo ni a aplicarlo. Sin necesidad de invocar la objeción de conciencia, el médico, basado en el arte médico del momento, puede rechazar el aborto sobre bases estrictamente científicas. No es que se niegue por razones morales a realizar el aborto, sino que ofrece alternativas de tratamiento que no sólo ofrecen una solución al problema médico de la gestante, sino que, además, respetan la vida del no nacido.

La negativa del médico a abortar a los fetos con malformaciones o taras que dañan gravemente su ulterior desarrollo físico o mental se justifica en el respeto específicamente médico a la vida deficiente. La actitud del médico ante la enfermedad del embrión y del feto se ha descrito al tratar del artículo 25.2. El aborto queda excluido como tratamiento del feto enfermo, porque es extraña a la Medicina la idea eugenista de la vida libre de imperfecciones, de la "tiranía de la normalidad".

Debe añadirse, por último, que el rechazo médico al aborto del feto concebido por la mujer violada se basa éticamente en la obligación de respetar toda vida humana (art. 4.1) y de su deber de no discriminar "por razón de nacimiento ... o cualquier otra circunstancia personal o social" (art. 4.2). Está muy extendida la opinión de que el aborto "ético" está justificado moralmente. Pero no se puede dejar de lado el hecho de que tal aborto destruye una vida humana inocente.

2. La conducta del médico objetor ante la gestante.

El rechazo del aborto no podrá significar nunca un insulto moral a quien lo haya solicitado. Este artículo señala el camino deontológico que debe seguir el médico: fiel a sus convicciones éticas y científicas, no se limitará a denegar el aborto, sino que dará a la gestante, con serenidad y claramente, las razones de su decisión. Se ofrecerá a tratarla conforme a los criterios, científicos y profesionales, que respetan por igual la vida y la dignidad humana de la madre y del no nacido, mostrando las ventajas y posibles riesgos de este planteamiento, a la vez que explica el fundamento biológico, profesional y ético de su rechazo al aborto solicitado.

El médico repugna toda violencia. Si esa oferta suya fuera rechazada y la gestante decide buscar otro médico que responda a sus deseos, el médico objetor dará por terminada su relación profesional con la paciente. Al respetar la libertad de la mujer, se guiará por los criterios señalados en el artículo 9, a propósito de la terminación de la relación médico-enfermo. No está el médico obligado deontológicamente a decir a la mujer qué colegas o qué centros no pondrían dificultades a practicarle la operación abortiva, pues ello sería ir contra su propia conciencia y cooperar en una acción que él considera moralmente inaceptable. Es inadmisible, en buena ética, actuar contra la propia conciencia; lo es también profesar la duplicidad moral de considerar que a otros les es lícito moralmente realizar acciones que uno tiene por inéticas. Esta visión relativista, en forma más o menos atenuada, está muy extendida. Aparece, por ejemplo, incorporada en el punto 6 de la Declaración de Oslo sobre el Aborto Terapéutico (1970), de la Asociación Médica Mundial ("Si el médico considera que sus convicciones no le permiten realizar o aconsejar un aborto, puede retirarse del caso con tal de que garantice la continuidad de la atención médica por parte de un colega cualificado"), o en el artículo 17 de los Principios de ética Médica Europea ("Es conforme a la ética que un médico, en razón de sus convicciones personales, se niegue a intervenir en procesos de reproducción o en casos de interrupción de la gestación o abortos, e invitará a los interesados a solicitar el parecer de otros colegas").

Curiosamente, el artículo incluye la posibilidad del médico de objetar al trasplante de órganos. Esta cuestión se trata al comentar el artículo 29.1.

Artículo 27.2. El médico no debe estar condicionado por acciones u omisiones ajenas a su propia libertad de declararse objetor de conciencia. Los Colegios de Médicos le prestarán, en todo caso, el asesoramiento y la ayuda necesaria.

La protección de la libertad de quienes alegan objeción de conciencia es asunto exigido por la protección de la independencia profesional (ver artículo 22.1). La historia reciente, en otros países y, episódicamente, también en el nuestro, muestra que los médicos objetores pueden ser objeto de discriminaciones por parte de otros colegas o de quienes dirigen las instituciones sanitarias en que trabajan.

No hay vida moral sin libertad, ni responsabilidad profesional sin independencia. El artículo anima al médico a oponerse a toda acción que pretenda disminuir su libertad o a discriminarle a causa de sus actitudes éticas seriamente maduradas y sinceras. No lo hace sólo en nombre de los derechos a la libertad ideológica y a no ser discriminado, consagrados en la Constitución Española (artículo 16: "Se garantiza la libertad ideológica... de los individuos y de las comunidades... Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias"; artículo 14: "Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social"). Lo hace también para cumplir el deber estatutario de "defender los derechos... de los colegiados... si fueran objeto de vejación, menoscabo, desconsideración o desconocimiento en cuestiones profesionales" (artículo 34, b, de los EGOMC) y para responder al derecho de los colegiados "a ser defendidos por el Colegio o por el Consejo General cuando sean vejados o perseguidos con motivo del ejercicio profesional" (Art. 42, b de los citados EGOMC).

Las discriminaciones más temibles no son, sin embargo, las clamorosas privaciones de derechos, sino las técnicas que suelen emplearse para doblegar, con sutileza y refinamiento, la resistencia moral de quienes no se pliegan a los deseos de quienes mandan. Hay cauces legales para contrarrestar las graves represalias injustas (destituciones, traslados, apertura de expedientes). Pero no los hay para defenderse de esas otras formas de tortura ideológica con que se puede discriminar al objetor.

La Organización Médica Colegial se compromete a prestar apoyo moral y asesoramiento a los colegiados que vean atacada su libertad profesional. Lo podrá hacer con eficacia en los casos en que los directores de instituciones o de grupos de trabajo, intolerantes a la objeción, sean médicos colegiados.

Artículo 28.1. El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de un paciente ni por propia decisión, ni cuando el enfermo o sus allegados lo soliciten, ni por ninguna otra exigencia. La eutanasia u "homicidio por compasión" es contraria a la ética médica.

Este artículo condena sin atenuantes ni excepciones la práctica de la eutanasia: nunca el médico podrá reconocer motivo alguno que la justifique, ya que toda eutanasia es una acción intrínsecamente inética: es un homicidio, aunque subjetivamente pueda haberse ejecutado por compasión. Esta tajante condena médica de la eutanasia contrasta con ciertas actitudes que, al parecer, están ampliamente difundidas en la sociedad, resultado quizá del activismo pro-eutanasia que, en los últimos años, ha difundido su mensaje en favor de la despenalización de la ayuda (médica) al suicidio voluntario y del derecho de las personas a decidir el momento y el modo de su propia muerte.

Conviene, en primer término, disipar en lo posible la confusión que existe en torno al término eutanasia. Por eutanasia se entiende, en el contexto deontológico, matar sin dolor y deliberadamente, de ordinario mediante gestos de apariencia médica, a pacientes que se dicen víctimas de sufrimientos insoportables o de incapacidades extremas, para liberarles a ellos de su penosa situación y, a la sociedad, de una carga inútil. Esta definición destaca los rasgos generales -matar deliberadamente, por razones y medios médicos- de la eutanasia y hace irrelevante la distinción entre la forma activa de eutanasia (la provocada mediante la aplicación de un tratamiento letal e indoloro) y la omisiva (la causada por la omisión o suspensión deliberada de un cuidado, necesario y eficaz, para la curación o la supervivencia).

