La clonación del hombre, ¿capricho o necesidad?
Gonzalo Herranz, Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra
Ponencia en Seminario “Hacia una Ciencia con Conciencia”
Asociación Cultural Albores
Hotel Wyndham Old San Juan
San Juan de Puerto Rico, 9 de noviembre de 2001, 8:45 a 10:15
Visión general de la clonación
Clonación reproductiva: riesgos y repugnancia
La clonación terapéutica y su promoción publicitaria
La opinión de la gente y el poder de los políticos
Saludos y agradecimientos
Supongo que muchos recordaremos el día de 1997 en que nos enteramos de la existencia de la oveja Dolly. El revuelo que provocó la noticia fue muy grande en el mundo de la opinión pública. Pero la conmoción grande se produjo de verdad en el mundo de la ciencia biológica y, en especial, en el de la bioética.
La clonación de Dolly significaba varias cosas. Una y muy importante, se refería al papel que juega en el progreso de la ciencia la duda sobre lo admitido, la revisión de las ideas aceptadas, la rebelión contra los ídolos de la tribu científica. Antes de Dolly se tenía como un hecho comprobado que no era posible clonar mamíferos adultos. La clonación era cosa natural en seres biológicos inferiores, de reproducción asexuada, aburridamente iguales entre sí. Era cosa artificial, aunque relativamente fácil de provocar, en batracios, siguiendo la técnica de transferir núcleos de células somáticas a oocitos previamente enucleados. La transferencia nuclear se hacía cada vez más difícil e inoperante a medida que se asciende en la escala biológica. Tras muchos intentos, se había llegado a clonar ratones usando núcleos procedentes de células de embriones jóvenes. Y, en 1997, eso mismo se conseguía también en algunos animales domésticos. Pero el fracaso sistemático en los intentos de conseguir clones mediante transferencia de núcleos procedentes de células somáticas de mamíferos adultos había llevado a la conclusión, apoyada en conjeturas y argumentos muy racionales y convincentes, de que la clonación de animales superiores adultos no era posible. El grupo de Edimburgo arruinó de la noche a la mañana esa doctrina y demostró que el coraje de poner en duda proposiciones científicas “blindadas” es de muy alto valor en ciencia.
Pero, aparte de este efecto colateral sobre el ethos de la ciencia que ejerció Dolly, la clonación es asunto que pesa mucho en sí mismo.
Visión general de la clonación
Simplificando las cosas para hacerlas manejables, se puede decir que hay dos modos principales de producir clones animales. Uno, consiste en partir o escindir embriones; el otro, recurre a los procedimientos de transferencia nuclear.
Del primero apenas merece la pena tratar. Se consigue mediante la simple sección en partes de un embrión joven, bien cortándolo en piezas, bien desagregando con procedimientos químicos o mecánicos los blastómeros totipotenciales. Los fragmentos embrionarios o los blastómeros separados son entonces transferidos al útero de una madre para que los geste. Este procedimiento se emplea en veterinaria. Se ensayó con fines experimentales en embriones humanos hace unos años, en 1993, cuando Hall y Stilman comunicaron que habían clonado seres humanos mediante fisión embrionaria. Pero las condiciones éticas y científicas de aquel estudio fueron tan deficientes que no se ha concedido validez a sus hallazgos. Se ha especulado sobre el interés que pueda tener la escisión embrionaria en la reproducción humana asistida, pero, dejando a un lado las graves objeciones éticas a la manipulación y copiado de seres humanos, las dificultades técnicas han frenado su utilización.
La clonación por transferencia nuclear es cosa de mucho más relieve. Se basa en un procedimiento complejo y delicado, cuya descripción precisa exigiría bastantes minutos. De modo groseramente esquemático se puede describir así: se transfiere a un oocito el núcleo de una célula somática, con lo que se obtiene un embrión clonado del individuo del que procede el núcleo transferido. El oocito ha tenido que ser previamente enucleado, es decir, desposeído de su núcleo original. El núcleo que se transfiere debe haberse sometido a una necesaria reprogramación. Una vez en el citoplasma oocitario, el núcleo transferido continúa ese decisivo proceso de reprogramación, que, si se realiza de modo completo y perfecto, le permite ir dictando las instrucciones necesarias para que el embrión se desarrolle. El embrión clonado es genéticamente un poco especial: recibe del donante del núcleo la inmensa mayoría de su información genética y será prácticamente una copia de él. Pero recibe de la donante del oocito una herencia muy reducida y peculiar –la que dirige la formación de las mitocondrias, el llamado ADN mitocondrial– y otras cosas de mucho valor, pues el citoplasma oocitario contribuye, como acabo de decir, a terminar la reprogramación del núcleo transferido y también a dirigir los primeros pasos del desarrollo embrionario
Como la clonación reproductiva puede usarse en circunstancias y para fines diferentes, nos es necesario aludir a ciertos tipos diferentes de ella:
En la clonación reproductiva, el embrión clonado es colocado en un útero receptivo para que experimente su desarrollo completo, y dé origen a un individuo que es copia genética idéntica del que proporcionó el núcleo transferido.
En la clonación terapéutica, se permite el desarrollo in vitro del embrión clonado durante unos pocos días, al cabo de los cuales, llegado a la fase de blastocisto, se le diseca química o inmunológicamente para separar la masa celular interna. Ésta, tras ser a su vez cultivada en una larga serie de pases sucesivos, da origen a las apreciadas células madre o troncales, dotadas de la capacidad de diferenciarse, bajo el efecto de estímulos específicos, en una gran variedad de tipos.
