Sobre la ambigüedad del progreso desde una perspectiva ética
Gonzalo Herranz, Grupo de Trabajo de Ética Biomédica, Universidad de Navarra.
Conferencia en el Colegio Mayor Montalbán.
Madrid, 21 de Octubre de 1987.
Palabras de agradecimiento para la ocasión
I
Mi propósito de esta tarde es muy sencillo. Quiero sembrar en la mente de los que me escuchan, en especial en la de los jóvenes universitarios, todos y de todas las disciplinas, una idea: que es necesario interrogarse acerca de la significación ética de los avances científicos.
Todos tenemos hacia el progreso científico una lógica predisposición favorable, incluso entusiasta. Nos hace vivir muy bien y de asombro en asombro. Un nuevo modelo de ordenador personal, ante cuyas prestaciones hemos de frotarnos los ojos porque no nos las creemos; o la revolución que se prepara gracias a los recientes descubrimientos sobre superconductores, que quita el sueño a investigadores y a capitanes de empresa; o el diseño de nuevas vacunas mediante ingeniería genética, tan astutamente aplicada que uno se queda sonriendo horas admirado de hasta dónde está llegando el ingenio humano: todas estas cosas nos hacen vibrar y sentirnos afortunados de haber nacido a tiempo de presenciar tantos portentos. Una de las razones para querer seguir viviendo y perderle el miedo a la vejez es el convencimiento de que a un paso, a la vuelta de la esquina del tiempo en que vivimos, nos encontraremos con maravillas que la ciencia, esa hada madrina de nuestra época, habrá hecho brotar con su varita mágica. Son ya muy pocos los que conservan todavía la nostalgia de las “cosas de antes de la guerra”, que añoran los viejos tiempos. Somos una inmensa mayoría los que miramos confiadamente adelante y que asumimos habitualmente esa actitud típicamente progresista de esperar que todo irá mejor, que el futuro nos reserva muchas buenaventuras.
Pero no faltan razones para pensar que no todo es de color rosa. Ese mismo progreso, tan eficaz y sorprendente, nos da algunos sustos de vez en cuando. Nos vemos sacudidos a veces por noticias que debilitan nuestra habitual y justificada confianza en el progreso científico. Nos enteramos de que los neurocirujanos se han puesto en todas partes a trasplantar células en el cerebro de seres humanos, sin que esta decisión tenga una base científica sólidamente comprobada. Nos enteramos que, ante la necesidad de hacer lo que sea para aliviar la angustia causada por la evolución fatal del SIDA, algunos gobiernos o agencias públicas han derogado los requisitos de seguridad que se exigen a los medicamentos o vacunas para poder ser administrados al hombre, corriendo riesgos que no han podido ser calculados. Estas noticias pueden leerse en las revistas científicas. Pero hay otras, que aparecen en los periódicos que todos leeemos, que nos hablan de la inseguridad de unas centrales nucleares, o de la contaminación de los alimentos por aditivos y conservadores que dañan nuestras células o causan cáncer, o de las críticas que, desde sectores ecologistas, nos recuerdan que los problemas de degradación del medio siguen como la sombra al cuerpo a toda utilización más activa de los recursos naturales, que es precio que hay que pagar por todo progreso.
Hay, en todo ésto, motivos suficientes para una razonable inquietud. Pero no son quizá esos accidentes o imprevistos lo que debe preocuparnos. Me parece que los problemas que justifican, no una actitud recelosa, sino una consideración serena y crítica, son los que provienen de la posibilidad, inmediata y tangible, que tenemos ya hoy de manipular al mismo hombre con los instrumentos que nos ha dado el progreso científico: hoy podemos producir seres humanos en el laboratorio para destinarlos a vivir o para sacrificarlos en aras de la investigación; seleccionarlos mediante la aplicación de sondas génicas, para permitir la vida de los que superen las pruebas de calidad y destruir los que son estigmatizados como no desables; podemos, mediante el manejo de ciertas drogas, enloquecerlos para castigar su disidencia política o gratificarles con un paraíso de placeres psicofarmacológicos.