Así es como se ha de entender hoy la noción de eutanasia en el contexto eticomédico. La Declaración sobre Eutanasia, de la Asociación Médica Mundial (Madrid, Octubre de 1987) comienza así: "La eutanasia, es decir, el acto deliberado de poner fin a la vida de un paciente, ya sea por su propio requerimiento o a petición de los familiares, es contraria a la ética". Y en las conclusiones del Grupo de Trabajo de la British Medical Association para revisar las directrices de la Asociación sobre eutanasia, hechas públicas en Mayo de 1988, se lee: "No se debe cambiar la ley. La muerte deliberada de un ser humano debe seguir siendo un delito. Este rechazo de cualquier cambio en la ley actual, de modo que se permitiera a los médicos intervenir para poner fin a la vida de una persona, (...) es, sobre todo, una afirmación del supremo valor del individuo, sin que importe cuán sin valor o cuán sin esperanza pueda sentirse".

Tan necesaria como una definición inambigua de eutanasia es el uso de los términos con que se la designa. Los activistas de la eutanasia usan términos que se prestan a engaño, como, por ejemplo, selección neonatal, sólo cuidados de enfermería, eutanasia pasiva, ayudar a morir, o morir con dignidad. Usan, en particular, estas dos últimas expresiones tanto para designar la muerte por compasión de gente infeliz o inútil, como para exigir el derecho a ser matado, sin dolor y con la ayuda del médico, en el lugar, tiempo y modo que cada uno decida.

No parece presentar muchas dificultades el enjuiciamiento ético de la eutanasia cometida por acción, ni tampoco el de las formas groseras de eutanasia por omisión, tal como se ha definido más arriba. Pero existe una cierta confusión en torno al problema ético de no aplicar o de suspender cuidados médicos.

En efecto, no aplicar o suspender cuidados médicos puede ser, unas veces, una forma de conducta eutanásica (de matar o dejar morir deliberadamente a un paciente), mientras que otras veces es el modo correcto de cumplir el mandato ético, que impone el artículo 28.2, de no someter al paciente incurable y terminal a tratamientos inútiles y probadamente ineficaces. No aplicar o suspender cuidados médicos es también una forma ética de respetar a aquellos pacientes que se niegan a someterse a determinados tratamientos, pues el médico no puede violentar, fuera de casos de obvia incapacidad o pérdida de razón, el deseo del paciente de no ser tratado. éste tiene un deber ético de cuidar de su salud y de su vida y de aceptar los tratamientos para preservarlas, si se trata de medios que ofrecen una esperanza razonable de beneficiarle y que pueden obtenerse y aplicarse sin grave inconveniente, dolor o gasto. Puede, por consiguiente, el paciente rechazar los tratamientos que no ofrezcan una esperanza razonable de beneficio y que no pueden recibirse si no es con gran sufrimiento, o con gastos o inconvenientes graves.

Puede darse por superado hoy el viejo problema del tratamiento que acorta la vida, al que antes se llamaba eutanasia indirecta. Los recientes avances en el tratamiento del dolor y de la enfermedad terminal han hecho desaparecer el riesgo de anticipar, real pero involuntariamente, la muerte de ciertos pacientes: hoy ya no puede invocarse la muerte por compasión como único recurso contra el dolor intratable. No existe por tanto necesidad médico-profesional alguna para legalizar la eutanasia o la ayuda médica al suicidio: existen recursos médicos para tratar la enfermedad terminal, el dolor, la depresión. La muerte deliberada de los pacientes no es solución a ningún problema médico.

La tolerancia legal de la eutanasia, aun la máximamente restrictiva, desembocaría de modo inevitable en una bruta-lización de la Medicina. Porque si el médico se supiera impune, tanto si trata como si mata a ciertos pacientes, se iría apagando su vocación de cuidador de la vida. Además, la legislación permisiva es intrínsecamente expansiva: las restricciones impuestas en los textos legales irían cayendo ante el empuje incontenible de la demanda utilitarista de eliminar vidas improductivas o molestas.

Además, la profesión médica sufriría un grave daño en su vocación científica y ética. Se volvería progresivamente indiferente hacia determinados tipos de enfermos y decaería su interés por vastas áreas de la Patología. Porque, si, por ejemplo, fuera posible limpiar a la humanidad de "basura genética" mediante la eutanasia neonatal de bajo costo, perdería todo interés la investigación básica y aplicada de las enfermedades hereditarias; y si al que sufre de enfermedad de Alzheimer se le aplicara como primera opción la muerte dulce, ya no quedaría ningún motivo serio para estudiar las causas y mecanismos de la demencia.

Artículo 28.2. En caso de enfermedad incurable y terminal, el médico debe limitarse a aliviar los dolores físicos y morales del paciente, manteniendo en todo lo posible la calidad de una vida que se agota y evitando emprender o continuar acciones terapéuticas sin esperanza, inútiles u obstinadas. Asistirá al enfermo hasta el final, con el respeto que merece la dignidad del hombre.

Este artículo establece, en primer lugar, la obligación del médico de asistir al paciente incurable y al moribundo y de cuidarle en la fase terminal de su enfermedad, aliviando su dolor y su angustia. Condena, a renglón seguido, el ensañamiento terapéutico. Concluye con la proclamación de que, en la fase terminal de la vida, la atención médica debe seguir respetando la dignidad del hombre enfermo.

1. Nunca se destacará bastante el alto valor profesional de la Medicina paliativa, que requiere tanta ciencia y experiencia como las restantes especialidades médicas. En una Declaración sobre la Eutanasia, que hizo pública la Comisión Central de Deontología en junio de 1986, se dice que "la asistencia médica al moribundo es uno de los más importantes y nobles deberes profesionales... El médico está obligado a desempeñar su genuina función de ayudar y atender al morir de sus pacientes por medio de un tratamiento competente del dolor y de la angustia. Ha de empeñarse en procurar el mayor bienestar material; ha de favorecer, según las circunstancias, la asistencia espiritual y el consuelo humano al moribundo; prestará también su apoyo a los allegados de éste".

Así pues, el médico no puede permanecer ajeno a las necesidades del paciente y de sus allegados y ha de saber confortarles en ese trance final. Para ello, necesita, además de conocer suficiente Medicina paliativa, tener sensibilidad para percibir las necesidades físicas y morales del moribundo y cooperar para que no le falte ni el consuelo humano ni la atención espiritual que, de ordinario, son la necesidad primordial del paciente y sus familiares y amigos.

