Vertiente ética de la información al paciente en anestesiología y reanimación
Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Conferencia pronunciada en la VII Reunión Internacional de Anestesiología-Reanimación
Pamplona, 5 y 6 de junio de 1998
Sesión IV: La información al paciente.
Lo peculiar de la relación anestesista-paciente
Objetivos básicos de la información al paciente
Contenidos de la información al paciente
Buenos días a todos y mi agradecimiento a los organizadores por invitarme a participar en esta sesión. Será una ocasión para que se oiga hablar de ética médica, cosa que debería ocurrir hoy siempre que los médicos se reúnen para discutir de sus asuntos. Lo hago con mucho gusto, porque los que nos dedicamos a la ética médica tenemos una deuda impagable con un gran anestesiólogo, Henry Beecher, el hombre que no sólo estableció la anestesiología como una disciplina académica, sino el que, al denunciar los abusos de ciertos investigadores de su tiempo, forzó el crecimiento de la doctrina y las normas de la ética de la investigación biomédica, y también el hombre que presidió la Comisión de Harvard que, al desarrollar la noción de muerte cerebral, abrió el camino a la práctica de los trasplantes. No quisiera que este recuerdo de Beecher se interpretara como una señal de erudición o como un halago a la galería. Lo he traído a cuento para empezar mi intervención recordando a todos ustedes que ética y anestesiología pueden andar muy unidas y formar una alianza muy fuerte.
Además, la preparación apresurada de esta intervención no me ha permitido revisar a fondo la bibliografía sobre la materia. Una conclusión se impone: lo que voy a decir es todo provisional. De todos modos, es un tema que, siendo muy atractivo, ha sido, esa es mi impresión, muy poco elaborado.
Sorprende ver, por un lado, cuan poca es la bibliografía sobre la ética específica de la Anestesiología clínica, de la actividad dominante de los anestesistas que es administrar cuidados anestésicos a los pacientes antes, en el curso y después de las operaciones a que son sometidos. Al menos, esa impresión de escasez es la que se obtiene al consultar la base de datos de Bioethicsline. Hay ahí muchos artículos sobre atención intensiva, sobre el valor y significado de las órdenes de no resucitar en el quirófano, sobre los límites del tratamiento del dolor, o sobre las situaciones, por fortuna no demasiado frecuentes, de anestesia en pacientes seropositivos, de las transfusiones peroperatorias a los testigos de Jehová y cosas por el estilo.
Sorprende igualmente que en esa escasa bibliografía se encuentren muy pocas referencias a las relaciones de anestesistas con los pacientes que van a recibir sus cuidados. Hay mucha más información judicial que ética. Es curioso incluso que cuando se examinan los protocolos, directrices, y declaraciones de las grandes sociedades de anestesiología (de Estados Unidos, Canadá, Reino Unido; de España, no he encontrado más que el Suplemento de 1985 de la Revista Española de Anestesiología y Reanimación dedicada a la Normalización en Anestesiología y Reanimación), uno se encuentra con documentos más jurídicos que éticos, con normas que buscan con el máximo escrúpulo la corrección técnica, la seguridad hermética a fallos y errores, la multiplicación de los llamados parámetros de práctica para hacer frente a una infinidad de situaciones clínicas. Y eso es muy bueno: pero es más técnico que ético.
Hay, en anestesiología, muy poca presencia del paciente en cuanto persona. No hay indicación de la obligación de informar en las directrices de la American Society of Anesthesiologists y, lamentablemente, en todos los documentos de ellas derivados (el caso más próximo es el del Código profesional de Anestesiología y Reanimación propuesto por el grupo del Hospital General de Valencia, en 1985, cuyo análisis ético sería muy interesante). (Agradecería información más moderna sobre el particular). Tengo la impresión de que predomina la idea, un tanto fatalista, de que el anestesiólogo no elige sus pacientes, que le vienen dados por los cirujanos. Una vez que éste es convencido por el cirujano de la necesidad de una operación, consiente en ella e ingresa en el hospital, se tiene por descontado que no es necesario un consentimiento específico a la anestesia, pues tal consentimiento va implícito en el más general hecho a la intervención. De ese modo, se ha creado una especie de prejuicio cultural de que el consentimiento a la anestesia es asunto de rango secundario. Pero la ética exige al anestesista que actúe con plena libertad y responsabilidad, que ejerza su juicio profesional con toda competencia y autonomía. El anestesista no puede hoy, ni ética ni legalmente, jugar el papel de un subordinado del cirujano, pues su responsabilidad ante el paciente es plena, no queda diluida por formar parte de un equipo.