Nada de esto, o muy poco, se sabía de ésto hace unos años. El progreso científico, está claro, es un vehículo de formidable cilindrada y enorme versatilidad. Según quien se ponga al volante de la máquina, ésta se dirigirá a un sitio u otro. El progreso, con todas sus maravillas, es ciego. Mejor, es ambiguo: es instrumento y causa de incontables beneficios, pero también puede serlo de dominio y destrucción.
II
Hemos, pues, de preguntarnos porqué ésto es así, cuál es la razón de que el progreso sea ambiguo. El año pasado, en un Congreso médico celebrado en un país escandinavo, un teólogo luterano fué invitado a ofrecer a los neurocirujanos asistentes unas consideraciones éticas sobre el tratamiento prenatal de los fetos con anomalías del desarrollo del sistema nervioso. Empezó su conferencia recordando unas palabras pronunciadas por el Presidente Kennedy: “Si alguien pregunta por qué queremos ir a la luna, la respuesta es sencilla: porque podemos. No hace falta ninguna otra respuesta”. Estas palabras, a los ojos de nuestro teólogo, representan la culminación de un proceso que se inició, 300 años antes, cuando Francis Bacon declaró que la razón humana, gracias a la nueva lógica, alcanzaba la mayoría de edad. La razón quedaba emancipada para emprender por propia cuenta el mejoramiento del mundo y el despliegue de su poder sobre la naturaleza. Para Bacon, la caída de Adán había supuesto la pérdida tanto de su estado de inocencia como de su dominio sobre la creación. La vida de la humanidad desde entonces, pensaba el canciller de Jacobo I de Inglaterra, es la historia de los intentos de reparar esas dos tremendas pérdidas: la pérdida de la inocencia mediante la religión, la pérdida del dominio del mundo con la ayuda de las ciencias y los oficios.
Pero las optimistas previsiones de Bacon han resultado fallidas. Hay sobradas pruebas de ello: la más elocuente es el dominio de algunos hombres sobre la energía nuclear. Conviene recalcarlo bien: el problema no es tanto que se haya logrado la liberación de la energía atómica. Lo preocupante es que sean sólo unos pocos hombres los que son dueños de la situación. La inmensa mayoría de la gente vive olvidada de la magnitud de la amenaza de holocausto nuclear que pesa sobre todos nosotros. Nos bastan unos segundos de reflexión para concluir que “Si alguien preguntara por que acumulamos armas nucleares”, la respuesta no puede ser: “porque podemos. No hace falta ninguna otra explicación”.
Esta, y otras muchas pruebas, nos muestran de modo evidente que el imperativo tecnológico -se puede moralmente hacer aquello que es posible hacer físicamente- es una fuente de desventuras, aunque se trate de disimularlo bajo apariencias de progreso indiscutible.
No es necesario insistir en el tema y hacer un inventario de amenazas desgraciadamente ligadas al progreso. Ya dí hace un momento un pequeño muestrario. Prefiero detenerme un momento a considerar las causas de esta situación y los remedios que podemos aplicarle. La ciencia es ciega para los valores éticos. Por mucho que pretendan hacerlo algunos científicos, muy respetables por lo demás, las ciencias naturales no pueden ser el cimiento sobre el que pueda construirse una Ética: no puede dar fresas manzano.
