Material_Progreso_Cientifico

Sobre la ambigüedad del progreso científico: la responsabilidad de participar en el debate bioético

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
III Jornadas Científicas Federico Rubio
Área de Servicios Culturales, Ayuntamiento de El Puerto de Santa María
Auditorio Monasterio San Miguel, Puerto de Santa María, 8 de junio de 1995

Índice

La obligación de preguntarse por los efectos humanos de la ciencia

Aceptación confiada y crítica lúcida

La Ética de la ciencia, un problema de todos

Las razones de la ambigüedad del progreso

Un par de ejemplos

Algo a título de conclusión

Palabras de saludo y agradecimiento

La obligación de preguntarse por los efectos humanos de la ciencia

Mi propósito de esta tarde es muy sencillo. Quiero sembrar en la mente de todos ustedes una idea: que es necesario interrogarse acerca de lo que los avances científicos y tecnológicos significan para cada uno de nosotros y para la sociedad que queremos forjar. Sólo haciéndonos ciertas preguntas podremos estar en condiciones de ayudar a que la ciencia sea verdaderamente humana y de ayudar a los científicos a hacer una ciencia a la medida del hombre.

La primera reacción de cualquiera de nosotros al oír lo que acabo de decir es la de pensar que eso no va con uno. Parece que hacer la ciencia es asunto que hay que dejar en manos de los mismos investigadores, que son quienes de verdad saben de ciencia. O quizá podemos pensar que eso es cosa que compete a los políticos, a los grandes de la tierra: a los que gobiernan el cuerpo político, a los líderes intelectuales y religiosos, a los comités nacionales de bioética, por ejemplo. Estamos inclinados a pensar que las mujeres y los hombres de a pie nada tenemos que decir acerca de materias tan complejas como lo es la política de la ciencia: qué sabremos nosotros de cuánto hay que gastar en investigación y desarrollo, de cuáles son las áreas prioritarias en las que volcar el dinero y el talento, de qué hay que hacer con el gigantesco montón de cosas que se saben y que están sin usar esperando a que a alguien se le ocurra qué hacer con ellas, y cosas por el estilo.

Y, sin embargo, ocurre que nuestro modo de vivir depende cada vez más de lo que se investiga en los laboratorios de las universidades y de las grandes industrias, o en las salas y quirófanos de los hospitales. Las invenciones y aplicaciones de la ciencia nos siguen desde la mañana temprano hasta la noche, y también mientras dormimos. Vivimos en una cultura dominada por la tecnología, que se nos ha metido en casa: lo que comemos, el modo como nos comunicamos unos con otros, los medios de trasladarnos de aquí para allá, el nacer y el morir, la comida que ingerimos, todo está densamente determinado por la ciencia y sus aplicaciones prácticas. Suspiramos a veces por la vuelta a la naturaleza, pero no nos gusta escapar de esa cápsula de ciencia y tecnología que nos protege y nos domina.

Y, sin embargo, será cada vez menos disculpable quedarse a un lado, y decir: eso no va conmigo. Hemos de sopesar entre todos cuáles son las consecuencias que, para la dignidad humana, los valores y derechos humanos, para la vida moral de cada uno y de la sociedad entera, tiene eso que solemos llamar los logros de la ciencia y del progreso tecnológico. Es decir, no deberíamos eludir la cuestión de calcular cuánto nos beneficia, y cuánto nos cuesta, en libertad, en dignidad, en respeto de unos para otros, cada uno de esos avances.

Aceptación confiada y crítica lúcida

Este planteamiento puede parecer, de buenas a primeras, un poco sorprendente, cuando no exagerado. Todo el mundo está feliz con sus automóviles, sus electrodomésticos, sus teléfonos, sus medicinas, los trasplantes. Poner en duda los beneficios de la ciencia podría parecer un esnobismo o resultado de una visión pesimista y acobardada ante el futuro. Y, sin embargo, no lo es. Necesitamos tener hacia el progreso una actitud habitualmente confiada, pero necesitamos evaluarlo con lucidez.