Sorprende ver que las relaciones anestesista-paciente no han sido objeto de mucho estudio y reflexión. Un trabajo inglés reciente ha demostrado que son muchos los pacientes que ignoran que los anestesistas son médicos, que no saben que los anestesistas trabajan en los quirófanos. Es muy interesante esta constatación, pues pone de relieve las circunstancias especiales en que transcurre el acto médico de la anestesia, lo tenue de los rasgos éticos peculiares de la relación anestesista-paciente, el carácter nebuloso de la memoria perianestésica, el eclipse de la anestesia por la cirugía.
De esas peculiaridades éticas voy a tratar antes de referirme a la obligación ética de la información anestesiológica. Hablaré después de los objetivos éticos básicos de la información que el anestesiólogo ha de dar a su paciente, para terminar con una enumeración de algunos contenidos de esa información. Creo que entonces podré escuchar de ustedes muchas observaciones y muy interesantes.
1. Lo peculiar de la relación anestesista-paciente
El primer punto que hemos de reconsiderar es la especialísima dependencia que la anestesia crea en el paciente con respecto a su anestesista. No se limita a la incomunicación inducida por la anestesia general, en lo que tiene de fisiológico, sino en lo que tiene de personal. Para empezar, a diferencia de lo que sucede en la mayoría de las intervenciones médicas, el paciente anestesiado ya no pueda abandonar el tratamiento una vez iniciado, no puede retirar su consentimiento. La anestesia general despoja al paciente de toda información sensorial, lo vuelve incapaz, le quita la conciencia, le deja desposeído de todo control de si mismo. Como persona pierde temporalmente la capacidad de decidir, de participar en su propio cuidado y defensa. Es el extremo del proceso de cosificación al que, en mayor o menor grado, ha de someterse todo paciente en su relación con el médico.
Por otro lado, conviene no olvidar que nada muestra de modo más elocuente la confianza del paciente en su médico que el hecho de dejarse someter a una anestesia general. Por eso, nunca ésta puede tomarse a la ligera. Ahí está la fuente de muchas obligaciones éticas, pues ningún acto médico crea más tensión ética que el acto anestésico: en ninguna otra situación médica se supera en intensidad la responsabilidad del médico ante su paciente.
El anestesiólogo, con sus aparatos pero, sobre todo y decisivamente, con su atención, ha de suplir los resortes homeostáticos anulados de un paciente que no siente y cuyos resortes fisiológicos de reacción han sido deliberadamente anulados en mayor o menor grado. En éstas condiciones, el precepto hipocrático “lo primero, no dañar: primum non nocere” cobra particular importancia. El anestesista ha de percibir, sentir por el paciente, ha de reaccionar por él. Y esto a todos los niveles: desde el nivel metabólico y fisiológico al personal, de la oximetría a la tutela del cuerpo y la guarda del pudor, de la protección térmica a la protección de la intimidad psíquica, tantas veces desinhibida en los momentos crepúsculares del periodo postanestésico.
La monitorización crea una comunicación especial: no es diálogo con máquinas, sino con un ser humano. Hay un estupendo artículo de Saunders en Anaesthesia, de 1997, sobre los peligros de la idolatría de la monitorización, ese peligroso exceso de confianza en los aparatos, en que habla muy argumentada y críticamente en favor de la prioridad de la observación directa del paciente, a la cual deben subordinarse los datos proporcionados por los instrumentos de control.
A esta altura de mi charla creo que deberíamos estar persuadidos de que es muy importante la comunicación médico-paciente en todas las fases del proceso: no sólo en la anestésica, sino y sobre todo en los importantes momentos que la preceden y la siguen.
2. Objetivos básicos de la información al paciente
Por lo dicho, queda claro que la principal ocasión de informar el anestesista se concentra en la fase preanestésica. Concluida la parte técnica de la entrevista preanestésica, tan minuciosamente descrita en tantos protocolos y que conduce a la redacción de la historia anestesiológica del paciente, llega entonces el momento de añadirle la parte humana y ética. Tiene ese momento informativo una vertiente jurídica que lleva a la firma del documento de consentimiento informado, pero, por debajo de ella y fundamentándola, hay una vertiente ética.