A mi modo de ver, para dar una explicación de la ceguera del progreso científico para los valores o los disvalores morales podemos partir de la frase de Bacon citada antes. Él habla de la doble pérdida del Paraíso: el extravío de la inocencia y la amisión del dominio sobre la naturaleza. Cada una tiene su remedio específico: una, la religión y la otra, la ciencia. Pero es evidente que él y los que le sucedieron en el cultivo y aplicación de las ciencias se preocuparon más de recobrar el dominio sobre las cosas, que es de donde ha venido el progreso, que de reinstaurar el orden dentro de su conciencia y reconocer que hay cosas que son primero y otras que vienen después. Han estado los científicos tan absorbidos por su trabajo de desmontar, analizar y recombinar, que no les ha quedado tiempo para emplearlo en reconquistar la inocencia. Es decir, al descuidar la tarea primordial de aprender a no hacer daño, que eso quiere decir inocencia, la capacidad de juicio moral de muchos cultivadores de la ciencia se ha atrofiado. Pero, entonces y en proporción directa a ese descuido, la aventura de dominar la naturaleza va dejando de ser una ventaja unívoca y se convierte en algo ambiguo, en un árbol que da frutos dulces y amargos.
No es fácil convencer a colegas muy inteligentes de que las ciencias naturales sin la guía de la Ética marchan perdidas, sin orientación, de que el científico debe preguntarse insistentemente por el sentido último de las cosas que hace y que aplica. Muchos de ellos declaran que su credo es la ciencia, pero, al parecer, su fe no parece mas ilustrada que la del carbonero. Están ingenuamente persuadidos de que, en el siglo XX, la ciencia ha ganado la partida a la religión en todos los campos en que se han enfrentado. Si se trata de hacer maravillas, nos dicen, ahí están tantas enfermedades vencidas; ahí la genuina multiplicación de los panes que es la revolución verde; ahí el milagro de la informática. Si el propósito de la religión es reunir a todos los hombres en una comunión y fundirlos en una unidad, ahí están, entre tantos productos del progreso, las Agencias de noticias o de viajes que han convertido al mundo en un pañuelo, o la CocaCola o miles de millones de telespectadores contemplando los Juegos Olímpicos. Lo verdaderamente importante es, sin embargo, saber si la ciencia es mejor que la religión a la hora de prepararnos para llevar una vida moral intensa y abundante, no relegada al fondo de la mente, sino presente en cada momento en que nos relacionamos con las cosas o con las personas.
Se puede responder a esta pregunta sobre la capacidad relativa de la Ciencia o la Religión para elevarnos moralmente diciendo que, por fortuna, las cosas van cambiando para bien, pues, en los últimos años, la Ética y sus representantes -los teólogos, los filósosfos y los profesionales de la Bioética- han irrumpido con mucha fuerza en los laboratorios de Universidades e Industrias, en los hospitales y en los gabinetes de Sociología, en los Ministerios y en las Fundaciones que financian la investigación. Es cierto. Pero, insisto, la Etica es la gran ausente. La preocupación por ella ni es suficientemente fuerte ni extensa. Voy a aducir un par de ejemplos de hoy mismo, con el propósito de poner en carne viva la sensibilidad de todos.
a) Muchas semanas, en la última página del British Medical Journal aparece un artículo de la serie Scientifically Speaking que firma Bernard Dixon. El artículo que apareció en un número reciente comentaba un Simposio Internacional celebrado en Zurich sobre Seguridad en Biotecnología. El Simposio reunía a científicos y filósofos para estudiar juntos algunos asuntos de interés público, de esos que suelen escapar con demasiada facilidad a la atención de los “expertos de mente estrecha”.
El Simposio, en opinión de Dixon, fracasó rotunamente. Los filósofos hablaron de filosofía, sin aterrizar en un terreno familiar para los biólogos, mientras que éstos hablaron, con la infinita capacidad para los detalles pequeños que les caracteriza, de la contaminación de biorreactores, de medidas de seguridad en los laboratorios de experimentación con DNA recombinante y de cosas así. Pero, al parecer, no se produjo el deseado encuentro de unos con otros, no se llegó a discutir sobre los aspectos éticos del problema, que era el propósito que había inspirado la reunión.
