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Ética médica y recuperación de los valores humanos. Una tarea para pacientes y médicos

Gonzalo Herranz, Grupo de trabajo de Bioética. Facultad de Medicina. Universidad de Navarra
Conferencia pronunciada en el Congreso UNIV 87
Roma, 12-19 de abril de 1987

Cuando fui invitado a dar esta ponencia, estuve dudando mucho. Hay en la Ética médica de hoy tantas cosas interesantes sobre las que reflexionar en voz alta con universitarios, que por unos días experimenté lo que algunos llaman el “síndrome del smörgåsbord”, esa especie de parálisis de la capacidad de decidir que nos ataca cuando hay demasiadas posibilidades de escoger. Al fin, me decidí a tratar de un tema muy general y muy básico: el papel de la Ética en la recuperación de los valores humanos en Medicina. Quiero con él despertar el interés de todos por la Ética médica y decirle a cada uno que tiene ciertas responsabilidades que asumir en este campo.

I. La decadencia de los valores humanos en Medicina

Se ha dicho muchas veces que la Medicina es la más humana de las ciencias. Pero, en opinión de muchos, expertos y gente de la calle, la Medicina se está empobreciendo últimamente en valores humanos. A pesar de los avances espectaculares en conocimientos y tecnología, nunca hubo tantos enfermos tan descontentos de la atención que reciben en hospitales o consultorios. Paradójicamente, a pesar del elevadísimo nivel de salud de alcanzado por las sociedades avanzadas, parecen darse más errores y negligencias de los médicos que nunca. Nunca tampoco ha habido tantos litigios por malapráctica. Se publican a veces reportajes, exagerados pero espeluznantes, que nos muestran a los Hospitales como fábricas de dolor y convertidos en un caos por las huelgas y la indiferencia de médicos y enfermeras. Parece que la confianza, elemento esencial en las relaciones entre médicos y enfermos. se ha erosionado.

El descontento de la gente por la Medicina tiene orígenes diferentes. En parte se debe a que esperamos demasiado de la Medicina. Cada vez concedemos más valor a la salud. Esta se ha convertido en el valor primero, en el bien más preciado, y es lógico que así ocurra en las sociedades dominadas por el hedonismo. En ellas, subsistir ya no es problema y el público aspira a gozar de buena salud.  Muchas Constituciones incluyen la salud entre los derechos fundamentales del ciudadano. Resulta así que todos tenemos derecho a estar sanos y no de cualquier manera, pues, según la doctrina de la Organización Mundial de la Salud, debemos aspirar a un estado de perfecto bienestar físico, psíquico y social y no simplemente a vernos libres de enfermedad. No es, pues, extraño que algunos vayan al médico con una exigencia casi jurídica de bienestar y esperan del doctor que ponga remedio no sólo a sus achaques, sino también a todos sus problemas. La Medicina no puede satisfacer unas expectativas tan exageradas y ello produce desencanto.

Pero pienso que la mayor parte de ese descontento no nace de comprobar que la Medicina no hace milagros. Proviene de que los pacientes no se sienten tratados como personas. Por eso, se ha hecho tópico decir que la Medicina se ha deshumanizado. Cuando preguntamos a los enfermos por qué no están satisfechos, suelen decir que el médico les dedica poco tiempo, que no se interesa por los problemas que realmente les preocupan, por sus miedos o aprensiones. Añaden que el médico tiende más a recetar que a escuchar, a ver sus radiografías que a mirarles a la cara.

Cuando se habla tanto de deshumanización de la Medicina no se quiere decir que los médicos se hayan vuelto descuidados y negligentes, sino que hay un eclipse de humanidad en la relación médico/enfermo. Y en la oscuridad de este eclipse, la Medicina, la más humana de las ciencias, se extravía y pone en peligro sus ideales éticos. Conviene que nos detengamos unos momentos a considerar esta idea verdaderamente nuclear.

II. La dignidad del hombre enfermo

Todo en Medicina se basa en la idea de que el hombre enfermo está revestido de una particular dignidad. La calidad ética de la Medicina no es resultado directo del valor de su ciencia o de sus tradiciones profesionales. Su grandeza es prestada: le viene de la dignidad del enfermo, al cual el médico ha de atender con respeto y competencia. La dignidad del enfermo reclama del médico, por encima de las exigencias de la dignidad general del hombre, un suplemento de aprecio proporcionado a la debilidad o al peligro que supone su enfermedad.