La actitud crítica ante la ciencia no impide la adhesión positiva y agradecida hacia ella, en virtud de los inmensos beneficios que nos ha proporcionado. Más aún, por justicia, estamos obligados a esa adhesión. Creo que somos una mayoría abrumadora, por no decir que todos, los que tenemos hacia el progreso científico esa lógica disposición favorable, entusiasta incluso. La ciencia y sus aplicaciones nos hacen vivir muy bien y de asombro en asombro. Un nuevo modelo de ordenador personal, ante cuyas prestaciones hemos de frotarnos los ojos porque no nos las creemos; o la revolución que se prepara gracias a los descubrimientos sobre superconductores, que quita el sueño a investigadores y a capitanes de empresa; o el diseño de nuevas vacunas inteligentes mediante ingeniería genética, tan astutamente aplicada que uno se queda sonriendo horas admirado de hasta dónde está llegando el ingenio humano: todas estas cosas nos hacen vibrar y sentirnos afortunados de haber nacido a tiempo de presenciar tantos portentos. Una de las razones para querer seguir viviendo y perderle el miedo a la vejez es el convencimiento de que, a un paso, a la vuelta de la esquina del tiempo en que vivimos, antes de que comience el nuevo milenio, nos encontraremos con nuevas maravillas que la ciencia, esa hada madrina de nuestra época, habrá hecho brotar con su varita mágica. Son ya muy pocos los que conservan todavía la nostalgia de los viejos tiempos. Somos una inmensa mayoría los que miramos confiadamente hacia adelante y que asumimos habitualmente esa actitud típicamente progresista de esperar que, a pesar de los pesares, todo irá mejor, que el futuro nos reserva muchas buenaventuras.

Y, sin embargo, no faltan razones para pensar que no todo es de color rosa. Ese mismo progreso, tan eficaz y sorprendente, nos da algunos sustos de vez en cuando. Nuestra habitual y justificada confianza en el progreso científico se ve debilitada y, a veces, sacudida, por noticias que nos sobresaltan. Buena parte de estas informaciones alarmantes se publican sólo en las revistas científicas, leídas de ordinario por un público muy poco numeroso. Pero no faltan tampoco en los periódicos que todos leemos noticias que nos hablan de la inseguridad de tales tipos de centrales nucleares; o de la contaminación de los alimentos por aditivos y conservadores que dañan nuestras células o causan cáncer o de las críticas que, desde sectores ecologistas, nos recuerdan que la degradación del medio sigue como la sombra al cuerpo a toda utilización más activa de los recursos naturales. El crecimiento del número de los que en los países avanzados dan su voto a los Verdes viene a significar que aumenta el número de los que están bastante escamados por el precio que estamos pagando por el progreso tecnológico.

No tiene demasiada importancia que de vez en cuando, algo salga mal, que se produzca un accidente imprevisto. Esos percances sirven, de ordinario, de voz de alarma para tomar las precauciones debidas y evitarlos en lo sucesivo. Está en la naturaleza del hombre el aprender ciertas cosas sólo después de cometer un error, de corregirse como escarmiento.

La Ética de la ciencia, un problema de todos

Los problemas que deben preocuparnos, me parece a mí, están hechos de otros materiales. Se trata de problemas que nos afectan muy de cerca, pero que hemos de enfrentar, no con recelo y desconfianza, sino mediante un estudio sereno y una crítica ponderada. Nacen esos problemas de la posibilidad, inmediata y tangible, que tenemos ya hoy al alcance de la mano, de manipular, con los instrumentos que nos ha dado el progreso científico, al mismo hombre.

Hay, en efecto, motivos para sentir una razonable inquietud. Valga un episodio como ejemplo. Puede parecer dramático, pero es muy real. Yo he denunciado recientemente, y con mucha energía, el uso perverso de la Psiquiatría en la guerra de Bosnia. No puedo dejar de decirlo una vez más. La Psiquiatría, esa rama particularmente sensible y humana de la Medicina ha sido convertida en arma de guerra. Karadzic, el líder de los serbios de Bosnia, ha empleado los conocimientos que como psiquiatra tiene del terrible trauma que para la mujer es la violación, para convertir el estupro en medio de intimidación y agresión. La violación, dentro de su crueldad y violencia, era hasta ahora algo casual, asistemático, un elemento más del botín del vencedor. En Bosnia se la ha convertido en una actividad sistemática, científicamente programada, de alto rendimiento: se han creado campos de concentración-burdel, atendidos por destacamentos de soldados serbios cuya función es violar. Se ha refinado la crueldad psicológica de las violaciones haciendo estar presentes a ellas a maridos, hermanos o padres. Durante unos años, la violación fue el arma disuasoria más eficaz para liberar territorio enemigo.

Los conocimientos científicos pueden ser utilizados de modo ambiguo: el psiquiatra puede, gracias a su ciencia, curar las heridas del alma de la mujer violada, pero puede también instrumentalizar esa misma ciencia para hacer mucho más daño, para multiplicar las tragedias personales, para liberar entre los enemigos cantidades inmensas de dolor. La ciencia y sus aplicaciones son ambiguas: pueden crear bienestar y enriquecer las relaciones humanas, pero también pueden desencadenar dolor y degradación.