2. Por otro lado, condena este artículo la obstinación o encarnizamiento terapéutico. Todo tratamiento inútil es inético. No por razón de que el médico practique una ética utilitarista, sino porque el tratamiento demostradamente ineficaz, en especial cuando implica el uso de tecnologías costosas y se separa al paciente del trato con familiares y amigos, es, en primer lugar, un error de indicación terapéutica: el médico ignora más allá de lo tolerable los datos pronósticos del caso que atiende y le aplica remedios incapaces de oponerse al curso, ya ineluctable, de la enfermedad. El médico, por ejemplo, está obligado a juzgar con objetividad y concienzudamente cuándo un paciente debe ser ingresado en una unidad de cuidados intensivos porque su cuadro es un episodio crítico del cual puede ser rescatado; y cuándo no debe hacerlo, porque su enfermedad terminal ya no tiene remedio médico. Ha de tener el médico la rectitud moral de no ofrecer o no permitir que se aplique atención intensiva o cualquier otra intervención agresiva cuando, juzgadas las circunstancias del caso, concluya que son inoperantes. Hay una necesidad de conocer y de investigar seriamente las constelaciones de factores pronósticos, para que la decisión de tratar o no tratar no sea el fruto de la intuición o del humor, sino una medida prudente e informada.

En otras ocasiones, el encarnizamiento terapéutico no es resultado de la incompetencia médica, sino resultado de una falsificación, unas veces comercialista, política otras, de los fines de la Medicina. En ambos casos, es un error ético con el agravante de que proporciona a los activistas de la eutanasia su principal argumento para reclamar el derecho a morir con dignidad.

La citada Declaración de junio de 1986 señalaba que "el médico dignifica la muerte cuando se abstiene de tratamientos dolorosos e injustificados y cuando los suspende porque ya no son útiles". La deontología impone al médico el deber de reconocer los límites de la actuación médica aun ayudada por la más poderosa tecnología, de ser consciente que el abuso tecnológico causa en el paciente y en los allegados del paciente sufrimiento, humillación e indignidad, de modo que la Medicina es tachada de inhumana y altanera.

Artículo 28.3. La decisión de poner término a la supervivencia artificial en caso de muerte cerebral sólo se tomará en función de los más rigurosos criterios científicos y las garantías exigidas por la ley. Antes de suspender los cuidados, dos médicos cualificados e independientes del equipo encargado de obtener los órganos para trasplante, suscribirán un documento que autentifique la situación.

Este artículo aborda el problema de suspender los medios de supervivencia artificial en pacientes que parecen haber experimentado ya la muerte, manifestada clínicamente como muerte cerebral, cuando se trata de obtener, en las mejores condiciones posibles, órganos para trasplante. El problema no tiene que ver directamente con la circunstancia, considerada en el artículo anterior, de evitar la prolongación de cuidados ya inoperantes: el criterio es el juicio médico de inutilidad, de no indicación terapéutica. Se trata ahora, ante la eventualidad de la donación de órganos para trasplante, de evitar aun el más lejano riesgo de "matar" al donante.

Se dispone que la asistencia artificial a las funciones vitales (mediante máquina de respiración asistida, estimulación cardíaca, ayuda farmacológica) no puede ser retirada mientras no se haya establecido, conforme a los más fiables criterios científicos y a lo prescrito por la Ley, el diagnóstico de muerte cerebral. Estos requisitos irán cambiando a medida que se perfeccionen nuestros conocimientos: son objeto de revisión periódica por parte de las entidades que se preocupan de ofrecer directrices técnicas y éticas sobre el particular. Además de los rigurosos criterios científicos para el diagnóstico de la muerte cerebral, conviene tener en cuenta también las normas legales vigentes, que exigen ciertas garantías para que se pueda sentar con toda objetividad el diagnóstico de muerte y para proceder, en su caso, a la obtención de los órganos para trasplante. Esas normas, contenidas en el Real Decreto 426/1980, que desarrolla la Ley 30/1979 sobre extracción y trasplante de órganos, son comentadas en los artículos 29.1, 29.2 y 29.3.

Artículo 29.1. Dados los beneficios del trasplante de órganos, es obligación del médico fomentar la donación.

Aunque el artículo 27.1 reconoce al médico el derecho moral de abstenerse, en razón de sus convicciones, de participar en cuestiones de trasplante de órganos, se impone aquí al médico el deber de favorecer la donación. Su éxito en este campo dependerá en buena medida de su capacidad de difundir información correcta y de hacer eco a las iniciativas sociales y a las entidades profesionales que fomentan entre el público este aspecto tan significativo de la solidaridad humana. Además de participar activamente en la creación de un ambiente favorable a la donación, el médico tiene una responsabilidad en la que nadie puede sustituirle: la de estar atento a aprovechar todas las ocasiones de obtener órganos para donación, de modo que no se pierda ninguno. Son muchas las oportunidades de donación que se malogran cada año, y muchas las vidas que se pierden o que quedan condenadas a un existencia precaria, por no asumir los médicos un papel más activo en este campo, sobre todo desde que se cuenta con eficientes sistemas informáticos a nivel autonómico, nacional y aun internacional, que hacen posible asignar en cada caso los órganos obtenidos al receptor más idóneo.

Para alcanzar el objetivo de favorecer la donación, el médico ha de informar al público sobre los beneficios de los trasplantes. Los datos que ha de ofrecer el médico al público general o a quienes le interrogan sobre el particular son de dos órdenes: legales y médicos.

Los textos legales básicos que, en España, regulan la extracción y trasplante de órganos son la Ley 30/1979, de 27 de octubre, el Real Decreto 426/1980, de 22 de febrero, que la desarrolla y otros de menor rango que los complementan (por ejemplo, la Orden de 24 de junio de 1987 sobre la obligación de detección del VIH). La información legal al público versará sobre la competencia de los centros médicos que realizan esas operaciones y la gratuidad y el carácter anónimo de la donación; la exigencia, cuando se trata de una donación entre vivos, de que tanto el donante como el receptor concedan, una vez informados de las ventajas y riesgos de las operaciones a que son sometidos, su consentimiento expreso, libre y consciente; cuando el órgano a trasplantar se obtiene de un cadáver se requiere, aparte de la comprobación de la muerte, que el fallecido no hubiera declarado en vida su oposición a la donación. El artículo 428 del Código Penal, que exime de responsabilidad penal al facultativo que, conforme a la Ley y si media el consentimiento libre y expresamente emitido por el donante vivo, le extrae un órgano para trasplante, establece, no obstante, que se incurre en responsabilidad si el consentimiento se hubiera obtenido viciadamente o mediante precio o recompensa, o cuando el otorgante fuera menor de edad o incapaz, en cuyo caso no será válido el prestado por él mismo o por sus representantes legales.

La información de carácter médico que debe ofrecer el facultativo abarcará una descripción objetiva y comprensible de las técnicas y resultados. El médico debe además educar a la población y, en particular, a los presuntos donantes vivos acerca de los riesgos inmediatos y a largo plazo, y sobre las condiciones necesarias para otorgar el consentimiento informado y exento de coacción u otros condicionamientos psicológicos que limitan la plena libertad de decisión. También informará a los presuntos receptores de los riesgos y ventajas que el trasplante les supone, en cuanto a calidad de vida, en comparación con otros tratamientos alternativos; de los resultados y expectativas en relación con la edad del donante y del receptor, y, finalmente, de las consideraciones éticas, religiosas, sociales y psicológicas que hagan al caso.

Obviamente, si, de acuerdo con lo establecido en el artículo 27.1, un médico presentara objeción de conciencia a la práctica de los trasplantes, eventualidad ciertamente excepcional, no queda obligado por este artículo.

