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Deontología Biológica

Índice del Libro

Capítulo 6. Derechos y deberes respecto de la verdad

F. Ponz

a) El afán humano de verdad

El hombre desea tener un conocimiento verdadero de la realidad, quiere conocer la verdad de las cosas. Cualquiera experimenta en sí mismo este afán de saber, como algo que deriva de su naturaleza. La inteligencia humana tiene hambre de verdad, desea encontrar respuesta válida a muchos interrogantes, está abierta a toda la verdad y a toda clase de verdades.

Es cierto que, de hecho, este afán universal por la verdad ha de dirigirse, conforme a las limitaciones personales, hacia aquellas verdades que más llaman la atención, o que afectan más directamente a cada uno. Pero toda verdad tiene en sí misma fuerza de atracción.

Al descubrir una verdad parece como si se encendiera una luz en la inteligencia, se obtiene mayor claridad y sosiego, se siente uno gozosamente enriquecido. Aunque después de cada verdad alcanzada se suelen abrir nuevos interrogantes que animan a continuar trabajando para conseguir adecuadas respuestas. Esto explica que el hombre busque aprender e incrementar sus conocimientos a lo largo de su vida, y que, con la cooperación de muchos, a lo largo de la historia, se haya producido y continúe sin cesar el progreso científico y tecnológico, y se acrecienten y profundicen los saberes humanos. La realidad está continuamente bombardeando al hombre con su presencia y éste se siente incitado a conocerla cada vez más, a veces de un modo particularmente acuciante.

Este afán humano de verdad, que es propio de la naturaleza del hombre, constituye en sí mismo un bien, posee un alto valor ético, porque contribuye al desarrollo de la propia personalidad, supone un enriquecimiento intelectual que permite orientar la propia vida de un modo más conforme con la naturaleza de las cosas, y puede -y muchas veces debe- ponerse al servicio de los demás. Si se piensa un poco, se descubre enseguida, además, que no se trata sólo de un afán legítimo y bueno, sino que la búsqueda de la verdad implica en muchos casos un deber moral. El hombre, en efecto, tiene el deber de utilizar la inteligencia que posee, no puede renunciar a ella, no tiene derecho a arrumbarla en el baúl de los trastos inútiles; ha de ponerla en juego para conocer la verdad, para que en sus decisiones libres actúe con discernimiento y observe una conducta personal responsable, para que en el ejercicio de la profesión o actividad en que trabaje sea competente y eficaz; y también para contribuir, en la medida de sus posibilidades, al esfuerzo colectivo por acrecentar los conocimientos humanos, y por lograr que la sociedad se configure según principios y normas fundadas en la verdad.

El género de vida propio de nuestros días, la urgencia del sucederse mecánico de una a otra actividad, las facilidades que se ofrecen para el bienestar material y la apetencia con que se busca el confort, la satisfacción de la sensibilidad, lleva a que con no rara frecuencia el hombre viva casi sin pensar, como un autómata, se interrogue poco por las grandes cuestiones que le afectan más profundamente, acerca de su origen, su destino, la razón de su vida, su felicidad verdadera, su misión y responsabilidades ante los demás, etc., y limite su interés sólo a aquellas cuestiones que se pueden traducir de inmediato en una vida personal más cómoda, y con mayor holgura económica. Ese apagamiento del interés por las verdades trascendentes, lleva con facilidad a caer en el puro pragmatismo de quien sólo busca la supervivencia más placentera y a preferir una actitud agnóstica ante los temas más comprometedores. Paradójicamente, esa actitud suele acompañarse de la aceptación acrítica e indiscutida de los lugares comunes más difundidos y de los slogans más habitualmente reiterados. Y al propio tiempo, al buscarse en último término a sí mismo, la conciencia acerca de la rectitud ética de las acciones se deforma y oscurece, confundiendo con facilidad el bien con lo que proporciona placer, y el mal con lo enojoso y desagradable. Basta, no obstante, que surjan circunstancias imprevistas de cierta consideración, para sentir insatisfacción, para advertir la necesidad de detenerse y reflexionar con más hondura, para avivar el afán de encontrar respuestas verdaderas.

b) La búsqueda de la verdad

Esfuerzo intelectual y rigor crítico

La satisfacción del afán humano de verdad rara vez se encuentra de inmediato. Algunas verdades pueden ser conocidas con la inmediación de lo evidente. Pero en la mayoría de los casos resulta al entendimiento humano más o menos costoso conocer la verdad, la debe descubrir a través de una búsqueda porfiada y trabajosa, con esfuerzo intelectual y rigor crítico.