Finalmente, en la paraclonación, se produce primero un embrión con las técnicas ordinarias de fecundación in vitro y se le deja crecer hasta que consiste en varios blastómeros. Entonces se obtienen los núcleos de esos blastómeros y se transfieren a otros tantos oocitos enucleados. Si los embriones clonados así obtenidos se transfieren a úteros receptivos, se podrán lograr varias copias idénticas del embrión original. La paraclonación tiene interés en áreas muy especiales de investigación animal.
Pasemos a considerar con algún detalle la clonación reproductiva.
Clonación reproductiva: riesgos y repugnancia
A partir de 1997, tras el nacimiento de Dolly, la clonación reproductiva se ha aplicado a diferentes especies. Los éxitos no han sido muchos. Es relativamente fácil clonar animales pequeños, ratones, por ejemplo; pero, aunque se ha logrado clonar ovejas, vacas, cabras y cerdos a partir de células somáticas de adultos, hay que reconocer que clonar animales grandes es un asunto plagado de dificultades. Si nos acercamos más al hombre, hay que afirmar que, hasta ahora, los intentos de clonar monos adultos han fracasado.
La enucleación y la transferencia nuclear es un trauma fuerte para los oocitos y fracasan con mucha frecuencia; los embriones que se consiguen alcanzan tasas de implantación bajas; el número de abortos espontáneos es muy elevado, y, los pocos animales que llegan a nacer presentan una alta tasa de mortalidad neonatal o anomalías congénitas que acaban pronto con sus vidas. Se ha visto que, en muchas ocasiones, la placenta de los fetos clonados no funciona adecuadamente, de lo que se derivan no sólo daños para ellos fetos, sino también complicaciones importantes para las madres. En los animales clonados que sobreviven algún tiempo, suelen manifestarse serios trastornos del desarrollo cardiopulmonar y del sistema inmune, y también fenómenos de envejecimiento prematuro. No se han identificado las causas de esa elevada morbididad y mortalidad de los animales clonados. Se sospecha que alguna de ellas sea imposible de obviar, tal como, por ejemplo, el daño difuso que afecta a las mitocondrias presentes en el citoplasma oocitario, causado quizás por su ADN envejecido.
Se mantienen activos algunos grupos de investigación que trabajan en clonación reproductiva animal por el gran interés biológico y ecológico de clonar especies amenazadas de extinción y por el aliciente económico de producir copias múltiples de animales que, sometidos a intervenciones biotecnológicas, son capaces de producir sustancias de gran interés farmacéutico (hormonas, anticuerpos, factores de crecimiento y otros).
La clonación reproductiva de los animales no plantea otros problemas éticos especiales, fuera de los exigidos por del trato humano que ha de dárseles.
Tampoco, de momento, plantea grandes conflictos éticos la clonación reproductiva en el ser humano.
En primer lugar, por razones técnico-biológicas, y, en concreto, su extremada ineficiencia.
En segundo lugar, por razones jurídicas y éticas. El rechazo ético a la clonación reproductiva humana es prácticamente universal, unánime. Ya en 1997, a raíz del nacimiento de la oveja Dolly, la mera posibilidad de producir niños clónicos recibió una condena categórica. El Papa, Clinton, Chirac y, con ellos, muchos líderes religiosos y políticos rechazaron la clonación reproductiva humana como repugnante. Incluso el Ministro de Salud del Reino Unido declaró: “La clonación deliberada de seres humanos es éticamente inaceptable”. Numerosas instituciones políticas, de Derechos Humanos y de Bioética (la Comisión de la Comunidad Europea, el Parlamento Europeo, el Consejo de Europa, la Organización Mundial de la Salud, la Asociación Médica Mundial, la Academia Pontificia para la Vida, el Comité Nacional Consultivo de Ética de Francia, el Comité de Bioética de la UNESCO en su declaración Universal sobre el Genoma Humano) coincidieron en condenar unánimemente la clonación. El primer protocolo adicional que el Consejo de Europa añadió a su Convención de Biomedicina fue para condenar la clonación de seres humanos.
Ya antes de Dolly, en muchos países, la prohibición de la clonación estaba presente en la legislación en vigor o en diferentes borradores legislativos. Y después de Dolly, se introdujeron en otros países proyectos de ley que la prohibían en el hombre o la restringían en animales. El Congreso de los Estados Unidos, decidió, el último día de julio de este año y por muy amplia mayoría, que es contrario a la ley clonar embriones humanos. Y no lo hizo con la boca pequeña: cuando la ley entre en vigor, practicar la clonación, reproductiva o terapéutica, será un crimen castigado con penas de hasta 10 años de cárcel y multas millonarias. Y cuando el Reino Unido legisló sobre la materia, en una decisión oportunista y muy criticada, autorizó sólo la clonación terapéutica, y endureció las penas para la reproductiva.
A la gente común le repugna la posibilidad de fabricar seres humanos que sean el calco biológico de otros. Sólo unos pocos esnobs no comparten ese parecer. Invocan rebuscadas razones, caprichosas y egolátricas, de libertad reproductiva para traer al mundo niños que no han sido engendrados por un padre y una madre, para producir una persona que con respecto a otra ven que la normal relación padre-hijo es cambiada a una extraña relación ser humano-gemelo retardado. Además, los niños clonados son privados de la natural aspiración a un futuro abierto y original, pues en lo biológico están condenados a ser copia de otro ya conocido, a tener sus mismas predisposiciones y rasgos. Incluso, en los contextos más aperturistas y tolerantes, se considera que la libertad reproductiva no puede olvidarse de tener en cuenta el beneficio, los intereses y la seguridad del hijo por nacer.