Artículo 29.2. Para la extracción de órganos y tejidos procedentes de cadáveres, al menos dos médicos comprobarán el fallecimiento del paciente, de acuerdo con los datos más recientes de la ciencia. Estos médicos serán independientes del equipo responsable del trasplante y redactarán sus correspondientes informes. Los médicos encargados de la extracción comprobarán por todos los medios posibles que el donante no expresó, por escrito o verbalmente, su rechazo a la donación.

El cuerpo de una persona muerta puede utilizarse para la obtención de órganos para trasplante, incluidos los órganos impares. Se establecen aquí los requisitos científicos, deontológicos y legales que deben cumplirse para establecer el diagnóstico de muerte, la cual debe ser certificada por dos médicos conocedores de la materia, que han de ser independientes del equipo que se encargue, en su caso, de realizar la extracción de los órganos para trasplante.

No es lícito ni ético obtener órganos humanos impares antes de la muerte. Se incluyen en esta prohibición los neonatos anencéfalos, que han de ser tratados no como paquetes de órganos para trasplantar a otros niños, sino como seres humanos, cuyos órganos sólo pueden extraerse una vez comprobada su muerte.

Impone también este artículo que se compruebe que el fallecido no expresó en vida, por escrito o verbalmente, su oposición a la donación. La ley española presume que todos han dado su consentimiento tácito, a no ser que hayan manifestado personalmente su voluntad en contrario. Y, aunque el R. D. 426/1980 reconoce como válida la oposición a la extracción de órganos expresada por los familiares o tutores sólo en el caso de los menores o pacientes con deficiencia mental, el Código opta por imponer al médico responsable de extraer el órgano el deber deontológico de indagar seriamente si el presunto donante había rechazado la donación, preguntando lógicamente a los allegados y siguiendo su parecer. No es éticamente correcto dejar de lado esta formalidad y extraer los órganos a hurtadillas de la familia: ello equivaldría a dar a una operación tan llena de valores éticos un carácter clandestino y poco humano.

En sus gestiones para la obtención del consentimiento libre e informado, el médico no puede revelar a ninguna de las partes la identidad de donante y receptor.

Artículo 29.3. Para la realización de trasplantes de órganos procedentes de sujetos vivos, dos médicos certificarán que no afecta al estado general del donante. El médico responsable de la extracción se asegurará del libre consentimiento del donante, sin que haya mediado violencia o presión emocional o económica.

Este artículo insiste en la necesidad de comprobar que la donación (de un órgano doble, de parte de un órgano) no provocará daños previsibles a la salud general, física y psíquica, del donante. Tal extremo debe ser certificado por dos médicos. A ellos les compete no sólo excluir los posibles riesgos que para el receptor podrían derivarse de alguna enfermedad del donante, sino que incluirán en la certificación la afirmación de que, en su opinión y después de hacer las comprobaciones oportunas, la extracción del órgano no causará daño a la salud del donante.

Corresponde al médico que extrae el órgano o tejido a trasplantar comprobar, más allá de toda duda razonable, que el donante actúa con pleno conocimiento de los riesgos y consecuencias posibles de la donación, y que su decisión es libre, voluntaria y prestada sin violencia o precio. Debe excluir incluso formas más o menos sutiles de presión emocional o económica. Este discernimiento de la voluntariedad de la donación es también un requisito legal: el artículo 429 del Código Penal despenaliza la extracción de un órgano sólo bajo esa condición, pues de otra manera sería penalmente tenida como un delito de mutilación.

Este criterio de voluntariedad da base para condenar éticamente la utilización de embriones y fetos humanos como fuente de tejidos u órganos para trasplante cuando para ese fin se provocara el aborto. Lo prohíbe también la Ley 42/1988, de donación y utilización de embriones y fetos humanos o de sus células, tejidos u órganos, que señala en su artículo 3, 2 que "La interrupción del embarazo nunca tendrá como finalidad la donación y utilización posterior de los embriones o fetos o de sus estructuras biológicas". El embrión y el feto, incluso cuando son inviables, deben recibir el mismo trato que los restantes seres humanos: no se les puede provocar la muerte ni hacerles víctimas de una vivisección con el propósito de favorecer los intereses de otros individuos. Así lo exige el respeto que el médico debe manifestar hacia todos los seres humanos, incluidos los que todavía no han nacido (artículos 25.1 y 25.2 del Código).

Artículo 30.1. El médico jamás debe participar, secundar o admitir actos de tortura o malos tratos cualesquiera que sean los argumentos invocados para ello. Está obligado, por el contrario, a denunciarlos a la autoridad competente.

Contiene este artículo una firme condena del uso de la Medicina para fines inhumanos y, en concreto, para la tortura en cualquiera de sus formas. La doctrina que subyace a este artículo es la de la Declaración que, en 1975, adoptó en Tokyo la Asociación Médica Mundial para definir la conducta ética del médico con respecto a la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes. Por su parte, el Comité Permanente de los Médicos de la CE (Declaración de Madrid, 1989) ha instado a las Organizaciones médicas que la componen a que ratifiquen la Declaración de Tokyo e incorporen su contenido esencial en los respectivos códigos de conducta profesional.

Conviene, pues, exponer aquí lo básico de la Declaración de Tokyo. Establece ésta, en su preámbulo, que el médico tiene una función exclusivamente curadora de la enfermedad y protectora de la vida y de la salud; que es propósito constante del médico restituir la normalidad al paciente, sin discriminaciones ni prejuicios personales. Nunca podrá dañar deliberadamente a quienes acuden a él, ni debilitará su salud o menoscabará sus capacidades, a no ser que ello venga exigido por sólidas y estrictas indicaciones terapéuticas que buscan la curación o el alivio del enfermo, no su daño. Reitera una vez más la cláusula, tomada de la Declaración de Ginebra, por la que el médico se compromete a no utilizar jamás, ni siquiera bajo amenaza, sus conocimientos en contra de las leyes humanitarias.

La Declaración prohíbe al médico favorecer, aceptar o autorizar la práctica de la tortura. En cuanto médico, se abstendrá de juzgar las convicciones o ideologías que puedan mover a los torturadores o a sus víctimas, y eso con independencia de que los hechos ocurran en tiempos de paz o de guerra. Se define la tortura como la provocación deliberada de sufrimiento físico o mental a un ser humano, de modo sistemático o caprichoso, por una o más personas que actúan por su cuenta o bajo las órdenes de alguna autoridad, con el propósito de extraer información de la víctima, hacerla declararse culpable o por cualquier otro motivo. El médico debe resistir cualquier presión, venga de donde viniere, que quiera forzarle a presenciar actos de tortura, a aconsejar sobre ellos o a utilizar su lugar de trabajo, sus instrumentos, o sus conocimientos para la aplicación de castigos o para debilitar la salud mental, la resistencia al interrogatorio o la libertad de decisión de las personas. No hay razones legales, sociales o políticas que puedan justificar el uso desviado de las técnicas médicas hacia fines no profesionales. Finalmente, la Asociación Médica Mundial hace un llamamiento a respaldar a los médicos que pudieran sufrir represalias o amenazas por su renuencia a cooperar en la tortura (La Declaración alude, en uno de sus puntos, al comportamiento del médico ante el preso que rehúsa alimentarse, problema que se comenta a propósito del artículo 32).