La información ética debe ser fuertemente impersonada, fuertemente personal, hecha cara a cara, llamándose las personas por su nombre, y tratándose con el respeto y la circunspección necesarias.
El respeto ético al paciente tiene unas implicaciones inmediatas. Una, la primera, es la de tratar por igual a todos, a cada uno conforme a su necesidad y condición, a su edad y su cultura: es fácil tratar con respeto a los cultos y dignos, pero es mucho más difícil, y más exigente de calidad humana en el médico, tratar con la misma delicadeza y respeto a los ignorantes y rudos.
Muy importante, decisivo, es dedicar a la entrevista preoperatoria el tiempo necesario. Hay en el Suplemento de la Revista Española de Anestesiología y Reanimación un cuadro hiperrealista de Toro Jiménez de las dificultades que encuentra en la vida real, en la vida en tiempo real, la realización de la consulta de Anestesiología. Sin embargo y reconociendo que el hospital moderno deja mucho que desear en ecología humana, conviene recordar que, éticamente, informar no es una cosa trivial, una rutina que hay que cumplir porque lo manda el reglamento o lo impone el Código. Informar es siempre un encuentro humano, que exige esfuerzo y atención a los detalles. La información tiene un destinatario personal, el paciente, que es quien marca su intensidad y su extensión, y el nivel cultural y el contenido que ha de tener.
Conviene no olvidar nunca que hay una asimetría irreductible, entre anestesista y paciente, en el momento de informar sobre el acto anestésico: al anestesista puede presentársele como la enésima repetición de un acto rutinario, como una fórmula gastada por el uso. Para el paciente, ese momento es una experiencia nueva y arriesgada, en la que va a poner en juego su integridad personal, su propia vida, la única que tiene, en manos de un hombre a quien no conoce. Eso es un acto enorme de fe humana. El anestesista deberá esforzarse para que ese acto de fe del paciente sea razonable, no una apuesta a ciegas. Sin duda que, en ese encuentro, la voz cantante la lleva el anestesista en cuanto médico, pero es el paciente quien, con sus gestos o sus preguntas, la dirige en ese esfuerzo del médico de hacer racional y responsable el salto en el vacío de poner su vida en las manos de otro. No debería banalizarse nunca ese momento, quitándole gravedad, en especial con esa forma irritante de quitar importancia a las cosas que es tratar al paciente como si un hombre maduro fuera un niño, una mujer madura fuera una niña.
Quiero hacer un pequeño inciso aquí para que se comprenda que nunca se subrayará bastante el valor humano de la información que se da al paciente. Tanto en la tradición cristiana como en la cultura secularista, la información juega un papel decisivo para la toma de decisiones clínicas, no porque sea un asunto de implicaciones jurídicas, sino porque incorpora el reconocimiento del paciente como persona. El consentimiento informado no es sólo cosa de los jueces norteamericanos o de la bioética liberal de los cuatro principios, tan del agrado de tantos en los comités de ética de nuestros hospitales. Tampoco es cosa de ciertos pacientes modernos, armados de sus derechos, de sus lecturas y de su altanería sabionda. Estoy recogiendo datos que nos dicen que –mucho antes de que se formulara la idea tan postmoderna del individuo como dueño de sí mismo, único y último gestor de su cuerpo y su destino, y cuyo consentimiento es obligado para intervenir sobre él el médico– hay una larga tradición, humana y cristiana, basada en la noción de que el hombre es criatura de Dios, que recibe la vida y el cuerpo como un don que él ha de administrar y del que ha de dar cuenta, y que señala igualmente con gran fuerza que el médico no puede tomar ninguna medida o intentar ninguna intervención sin el consentimiento del paciente: “el médico –decía Pío XII en 1952, resumiendo la tradición moral cristiana– tiene sobre el paciente sólo aquel poder y aquellos derechos que el paciente mismo le confiere, sea explícita, o sea implícita y tácitamente. Pero el paciente no puede conferir más derechos que los que realmente él mismo posee. El punto decisivo en esta cuestión es el límite ético del derecho del paciente a disponer de sí mismo: ahí es donde se alza la frontera moral de la acción del médico que actúa con el consentimiento del paciente”.