Cosas parecidas pasan, por ejemplo, con la reproducción humana asistida. Todo el mundo lo sabe: hoy es posible producir seres humanos en el laboratorio para destinarlos a vivir, colocándolos en el útero de una mujer, o para sacrificarlos en aras de la investigación; para seleccionarlos mediante la aplicación de sondas génicas y aceptar a los que superen las pruebas de calidad a las que los sometemos, o para desechar a los que son marcados como no deseables, de algún modo imperfectos, o simplemente de dudosa calidad. Pero seleccionar para aceptar o rechazar es un poder tremendo del hombre sobre el hombre, en que unos se atribuyen un poder omnímodo, tiránico, sobre otros.

La ciencia tiende a darnos un poder increíble. Lo muestra lo que ocurre en el consultorio de cualquier médico general. El diagnóstico y el tratamiento de los pacientes -podríamos incluso hablar de su destino personal- no dependen en exclusiva de lo boyante que vaya la economía de los sistemas sanitarios, ni de lo grande y ultramoderno que sea el equipamiento tecnológico de los grandes hospitales. Un médico general, en un pueblo pequeño, puede cambiar el modo de vivir de la gente. Veamos un ejemplo: un hombre que, si tuviera empleo, viviría feliz, trabajando y ganándose la vida, cae, en tiempo de desempleo, en una situación tremendamente problemática: cosas a las que, en condiciones normales, no le hubiera prestado atención, se convierten en algo obsesivo, le hacen no sentirse bien. Se somatiza su ansiedad. Presenta síntomas para los que no se encuentra base orgánica, los dramatiza, se le convierten en algo que parece muy grave, hasta el punto de que crea en el médico la alarma de que algo muy serio pueda estar detrás de todo ello. Pueden entonces suceder cosas diferentes.

Un primer médico general al que nuestro paciente acude puede captar su problema en toda su compleja magnitud, y darse cuenta que es víctima de una compleja situación psicosocial, difícil de arreglar, pero que, si no se resuelve o se supera, hará insuficiente o inoperante la atención meramente médica que se le pueda prestar. Este médico tratará de buscar solución al verdadero problema de su paciente: se movilizará en su ayuda, tratará de que pueda encontrar un puesto de trabajo, y, mientras tanto, le sostendrá con su esperanza.

Un segundo médico general se da cuenta del problema de su paciente, pero se siente sin tiempo y sin ánimos para ayudarle a resolverlo. Piensa que su papel se limita a clasificar su padecimiento y prescribir ansiolíticos y tranquilizantes que le hagan la vida menos amarga y más llevadera, pues piensa que la gratificación psicofarmacológica ayuda a soportar situaciones difíciles.

Podemos seguir imaginando. Un tercer doctor, de carácter muy especial, toma a nuestro enfermo por un vago, un maula. Y, entonces, podrá despacharle de su consulta con una bronca y una recomendación de que mejor le sería dejar de ser un parásito social y ponerse a trabajar.

Vemos como el destino de una misma persona queda determinado en buena parte por las ideas que el médico tenga de la gente, de la enfermedad, del papel del carácter y el esfuerzo en la vida, y si es posible sustituir con productos de farmacia el esfuerzo de plantar cara a las dificultades de la vida. Le es posible al médico no sólo tratar enfermedades, sino decidir el futuro de sus enfermos: puede prestar ayuda social, puede simplemente recetar, puede dar un trato poco considerado, puede favorecer el parasitismo social.

Hace unos decenios nada de esto era posible: ni había psicofármacos, ni servicios sociales, ni acceso de todos a la atención médica. El progreso científico, está claro, es un vehículo de formidable cilindrada y enorme versatilidad. Según quien se ponga al volante de la máquina, ésta se dirigirá a un sitio u otro. Y, en su rumbo, podrá respetar al hombre y servirle, o podrá arrollarle y dejarle muerto en la cuneta. El progreso, con todas sus maravillas, es ciego. Mejor dicho, es ambiguo: es instrumento y causa de incontables beneficios, pero también puede serlo de dominio y destrucción.

Las razones de la ambigüedad del progreso

Hemos de preguntarnos por qué esto es así, cuál es la razón de que el progreso sea ambiguo. El año pasado, en un Congreso médico celebrado en un país escandinavo, un teólogo luterano fue invitado a ofrecer a los participantes unas consideraciones éticas sobre un tema fascinante: el tratamiento prenatal de los fetos con alteraciones del desarrollo del sistema nervioso. Empezó su conferencia recordando unas palabras pronunciadas por el Presidente Kennedy: “Si alguien pregunta por qué queremos ir a la luna, la respuesta es sencilla: porque podemos. No hace falta ninguna otra respuesta”. Estas palabras, a los ojos de nuestro teólogo, representan la culminación de un proceso que se inició, 300 años antes, cuando Francis Bacon declaró que la razón humana, gracias a la nueva lógica, alcanzaba la mayoría de edad. La razón quedaba emancipada para emprender por propia cuenta el mejoramiento del mundo y el despliegue de su poder sobre la naturaleza. Para Bacon, la caída de Adán había supuesto la pérdida tanto de su estado de inocencia como de su dominio sobre la creación. La vida de la humanidad desde entonces, pensaba el canciller de Jacobo I de Inglaterra, es la historia de los intentos de reparar esas dos tremendas pérdidas: la pérdida de la inocencia mediante la religión, la pérdida del dominio del mundo con la ayuda de las ciencias y los oficios.