Añade el artículo 30.1 a las normas de la Declaración de Tokyo la obligación del médico de denunciar la tortura y los malos tratos a la autoridad competente. Esto puede significar, en ciertas circunstancias, sacrificios o riesgos no pequeños. Cuando, por las circunstancias sociopolíticas no sea posible cumplir el deber de denunciar a la autoridad competente las prácticas de tortura que el médico ha conocido con ocasión de atender a algunas víctimas, ni tampoco denunciar a los colegas que hayan intervenido en ellas, el médico procurará comunicar esos extremos a algunos colegas en el extranjero, a los directivos de la Asociación Médica Mundial, o a las asociaciones internacionales que velan por el respeto a los derechos humanos. Conviene recordar que la denuncia no puede tener matices políticos: su contenido se refiere exclusivamente al uso malo hecho de los conocimientos y destrezas del médico.

La Asociación Médica Mundial ha condenado igualmente la participación del médico en la ejecución de la pena capital, en una Resolución adoptada en Lisboa, en 1981.

Artículo 30.2. El médico que conociere que cualquier persona, y más aún si es un menor o incapacitado, para cuya atención ha sido requerido, es objeto de malos tratos, deberá poner los medios necesarios para protegerlo, poniéndolo en conocimiento de la autoridad competente.

Este artículo impone al médico una obligación particular: la de proteger a quienes son objeto de abusos o malos tratos, en especial si se trata de niños o de deficientes. Aunque ha de tratar a todos sus pacientes por igual, se establece aquí una excepción al principio de no discriminación (artículo 4.2): la de velar de modo especial por los más débiles, de proteger a quienes no tienen capacidad de defenderse de agresiones injustas, abusos o malos tratos.

Pacerce haber hoy una extensa epidemia de malos tratos a lactantes y niños pequeños, que toman la forma de crueles agresiones físicas, privaciones, daños morales o abusos sexuales. Tampoco los ancianos se han visto libres de malos tratos por parte de sus familiares y del personal de algunas instituciones, públicas o privadas, que tienen a su cargo. Por razones de salud pública y de humanidad, el médico ha de luchar contra esa epidemia. Para cumplir esa misión el médico deberá ser capaz de reconocer y descubrir las lesiones típicas causadas por los malos tratos y sevicias en la piel, el aparato locomotor o los órganos internos; aprenderá a sospechar y diagnosticar, a través de las manifestaciones psicológicas y anatómicas de las víctimas, los casos de abuso sexual perpetrado contra menores.

Cuando se haya convencido de la existencia de tratos crueles sobre seres humanos débiles, porque ha reunido pruebas suficientes o sospechas sólidas y fundadas, está obligado a denunciar el caso a la autoridad competente. Es esta una de las derogaciones universalmente aceptadas del secreto profesional, que no puede ser instrumentalizado para ocultar o encubrir la injusticia o la maldad. El médico no se dejará llevar nunca de sospechas ligeras, que la lógica indignación moral tiende a amplificar. Deberá comprobarlas seriamente, aunque para ello sea necesario, en ocasiones, separar a la víctima del ambiente en que reside habitualmente e ingresarla en el hospital.

La Asociación Médica Mundial ha publicado sendas Declaraciones sobre el Abuso y Abandono de los Niños (Singapur, 1984; Hong Kong, 1989) y sobre el Abuso del Anciano (Hong Kong, 1989; Jerusalén, 1990).

Artículo 31. El médico en ningún caso dejará de prestar su atención al paciente que la necesitara por intento de suicidio, huelga de hambre o rechazo de tratamiento. Respetará la libertad de los pacientes y tratará de persuadirlos a que depongan su conducta, aplicando, en las situaciones límite, previo requerimiento de la autorización judicial, la imprescindible asistencia médica.

Se regula aquí la conducta del médico ante tres situaciones en las que el paciente atenta contra su vida o descuida su deber de preservar su salud: el intento de suicidio, la huelga de hambre y el rechazo de tratamiento. Estas tres situaciones tienen, junto a ciertos rasgos comunes, algunos matices muy dispares. La conducta del médico, sin embargo, está bien definida: no puede rehusar su asistencia a esos pacientes.

1. Asistencia del médico al que ha intentado el suicidio. Al que atenta contra su vida, el médico ha de curarle de sus lesiones y, después, le ayudará a reinstalarse en la vida recuperada y procurará prevenir nuevas tentativas. No tienen razón quienes sostienen que el médico debe de abstenerse de atender a quien había decidido suicidarse, porque su intervención salvadora va en contra de la decisión autónoma de la víctima que había decidido poner fin a sus días. La experiencia indica que la inmensa mayoría de los que intentaron el suicidio quedan agradecidos a quienes les rescataron de la muerte. Aparte de atender a las víctimas de los intentos de autodestrucción, el médico debe contribuir también a la lucha contra ese mal endémico de nuestra sociedad: deberá conocer algo de la epidemiología del suicidio para detectar los factores de riesgo e intervenir sobre ellos (Ya se ha comentado a propósito del artículo 28.1 la condena deontológica de la cooperación médica al suicidio voluntario).

2. La asistencia médica al huelguista de hambre. En caso de huelga de hambre, el médico, prescindiendo de su juicio particular sobre la huelga y sus motivaciones, respetará la voluntad del huelguista mientras sea posible, le ayudará informándole sobre las consecuencias de su conducta, y le ofrecerá sus consejos y los tratamientos oportunos, tratando de persuadirle a que deponga su actitud. Advertirá al huelguista cuando la prolongación del ayuno implique un daño grave para su salud o un riesgo para su vida.

Lo que el médico debe hacer al llegar ese momento crítico es cuestión discutida. Depende en buena medida de una circunstancia: que el huelguista de hambre sea un hombre que goza de libertad o que sufre reclusión en una cárcel. Si es un hombre libre, es muy recomendable que el médico, antes de la iniciación de la huelga, acuerde con él que suspenderá el ayuno cuando el médico lo considere necesario para preservar su vida. En general, el huelguista de hambre libre nunca pretende llevar su ayuno hasta la muerte.

El huelguista encarcelado puede radicalizar su conducta y decidir prolongar su ayuno hasta la muerte. El médico le informará de los efectos biológicos que puede acarrear su conducta y de su disposición de prestarle cuidados médicos en todo momento. Pueden darse entonces situaciones muy complejas, pues el médico no puede imponer un tratamiento forzado a quien voluntaria y conscientemente lo rechaza. No puede el médico de prisiones, obligado estatutariamente a visitar cada día al huelguista, romper su relación profesional con él, aunque podría ser de aplicación en esta circunstancia lo que señala el artículo 43.3 del Código: el médico, ante la negativa del paciente a ser tratado, se retira y transfiere al director de la prisión la responsabilidad de resolver con el recluso el conflicto planteado. Pero el Código es taxativo: en la situación límite el médico aplicará la imprescindible asistencia médica, previo requerimiento de la autorización del juez, para protegerse de cualquier eventualidad judicial. La conducta prevista en el Código se desvía de la norma establecida en uno de los puntos de la Declaración de Tokyo, la cual señala: "El preso que rehúsa alimentarse y al que el médico considera capaz de realizar un juicio consciente y racional sobre las consecuencias que implica su rechazo de la comida, no deberá ser alimentado artificialmente. La decisión relativa a la capacidad del preso de expresar un juicio tal deberá ser confirmada indepen-dientemente por al menos otro médico. El médico deberá explicar al preso las consecuencias que sobre su salud podría tener su decisión de no alimentarse".