Además, nuestro modo parcial y progresivo de conocer hace que, al alcanzar la verdad sobre algo, esa verdad no agote ni mucho menos toda la realidad que consideramos; aunque esa verdad enriquece al espíritu y satisface, abre enseguida nuevos interrogantes, aparecen nuevos aspectos que queremos conocer, nuevas verdades que la que hemos descubierto nos permite atisbar. Y esto se sucede una y otra vez, porque la inteligencia ansía conocer en plenitud. Limitaciones de tiempo o de medios obligan a renunciar a muchas búsquedas posibles de verdad, a recorrer el camino trabajoso y difícil que lleva a la verdad dejando de lado múltiples cuestiones, para ocuparnos de aquello que por diversas razones más nos interesa.

Es fácil comprender, en todo caso, que si cualquiera ha de poner esfuerzo intelectual y rigor crítico al buscar la verdad, tanto más deben exigirse esas cualidades en las personas de más cultivado talento, en los profesionales que se han formado en centros de educación superior, como ocurre con los universitarios, porque ese nivel educativo supone precisamente el desarrollo más alto de los hábitos intelectuales precisos para buscar y discernir la verdad y, en consecuencia, aumenta la responsabilidad.

El esfuerzo que es preciso poner para vencer las dificultades que se encuentran al buscar la verdad no debe ser motivo para renunciar a alcanzarla. El estudio, la reflexión, la experimentación cuidadosa y tenaz, por penosos que resulten, reciben siempre el premio de la satisfacción intelectual por el hallazgo de lo verdadero.

Unas veces por escasez de talento, otras por la escasez de tiempo para la debida consideración, en ocasiones por encerrarse exclusivamente en lo que se refiere a la propia especialidad, concediendo a lo más un interés superficial a las demás cuestiones, o incluso por la pura comodidad de no pensar, es, sin embargo, frecuente la ignorancia acerca de muchos temas que son de gran importancia para el hombre, o admitir sobre ellos errores fundamentales.

Es fácil observar que mucha gente se deja llevar de sus primeras impresiones, de las meras apariencias; que acepte, sin más, como bueno lo que oye decir a otro, lee en un periódico o escucha por la televisión, sin someterlo a ese mínimo personal que exige el más elemental rigor crítico. Un prejuicio, una conveniencia personal o la búsqueda inconfesable de una falsa justificación para alguna dudosa actuación, puede inclinar a que se tome por verdadero lo que no lo es. Todo esto supone una lamentable abdicación del derecho y deber de conocer la verdad. Porque el hombre responsable, más si tiene un nivel cultural superior, debe someter a crítica las afirmaciones que se hacen, las informaciones que se transmiten; ha de sopesarlas, examinar su congruencia interna, contrastarlas con la realidad, contemplar las cuestiones desde distintos puntos de vista, para adquirir una certeza razonable de las cosas.

En la investigación científica.- Todo esto, que tiene general vigencia, encuentra evidente aplicación en el campo concreto de la dedicación científico-profesional del biólogo. Puede servir de ejemplo el planteamiento de una investigación. Se desea abordar el conocimiento de algo que se ignora y que por algún motivo atrae el interés del investigador. Se quiere encontrar respuesta a un interrogante. Pero hay que averiguar antes de nada si ese interrogante ha recibido ya respuesta y la ignorancia es simplemente personal, porque otros han encontrado previamente la verdad que se desea conocer. Para eso, lo honrado será revisar la bibliografía, estudiar manuales, monografías, revistas científicas, para saber si el problema ha sido ya resuelto por otros, ya que actuar de otro modo puede conducir a descubrir mediterráneos, con notables pérdidas de tiempo y de dinero, y a tomar como hallazgo original lo que ha sido fruto del trabajo ajeno, con la consiguiente falta de ética.