Pero las optimistas previsiones de Bacon han resultado fallidas. Hay sobradas pruebas de ello: la más elocuente es el dominio de algunos hombres sobre la energía nuclear. Conviene recalcarlo bien: el problema no es tanto que se haya logrado la liberación de la energía atómica. Lo preocupante es que sean sólo unos pocos hombres los que son dueños de la situación. Nosotros no pintamos nada en ello. Es cierto que, gracias a Dios, la guerra fría ha pasado y las perspectivas de paz, aunque siempre frágiles, son ahora mejores que nunca. La inmensa mayoría de nosotros vivimos felizmente olvidados de que exista una amenaza de holocausto nuclear. Nos bastan unos segundos de reflexión para concluir que la respuesta a la cuestión: “Si alguien preguntara por qué acumulamos armas nucleares”, no puede ser: “porque podemos. No hace falta ninguna otra explicación”. Hacen falta muchas explicaciones.

Esta, y otras muchas situaciones (dar hijos a mujeres postmenopáusicas, eliminar sistemáticamente a las víctimas de enfermedades genéticas, administrar hormona de crecimiento para hacer crecer a los niños por encima lo normal, mejorar el rendimiento de los atletas mediante formas peligrosas de doping, trasplantar cabezas de unos animales a otros por el mero propósito de demostrar que es posible hacerlo, o medir la resistencia al maltrato físico de animales y seres humanos) nos muestran de modo evidente que el imperativo tecnológico -es moralmente lícito hacer aquello que es posible hacer físicamente- es una fuente de desventuras, aunque se trate de disimularlo bajo apariencias de progreso cientifista.

No es necesario insistir en el tema y hacer un inventario de amenazas desgraciadamente ligadas al progreso. Me parece preferible que nos detengamos un momento a considerar las causas de esta situación y los remedios que podemos aplicarle. La ciencia es ciega para los valores éticos. Las ciencias naturales no pueden ser el cimiento sobre el que pueda construirse una Ética ni siquiera una Biosociología: no puede dar fresas el manzano.

A mi modo de ver, para dar una explicación de la ceguera del progreso científico para los valores o los disvalores morales podemos partir de la frase de Bacon citada antes. Él habla de la doble pérdida del Paraíso: el extravío de la inocencia y la amisión del dominio sobre la naturaleza. Cada una tiene su remedio específico: una, la religión y la otra, la ciencia. Pero es evidente que él y los que le sucedieron en el cultivo y aplicación de las ciencias se preocuparon más de recobrar el dominio sobre las cosas, que es de donde ha venido el progreso material, que de reinstaurar el orden dentro de su conciencia y reconocer que hay cosas que son primero y otras que vienen después. Han estado los científicos tan absorbidos por su trabajo de desmontar, analizar y recombinar, que no les ha quedado tiempo para emplearlo en reconquistar la inocencia, empezando por la suya propia. Es decir, al descuidar la tarea primordial de aprender a no hacer daño, que eso quiere decir inocencia, la capacidad de juicio moral de muchos cultivadores de la ciencia se ha atrofiado. Pero, entonces, y en proporción directa a ese descuido, la aventura de dominar la naturaleza va dejando de ser una ventaja unívoca y se convierte en algo ambiguo, en un árbol que da frutos dulces y amargos.

No es fácil convencer a colegas muy inteligentes de que las ciencias naturales sin la guía de la Ética andan perdidas, sin orientación; de que el científico, si no quiere extraviarse, debe preguntarse insistentemente por el sentido último de las cosas que hace y que aplica. Muchos de ellos declaran que su credo es la ciencia, pero, al parecer, su fe no parece más ilustrada que la del carbonero. Están ingenuamente persuadidos de que, en el siglo XX, la ciencia ha ganado la partida a la religión en todos los campos en que se han enfrentado. Si se trata de hacer maravillas, nos dicen, ahí están tantas enfermedades vencidas; ahí la genuina multiplicación de los panes que es la revolución verde; ahí el milagro de la informática. Si el propósito de la religión es reunir a todos los hombres en una comunión y fundirlos en una unidad, ahí están, entre tantos productos del progreso, las Agencias de noticias o de viajes que han convertido al mundo en un pañuelo, o la CocaCola o miles de millones de telespectadores contemplando los Juegos Olímpicos. Lo verdaderamente importante es, sin embargo, saber si la ciencia es mejor que la religión a la hora de prepararnos para llevar una vida moral intensa y abundante, no relegada al fondo de la mente, sino presente en cada momento en que nos relacionamos con las cosas o con las personas.