En España, el Tribunal Constitucional ha declarado recientemente, en su sentencia 121/1990, que la preservación de la vida es, en esta situación, un bien que ha de prevalecer sobre el respeto de la autonomía.

3. Rechazo de tratamiento necesario. Son de muy distinta magnitud los problemas éticos creados al médico por los pacientes que rehúsan seguir el tratamiento prescrito. En muchos casos se trata de omisiones de pequeña importancia en el plan terapéutico: unas veces, más que una manifestación de rebeldía, son una velada advertencia al médico de que su prescripción no ha sido acertada y que debe introducir cambios en el tratamiento. En tales casos, la conducta del médico ha de estar guiada por la tolerancia y la aceptación de las indicaciones del paciente.

Cuando el paciente no sigue las normas de tratamiento o prescinde de elementos básicos del plan terapéutico, el médico tendrá que considerar qué grado de energía puede y debe emplear para hacerle entrar en razón. Una negociación inteligente y comprensiva puede resolver muchos problemas. El médico, después de haber intentado en vano persuadir a su paciente, si éste insistiera en no cumplir el plan propuesto, puede considerar que ha perdido su confianza, por lo que podrá suspender su relación a tenor de lo establecido en el artículo 10.

Es necesario referirse aquí a la conducta del médico ante los pacientes que, por razones culturales o religiosas (v. artículo 8.1), rechazan el tratamiento que puede salvar la vida, cual es el caso de los testigos de Jehová. éstos rechazan la transfusión de sangre y de concentrados de hematíes o plaquetas y tienen actitudes diferentes con respecto a la administración de hemoderivados, la hemodilución y la transfusión de sangre recuperada del campo operatorio. El médico, en principio, está obligado a respetar esas actitudes en la medida en que no interfieran con una atención médica aceptable. Está incluso moralmente obligado, por respeto a las personas, a buscar soluciones fuera de lo ordinario para llevar adelante sus intervenciones (en cirugía, en quimioterapia antitumoral, en medicina de urgencia) sin que resulten lesionadas las convicciones de sus pacientes. Deberá informar sincera y honestamente a sus pacientes sobre los riesgos que corren en razón de su negativa. Y juzgará si, en conciencia, puede asumir la atención del caso respetando la voluntad del paciente. Si el médico estimara que, en determinadas circunstancias, no puede asumir en conciencia el riesgo de renunciar a la transfusión o de aplicar una alternativa terapéutica menos satisfactoria, podrá suspender la relación con su paciente. No parece conforme a la ética del respeto engañar benignamente al paciente, prometiéndole seguir una conducta y quebrantar después la promesa.

Cuando los padres o tutores testigos de Jehová impongan la prohibición de transfundir sangre o hemoderivados a menores o incapaces, el médico, previa solicitud de la autorización judicial, podrá aplicar esos tratamientos aun en contra de aquella prohibición.

En caso de urgencia, debe estarse a lo establecido en el artículo 11.3.

Artículo 32.1. El avance en Medicina está fundado en la investigación y por ello no puede prescindir, en muchos casos, de una experimentación sobre seres humanos, siendo la salud de éstos prioritaria para el investigador.

Se proclama aquí la necesidad de la investigación para el progreso de la Medicina y el valor ético de ese progreso. La diferencia inconmensurable de rigor científico y de eficacia curativa entre la Medicina de hoy y la de años atrás se debe a los logros asombrosos de la investigación biomédica. Y si ya nadie duda de la necesidad de la investigación biomédica, nadie duda tampoco de que tiene que someterse a ciertas normas: unas, para hacerla correcta y eficaz desde una perspectiva científica; otras, para que respete ciertas exigencias éticas. Las primeras se justifican por sí mismas, pues la Medicina ortodoxa es, en el fondo, una aplicación de la ciencia natural. Las segundas vienen impuestas por la dignidad ética del hombre, sujeto y objeto de esa investigación, cuya salud es su finalidad prioritaria.

El artículo afirma que la experimentación sobre seres humanos es un deber moral, pues de ella depende el progreso de la Medicina. Existe un deber ético general de contribuir a ella, si se diera la ocasión, por un imperativo de solidaridad que, aunque voluntario, apela fuertemente a la responsabilidad de todos, sanos y enfermos. Existe, además, un deber profesional de investigar, que forma parte de la vocación médica, para procurar así la mejora de la Medicina del momento, haciéndola más beneficiosa y eficaz.

Señala el artículo que la experimentación sobre seres humanos es imprescindible, pues la Medicina se basa en el método científico-natural. La obtención de nuevos conocimientos parte de la construcción de hipótesis que no se demuestran por raciocinio lógico o deducción teórica, sino por demostración (verificación o falsificación) empírica. Aunque siempre necesarios, no son directamente transferibles a la especie humana los datos y resultados obtenidos en la experimentación animal. ésta supone una gran ayuda. Es más, constituye un prerrequisito, ético y metodológico, para la investigación sobre seres humanos. Pero el médico, antes de aplicar un remedio nuevo a sus pacientes, ha de responder honestamente a la pregunta de si ese procedimiento, que ha demostrado determinada eficacia en el animal de laboratorio o en pruebas in vitro, es realmente eficaz y en qué grado al aplicarlo al hombre. No se puede responder a esa pregunta sin la experimentación sobre seres humanos.

Termina el artículo con la indicación de que la salud de los sujetos humanos concretos que se someten a la experimentación es el interés prioritario del médico investigador. La indicación vale para toda la práctica médica, tal como establece el artículo 4.3. Pero es particularmente exigente en el contexto de la investigación biomédica, donde el médico ha de sopesar los riesgos, aun los mínimos, para la salud de los seres humanos, sanos o enfermos, que participan en los experimentos. No se puede hacer daño a éstos para obtener un beneficio para otros. Los sujetos de investigación son pacientes de cuya salud ha de cuidar el médico experimentador. Sobre este punto, ver los artículos 32.2, 32.3 y 32.4.

Artículo 32.2. El protocolo de toda experimentación proyectada sobre seres humanos debe someterse a la aprobación previa de una Comisión de ética o de Ensayos Clínicos.

Los trágicos errores cometidos por los médicos nazis, y no sólo por ellos, en el diseño y realización de experimentos sobre seres humanos, determinó la promulgación de dos documentos que establecen las reglas éticas fundamentales para la investigación biomédica. El primero históricamente fue la Declaración de Nuremberg (en realidad una parte de la sentencia dictada, en 1948, contra los criminales de guerra nazis) que estableció que es condición absoluta para la experimentación sobre seres humanos el consentimiento libre e informado del sujeto que se somete a la investigación. El segundo fue la Declaración de Helsinki (1964, revisada en 1975 y 1983), que, además de recapitular las normas de Nuremberg, establece la obligación de someter previamente el proyecto de investigación a la aprobación de un comité de ética, el cual asume también una función supervisora de la investigación aprobada.

