El respeto al sujeto de experimentación como persona
Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Comunicación en el XVII Simposio Internacional de Teología:
El primado de la persona en la moral contemporánea
Sesión sobre Persona, corporalidad y vida humana
Facultad de Teología, Universidad de Navarra, jueves, 18 de abril de 1996, 16 h.
El Código de Nuremberg y su mensaje ético
Introducción
Podría parecer fuera de lugar traer a este Simposio una breve reflexión sobre la experimentación biomédica como área donde estudiar la primacía de la persona en la moral contemporánea. Aunque sólo sean una exigua minoría los seres humanos llamados a participar como sujetos en experimentos clínicos, al tema, espero mostrarlo, no le falta relevancia.
Basten, para justificar tal afirmación, un par de testimonios importantes. El primero es el párrafo final del punto 89 de la Encíclica Evangelium vitae, que dice así: “También la investigación biomédica, campo fascinante y prometedor de nuevos y grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar siempre los experimentos o aplicaciones que, por ignorar la dignidad inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de los hombres y se transforman en realidades que, aparentando socorrerlos, los oprimen”. El segundo es un importante documento normativo de las Naciones Unidas: la Convención Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobada en 1958 y ratificada en 1966, cuyo artículo 7 dice así. “Nadie será sometido a torturas o a tratamientos o castigos crueles, inhumanos o degradantes. En particular, nadie será sometido sin su libre consentimiento a experimentación médica o científica”. La investigación biomédica queda así colocada así en un plano de responsabilidad ética del que no puede salirse sin caer en la opresión del hombre o en la abyección moral.
Quiero limitar esta comunicación a considerar un punto que, curiosamente, ha recibido poca atención, por no decir que ninguna: el olvido en que cayeron las cláusulas éticamente más significativas del Código de Nuremberg. Cabe atribuir a ese olvido el estancamiento que ha experimentado en los últimos 50 años, y del que no se ha recuperado plenamente, la normativa ética en que debiera haberse concretado un concepto robusto del respeto a la dignidad del hombre en cuanto sujeto de experimentación. Sigue, estando presente hoy, como el Papa señala, el riesgo de que en algunos experimentos se ignore o se vulnere la dignidad inviolable del ser humano.
El Código de Nuremberg y su mensaje ético
Es ahora opinión común que el Código de Nuremberg -una parte de la sentencia del juicio de los estados Unidos contra Karl Brandt, el segundo Juicio de Nuremberg (1947), contra los médicos nazis que habían ejecutado experimentos atroces sobre seres humanos- marca el origen de la preocupación contemporánea por las exigencias éticas de la experimentación biomédica. Se le considera, retrospectivamente, el lugar de nacimiento de la doctrina ética y jurídica del consentimiento voluntario del sujeto experimental. Ello no ha sido impedimento para que el Código permaneciera en el olvido durante los primeros 25 ó 30 años de su existencia y que, por desgracia, lo mejor de su doctrina siga siendo ignorada.
El mérito principal del Código radica, a mi modo de ver, en haber definido a médicos-investigadores y a pacientes-sujetos como seres humanos morales, primaria e insoslayablemente morales. En efecto: el Código, aparte de exigir del médico calidad científica en el diseño del experimento y competencia profesional en su realización, impone como condición ética absoluta, a investigadores y a sujetos de experimentación por igual, la obligación de solicitar y de conceder el consentimiento voluntario del sujeto. La persona afectada deberá tener capacidad legal para consentir y estar en condiciones de ejercer plena libertad de elección, sin impedimento alguno de fuerza, fraude, engaño, intimidación, promesa o cualquier otra forma de coacción o amenaza; y deberá tener información y conocimiento suficientes de los elementos significativos del correspondiente experimento, de modo que pueda entender lo que decide.
El Código echa esta responsabilidad ética, que no meramente burocrática, sobre los hombros de los investigadores, esto es, de todos y cada uno de los individuos que inician o dirigen el experimento o que colaboran en él. Si por una parte están obligados a informar sinceramente a sus sujetos potenciales de los datos moralmente significativos del experimento (de su naturaleza, duración y propósito; de sus métodos y medios; de sus inconvenientes y riesgos; de sus posibles efectos adversos y de los beneficios esperados), asumen, por otra, antes de aceptar la respuesta afirmativa de cada sujeto experimental, la responsabilidad de evaluar la calidad humana y ética de ese consentimiento. Es decir, han de comprobar que tal consentimiento es consonante con la plena dignidad humana del sujeto experimental.
El Código espera de éste una conducta similar: le pide que su consentimiento tenga la necesaria y elevada calidad humana. La participación voluntaria en un experimento implica asumir el compromiso de participar seriamente. Y, aunque el sujeto goce de la libertad de retirarse de él, sólo lo hará si considera que ha llegado a un estado físico o mental en que le parece imposible continuar la prueba.