El médico no nace con la capacidad de comprender la dignidad humana del enfermo y de responder a ella. Adquiere y desarrolla esa capacidad gracias a una exigente ascesis, pues la enfermedad ni es simpática ni fácil de comprender. Al hombre le cuesta descubrir que su hermano enfermo tenga una dignidad peculiar. Esto se ve muy claro en algunas culturas primitivas y también en ciertas actitudes muy modernas, y muy racionales en apariencia, que ante los enfermos reaccionan con el rechazo o el desprecio. Baste traer a la memoria como botón de muestra la roca Tarpeya o el aborto eugenésico de hoy. Las filosofías antiguas y modernas del placer, la utilidad y el poder, son una prueba de que hay en el hombre una repugnancia instintiva ante la enfermedad, sobre todo cuando degrada y afea a sus víctimas.

Además de un valor personal inestimable, la dignidad del hombre enfermo es un tesoro social. Me gusta repetir que, a mi parecer, el elemento más valioso del progreso social de la humanidad es la aceptación de los débiles como miembros privilegiados de la familia humana. Gran parte de la educación cristiana va dirigida a enseñarnos que los débiles son muy importantes. No debemos sorprendernos si todavía nos queda mucho que aprender, pues todos llevamos dentro un hombre viejo, un pequeño hedonista, terriblemente refractario a sacrificarse por los débiles.

Hagamos ahora un corto ejercicio práctico. Piense cada uno, con el máximo realismo de que sea capaz, sobre cuál sería su primera reacción ante un enfermo –un deficiente mental o un anciano incoherente y agitado, por ejemplo– que busca asiento en un tren. Yo, ¿me adelantaría a ofrecerle el asiento de al lado y cuidaría de él o, por el contrario, desearía que pasara de largo y desapareciera de mi vista? Esta sencilla prueba mide groseramente nuestra capacidad de acogida o rechazo de la debilidad humana. El peligro de inhumanidad nos amenaza a todos más o menos de cerca. Por ello, no deberíamos dejar escapar las ocasiones de cultivar nuestro aprecio por la dignidad del hombre enfermo, no con hermosas palabras, sino con obras y de verdad. Aprovecho la oportunidad –lo hago siempre– para decir que mejor que teorizar sobre la enfermedad es visitar a los enfermos para aprender a escucharlos, distraerlos y consolarlos. Quiero añadir, para cerrar esta digresión, que estoy persuadido de que visitar a los enfermos no sólo es una obra de misericordia por la que Dios nos recompensará el día del juicio. Es ya aquí una de las experiencias más genuinamente humanas y enriquecedoras que uno puede regalarse.

Retengamos de lo precedente esta idea: la Medicina tiene calidad humana y ética en razón de que el enfermo es un ser dotado de una especial dignidad.

III. La relación médico/enfermo es una relación de tú a tú

Cualquier médico con un poco de experiencia sabe cuán imprevisibles son los enfermos. Muchos episodios de enfermedad se ventilan en la epidermis del alma y no originan ninguna crisis personal. Pero otras veces, cuando la enfermedad es larga o incapacitante y amenaza de algún modo la libertad o la plenitud humana del paciente, entonces es un acontecimiento que cambia a la gente. A unos, la enfermedad los ennoblece, a otros los irrita, a algunos los degrada. El médico lo sabe y tiene, por ello, la obligación moral de no cerrarse a los valores humanos que la enfermedad pone en peligro.

De esto podemos inferir que la relación médico/enfermo es una relación profundamente humana. En los interrogatorios, exámenes y tratamientos a que tiene que ser sometido, el paciente es, en apariencia, cosificado, reducido a objeto de manipulación técnica. Pero ni por un momento deja de ser un ser humano al que hay que tomar en serio. De su humanidad menesterosa y amenazada es garante el médico. Lo esencial de la relación médico/enfermo es que siempre y en toda circunstancia es una relación de persona a persona, una relación de tú a tú.

Esta es la fuente verdadera de los derechos del enfermo. Por ser una persona humana, el paciente tiene derecho, ante todo, a que su libertad sea respetada, a que sean respetadas sus creencias, a saber la verdad sobre su enfermedad y a participar en la toma de las decisiones que le conciernen. Equivaldría a expropiarle de su libertad ocultarle informaciones a las que el paciente concede particular significación ética. Nunca el médico puede abusar de su poder e imponer una decisión que hiera la conciencia del enfermo.

IV. El formidable poder del médico

Conviene saber que hoy el médico, un médico cualquiera, dispone de un poder fabuloso. El público tiene una idea, sólo muy parcial y anecdótica, de la capacidad del médico de cambiar el modo de vivir de sus pacientes y de intervenir sobre los estratos más profundos de su personalidad. El poder de la Medicina no consiste principalmente en sus triunfos espectaculares que divulgan los medios de información. El poder de la Medicina se ha capilarizado, está ya por todas partes. La consulta de cualquier doctor, rural o urbano, es una agencia de enorme capacidad transformadora de la humanidad. Veamos con un par de ejemplos como según sean las convicciones morales del médico así es su conducta profesional.