Desde una perspectiva ética, informar, más que en recitar los puntos de un guión mínimo, pero jurídicamente suficiente, consiste en responder a las preguntas que el paciente pueda hacer para que él asuma la responsabilidad que él tiene de sí mismo. Y en eso, todos lo sabemos, los pacientes tienen unas necesidades, cuantitativas y cualitativas, de información muy dispares. Pero a cada uno de ellos, por justicia, debe dárseles lo suyo, debe satisfacerse la necesidad de información específica de cada uno. El trabajo del anestesista no tiene sólo que ver con pacientes “dormidos”. La mejor parte de su salario o de sus honorarios se la ganan los anestesistas en la entrevista preanestésica.
Ahí es también donde se ganan la consideración de sus pacientes. Merece la pena gastar el tiempo necesario en la información preoperatoria. Rinde réditos siempre: en la disminución de la ansiedad. Cierto que los riesgos de accidentes anestésicos son muy pequeños, los de muerte, mínimos. Pero hay, sin duda, muchos pacientes que llegan atemorizados y ansiosos a la intervención. Una medida de la calidad del anestesista como médico es la capacidad de convertir esa ansiedad del paciente en confianza.
Rinde réditos en la prevención de litigios por mala práctica. El paciente que se siente atendido y respetado, es un paciente amigo. Un paciente informado sinceramente es un paciente amigo. La verdad es que no siempre, pero casi siempre. Hay un famoso caso de un anestesista británico, condenado por el GMC como falta grave contra la conducta profesional, a causa de un defecto de información a la paciente. Muy interesante y muy irritante, que merece la pena comentar.
Un aspecto esencial de la información es el de revelar las diferentes alternativas técnicas compatibles con la intervención a que el paciente va a ser sometido. En la medida en que la estrategia operatoria es compatible con diferentes tipos de anestesia/analgesia/amnesia, el anestesista ha de explicar las diferentes alternativas, con el propósito de que el paciente pueda escoger. Es asunto complejo, pero es un obsequio de gran valor al respeto de las personas.
El proceso de informar rinde réditos también al anestesista, bajo la forma de satisfacción profesional. Al informar, el anestesista se muestra ante el paciente como un médico de cuerpo entero. Es en la consulta e información preanestésica cuando el anestesista se revela como un médico independiente, no como un elemento indefinido que forma parte del equipo que le va a operar, un empleado del cirujano.
3. Contenidos de la información al paciente
La información al paciente tiene unos contenidos éticos básicos, que deben extenderse y crecer de acuerdo con las necesidades y preguntas del paciente. Voy a señalar media docena de ingredientes de ella.
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La última es que hay una norma ética de obligado cumplimiento: nunca dejes sin responder ninguna pregunta del paciente, por “tonta” que le pueda parecer al médico. La flor y nata de la información ética es poder decir el paciente: respondió con claridad a todas las preguntas que quise hacerle. La primera información es decir el médico su propio nombre. Sólo así podrá llamar al paciente por el suyo. Es un acto simbólico ese, pues impersona a los dos. Llamar al paciente por su nombre significa para él que es alguien, que es conocido, que es él y no otro, que no se le confunde con otro. Y lo mismo pasa con el médico: conocer el nombre del médico es un derecho del paciente. Al revelar su nombre el médico, está diciendo al paciente que aquel hospital no es un monstruo colectivo y sin cara, sino una comunidad moral, formada por seres humanos reales y libres, que asumen cada uno, nominalmente, sus responsabilidades, que estas no quedan diluidas en el anonimato.
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La presentación es el comienzo de la historia anestesiológica, una historia especial y circunscrita que está hecha tanto de información que se toma como de información que se da. Y un dato que ha de quedar constatado en esa historia, como resumen de lo acontecido, es la dejar constancia no sólo de la información que el médico da, sino también de la información que ha dado el enfermo, que ha sido captada, comprendida y anotada y que será tenida en cuenta.