Se puede responder a esta pregunta sobre la capacidad relativa de la Ciencia o la Religión para elevarnos moralmente diciendo que, por fortuna, las cosas van cambiando para bien, pues, en los últimos años, la Ética y sus representantes -los teólogos, los filósofos y los profesionales de la Bioética- han irrumpido con mucha fuerza en los laboratorios de Universidades e Industrias, en los hospitales y en los gabinetes de Sociología, en los Ministerios y en las Fundaciones que financian la investigación. Es cierto. Pero, insisto, la Ética sigue siendo la gran ausente. La preocupación por ella ni es suficientemente fuerte ni extensa. Y no estamos ante un fenómeno específicamente español: es una carencia universal, aunque desigualmente repartida. veámoslo con

Un par de ejemplos

Voy a aducir un par de ejemplos, con el propósito de poner en carne viva la sensibilidad de todos.

a) El primero se refiere a la necesidad de pensar obstinadamente acerca de si algo que se presenta muy tentador es, realmente, un progreso o un mero capricho. Es una historia que he leído recientemente al tratar el interesantísimo tema de quién es el dueño de la tecnología médica. Cuenta Rogers en su libro la difusión de las innovaciones lo que pasó entre una comunidad de lapones del norte de Finlandia cuando apareció entre ellos el primer tractor para nieve. La economía y la estructura social de aquel grupo se centraba en la ganadería del reno que les proporcionaba alimento, vestido y transporte. Aquellos lapones se tenían por pastores de renos. Vivían en estrecha relación con aquellos animales semidomesticados y los trataban con los cuidados que habían heredado de sus abuelos. Era una sociedad igualitaria, en la que cada familia poseía el mismo número de renos. En 1961 el maestro de la escuela compró el primer tractor de nieve: estaba soltero y le gustaba salir a ver paisajes. Pero al poco tiempo, le estaban pidiendo el tractor para traer y llevar leña y otras mercancías. Un viaje a la ciudad más cercana era cosa de tres días en un trineo tirado por un reno: con el tractor la cosa se redujo a 5 horas. No habían pasado diez años, y todo el mundo, cada familia, tenía su tractor de nieve. La máquina se había convertido en una necesidad. ya nadie se trasladaba de un sitio a otro en esquís o trineo para atender a los renos. Por desgracia, estos animales nunca se acostumbraron al tractor, a su ruido, a su velocidad. Se escaparon muchos asustados, y se volvieron salvajes, muchos murieron por desatención, y disminuyó la fertilidad. Además, muchas familias tuvieron que vender muchos renos para comprar gasolina y para pagar las reparaciones de los tractores. Y porque cada año nacían menos renos, su economía se vino abajo. Mientras muchos tuvieron que abandonar el pastoreo de renos, unos pocos se hicieron con grandes rebaños.

Está claro. Lo que se presenta como una ventaja tecnológica puede resultar en mucho daño: sus costos superan los beneficios. La tecnología, convertida en necesidad imprescindible, puede traicionarnos. Cuando los lapones cambiaron esquíes y trineos por el tractor de nieve, cambiaron los ojos por el rabo: en realidad abandonaron su primitiva pero suficiente autonomía de trasporte y energía, para quedar dependientes de fuentes externas de gasolina. Eso, a su vez, trajo un cambio de valores sociales. Antes la gente socialmente ejemplar era la que tenía rebaños muy selectos y cuidados. Después, la categoría pasó a depender de tener un modelo más moderno y sofisticado de tractor.

Lo que nos interesa de la historia es esto: que los lapones, lo mismo que nosotros, no tenían procedimiento de calcular las consecuencias de pasar del reno al tractor. No podían imaginar las consecuencias de desequilibrio social, económico, ecológico y moral que iba a traer la adopción del tractor. A nadie se le ocurrió la posibilidad de resistir o controlar de algún modo la introducción del tractor.

¿Pensamos nosotros sobre cosas así? Constantemente se están introduciendo nuevas tecnologías. Pero dedicamos poco tiempo y esfuerzo a sopesar las consecuencias a medio y largo plazo que ellas tienen. Muchos empresarios quieren robotizar sus fábricas y sus cadenas de producción: dicen que es más fácil entenderse con máquinas dóciles que con operarios rebeldes. Las máquinas no protestan, aunque se las haga trabajar en turnos de día y de noche, ni reclaman elevaciones salariales, ni se agrupan en sindicatos. Pero la consecuencia de la disminución de puestos de trabajo es acumulativa: aunque hay signos de esperanza de que el progreso tecnológico es capaz de crear mucho nuevo empleo, el resultado tangible es crear una masa de población laboral que sufre al mismo tiempo el trauma de no trabajar y la humillación de no estar cualificada para los nuevos empleos.