Los pocos que defienden la licitud de la clonación reproductiva aducen también motivos de libertad de investigación, que no pueden legítimamente alegarse a la vista de los trastornos que afligen a los animales clonados. Las normas éticas de investigación sitúan al ser humano en un nivel singular y privilegiado. Establecen que no se pueden iniciar experiencias en el hombre, sin haber antes obtenido, mediante los estudios en animales, una prudente y favorable evaluación de los beneficios y riesgos calculados: pero los riesgos aquí son exorbitantes.
Alegan, como última razón, que hay personas que desean desesperadamente tener descendencia propia, pacientes infértiles que reclaman la clonación como un derecho, pues la consideran el remedio último para su falta de gametos. Se trata de pacientes que merecen toda nuestra compasión, pero que necesitan saber que el cumplimiento de su deseo exige de la sociedad un precio moral tan desorbitado, que no tienen derecho a exigir: cumplir sus deseos significaría socavar la más básica de las relaciones humanas, la que se anuda entre padres e hijos.
Verdaderamente, la clonación reproductiva no parece, ni ética ni biológicamente, muy tentadora. No ha sido difícil ponerse de acuerdo en condenarla éticamente y prohibirla legalmente. Tiene mucho más de capricho que de necesidad.
La clonación terapéutica y su promoción publicitaria
Por contraste, la clonación llamada terapéutica suele ser presentada con una apariencia atractiva. Ha sido objeto de un vivo debate social en muchos países. Ha sido propuesta por comités nacionales de ética y por grupos de presión ligados a la industria como una vía llena de promesas para la obtención de células madre, dotadas de un incalculable potencial terapéutico. Gracias una propaganda intensa y convincente, emitida por los grandes medios de comunicación, se nos ha hecho creer que es una especie de panacea de casi todos nuestros males.
No es fácil, a causa de esa popularidad, conseguir que se tomen en cuenta las críticas éticas a la clonación terapéutica. Quien ponga en duda sus promesas ilimitadas es tenido por una persona desinformada, o, lo que es peor, por alguien duro de corazón que desprecia el bienestar y la felicidad de innumerables pacientes. La sociedad entera ha sido bombardeada insistentemente con mensajes persuasivos y ricos en promesas, y no resulta fácil conseguir que el asunto sea sometido a debate o revisión.
Pero conviene conocer la verdad. Hace unas semanas me hacía notar un colega británico, agnóstico pero muy independiente y sincero, que, a lo largo del año 2000, cuando se conmemoró el segundo milenio de la era cristiana, se habían demolido no pocos de los principios judeo-cristianos que servían de cimiento, en naciones de esa tradición religiosa, a la moralidad pública y a la legislación. Observaba que el terreno así allanado estaba siendo ocupado por conceptos utilitaristas, aplicados, a veces, con crueldad e incompetencia. Me ofrecía, como ejemplo paradigmático de esa mutación, el debate que se tuvo en la Cámara de los Comunes para reformar la Ley de Fecundación y Embriología y autorizar la investigación, prácticamente ilimitada, sobre embriones humanos, clonación terapéutica incluida.
Eso fue posible gracias a la masiva propaganda que embobó al pueblo y, especialmente a sus representantes parlamentarios. La presión a favor del cambio legislativo venía de la comunidad científica. No podemos ignorar que los científicos han cambiado. Su interés primario y su pasión dominante no es ahora investigar para buscar y discernir la verdad. Los científicos, muchos de ellos, se han convertido en un gran poder social, en un lobby, en una gigantesca empresa económica. Quiere, por un lado, imponer en la sociedad el credo cientifista, una ideología fuerte que sostiene que la felicidad y la salvación de la humanidad vendrán, no de la religión, sino de la ciencia. Piden que les dejemos investigar sin trabas, que, a cambio, volcarán sobre el mundo el cuerno de la abundancia de tecnologías cada vez más audaces. La alianza de la investigación con la industria biotecnológica permitirá desarrollar programas de enorme eficiencia y traerá pingües beneficios económicos que compartirán científicos y capitanes de empresa. La tecnología de las células madre es un ejemplo bien a mano.
Se nos ha dicho de mil modos, en una propaganda un tanto desvergonzada y que trataba de anular cualquier oposición, que millones de pacientes podrán beneficiarse de la investigación sobre células madre embrionarias. Un investigador español, hablando en la televisión, supongo que en un lapsus que no rectificó, dijo que en el mundo eran miles de millones los beneficiarios potenciales de los futuros tratamientos. Nos repiten la misma letanía que ya oíamos hace más de diez años, cuando se nos adormecía la capacidad crítica ante las increíbles posibilidades terapéuticas del Proyecto Genoma Humano. Se decía entonces de los genes, lo mismo que ahora de la clonación terapéutica y de sus células madre, al igual que mañana se dirá de la proteómica, que antes de cinco años, se daría con el remedio para curar la enfermedad de Alzheimer, el Parkinson, la diabetes, el cáncer, las lesiones de la médula espinal. Según la versión más divulgada, pero abiertamente utópica y triunfalista, se confía ahora en las células troncales de los embriones clonados para reparar los daños causados en nuestros órganos por la edad o las enfermedades y ahorrarle así a la humanidad una ingente masa de sufrimiento. Se sueña en que los derivados de las células madre (neuronas de tipos diferentes, miocitos cardíacos, células de la epidermis, de los islotes pancreáticos, del cartílago articular, y tantas y tantas más) puedan servirnos para compensar el desgaste cerebral, repoblar el corazón desfalleciente, cubrir la piel quemada, restaurar hígados y riñones en insuficiencia avanzada, sanar la diabetes juvenil, poner nuevo cartílago a las articulaciones, y tratar muchas otras enfermedades. Y todo eso, sin provocar problemas de rechazo, pues la clonación asegura que las células trasplantadas sean perfectamente toleradas.