Ejemplo nº 1. En un sencillo consultorio, un médico advierte que, bajo la ordinaria apariencia del paciente que tiene delante, se oculta un astuto simulador. El doctor A llega a la conclusión de que su paciente es un parásito social, mucho más necesitado de una fuerte reprimenda o de una corrección penal que de ningún tipo de tratamiento médico. El doctor B tratará de reinsertar socialmente al seudo-enfermo y se preocupará de que sus problemas personales, familiares o laborales reciban la debida atención. El doctor C, en fin, piensa que oponerse al engaño no lleva a ninguna parte, pues el paciente reincidirá en su conducta: decide, en consecuencia, prolongar su baja laboral y condescender al deseo del paciente de pasarse unos días en el hospital.

Como vemos, la reacción de cada médico queda definida por sus ideas acerca de si existe y por dónde se extiende la frontera que separa la conducta patológica de la delictiva.

Ejemplo nº 2. Las ideas de los médicos acerca de cuándo hay que recetar psicofármacos son tan diferentes como las cantidades que de ellos recetan. Unos médicos son de la opinión de que la gente tiene derecho a apoyarse en la química para superar las dificultades y conflictos de la vida y para regalarse felicidad gracias al hedonismo psicofarmacológico. Otros creen que los psicofármacos han de emplearse con mucha parsimonia, pues algo de ansiedad es un ingrediente normal de la vida del hombre, que es por esencia un ser inquieto. Opinan, en consecuencia, que el abuso de los psicofármacos no sólo es un modo de malgastar dinero, sino un modo de empobrecer la vida y la cultura humanas. Tienen la sospecha de que, si hubieran sido tratados con ansiolíticos, ni Dostoievski, ni Wagner ni Tchaikovski nos hubieran dejado su arte. De hecho, la manipulación psicofarmacológica puede apagar la vida interior. En la vida de muchos hombres, los psicofármacos están ocupando el lugar de las virtudes en la lucha por alcanzar la paz. La química sustituye a la ascética.

Si tuviéramos tiempo, podríamos multiplicar el número de ejemplos y considerar situaciones en las que el médico actúa como cómplice y encubridor con el aplauso de la sociedad permisiva. Un médico puede “medicalizar” un aborto por demanda y revestirlo de legalidad. Otro médico puede en exactamente las mismas circunstancias y por razones médicas salvar esa misma vida inocente. Si tuviéramos tiempo, podríamos observar como cierto tipo de médicos practican la eutanasia porque ellos mismos, o sus pacientes, o las familias de éstos, han llegado a la desesperada conclusión de que hay vidas carentes de valor o dignidad. Pero también contemplaríamos como hay otro tipo de médicos que han adquirido una formidable destreza en la atención del paciente terminal y que afirman que, para ellos, el principal argumento profesional contra la eutanasia es justamente la calidad moral y humana que puede tener, para el paciente o su familia, ese corto pero significativo resto final de vida.

Como vemos, el médico tiene un poder formidable. Puede escoger entre emplearse al servicio al hombre enfermo y ser protector de su humanidad amenazada o volverse sordo a los valores más nobles del hombre.

V. El creciente poder del enfermo

Pero hoy el poder del paciente no es menor ni menos decisivo que el del médico. Desde los años 60 se está extendiendo por casi todas partes el movimiento en favor de los llamados derechos del enfermo. Hay entre ellos ciertas justas reivindicaciones derivadas de la dignidad humana del paciente, y también algunas altaneras exigencias de la mentalidad consumista. Este movimiento ha causado ya algunos efectos beneficiosos: ha avivado la conciencia ética del paciente, pues, al afirmar con vigor su autonomía, su derecho a ser informado para poder decidir, hace asumir al enfermo una actitud más libre y responsable y, por tanto, más moral.

Pero el paciente, demasiado consciente de sus derechos, corre el peligro de dar a la relación médico/enfermo un sesgo ruinoso. Puede abusar de sus derechos y tornarse arrogante, tomar las decisiones por su cuenta y exigir del médico que se pliegue a sus demandas. Surgen así las exigencias, inhumanas e inmorales, de la esterilización voluntaria, del aborto por demanda, de la cooperación al suicidio.

No podemos olvidar que hoy, a causa de la socialización de la Medicina, el paciente no está solo. Detrás de él está una poderosísima burocracia, mediante la cual los Ministerios de Sanidad controlan el gigantesco complejo de la industria de la salud. La figura del médico se empequeñece, mientras que el paciente, ya sea como consumidor de servicios, ya como ciudadano que vota a sus gobernantes, se convierte en el árbitro de la situación. La relación médico/enfermo va perdiendo el carácter benigno, paternalista y amistoso de antaño y deviene algo frío, contractual y potencialmente contencioso.