La tecnología no puede separarse de los valores sociales, económicos y morales de la sociedad que la produce y la adopta. Nos trae ventajas, pero crea dependencias. Es ambigua.

b) Muchas semanas, en el British Medical Journal, aparece un artículo de la serie Scientifically Speaking que firma Bernard Dixon. El artículo que apareció en un número reciente comentaba un Simposio Internacional celebrado en Zurich sobre Seguridad en Biotecnología. El Simposio reunía a científicos y filósofos para estudiar juntos algunos asuntos de interés público, de esos que suelen escapar con demasiada facilidad a la atención de los “expertos de mente estrecha”.

El Simposio, en opinión de Dixon, constituyó un fracaso rotundo. Los filósofos hablaron de filosofía, sin aterrizar en un terreno familiar para los biólogos, mientras que éstos hablaron, con la infinita capacidad para los detalles pequeños que les caracteriza, de la contaminación de los tanques biorreactores, de medidas de seguridad en los laboratorios de experimentación con DNA recombinante y de cosas así. Pero, al parecer, no se produjo el deseado encuentro de unos con otros, ni se llegó a discutir sobre los aspectos éticos del problema, que era el propósito que había inspirado la reunión.

Ahora viene el ejemplo: cuenta Dixon el asombro que provocó la comunicación de un grupo alemán que ha esclarecido los factores que gobiernan la virulencia de la Escherichia coli. En un trabajo fascinante, han revelado como estos gérmenes, habitantes ordinarios y pacíficos de nuestro organismo y del de muchos otros animales, se vuelven rabiosamente agresivos y causan enfermedades muy serias cuando coinciden ciertos factores de patogenicidad mediados por genes. Los investigadores del grupo de Würzburg han podido clonar algunos de esos genes y han conseguido en su laboratorio, gracias a las precisas herramientas con que cuentan hoy los biólogos moleculares, convertir en agresivas y virulentas cepas antes mansas e inocuas de E. coli. La cosa parece funcionar de maravilla. Está abierto el camino para que los hombres de laboratorio puedan transformar bacterias inocentes en gérmenes terriblemente agresivos e, incluso, añadiéndoles genes productores de toxinas mortíferas, en terribles armas biológicas.

Pues bien, lo que sorprendió a Dixon es que, ante este asombroso, y alarmante, descubrimiento, nadie en Zurich hizo sonar la alarma. Estamos ante una extraordinaria omisión: ni una palabra, en el curso de las discusiones del Simposio ni en las Actas publicadas, acerca de las posibles consecuencias de trabajos de este tipo para el odioso oficio de la guerra. Nadie allí parecía preocupado por una amenaza, en comparación de la cual son una chapuza de aficionados las bombas cargadas de Yersinia pestis, el agente productor de la peste bubónica, que los laboratorios de guerra biológica prepararon en los años 60. El ambiente de distensión internacional que ahora felizmente estamos viviendo puede aliviar muchos de nuestros miedos y alarmas. Dios quiera que dure y se consolide y que culmine en la destrucción de esos productos aberrantes de la investigación científica que son tanto las armas convencionales como las químicas, biológicas o termonucleares.

La indiferencia de esos científicos -todos ellos universitarios, académicos puros, no a sueldo de la industria o de la política- hacia las consecuencias de sus estudios; su campo de visión casi unidimensional y su empeño en extender los conocimientos, desentendiéndose de sus consecuencias para el hombre, es una muestra de la disociación, tremenda y alarmante, que existe entre la capacidad de dominar la naturaleza que tienen los magos de la manipulación genética (hoy con las bacterias, mañana con el hombre) y su rudimentaria preocupación por recuperar la inocencia, por limitar su capacidad de hacer daño. Este ejemplo muestra, además, cuán frecuente es entre los científicos el olvido, probablemente no intencionado, de los valores éticos. En él incurre el investigador atento sólo a los problemas que pueden resolverse en la mesa de su laboratorio.

Pero hay episodios que nos llevan a sospechar que no sólo hay indiferencia o descuido ante la Ética: hay también hostilidad contra ella. Por razones no fáciles de comprobar, muchos líderes de la industria médico-farmacéutica, muchos directores de institutos de investigación, no pocos funcionarios de los Ministerios o Agencias internacionales de Salud descuidan, no sé si deliberadamente o no, la consideración de las implicaciones éticas de los hallazgos de los científicos. Dicen, y en ello tienen razón, que nada que no sea validado científicamente, nada de lo que no poseamos pruebas controladas y contrastadas, puede ser aplicado en nombre de la ciencia. Pero se equivocan cuando dicen que la Ética es algo indeterminado, debatible e incierto, y que no puede, por ello, ser objeto de recomendación. Se da, a veces, tal obsesión por excluir toda consideración ética, tal prejuicio a favor del neutralismo, por no decir del nihilismo ético, que quienes dirigen la política científica se impiden a sí mismos llegar a conclusiones biológicas sensatas.