Y lo sorprendente es que la gente, sin excluir a los políticos, se lo cree a pies juntillas. Era conmovedor leer en el Hansard, el diario de sesiones del Parlamento del Reino Unido, de diciembre de 2000 y de enero de 2001, las profesiones de fe de muchos Comunes y Lores en la inmediata realidad de los tratamientos derivados de la investigación destructiva de embriones clonados o sobrantes. El argumento más usado, casi clónico, venía a decir: “Es complejo, según parece, tener que producir embriones clonados. Será necesario que muchas mujeres estén dispuestas a donar o a vender oocitos; será necesario que las cosas vayan bien y que la transferencia nuclear no falle, que dé origen a embriones y que esos embriones crezcan hasta la fase de blastocistos. Entonces habrá que sacrificar esos minúsculos embriones humanos, merecedores, eso sí, de una cierta medida de respeto. Pero mi conciencia me prohíbe poner obstáculos a la investigación sobre embriones humanos: no puedo permitir que mis escrúpulos morales, mi respeto por esos minúsculos seres, se sobreponga a mi deber de evitar que el sufrimiento de millones de ciudadanos se prolongue ni un sólo día. Cuanto antes tengamos dominado el tratamiento con células madre, tanto mejor”.
Los Miembros del Parlamento fueron convencidos por los argumentos del Ministro, en esta ocasión no el de Salud, sino el de Comercio e Industria. La razón fuerte esgrimida por él era que el Reino Unido necesitaba hacerse con el liderazgo de las tecnologías de clonación y de células madre embrionarias. No importó que nadie hubiera examinado críticamente la débil base de los alegatos de los científicos en favor del ilimitado potencial curativo de las células madre de embriones clonados, ni se discutieran los aspectos económicos de los tratamientos en el supuesto de que la nueva tecnología llegase a ser dominada. Mucho menos se prestó atención a la cuestión de si es decente crear embriones humanos, aunque fueran clonados, para consumirlos en investigación destructiva. Nadie creyó que fuera necesario replantearse el asunto fundamental, dejado pendiente 16 años atrás por el Comité Warnock, de cual sea el estatuto ético y jurídico del embrión, ni nadie se paró a calcular las consecuencias que, a largo plazo, se derivan para la sociedad de la decisión de relegar a ciertos seres humanos a la condición de medios que se consumen en intereses de otros o de meros objetos disponibles.
Aunque nadie sabe a ciencia cierta cual será el resultado práctico de esta aventura, los parlamentarios británicos por amplia mayoría decidieron vender la piel del oso antes de cazarlo.
Conviene preguntarse: ¿es cierto eso de la ingente masa de sufrimiento que se pretende ahorrar a la humanidad gracias a la clonación terapéutica? En concreto, ¿a qué gente beneficiarán las células troncales que puedan obtenerse por clonación?
No podemos olvidar que lo característico, y a la vez lo limitante, de la clonación terapéutica es justamente su carácter clónico, la identidad genética perfecta y exclusiva entre clon y clonante. Eso significa que un clon, en cuanto tal, sólo servirá para proporcionar células madre destinadas al individuo singular del que procede y del que es copia. Y para nadie más.
La clonación es solipsista, está cerrada a todos los otros. Se va a la clonación para garantizar la compatibilidad genética e inmunológica absoluta con el clonante, pero eso la condena a ser irreductiblemente individualista, a ser un tratamiento sólo para uno. Esa es una limitación de enorme peso.
Un procedimiento tan complejo, de éxito improbable y terriblemente caro sólo podrá aplicarse a una clientela muy selecta, formada por los pocos que tengan bastante dinero para pagar los sofisticados materiales y las complejas técnicas necesarias. No podemos olvidar que, en el estado actual de esas técnicas, se necesitan muchas decenas de oocitos para conseguir un solo embrión, que éste ha de crecer hasta la fase de blastocisto, que son pocos proporcionalmente los blastocistos de los que se consigue derivar colonias estables de células madre, y finalmente que hay que confiar que esas células madre no tengan aberraciones genéticas, errores de reprogramación como los que hacen tan precaria la vida de muchos animales clonados, y sean capaces de responder a estímulos que las diferencien en los tipos celulares que se desea obtener. Es un camino muy espinoso, con fracasos que acechan en cada fase, lo que determinará un costo prohibitivo al menos durante el largo tiempo de optimización de las técnicas.
De estas dificultades no se ha hablado al público. No se le ha dicho que la clonación terapéutica es compleja, elitista y cara.
Tampoco se ha hablado de otros aspectos importantes. No sabemos si las células troncales derivadas de embriones clonados serán beneficiosas y en qué grado. Cuando el procedimiento llegue a ser aplicado a pacientes, habrá que observar con el corazón en vilo si las células madre clónicas son aceptadas, si se adaptan a los procesos regulativos del organismo, si son capaces de sobrevivir en un ambiente donde actúan los factores patógenos que determinaron la enfermedad que con ellas se quiere curar, si no serán más o menos rápidamente frenadas por los mismos mecanismos que colocan en vía muerta a las células madre del organismo adulto, o si no podrán iniciar un crecimiento excesivo, provocar un efecto excesivo o, incluso, originar tumores. Ignoramos muchas cosas que será necesario esclarecer antes mediante mucho y pausado trabajo experimental en animales.