Ahora viene el ejemplo: cuenta Dixon el asombro provocado por la comunicación de un grupo alemán que ha esclarecido los factores que gobiernan la virulencia de la Escherichia coli. En un trabajo fascinante, han revelado como estos gérmenes, habitantes ordinarios y pacíficos de nuestro organismo y del de muchos otros animales, se vuelven rabiosamente agresivos y causan enfermedades muy serias cuando coinciden ciertos factores de patogenicidad mediados por genes. Los investigadores del grupo de Würzburg han podido clonar algunos de esos genes y han conseguido, gracias a las precisas herramientas con que cuentan hoy los biólogos moleculares, convertir en el laboratorio cepas inocuas de E. coli en cepas virulentas. La cosa parece funcionar de maravilla. Está abierto el camino para que los hombres de laboratorio puedan producir gérmenes terriblemente agresivos e, incluso, añadirles genes productores de toxinas mortíferas.
Pues bien, lo que sorprendió a Dixon es que ante este asombroso, y alarmante descubrimiento, nadie en Zurich hizo sonar la alarma. Estamos ante una extraordinaria omisión: ni una palabra, en el curso de las discusiones del Simposio ni en las Actas publicadas, acerca de las posibles consecuencias de los trabajos de este tipo para el odioso oficio de la guerra biológica. Nadie allí parecía preocupado por una amenaza, en comparación de la cual son una chapuza de aficionados las bombas cargadas de Yersinia pestis, el agente productor de la peste bubónica, que los laboratorios de guerra biológica prepararon en los años 60.
Este ejemplo nos muestra la disociación, tremenda y alarmante, que existe entre la capacidad de dominar la naturaleza que tienen los magos de la manipulación genética y su rudimentaria preocupación por recuperar la inocencia, por limitar su capacidad de hacer daño. Este ejemplo muestra, además, cuán frecuente es entre los científicos el olvido, probablemente no intencionado, de los valores éticos. En él incurre el investigador atento sólo a su indagación científica.
Pero hay episodios que nos llevan a sospechar que, por razones no fáciles de identificar, se procura la eliminación deliberada de toda consideración ética en la aplicación de los progresos científicos. Entonces, la obsesión por el neutralismo ético impide llegar a conclusiones biológicas sensatas. Veámoslo con un segundo ejemplo.
b) La gente anda bastante asustada por la epidemia del SIDA. Cuando los científicos y, bastante después, los políticos han comprendido la gravedad del problema, ante la falta de vacunas protectoras o de remedios terapéuticos y del carácter mortal de la enfermedad, se han lanzado a grandes campañas de información y educación sanitaria, cosa que, en principio, es excelente. Pero se han empeñado en que tal educación no puede ser moralizante. Cierto que a nadie que esté en sus cabales se le ocurre decir que el SIDA es un castigo del cielo para la conducta inmoral de sus víctimas o una represalia de la naturaleza contra los que pervierten el orden natural. La gente, todos, sin distinción enfermamos a causa de nuestros genes, de microrganismos que nos atacan, de sustancias que ingerimos o inhalamos,y de cosas por el estilo. Desde el punto de vista ético, la enfermedad puede ser un acontecimiento irrelevante o puede ofrecérsenos como una ocasión de superarnos o de degradarnos moralmente.
Pero una cosa es rechazar la peregrina idea de que el SIDA es un castigo de la Naturaleza para vengarse del permisivismo moral y otra cosa, igualmente irracional, es negarse a reconocer que la promiscuidad sexual no sólo es moralmente mala, sino que es, además y sobre todo desde el punto de vista que ahora nos interesa, biológicamente pésima, epidemiológicamente desastrosa.
Richard V. Lee, cuyas habituales colaboraciones en el American Journal of Medicine no se caracterizan precisamente por su mojigatería, comentando lo referido en el Congreso Internacional de Enfermedades Infecciosas celebrado en El Cairo acerca de la epidemiología de las enfermedades de trasmisión sexual y, en particular, del SIDA lo siguiente: “La historia de la enfermedad humana causada por el retrovirus y que se manifiesta en esta epidemia de inmunosupresión maligna, de tumores linforreticulares y de superinfecciones exóticas es estremecedora. No simplemente por el pronóstico desesperado de esas manifestaciones, sino por la impresión generalizada de que el tratamiento eficaz de este nuevo azote no vendra de la mano exclusivamente de la Ciencia... Ninguno de los que hablaron allí se refirió a la necesidad de modificar la conducta de la gente”.