Algo a título de conclusión

Dije al principio que el propósito de esta conferencia era invitar a todos a interesarse por las implicaciones éticas de los avances científicos. A la gente joven de hoy les corresponderá, lógicamente, observar las maravillas -y también los riesgos- de esos avances allá a mediados del siglo XXI, cuando el conocimiento de los materiales moleculares de que está hecha la fábrica del cuerpo humano sea increíblemente más rico y cuando se haya multiplicado hasta lo insospechado la capacidad de dominar el humor, las opiniones y las apetencias espirituales y menos espirituales del hombre.

La vida de los hombres estará cada vez más influida por los avances científicos y tecnológicos. Juzgarlos es, por tanto, una obligación de todos, y una de las obligaciones que no podemos descuidar. Parece más cómodo para la gente -y mucho más irresponsable- confiar la solución de los problemas morales a los expertos. Algunos piensan que lo mismo que para reparar un grifo estropeado se llama a un fontanero, para solucionar los problemas éticos podríamos encargar a los expertos. Pero, en el fondo, en Ética no puede haber expertos. Algunos nos dedicamos a leer y reflexionar, a hablar y escribir, sobre lo que se escribe de historia de nuestras nociones éticas y de su fundamentación filosófica y teológica, de las soluciones que algunos proponen para tal complicado problema ético y de cosas así.

Pero las decisiones éticas ha de tomarlas cada uno. Nadie puede éticamente hipotecar su responsabilidad y tomar decisiones morales, confiado ciegamente en el consejo recibido. El Fundador de la Universidad en que trabajo, el Beato Josemaría Escrivá, insistía en que los consejeros espirituales, los expertos en cuestiones morales, deben informar y aconsejar: pero han de respetar la conciencia de sus dirigidos, no pueden usurpar su libertad.

Lo mismo que en la vida espiritual, pasa en el mundo de la Ética pública y de la Bioética. Uno no puede transferir su responsabilidad personal a los expertos. Todos, si somos verdaderamente responsables, hemos de pasar por el trance, a veces fuerte, de tomar partido, de decidir los dilemas que se nos presentan, de ser un agente activo en los campos de tensión ética, que es donde se va decidiendo día a día el destino de la humanidad. Por decirlo de otro modo: a la hora de tomar decisiones morales, de hacer juicios éticos, todos somos iguales, todos somos igualmente expertos, sobre cada uno de nosotros carga la decisiva responsabilidad de entender y juzgar.

La tenemos, en primer lugar, a un nivel sociológico y político. En un estado democrático, podemos intervenir -en la modestísima, pero inapreciable, medida marcada por el principio de “un hombre, un voto”- en las decisiones que marcan el rumbo de la ciencia y las aplicaciones de la tecnología. En las democracias contemporáneas, las cuestiones bioéticas (costo de salud, legislación sobre tecnología científica, sobre familia y reproducción humana, aborto y eutanasia, regulación del ejercicio de la Medicina), están convirtiéndose en uno de los capítulos de mayor significación de los programas electorales. No vale aquí decir a otro: hazte cargo de mi salud y decide por mí. Todos estamos implicados, a través de nuestra intransferible corporalidad, en la toma de decisiones.

En su discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura de 1987, Joseph Brodsky afirmó que la subdivisión de la sociedad entre una clase dirigente, la inteligentsia, y todos los demás es inaceptable. Esa situación es comparable a la subdivisión de la sociedad en pobres y ricos, en señores y servidores. Hay, qué duda cabe, todavía razones físicas, circunstancias culturales que favorecen la existencia y perpetuación de la desigualdad social. Pero, por naturaleza, todos estamos instalados en un plano de absoluta igualdad intelectual, que hace de cada uno de nosotros un gozador potencial de la literatura. “Si bien una pieza de música -decía Brodsky- le permite todavía a uno escoger entre el papel pasivo de oyente y el activo de ejecutante, una obra literaria, por el contrario, le obliga a uno a desempeñar el papel de ejecutante... Una novela o un poema no es un monólogo, sino una conversación de un escritor con un lector, una conversación, repito, que es muy privada, que excluye a todos los otros... Y mientras esa conversación se está teniendo, el escritor es igual al lector, y viceversa, independientemente de que el autor sea uno de los grandes o no. Esta igualdad es la igualdad de la conciencia. Lo leído queda con la persona para el resto de su vida en forma de un recuerdo, nebuloso o preciso. Y, más temprano o más tarde, para bien o para mal, condiciona la conducta de la persona”. Hasta aquí la cita del discurso de Brodsky.