Pero hay prisa por llegar pronto. A pesar de esos inconvenientes legales, éticos, sociales y biológicos, algunas empresas de biotecnología están apostando muy fuerte por la clonación terapéutica, pues tienen por cierto que la primera de ellas que consiga dominar y patentar las técnicas ganará dinero a espuertas. Mientras llega ese día, los posibles accionistas y la futura clientela son bombardeados con mensajes, más intuitivos que fundados en razones, que soñemos en el remedio de los remedios. En el núcleo de esos mensajes está la idea, pragmática y consecuencialista, de que el incalculable bien que se busca vale el sacrificio de un número, igualmente incalculable, de embriones humanos.
Pero la historia enseña que soñar en panaceas es a menudo soñar en cosas que pueden darnos muchos chascos. La que empieza a llamarse medicina regenerativa es considerada por algunos analistas como la nueva tierra de promisión para los capitanes de empresa. A éstos les gusta trabajar sin trabas para poder desarrollar, como lo han hecho Geron y Advanced Cell, las firmas líderes del ramo, plataformas en las que combinar las nuevas tecnologías: la clonación, las células troncales embrionarias, los tejidos inmunes al envejecimiento, y así tratar las enfermedades degenerativas que hacen tan desdichada la vejez. Siguen para ello el estilo empresarial más duro, con agendas febriles, pleitos por prioridad de patentes, pugna encarnizada por atraer científicos, reclamaciones por tráfico de datos, y un sentido bastante laxo de los derechos de propiedad intelectual. Hay semanas en que la sección de noticias de Science y Nature parece copiada de una revista financiera.
En un clima tan competitivo, las llamadas a la prudencia son desoídas, las trabas legales son obviadas. La decisión del Congreso de los Estados Unidos de prohibir la clonación ha obligado a las empresas que habían elegido esa línea de investigación a modificar su política de investigación y desarrollo o a emigrar para encontrar refugio en alguno de los paraísos biotecnológicos, el Reino Unido, por ejemplo. No sin haber tildado antes de astigmatismo e hipocresía moral a quienes, por reparos éticos, prohíben la clonación como una agresión a la dignidad humana y, al mismo tiempo, abandonan a millones de pacientes en manos de la conocida lista de enfermedades, cada vez más larga por motivos promocionales: el mal de Alzheimer, el de Parkinson, la esclerosis múltiple, la apoplejía, el cáncer, la cirrosis, la diabetes, el daño miocárdico, la osteoporosis, la leucemia, la esclerosis múltiple: todas terribles y de muy elevada prevalencia.
Los comentaristas de las revistas científicas insinuaron, a raíz de la prohibición por el Congreso de los Estados Unidos de la clonación humana en todas sus formas, que, detrás de esa medida, se preparaba una sutil operación, que sacaría ventaja de la aparente derrota. Las protestas contra la decisión del Congreso eran, en realidad, una campaña de opinión a favor de la derogación de las trabas para producir células troncales a partir de embriones humanos sobrantes. Se decía este pasado verano que eran centenares de miles los embriones humanos que yacen abandonados en los bancos de las clínicas, olvidados de sus progenitores. Y el Congreso, lo mismo que la Casa Blanca, fueron inundados por una oleada de peticiones para que se levanten las trabas, normativas y financieras, que impiden la investigación destructiva sobre embriones sobrantes. El poderoso lobby de las células madre movilizó a actrices y a antiguas Primeras Damas, a grupos de presión y a tránsfugas políticos, para predicar las excelencias de las células troncales embrionarias y minimizar el valor de las troncales adultas y debilitar así la resistencia del Presidente y sus consejeros.
Todavía más: organizó una emboscada para desprestigiar las alternativas emergentes que pueden competir con las células madre embrionarias. Para entender lo ocurrido, hemos de tratar brevemente de las células madre adultas.
No conocemos la capacidad terapéutica de las células madre embrionarias, derivadas de embriones sobrantes o clónicos. Su ilimitada capacidad de curar está por demostrar. Sus peligros potenciales nos son igualmente desconocidos. Han de pasar muchos años antes de aplicarlas al hombre. En consecuencia, despreciar cualquier vía alternativa es profesional y éticamente impropio.
En el horizonte han aparecido las células madre de los tejidos adultos que han causado tanta sorpresa como expectación. Resulta que los tejidos de adultos contienen células madre dotadas de propiedades biológicas similares a las de las células madre embrionarias y su modo de entrar en escena ha sido bastante espectacular. Se sabía que los tejidos de los animales experimentales contenían esas células. Se sabía que ciertos tejidos del adulto (médula ósea, piel, epitelio intestinal) eran capaces de mantener tasas de regeneración celular activa a lo largo de toda la vida, pero estaban establecidas como dogmas dos ideas: una, que muchos tejidos estables (nervioso, muscular, por ejemplo) carecían de capacidad regenerativa, no tenían esa población de células capaces de reponer las pérdidas que la vida y la enfermedad provocan; y dos, que esas células madre están comprometidas, es decir, tienen capacidad de originar sólo células de su propio tejido.
Se puede imaginar la sorpresa de los médicos y científicos al ver que esos dos dogmas se vinieron abajo. Yo recuerdo la excitación con que en el Departamento comentamos un trabajo publicado hace ahora casi dos años en el NEJM. Nos contaban la historia de dos mujeres con cáncer de mama a las que fue necesario llevar hasta el final de la escala terapéutica: un tratamiento quimioterápico intensivo seguido de trasplante de médula ósea. Los donantes eran varones. La sorpresa vino cuando, al cabo de un tiempo, fue necesario practicarles una biopsia de hígado. Resultó que una buena parte de las células hepáticas que poseían esas mujeres no eran originalmente suyas: tenían los marcadores típicos de las células masculinas. La única explicación razonable era la de suponer que esas células hepáticas provenían de las células madre ingresadas con ocasión del trasplante de médula ósea que, por circunstancias ignoradas, se habían incorporado al hígado y adoptado una estructura absolutamente nueva y cambiada.