Este artículo exige la creación y mantenimiento de comisiones para evaluar los aspectos éticos de los proyectos de investigación. En primer lugar, el Comité de ética de la institución que se encarga de llevarla a cabo o en cuyo seno se va a realizar. Y, si no existiera ese Comité, podría sustituirle, en el caso de que se tratara de un trabajo de Farmacología clínica, la Comisión de Ensayos Clínicos prevista en el Real Decreto 944/1978, cuyas funciones y composición aparecen desarrollas en la Orden Ministerial de 3 de agosto de 1982.

Tales comisiones deberán examinar si el proyecto de investigación es correcto ética y metodológicamente y si el equipo investigador posee la competencia técnica y científica necesarias. Podrán solicitar, si fuera necesario, la opinión de expertos en la materia.

La existencia y función de esos comités ha sido plenamente aceptada por la comunidad científica, que no ve en ellos una traba a la libertad de investigación, sino una ayuda. Nadie puede oponerse razonablemente a que sus proyectos sean evaluados, pues, por un lado, la investigación biomédica nunca podrá ser una actividad clandestina o secreta, y, por otro, ha de someterse al leal juicio de los colegas, revelando las hipótesis en que se basa, y los materiales y métodos que en ella se usan. Es ventajoso que el investigador esté abierto a la crítica constructiva de sus colegas y a negociar con ellos los extremos de su proyecto que juzgan poco satisfactorios.

La función más específica del Comité de ética de investigación es analizar éticamente las condiciones en que se obtiene el consentimiento informado de los sujetos de investigación, la magnitud de los riesgos y beneficios calculados, y las garantías de seguridad incorporadas en el proyecto.

Existe el peligro de que los comités institucionales de ética desempeñen su trabajo rutinariamente y se limiten a estampar su nihil obstat en los proyectos que les envían. Pueden sucumbir también a presiones de sus colegas o de quienes gobiernan la institución (no se puede olvidar que el prestigio de los centros médicos se edifica en parte sobre sus logros en investigación y que la investigación es una de las más rentables inversiones para obtener prestigio), pues esos colegas o directores gozan, en muchas ocasiones, de poder para nombrar o destituir a discreción a los miembros del Comité de ética de Investigación. Lo verdaderamente importante es que investigadores y miembros de los comités tengan siempre presente que la calidad de su trabajo viene tanto del respeto a las exigencias intelectuales y técnicas de la ciencia, como de su respeto por el hombre, sujeto de la investigación.

Artículo 32.3. La investigación biomédica en seres humanos incluirá las garantías éticas exigidas por las Declaraciones de la Asociación Médica Mundial al respecto. Requieren una particular protección en este asunto aquellos seres humanos biológica o jurídicamente débiles o vulnerables.

Ya se han descrito en el comentario a los dos artículos precedentes las normas (competencia técnica y científica del grupo investigador, consentimiento informado para la experimentación, papel de la Comisión de ética en la evaluación de los proyectos de investigación biomédica), las garantías éticas exigidas por la Declaración de Helsinki, a que se refiere la primera parte del artículo.

En su segunda parte, se establece que también los seres humanos débiles o con distintos tipos de desventajas tienen derecho a que sus problemas específicos sean objeto de investigación, pero que ésta debe rodearse de precauciones especiales que impidan los abusos o la explotación de su minusvalía. Hay en la historia reciente de la Medicina algunos ejemplos escandalosos de abusos perpetrados en miembros de minorías raciales o en personas recluidas en instituciones. Quienes estaban encargados de protegerlas traicionaron su deber y facilitaron la realización de experimentos éticamente inadmisibles.

Las Comisiones de ética deberán poner especialísimo cuidado en la protección de los débiles. Sólo autorizarán la práctica de investigaciones que puedan beneficiarles directamente y negarán su aprobación a cualquier proyecto que presente riesgos de abuso o explotación.

Están bien caracterizados los seres humanos especialmente vulnerables a la experimentación, por título biológico o jurídico: embriones, fetos, niños, mujeres gestantes, ancianos, deficientes mentales, pacientes terminales, personas internadas en instituciones penitenciarias o benéficas, pobres. Se dice que también los estudiantes de Medicina y de Enfermería pueden sufrir presiones desleales por parte de sus profesores para que participen en experimentos como sujetos sanos o formando parte de grupos testigo. Hay una exportación de riesgos de experimentación humana: se ha hablado de colonización científica cuando los pacientes de países pobres son sometidos a experimentaciones que no podrían ser autorizadas en países ricos.

Los miembros de los Comités de ética deben guiarse por una regla ética de gran significación: la relación de proporcionalidad entre debilidad y respeto deontológico. Esta regla fue formulada por el Comité Consultivo Nacional de ética para las Ciencias de la Vida y de la Salud, de Francia, en su dictamen sobre el empleo de seres humanos en estado vegetativo crónico en experimentos que no les beneficiaban, con estas palabras: "Son seres humanos que tienen tanto más derecho al respeto debido a la persona humana cuanto más frágil es el estado en que se encuentran. No podrán nunca ser tratados como un medio para el progreso científico, cualquiera que sea el interés o la importancia del experimento si éste no tiene por objeto el mejorar su estado".

Artículo 32.4. Deberá recogerse el libre consentimiento del individuo objeto de la experimentación, o de quien tenga el deber de cuidarlo en caso de que sea menor o incapacitado, tras haberle informado de forma adecuada de los objetivos, métodos y beneficios previstos, así como de los riesgos y molestias potenciales. También se le indicará su derecho a no participar en la experimentación y a poder retirarse en cualquier momento, sin que por ello resulte perjudicado.

Se describen en este artículo las condiciones para la obtención del consentimiento libre e informado del sujeto de experimentación y de la información que debe ofrecérsele para que pueda decidir con el debido conocimiento. Se ha formado ya una extensa doctrina jurídica y ética acerca de la libertad necesaria para consentir, que ha de estar respaldada por la seguridad de que el presunto sujeto de la investigación, ya acepte, ya rehúse participar en el ensayo, no será víctima de ningún tipo de discriminación.

Un exceso de énfasis sobre el consentimiento libre informado para la investigación tiene, de hecho, un efecto paradójico: pasa de recurso protector a neta desventaja, pues convierte en huérfanos del progreso médico a aquellos seres humanos que no pueden consentir, porque o no son capaces de comprender o carecen de libertad. El artículo resuelve el problema transfiriendo la responsabilidad de consentir a quien tiene el deber de cuidar y proteger a los incapaces. Se quiere así impedir que los menores y deficientes sean explotados como cobayas humanos, pues se supone que quien cuida de ellos puede ejercer un juicio equilibrado acerca de los riesgos y beneficios derivados de la experimentación.