Hemos de persuadirnos de que en el tiempo en que nos ha tocado vivir, tenemos que asumir nuestra parte de responsabilidad. Como sujetos morales, ninguno de nosotros vale menos que un Diputado, que un Ministro o que el mismo Rey. Pero los Diputados que nosotros elegimos nos dictan leyes sin que hayan sido objeto de la discusión moral que las haga genuinamente representativas. ¿Tiene el pueblo español una idea definida acerca de lo que es un ‘preembrión’ y de que sea legítimo desposeer al embrión humano de menos de 14 días de condición humana? ¿Qué decisión se tomará en España acerca de nuestra participación en el proyecto “Genoma”, qué usos biológicos y médicos se autorizarán o se prohibirán de la ingente información que nos proporcionará el mapa de los genes humanos y, en su momento, la secuenciación del genoma humano?

Por ahí fuera, se dice que la gente tiene que ser si no erudita, al menos entendida, en DNA, tiene que saber qué significan, para cada uno y para la sociedad, los estudios e investigaciones que hacen los científicos en sus laboratorios. Sólo con conocimiento es posible juzgar en conciencia. De la abstención no saldrá nada bueno. Hay gente que piensa que no está a su alcance lograr un conocimiento adecuado de las complejísimas ciencias biológicas; o que las ciencias biológicas son algo muy sólido y objetivo, en el que no cabe discutir como se discute de religión o de política, terrenos en los que se dice que cada uno puede opinar como le venga en gana.

Esta idea de la inmutabilidad, de la solidez, de la objetividad casi absoluta de las ciencias naturales es un error muy extendido, pues crea una difusa tendencia social a la abstención que conduce a la gente a abdicar en los expertos. Y este error no sólo está muy extendido entre la gente corriente. Es un error igualmente extendido entre los profesores. Lewis Thomas ha afirmado que nuestra ignorancia de las ciencias, el carácter preliminar de nuestros conocimientos sobre cualquier distrito de ellas, debería ser objeto de cursos específicos que nos curaran del riesgo de la pedantería e hicieran de nosotros gente humilde, persuadida de que “hay más de siete veces siete tipos de ambigüedad en ciencia, que están esperando ser analizados”.

Como es propio de la Ética, termino haciendo algunas recomendaciones, dando unos consejos como remedio para la enfermedad de la indiferencia o la ignorancia.

Asumamos nuestra responsabilidad personal, cada uno la suya. Interesémonos por la Bioética, pues en ello nos van muchas y decisivas cosas. Comentemos unos con otros las noticias del periódico, después de reflexionar un poco sobre lo leído y lo que detrás de ello está. Llamemos la atención de los demás y practiquemos ese oficio tan humano de contrastar opiniones sobre problemas en los que se juegan aspectos graves de nuestro futuro.

Nadie ha hablado del particular con más fuerza ni más lucidez que Juan Pablo II. En el punto 15 de su carta Redemptor hominis figuran estas palabras, que nos ayudarán a alcanzar el deseable equilibrio entre confianza y crítica juiciosa de cara al progreso y la investigación de las ciencias:

“La pregunta que primero hay que hacerse se refiere a una cuestión esencial, básica: este progreso, cuyo autor y fautor es el hombre, ¿hace la vida del hombre sobre la tierra, en todos sus aspectos, más humana?; ¿la hace más digna del hombre? No cabe duda de que, bajo muchos aspectos lo hace así. No obstante, esta pregunta hay que planteársela obstinadamente en lo que se refiere a lo verdaderamente esencial: si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos”. Hasta aquí la cita de Juan Pablo II.

Vemos, a la luz de este texto iluminador, que debemos inquietarnos, porque hay ciertos frutos del progreso que pueden ser venenosos, que pueden hacer daño al hombre. El progreso científico es ambiguo, carece de la capacidad de autorregularse éticamente. Tiene que ser guiado. Alguien ha de llevarlo de la mano. Y tengo la impresión de que, aunque es grande el interés que algunos científicos tienen por las implicaciones éticas de sus trabajos de investigación, en especial en el campo de la Biomedicina, no parece tal actitud ni suficientemente fuerte ni bastante extendida entre los cultivadores de la ciencia.

Por ello, todos sin distinción hemos de ayudar en esta tarea. Tenemos la obligación de interrogarnos tenazmente, obstinadamente, acerca de la significación humana de los avances de la ciencia, acerca de su sentido último y de su relación con las cosas realmente importantes. La ambigüedad del progreso es, en definitiva, un estímulo que nos mantendrá siempre en vigilancia y que enriquecerá nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad moral.

Muchas gracias.

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