En poco tiempo, se han acopiado hallazgos nuevos y sorprendentes, en animales experimentales sobre todo, que obligan a pensar seriamente en las posibilidades que se pueden derivar de estas células madre de tejidos adultos, de modo que hay que sospechar que el uso de células madre procedentes de adultos es una alternativa perfectamente viable al uso de células madre pluripotenciales embrionarias.
De hecho, en varios laboratorios del mundo se están generando resultados prometedores que hacen pensar que, en un futuro no muy lejano, las células madre de adultos aisladas de un paciente podrán ser expandidas en el laboratorio y ser utilizadas para la regeneración de tejidos dañados del propio paciente. Si se consigue poner a punto esta tecnología, tendremos una herramienta eficaz para el tratamiento de una muchas enfermedades y disfunciones congénitas y degenerativas, para el desarrollo de la medicina reparativa.
Hay, como es lógico, muchos retos tecnológicos todavía pendientes de resolver. Hay que demostrar que la capacidad de proliferación in vitro de las células madre de adultos es suficiente para producir en cultivo el número de células necesario para intentar los tratamientos con garantías, esto es, sin merma de su potencial de diferenciación. Hay que definir minuciosamente las características moleculares de las células madre para poder estandarizar los protocolos de aislamiento y purificación. Hay, finalmente, que demostrar en cada una de las enfermedades que se quiera tratar a partir de estas células, que, tras el transplante, se consigue una mejora funcional estable o, al menos, duradera. Estos puntos pendientes ya han sido respondidos en el caso de las células madre de médula ósea utilizadas para enfermedades hemato-oncológicas, pero siguen siendo otras tantas incógnitas para los otros tipos.
Sin embargo, es curioso, las células madre adultas que no provocan los graves problemas morales implicados en la destrucción de embriones, clonados o sobrantes de la fecundación in vitro, han sido acogidas por parte de la comunidad científica interesada con desdén y desinterés. Cuando en los Estados Unidos arreciaba la campaña para persuadir a la Cámara de representantes para que autorizaran la clonación humana, se promovieron reuniones científicas para desacreditar el valor potencial de las células madre adultas. Se dio mucha difusión a noticias del tipo de que una de las más activas investigadoras de estas células reconocía públicamente que había exagerado en sus primeras publicaciones las perspectivas favorables de sus hallazgos y se hacía una crítica muy severa, casi punitiva, del trabajo de otros investigadores. Nada semejante se ha intentado nunca con la inflación con que se han tratado las células madre embrionarias.
En esta situación llegó, en agosto pasado la decisión del Presidente Bush que, aconsejado por Leon Kass, autorizó la ayuda federal a la investigación sobre las cepas de células madre embrionarias que ya estaban desarrolladas, pero prohibió la entrega de dinero federal a los proyectos de investigación que implicaran la destrucción de embriones humanos. La decisión, salomónica como ninguna otra, creó amplio descontento. No pocos investigadores no ocultaron su disgusto. Y muchos echaron de menos que el Presidente no hubiera sabido estar a la altura exigida por una decisión moral histórica que le hubiera colocado entre los grandes Presidentes.
Quienes creemos que los embriones son seres humanos dignos de un sincero y profundo respeto, que valen lo mismo que valemos nosotros, no podemos resignarnos a que se les use o se les haya usado como materia prima para la investigación destructiva y el desarrollo de procesos industriales. La solución intermedia puede haber estado informada de prudencia política, eso es innegable, pero ha sido un error ético. Hay que reconocer que, en ciertos problemas, tratar de llegar a un compromiso es una ingenuidad. Es necesario admitir que hay problemas éticos que no admiten componendas, que no tienen solución. La verdadera solución está antes: no producir embriones sobrantes destinados al abandono o la destrucción. Si es cierto que no hay mal que por bien no venga, esta crisis ética obliga a todos a plantearse en serio si es humano crear embriones y después desentenderse de su destino.
La opinión de la gente y el poder de los políticos
La gente no está a favor de la clonación terapéutica. En 1998, el Wellcome Trust hizo una encuesta, muy original y bien diseñada, sobre las opiniones del público sobre Clonación humana. No fue una encuesta común, de esas en que, en la calle, en el momento de subir al automóvil, alguien viene y te hace una pregunta a la que has de responder sin pensar. Se seleccionó una muestra, pequeña pero representativa de gentes, y se les invitó a participar. Se les entregó material impreso sobre las dos variantes de clonación, se les invitó a estudiarlo con su familia y amigos, a debatirlo, a hacer cuantas preguntas consideraran necesarias, y a enviar sus respuestas al cabo de un mes. La encuesta del Wellcome Trust concluyó: “1. No hay virtualmente apoyo alguno en el Reino Unido a la clonación humana reproductiva. 2. Mucha gente está también muy preocupada por los usos terapéuticos de la clonación y no se fía de la capacidad de los científicos para marcarse reglas. 3. A la gente le gustaría que los científicos produjeran células muy útiles y órganos o tejidos para curar enfermedades, pero se siente infeliz sobre el modo en que hay que usar los embriones para ese fin”.