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Informar sobre la propia experiencia y competencia. Importante en todos, especialmente en los jóvenes. No se sabe cuando llegará el tiempo en que el paciente pueda elegir al anestesista. Mientras tanto, el paciente debe quedar seguro de que el anestesista y sus colaboradores tienen competencia y experiencia personal, que están en condiciones de ofrecer lo más adecuado al caso, según el arte del momento.
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Informar al paciente de que el anestesista asume todas las responsabilidades que competen a un experto en anestesiología, reanimación y tratamiento del dolor. Una responsabilidad personal, de un especialista que conoce y asume los riesgos y las responsabilidades. El anestesista ha de asegurar que su presencia será continua, que no abandonará al paciente hasta el final del periodo postanestésico, que estará el, o un miembro de su equipo que tiene competencia para aceptar la delegación de sus deberes y sus funciones, estará vigilante a su lado desde el principio al fin, que mitigará el dolor ya desde antes de la operación hasta que sea confiado a los médicos que le tendrán a su cuidado.
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Describir los pormenores. Tengo siempre presente la imagen del Dr. Reynolds, un personaje que hace unas apariciones muy fugaces pero llenas de calidad, en esa estupenda novela que es Matar un ruiseñor, de Harper Lee. Del trato médico que Reynolds prodigaba a los pequeños, dice la pequeña protagonista: “Nunca perdió nuestra confianza: siempre nos decía lo que nos iba a hacer. Y nunca nos engañó”. “Decir lo que se va a hacer y nunca engañar” podría ser una magnífica y sencilla fórmula del deber ético de informar, un deber que implica el conveniente detalle y la veracidad.
El lenguaje jurídico puede tener mucha letra pequeña, un léxico complicado. El ético es sencillo y verdadero. Un anestesista describe así lo que, para empezar, dice a sus pacientes: “Mañana, a las 7, un par de horas antes de la operación, la enfermera le dará unas pastillas que le dejarán relajado. Nos veremos antes de pasar al quirófano. Entonces le pondré una inyección que lo dejará completamente dormido. Después, le conectaré a un aparato que dosificará con mucha exactitud el oxígeno necesario y un gas que le hará insensible al dolor mientras el cirujano le opera. Le pondré también una inyección para relajar los músculos y evitar que se mueva durante la operación. Yo estaré allí todo el tiempo, vigilando como van las cosas, dispuesto a intervenir cuando haga falta, observando sus constantes con la ayuda de algunos monitores. Cuando termine la operación le pondré una inyección para mitigar el dolor. Se despertará respirando oxígeno por un tubo que habremos puesto en la tráquea: no tiene nada de especial porque lo hacemos con todos los pacientes que se operan. Cuando ya esté más despierto y en condiciones de respirar sin la ayuda de ese tubo, se lo quitaremos. Y entonces, volverá a la habitación. Y le daremos lo necesario para que no tenga dolores. ¿De acuerdo? ¿Tiene alguna pregunta que hacerme?”
Es entonces el turno de hablar de los temores que puedan quedar, de saber qué quiere decir una inyección para evitar los movimientos musculares, qué es el tubo que le van a poner en la tráquea, etc. Es el momento de tranquilizar: de decir que se conocen muy bien los riesgos y el modo de prevenirlos. De comunicar tranquilidad. Las preguntas que el paciente puede hacer son tan distintas como las personas. Habrá quien quiera saber si se tienen en vigor protocolos de seguridad, si el instrumental es objeto de revisión preventiva, y habrá quien pregunte si al médico se le ha muerto algún enfermo de la anestesia.
Ninguna pregunta es idiota. Los médicos tenemos que acostumbrarnos a responder con una infinita comprensión y con bastante paciencia a los pacientes. La cultura de la gente crece, la cultura médica también. Unas veces, de la mano de periodistas amigos de sensacionalizar los accidentes. Otras, de divulgadores que en periódicos o en la televisión convierten el progreso médico en un cuento de hadas, simplifican lo complejo y disparan las expectativas del público. No sé que pasará en el futuro, pero, por decirlo de un modo gráfico, muchos pacientes leídos están hoy, en relación con su educación sanitaria, en la edad del pavo. Por ahí han de pasar necesariamente para llegar a la madurez.
La tarea de informar tiene fuertes servidumbres, pero es una decisiva manifestación de humanidad en el médico. No hay tareas que éticamente le sean superiores.