La segunda parte del artículo 32.4 contiene una breve enumeración de los elementos de la información necesaria para obtener el consentimiento informado. Se exige que la información sea comprensible para el sujeto y que verse sobre los fines que persigue la investigación, una descripción suficiente y concreta de los procedimientos a que será sometido el sujeto, la naturaleza e intensidad de los beneficios que busca el proyecto, las molestias y riesgos previsibles que puede provocar el experimento y el modo en que se evitarán o se tratarán para minimizar sus efectos. Finalmente, se dirá al sujeto que en todo momento conserva la libertad para retirarse de la investigación, sin que por ello se pueda ver perjudicado. La información ha de ser veraz y auténtica, lo cual excluye el engaño y la reserva mental. Pueden presentarse al investigador situaciones difíciles para hacer compatibles la veracidad de su información con la necesidad metodológica de eliminar cualquier sesgo sistemático en las respuestas o reacciones del sujeto.

Artículo 32.5. Los riesgos o molestias que conlleve la experimentación sobre la persona sana no serán desproporcionados ni le supondrán merma de su conciencia moral o de su dignidad.

Este artículo resume lo esencial de la sección III (Investigación biomédica no terapéutica en seres humanos, Investigación biomédica no clínica) de la Declaración de Helsinki, en la que se establece la importante diferencia que existe entre investigación clínica -aquella que puede beneficiar al paciente, pues busca diagnosticar o tratar su enfermedad-, e investigación biomédica no clínica, no terapéutica, que se realiza en sujetos voluntarios, ya sean sanos, ya sean enfermos, y que no van a recibir ningún beneficio inmediato y directo de ella. La Declaración establece que en este segundo tipo de investigación, puramente científica, el médico no puede renunciar a su condición de médico: sigue siendo el protector de la vida y de la salud del individuo que se ha prestado voluntariamente a participar en la investigación. El mandato hipocrático de no dañar tiene aquí un claro significado. La Declaración reitera una vez más que en este tipo de investigación jamás se dará precedencia a los intereses de la ciencia y de la sociedad por encima del bienestar del individuo.

Son de aplicación a este tipo de experimentación, y con más fuerza, las normas generales relativas a las funciones de la Comisión de ética en la aprobación del proyecto experimental, en la supervisión de su puesta en práctica y en la obtención del consentimiento informado. El Comité estará atento de modo particular a la aparición de efectos perjudiciales, psíquicos y físicos derivados del experimento. El investigador o el Comité no dudarán en suspender el experimento, en especial si se dieran casos de lesión permanente o de riesgo de muerte.

Es obvio que el sujeto que se presta voluntariamente a la experimentación tiene derecho a percibir una compensación económica congruente. Pero quienes patrocinan o dirigen la investigación deberán prever el modo de compensar económicamente los daños o incapacidades que los sujetos hayan podido sufrir con ocasión de ella. Tales extremos deben quedar fijados en el documento de concesión del consentimiento informado o en un escrito anejo.

Artículo 32.6. El médico está obligado a mantener una clara distinción entre los procedimientos en fase de ensayo y los que ya han sido aceptados como válidos para la práctica correcta de la Medicina del momento. El ensayo clínico de nuevos procedimientos no podrá privar al paciente de recibir un tratamiento válido.

Son dos los problemas sobre los que juzga este artículo: uno se refiere a la necesidad de distinguir entre prácticas admitidas en la lex artis y procedimientos que todavía están en fase experimental; el otro, establece la necesidad de no abandonar en un vacío terapéutico a los pacientes que forman el grupo testigo de un experimento clínico.

1. La frontera ética entre prácticas aceptadas y procedimientos en fase experimental. El trasfondo ético del problema es claro: son diferentes en uno y otro caso la naturaleza del consentimiento informado y el modo de obtenerlo. Es relativamente sencilla la estructura y la práctica del consentimiento en el contexto terapéutico ordinario: el paciente, por el hecho de acudir al médico, concede su autorización implícita para los remedios que han superado ya su fase experimental y han sido recibidos en la práctica común de la Medicina. El médico puede informar de sus indicaciones, de su eficacia y efectos indeseados, pues todo eso ha sido ya determinado y está bien definido. Es mucho más complejo éticamente obtener el consentimiento para incluir a un paciente en un protocolo experimental, del que no se conoce todavía ni la eficacia ni los efectos colaterales. Debe, por tanto, el médico mantener claras sus ideas acerca de la naturaleza, experimental o aceptada, de cada procedimiento. En la mente de muchos médicos se produce esa confusión porque se publican artículos en los que, sin suficiente fundamento, se afirma que un nuevo procedimiento parece muy prometedor, lo cual es una conclusión muchas veces subjetiva y voluntarista. Ocurre de vez en cuando que algún procedimiento diagnóstico, algún medicamento o una operación nueva, se excluyen del proceso científico de validación objetiva y utilizan el atajo de los resultados provisionales y la propaganda prematura, para colarse ilegítimamente en la práctica ortodoxa de la Medicina. Saltan de un golpe de ser una simple promesa a convertirse en procedimiento estándar sin que se haya respondido a la pregunta decisiva de si, de verdad, son realmente eficaces y en qué medida.

Ante situaciones de este tipo, se comprende la obligación moral del médico de leer críticamente los artículos de investigación clínica a fin de sopesar la fuerza probatoria de los datos y de los comentarios que contienen.

2. La ética de no tratar o de tratar con placebo al grupo testigo. Ningún experimento clínico, dice el artículo, podrá privar al sujeto de un tratamiento válido para su enfermedad. Este mandamiento plantea la cuestión de la corrección ética de ciertos modos de diseñar los ensayos clínicos, en los que los pacientes del grupo testigo o no reciben ningún tratamiento, o reciben un placebo o son asignados aleatoriamente a grupos que reciben un tratamiento de eficacia desconocida. El investigador clínico se ve solicitado por factores que a veces compiten entre sí: la neutralidad en el diseño del experimento y en el registro de sus observaciones, por un lado, y, por otro, su compromiso de anteponer a todo el interés del paciente. Es inético aplicar modelos experimentales viciados por la subjetividad, por las preferencias, por las excepciones, pues se incurre en el riesgo de invalidar la investigación. Por la misma razón, es inético realizar ensayos para los que no se programa de antemano un rígido apoyo estadístico. El médico que experimenta tiene el deber deontológico de actuar como un científico riguroso.

Pero, al realizar sus experimentos clínicos, el médico investigador sigue siendo un médico que ha de respetar y buscar el bien de sus pacientes. No puede privar a ninguno de sus pacientes de un tratamiento válido.

Se plantea aquí si es ético el uso de placebos. Deben distinguirse dos tipos de situaciones cuando se quiere comparar la acción de un agente hipotéticamente activo con la de un placebo. En algunas, se ensaya ese agente para controlar un componente de la enfermedad que produce complicaciones importantes, de las que pueden derivarse incapacidades serias o incluso la muerte. En este tipo de situaciones es inético emplear placebos: el grupo control de pacientes deberá recibir el tratamiento más eficaz del que se disponga, frente al cual se medirá la eficacia del agente en ensayo. Sólo si no existiera ningún tratamiento validado de alguna eficacia, sería lícito constituir un grupo placebo en esa situación. En el otro tipo de situaciones, se quiere determinar el efecto del agente activo sobre síntomas que no alteran la incidencia o desarrollo de complicaciones letales o incapacitantes. Es entonces cuando se pueden emplear placebos como término de comparación, pues el riesgo que conllevan es tolerable, en particular si ninguno de los agentes disponibles ha mostrado una eficacia apreciable.

buscador-material-bioetica

 

Widget twitter