Situar en el mismo plano de común dignidad humana a experimentadores y a sujetos de experimentación es, insisto, el principal mensaje ético del Código de Nuremberg, su revolucionaria novedad. Un mensaje entonces tan exigente que fue inmediatamente olvidado. Las pocas veces que se habló de él en aquellos años fue para criticarlo con dureza, acusándolo de legalístico e imposible de cumplir.
La explicación de tal modo de proceder es sencilla. A lo largo de los años 50 y 60, la experimentación biomédica vivió embriagada por su enorme éxito. Según el ethos biomédico de entonces, agresivamente cientifista y paternalista, los beneficios de la investigación no podían depender del limitado entendimiento que los posibles sujetos de experimentación pudieran tener de los complejos problemas de la ciencia; la búsqueda del saber médico no podía quedar dificultada por unos remotos criterios establecidos por los jueces que condenaron extraños crímenes de guerra. Se consideraba que el Código de Nuremberg nada tenía que ver con la regulación de la benéfica experimentación de tiempos de paz. Era impensable que los científicos de la Medicina pudieran ser llevados al banquillo de los acusados, pues demostraban ser unos magos bondadosos y asombrosamente eficaces. Su trabajo tampoco debería ser dificultado por las opiniones de teólogos o filósofos escrupulosos. En aquellos años de entusiasmo por la ciencia, sólo unos pocos eran conscientes de que experimentar sobre seres humanos coloca a la ciencia biomédica en un intenso campo de fuerzas morales, y obliga a tener una conciencia muy sensible y delicada. Todavía no se había reconocido que experimentar sobre el hombre pone al médico en la disyuntiva de reverenciar su dignidad -su sacrosantidad, como mejor decía Hans Jonas- o de reducirlo a un mero objeto capaz de proporcionar datos comprobables.
Sólo cuando Beecher y Pappworth hablaron de cobayas humanos y publicaron algunos inventarios de transgresiones éticas recientes cometidas por investigadores en hospitales de más alta reputación, se fue haciendo patente que la doctrina de Nuremberg nunca había sido tomada en serio. Al acumularse pruebas y pruebas de la conducta abusiva de los médicos investigadores, fue necesario promulgar nuevas normas éticas sobre como respetar la dignidad personal del hombre, sujeto de experimentación. La Asociación Médica Mundial se puso a la cabeza del movimiento con la Declaración que adoptó en Helsinki, en 1964.
Entre el Código de Nuremberg y la Declaración de Helsinki se dan amplias coincidencias, pero también notables contrastes. Estos pueden atribuirse a la diferente visión que ambos documentos tienen de la capacidad de los hombres (de investigadores y de sujetos) de asumir responsabilidades morales.
Helsinki es marcadamente pesimista: no cree en la entereza ética de experimentadores y sujetos. En contraste con Nuremberg, piensa que el médico-experimentador es incapaz de por sí de llevar una existencia moral constante y exigente. Le tiene por un ser éticamente precario, que necesita inevitablemente ser ayudado desde fuera. A partir de Helsinki, un comité independiente deberá evaluar la calidad ética del proyecto de toda investigación y vigilar su desarrollo. No es este el momento de hacer una crítica de la actuación de los Comités de Ética de Investigación. Lógicamente los ha habido de todos los pelajes. Pero una cosa está clara: muchos de ellos han autorizado y siguen autorizando investigaciones abusivas, irrespetuosas, inhumanas.
Tampoco cree Helsinki en que el sujeto pueda ser un agente moral plenamente responsable. Si, de acuerdo con el arraigo alcanzado por el principio de autonomía a partir de los años 60, se le considera acreedor a una información honesta, en virtud de ese mismo principio se le tiene por ser voluble, incapaz de comprometerse seriamente: aunque haya dicho sí a su participación en el experimento, es libertariamente libre de abandonarlo sin tener ni dar razón alguna. Se crea con este derecho una situación éticamente débil de la que se resienten muchos trabajos de investigación, porque muchos de ellos pueden malograrse si el número de los sujetos que los abandonan supera una determinada proporción. Helsinki concede a los sujetos el curioso privilegio de no tomarse en serio a sí mismos y al sí que han dado, se les autoriza a ser éticamente irresponsables.
La recuperación de un concepto robusto de la dignidad del hombre, de reconocerle capaz de una cierta grandeza moral, es un problema pendiente todavía hoy en la ética de la investigación biomédica. Es necesario volver a Nuremberg: las víctimas de la aberrante investigación nazi siguen reclamando que investigadores y sujetos de experimentación sean seres éticamente vertebrados por el respeto a la dignidad del hombre, aprendan a ver la imago Dei que habita en unos y otros.