También la gente en Estados Unidos está contra todas las formas de clonación, incluida la llamada terapéutica. Una encuesta de Time/CNN, cuyos resultados fueron difundidos por Reuters el 12 de febrero de 2001, indica que el 72 por ciento de los encuestados “piensan que la clonación no está justficada para producir órganos que salven la vida de otros”; el 80 por ciento se oponía a la clonación con fines reproductivos. Muchos de los interrogados citaron sus creencias religiosas como factor decisivo para su oposición.
Lo mismo ocurrió en Canadá, donde la gente, de acuerdo con una encuesta de PricewaterhouseCoopers, se muestra favorable a la producción de órganos para trasplantes, pero una vasta mayoría de canadienses se opone a la clonación de seres humanos.
Pero, ¿cómo es que los gobernantes en el Reino Unido han aprobado la clonación, sabiendo que el público está contra ella? Como ha ocurrido eso es una historia muy interesante y algo complicada, que merece ser relatada para adquirir experiencia y determinarse a actuar con más empeño en las decisiones políticas que tienen que ver con el respeto a la vida y la dignidad del hombre.
Pasó lo siguiente: como siempre que hay un problema, el Gobierno encargó a un Comité que preparara un documento para debate público. Creó para ello en 1998, el Grupo de Trabajo sobre Clonación, un grupo de cuatro personas muy interesadas todas ellas en clonación y en sus posibles beneficios. A final del año, el Grupo había producido el Informe “Clonación: problemas en reproducción, ciencia y medicina”. Su conclusión era de esperar dada la orientación ideológica y profesional de los componentes del Grupo: recomendaba al Gobierno que se autorizara la investigación sobre embriones para diseñar procedimientos para reconstituir órganos y tejidos dañados y para tratar enfermedades mitocondriales.
Curiosamente, el documento, encargado por el Gobierno con el propósito de “estimular un debate social, amplio e informado”, no se presentó al público general, sino que se hizo llegar sólo a organizaciones científicas, legales y clínicas y a especialistas con intereses éticos.
El pueblo quedaba excluido: en el Grupo de Trabajo no había gente representativa de las diferentes tradiciones éticas. El Informe quedó en manos de expertos. El carácter elitista del grupo se mostraba en la recomendación que hacía al gobierno: “Deseamos colaborar en la necesaria tarea de disipar la desconfianza que pueda existir entre el público y participar en una tarea de educación que ayude a superar miedos irracionales y para crear confianza en las aplicaciones de la ciencia”.
Lo más curioso de este informe es que fue encargado al Grupo no por el Ministro de Salud, sino por el de Comercio e Industria. Lo que significa que ya entonces los intereses comerciales e industriales de la clonación prevalecían sobre las consideraciones científicas, legales, clínicas o sociales. No se puede olvidar que para entonces Geron Co. se había hecho con el control de la PPL y del Roslin Institute de Edimburgo, el centro donde se había clonado Dolly.
Según se justificó más tarde, el documento permaneció discretamente dormido y no se le dio la difusión para la que estaba previsto, porque en ese momento ardía en el Reino Unido la crisis de los alimentos modificados genéticamente. En enero de 1999, la desconfianza en la biotecnología se había hecho muy fuerte. Y era realista pensar que el rechazo de la soja modificada y de la comercialización de alimentos transgénicos sin marcar pudiera extenderse a la industria biotecnológica. Los industriales pidieron cautela al Gobierno y de la clonación apenas se volvió a hablar hasta muy avanzado el año 99.
A la espera de que mejorara el clima, el Gobierno creó un nuevo comité, presidido por el Dr. Liam Donaldson, el hombre que había resuelto la crisis de los alimentos genéticamente modificados. De nuevo, el Grupo era un grupo de expertos: estaba compuesto por 12 profesionales de la medicina y la genética, un jurista y un profesor de ética médica.
Con el año 2000, vino el cambio de milenio y un tiempo de predicciones y promesas, de embriaguez cientifista y de milenarismo optimista. Fue el tiempo de hablar incansablemente de los descubrimientos sensacionales: de genoma y de células madre y de la ola de salud y de curación que traerán consigo. La gente fue trabajada por los medios de comunicación para que creyeran a pie juntillas en que pronto, gracias al Proyecto Genoma y a las células madre embrionarias, serían vencidos los azotes de la sociedad avanzada, las terribles enfermedades de la lista conocida.
Ese fue el tema predilecto del Informe Donaldson. Curiosamente el Informe fue enviado al Departamento de Salud, que lo publicó bajo el título “Investigación sobre células madre: progreso médico con responsabilidad”: un informe del Grupo de Expertos del CMO que examina las posibilidades del desarrollo de la investigación sobre células madre y la transferencia nuclear para beneficio de la salud humana.
Ya no se habla de clonación: solo del nuevo tecnicismo de transferencia nuclear. La conclusión principal del Informe era muy precisa y finalizada en clave utilitarista: las ventajas potenciales de la creación de embriones y su cultivo para obtener células para usos clínicos superan con creces cualesquiera escrúpulos morales o éticos que alguna gente pueda expresar.
El documento se hizo público en agosto de 2000 y con mucha gente de vacaciones. Y, a pesar de ser un periodo poco propicio a la actividad política, el Gobierno aceptó inmediatamente las recomendaciones y conclusiones del Informe Donaldson y envió el 16 de agosto al Parlamento el borrador de la Ley para que se discutiera lo antes posible. Dejaba bien claro que a los miembros del Parlamento se les dejaba la más plena libertad de voto. Todo fue muy deprisa y en un momento poco propicio para el debate a fondo. Los miembros del Parlamento, aunque tenían libertad de voto, tuvieron poco tiempo y pocas posibilidades para estudiar y contrastar el proyecto de ley.