Esto es el eco de la consigna “Prohibido moralizar”. El médico queda anulado como agente moral. Decir que la promiscuidad es mala biológicamente puede ser tomado como una ofensa personal por los activistas de la liberación sexual. Insistir, por buen sentido epidemiológico, en que la fidelidad matrimonial es el único “safe sex”, se considera como una agresión a los derechos civiles y políticos. Entre las autoridades sanitarias parece haber cundido ampliamente la idea de que recomendar la fidelidad monógama es una condenable e ineducada intrusión en la privacidad de las personas. Parece también que todas ellas se han puesto de acuerdo en que la única salida que queda para no ofender los sentimientos morales de la gente es limitarse a recomendar ciertas precauciones higiénicas en el comercio sexual, pues parece pactada la conclusión de que el “estilo de vida” sociológicamente normal incluye el sexo prematrimonial, el frecuente recurso a la prostitución, la homosexualidad, etc. Pero esta conclusión es esencialmente una conclusión moral (aunque haya que calificarla de inmoral) y que el paquete de recomendaciones higiénicas es de naturaleza tan moralizante (aunque haya que calificarlo de inmoralizante) como las llamadas más encarecidas a la continencia o a la fidelidad conyugal. Moralidad por moralidad es aquí preferible la que es biológicamente más segura, pues la exclusión deliberada del buen sentido biológico de las campañas educativas de algunos Ministerios de Salud es una grave falta de Ética biológica.
Basta ya de ejemplos. Pasemos a las conclusiones
III
Dije al principio que el propósito de esta conferencia era invitar a todos, pero especialmente a los jóvenes asistentes a ella, a interesarse por las implicaciones éticas de los avances científicos. Es esta una obligación universal, que no puede descuidarse. Sería mucho más cómodo para la gente -y mucho mas irresponsable- confiar la solución de los problemas morales a los expertos. Lo mismo que para reparar un grifo estropeado se llama a un fontanero, para solucionar problemas éticos podemos encargar a los expertos, a los que en América llaman eticistas. Pero en Etica no hay expertos. Algunos nos dedicamos a leer y a reflexionar sobre lo que se escribe de historia de nuestras nociones éticas y de su fundamentación filosófica y teológica, de las soluciones que algunos proponen para tal complicado problema ético. En especial, procuramos inscribirnos en la lista de los invitados a perticipar en Simposios o a dar conferencias sobre Etica biomédica, o sobre los problemas médicos recubiertos de espinosas cuestiones morales.
Pero las decisiones éticas ha de tomarlas cada uno. Mons. Escrivá de Balaguer insistía que los consejeros espirituales, los expertos en cuestiones morales, deben dar consejos, informar, educar: pero han de respetar la conciencia de sus dirigidos, no pueden usurpar su libertad. “Pero el consejo no elimina la responsabilidad personal. Somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin y habremos de dar cuenta a Dios de nuestras decisiones” (Conversaciones, 96). Nadie puede éticamente hipotecar su responsabilidad y tomar decisiones morales, fiado ciegamente en el consejo recibido.
Lo mismo que en la vida espiritual, pasa en el mundo de la Etica pública y de la Bioética. Uno no puede transferir su responsabilidad personal a los expertos. Todos, si somos verdaderamente responsables, hemos de pasar por el trance, a veces fuerte, de tomar partido, de decidir los dilemas que se nos presentan, de ser un agente activo en los campos de tensión ética, que es dónde se va decidiendo día a día el destino de la humanidad. Por decirlo de otro modo: a la hora de tomar decisiones morales, de hacer juicios éticos, todos somos iguales, todos somos igualmente expertos, todos decisivamente importantes. Como en la democracia: un hombre, un voto. En las democracias contemporáneas, las cuestiones bioéticas (costo de salud, legislación sobre tecnología científica, sobre familia y reproducción humana, regulación del ejercicio de la Medicina, etc), están convirtiéndose en uno de los capítulos de mayor significación de los programas electorales. No vale aquí vale decir a otro: hazte cargo de mi conciencia y decide por mí.