Es una pena que lo que se inició como un movimiento para consolidar la inmunidad ética de los enfermos termine en conspiración contra la conciencia moral del médico o en un salvoconducto para la autodegradación del paciente.

VI. La recuperación de los valores humanos en Medicina

Se impone una conclusión inevitable: las cosas no parecen ir del todo bien en Medicina. La Medicina, una de las más hermosas empresas humanas, está urgentemente necesitada de un arreglo a fondo. Necesitamos, como tantas veces lo ha afirmado el Santo Padre Juan Pablo II, recuperar la verdad del hombre y ponerla en el centro de nuestro campo visual. Este es un mensaje que hemos de vivir a fondo y de transmitir sin miedo a todos y, en especial, a los médicos y a los enfermos.

Hemos de decir a la gente que hay una verdad sobre el hombre, la que nos ha revelado Jesucristo. Para eso, lo primero es rechazar con firmeza el chantaje del relativismo cultural. La tolerante sociedad de hoy exige de todos la sumisión a su regla suprema: “Se prohíbe proclamar, e incluso sospechar, que las propias convicciones sean verdaderas”. Se tacha como de mala educación o de repugnante etnocentrismo manifestar con sencillez que uno cree firmemente en unas verdades que pueden salvar al hombre.

Nosotros las tenemos. Juan Pablo II nos ha hablado de ellas. Nos ha dicho que el mundo no puede seguir mucho tiempo por el camino que lleva. Que hemos de movilizar las conciencias para hacerlas capaces de enfrentar la terrible tensión entre el bien y el mal a que estamos sometidos los hombres de este final del siglo veinte. Hay que persuadir a todos de la prioridad de la ética sobre la técnica, de la primacía de la persona sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre la materia.

La Medicina es uno de los campos donde esa tensión alcanza mayor dureza. Por eso, todos los que estamos metidos en ella, médicos y pacientes por igual, tenemos que preguntarnos, obstinadamente, una vez y otra, si lo que hacemos o lo que nos hacen vuelve de verdad más humanos a los hombres; si los progresos médicos y el trabajo en hospitales y ambulatorios contribuyen a hacer mejor al hombre, esto es, si lo vuelven más maduro espiritualmente, más consciente de su dignidad, más abierto a los demás.

Hagamos, como entrenamiento, el análisis de una situación muy de hoy. Los Ministerios de Sanidad se han puesto a proclamar, por medio de campañas publicitarias de costo multimillonario, que hay que tomar precauciones para contener la epidemia del SIDA. Señalan que la promiscuidad sexual debe practicarse a partir de ahora bajo la protectora seguridad del preservativo. Tales campañas ignoran escandalosamente no sólo el valor humano de la castidad, sino incluso su valor técnico como profiláctico. Creo que no exagero al afirmar que ésta es la mayor operación jamás vista para “veterinarizar” la Medicina, pues se apoya en la idea de que, como agente de salud pública, el médico debe abstenerse de moralizar y se limitará a tratar. Esto equivale a prohibir al médico que establezca relaciones con sus pacientes en cuanto personas y que se limite a tratarlos como a simples objetos biológicos. Equivale también a decir al paciente que se le considera incapaz de vida moral, inhábil para la virtud. En contraste con otras combativas campañas (anti-tabaco, anti-sal, anti-polución ambiental, anti-grasas animales), la promiscuidad sexual no es considerada riesgo voluntario de salud, sino que es proclamada como estilo normal de vida, como derecho inalienable. La campaña anti-SIDA lleva trazas de situar a nuestros Ministerios de Salud en el primer puesto de la lista de los industriales del sexo, pues incluyen entre sus recomendaciones la de alternar los gratificantes placeres de la fornicación con el recurso a ciertas prácticas de sexualidad desviada, aberrantes, pero con menor riesgo de contagio.

Concluyo. La Medicina es una formidable caja de resonancia para los valores humanos, y su grandeza le viene de ser tutora de la dignidad del hombre. Nunca, quizás, ha habido más urgencia de recordar a los hombres que han sido rescatados de la animalidad a un precio muy alto. Nunca tampoco se nos han ofrecido a los cristianos más oportunidades para hacerlo. La Madre Teresa ha abierto ya una casa para acoger a víctimas del SIDA y su ejemplo empieza a cundir. Nosotros no vamos a quedarnos mano sobre mano.  Cada uno ha de participar en una campaña contra esta calamidad. En el punto 121 de Camino, Monseñor Escrivá de Balaguer nos concreta un objetivo muy ambicioso y repleto de promesas:

“Hace falta una cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia.

–Y esa cruzada es obra vuestra”

Mi intervención de esta mañana sólo ha pretendido ser un marco para nos marquemos este propósito. Muchas gracias.

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