En primer lugar, para ver si era necesaria. El Informe Donaldson decía claramente que “Las investigaciones para crear embriones por transferencia nuclear no están prohibidas por la ley de 1990. Lo único que se necesita para que la clonación sea legal en el Reino Unido es que la HFEA conceda la autorización a quien la solicite. Y, curiosamente, la HFEA había dicho en 1998 que no tenía inconveniente en conceder esa autorización. Por tanto, la nueva Ley era innecesaria. Pero la Ley de 1990 había declarado que era delito la clonación reproductiva. Como la clonación toda, tal como había demostrado la encuesta del Wellcome Trust, la terapéutica era impopular, aprobarla con ese nombre hubiera sido un desacierto político. Había que hacerla políticamente correcta, cambiando el nombre.
La encuesta de Wellcome había dicho que el lenguaje que se escoge cuando se habla de investigación científica ejerce una gran influencia en el modo como la gente responde a las preguntas. Así, por ejemplo, es mucho más apropiado hablar de terapia génica que de ingeniería genética o de investigación genética. Terapia génica suena más “amistosa”.
El primer documento del Gobierno hablaba de clonación (reproductiva y terapéutica). Claramente la diferencia, lo dicen las palabras, no está en clonar, sino en el destino que se da a los embriones clonados. Pero la acción de clonar es la misma: unos usos de ella se declaran aborrecibles y otros benéficos: los adjetivos están cargados de tonos éticos, porque ¿quién podrá oponerse a tratar enfermedades terribles, a proporcionar beneficios? Pero de la Encuesta de Wellcome se sacó una conclusión: mejor no hablar de clonación. Lo importante es que los medios persuadan a la gente que obtener preciosas células madre bien vale destruir unos acúmulos especiales de células que llamamos embriones. Y que superar la posibilidad de rechazo de las células madre trasplantadas bien vale utilizar la tecnología de transferencia nuclear. Todavía harán falta uno o dos años, para que clonación terapéutica desaparezca de la circulación como un arcaísmo innombrable. Porque, como dijo el Informe de 1998, el del Grupo de Trabajo sobre Clonación, “Está claro que el término ‘clonación’ es palabra estigmatizada para muchos por la asociación de ideas inevitable con lo que se cuenta en ‘Un Mundo Feliz’”.
En este contexto, se ha evitado cada vez más hablar de clonación. Los científicos interesados en la objetividad hablan de transferencia nuclear somática. Los que se interesan más por la eficiencia prefieren hablar de cultivos celulares dirigidos, de cultivos de células especializadas. Es lo que había pasado con el término ya en desuso de pre-embrión, o con complejo-celular no más grande que una cabeza de alfiler. Y es lo que ha pasado con el aborto y la IVE, la microaspiración o la regulación menstrual, o lo que está pasando con la eutanasia y muerte digna, liberación compasiva, abandono benigno, terapia eutanásica, sobredosis prescrita conforme a la ley, y otras. Es lo denunciado por Chesterton: al rico que roba se le diagnostica compasivamente de cleptómano; al pobre basta con llamarle chorizo.
Pero el debate británico tuvo un tono insistente: era necesaria la Ley para colocar al Reino Unido a la cabeza de la tecnología de células madre. Estados Unidos se nos está adelantando. Si el parlamento aprueba la Ley, UK volverá a la cabeza de la carrera. Lo estuvo con Wilmut y Dolly. La carrera no es sólo contra la enfermedad: es contra los competidores. Las patentes aquí valdrán años de abundancia. UK ha de ponerse al frente de la investigación de la medicina regenerativa. “No estamos debatiendo si se puede o no aceptar la investigación sobre células madre embrionarias. Nos guste o no, la investigación se está haciendo ya en USA. La industria médica es internacional. La cuestión no es si tanto si queremos o no luchar contra algunas enfermedades, sino si estamos dispuestos a tomar las decisiones, a hacer los sacrificios éticos y morales que fomenten esta investigación aquí. No tenemos que equilibrar los argumentos éticos a favor de investigar con embriones frente a los riesgos morales de explotar y destruir embriones. Hemos de decidir si explotar y destruir embriones vale más o menos que nuestra industria biotecnológica se nos vaya de casa, vale más o menos que la podamos retener con nosotros. Hemos de hacer algunas cosas que no nos gustan mucho, pero no podemos dejarla escapar. La cuestión definitiva es si deseamos o no aprobar ese tipo de investigación a fin de poder competir sin desventaja en el campo de la biotecnología”.
La vista de los parlamentarios no se fijó, al final del debate, en los embriones clonados, ni siquiera en la ética de la transferencia nuclear. El debate respondió a imperativos de competitividad industrial. Curiosamente la propuesta de Ley fue confiada, otra y por segunda vez, al Ministerio de Comercio e Industria, no al de Sanidad.
Toda esta historia plantea cuestiones muy hondas, referentes a la soberanía del pueblo, a la manipulación de las palabras, a la expropiación de la ética. Su mensaje es sencillamente este: nos conviene participar, y para ello hay que esforzarse por estudiar con serenidad los problemas, para leer entre líneas lo que nos cuentan los medios, para saber decir con mucha paz y don de lenguas lo perenne del mensaje cristiano de cuales son los límites del señorío del hombre sobre el mundo.
Juan Pablo II lo señaló en unas palabras memorables, pero que se recuerdan demasiado poco, que podemos leer en Redemptor hominis, 16. “El sentido esencial del dominio del hombre sobre el mundo visible, asignado a él como tarea por el mismo Creador, consiste en la prioridad de la ética sobre la técnica, en el primado de la persona sobre las cosas, en la superioridad del espíritu sobre la materia”.
Muchas gracias.