Hay que persuadirse que en el tiempo que nos ha tocado vivir, de la abstención no saldrá nada bueno. Hay gente que piensa que, por ejemplo, no tiene un conocimiento adecuado de las complejísimas ciencias biológicas; o que las ciencias biológicas son asunto muy sólido y objetivo, en el que no cabe discutir como se discute sobre otras ciencias humanas, en las que cada uno puede opinar como le venga en gana. Esta idea de la inmutabilidad, de la solidez, de la objetividad casi absoluta de las ciencias naturales es un error muy extendido, pues crea una especie de abstención entre la gente común que les lleva a abdicar en los expertos. Y este error no sólo está muy extendido entre la gente corriente. Es un error igualmente extendido entre los profesores. Lewis Thomas ha afirmado que nuestra ignorancia de las ciencias, el carácter preliminar de nuestros conocimientos sobre cualquier distrito de ellas, debería ser objeto de cursos específicos que nos curaran del riesgo de la pedantería e hicieran de nosotros gente humilde, persuadida de que “hay más de siete veces siete tipos de ambigüedad en ciencia, que están esperando ser analizados”.
Temino ya. Como es propio de la Etica, termino dando unos consejos. Asumamos nuestra responsabilidad personal, cada uno la suya. Interesémonos por la Bioética, pues en ello nos van muchas y decisivas cosas. Comentemos las noticias del periódico, después de reflexionar un poco sobre ellas. Llamemos la atención de los demás y practiquemos ese oficio tan universitario de contrastar opiniones sobre problemas en los que se juegan aspectos graves de nuestro futuro. Nadie ha hablado con más fuerza ni más lucidez sobre el particular que el Santo Padre Juan Pablo II. En el punto 15 de Redemptor hominis se contienen estas palabras que son todo un programa para despertar y conducir sabiamente nuestra responsabilidad, para mantenernos despiertos, es decir, para estar habitualmente confiados y habitualmente críticos ante el progreso y la investigación de las ciencias:
“La primera inquietud se refiere a la cuestión esencial y fundamental: este progreso, cuyo autor y fautor es el hombre, ¿hace la vida del hombre sobre la tierra, en todos sus aspectos, más humana?; ¿la hace más digna del hombre? No cabe duda de que, bajo muchos aspectos la haga así. No obstante, esta pregunta debe volver a plantearse obstinadamente en lo que se refiere a lo verdaderamente esencial: si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos”. Hasta aquí la cita de Juan Pablo II.
Vemos, a la luz de este texto iluminador, que debemos inquietarnos, porque hay ciertos frutos del progreso que pueden ser venenosos, que pueden hacer daño al hombre. El progreso científico es ambiguo, carece de la capacidad de autorregularse éticamente. Tiene que ser guiado. Alguien ha de llevarlo de la mano. Y tengo la impresión de que, aunque es grande el interés que algunos científicos tienen por las implicaciones éticas de sus trabajos de investigación, en especial en el campo de la Biomedicina, no parece tal actitud ni suficientemente fuerte ni bastante extendida entre los cultivadores de la ciencia.
Por ello, todos sin distinción hemos de ayudar en esta tarea. Por fortuna, las ventajas del progreso científico forman parte, cada vez más importante, de los programas electorales de los partidos políticos y también de los medios y fines de las mil estructuras de nuestra sociedad. Tenemos la obligación de interrogarnos tenazmente, obstinadamente, acerca de la significación humana de los avances de la ciencia, acerca de su sentido último y su relación con las cosas realmente importantes. La ambigüedad del progreso es, en definitiva, un estímulo que nos mantendrá siempre en vigilia y que enriquecerá nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad moral.
Muchas gracias.