Una vez que se ha adquirido el convencimiento de que el problema no ha recibido todavía solución, resulta en general muy aconsejable, antes de iniciar una investigación, elaborar el correspondiente proyecto, tarea que tiene un considerable valor formativo y aumenta el rendimiento del trabajo. Obliga a plantear bien el problema que se desea resolver, definir bien sus términos, conocer los supuestos en que se basa, resaltar el interés de lo que se pretende averiguar. Concretando el objetivo, se formulan posibles hipótesis provisionales e interrogantes que podrían dar solución al problema. Se señalan métodos para comprobar la validez de esas hipótesis y las técnicas más apropiadas para realizar correctamente las pruebas que permitan confirmar o desechar las distintas posibilidades. Puede hacerse, asimismo, un programa de ejecución, con estimación del orden de sucesión de las diferentes etapas del proyecto y del tiempo que requerirá cada una de ellas, de conformidad con los métodos materiales y humanos disponibles. Todo esto requiere, sin duda, abundante estudio y reflexión, pero ahorra mucho trabajo experimental inútil.

Al realizar la investigación proyectada, se habrán de llevar a la práctica, con la precisión posible, los distintos experimentos, y se tendrán que analizar los resultados, evaluar su fiabilidad; se deberán interpretar sus causas, discutir su significación, hasta que de este modo se logre establecer si la hipótesis era o no correcta. No es bueno dejarse llevar por simples impresiones, hay que medir, contrastar, comprobar, hasta alcanzar suficiente convicción. Las intuiciones son valiosas para formular hipótesis, pero estas deben ser luego comprobadas.

La investigación reclama, por tanto, del biólogo una actividad intelectual esforzada y perseverante, en la cual ha de superarse el desaliento y la tentación de desviarse por líneas que parecen más cómodamente asequibles. Y a lo largo de toda ella, ha de estar presente como hábito bien enraizado el rigor crítico, el razonamiento lógico, la disciplina mental imprescindible para descubrir, contrastar y penetrar en la verdad.

En la función docente.- Otro ejemplo del deber de aplicar esfuerzo y rigor intelectual en la búsqueda de la verdad es el de la actividad docente a la que no pocos biólogos se dedican.

Enseñar supone hacer asequible al estudiante los principales conocimientos propios de una disciplina, que el profesor ha debido adquirir previamente. El saber correspondiente a esa disciplina se encuentra en libros y otras publicaciones científicas, que constituyen las fuentes en las que tiene que formarse el profesor. Dominar en grado suficiente un campo científico, conocer a fondo las principales verdades que han sido alcanzadas hasta el momento, requiere muchas horas de estudio. El acelerado progreso de la investigación reclama, además, seguir la producción científica para mantenerse al día. En toda esta labor, el profesor ha de formar su propio criterio sobre lo que lee, de acuerdo con la autoridad y crédito que le merece cada autor y con la coherencia y fundamentación científica de las interpretaciones que se ofrecen. Se precisa considerar la solidez o debilidad de los argumentos que se aportan, reflexionar sobre lo que se lee, formar convicciones personales de las cosas, es decir, hay que poner también, como para la investigación, mucho esfuerzo y rigor intelectual. Sólo cuando lo que leemos nos convence, lo hacemos verdaderamente nuestro. Por otra parte, al descubrir aspectos menos convincentes, la insuficiencia de una argumentación, la falta de base de determinadas conclusiones, surgen temas de posible investigación y deseos de un más profundo estudio.

Una vez que se domina personalmente una cuestión, se está en condiciones de seleccionar los puntos básicos que deben ser objeto de las explicaciones de clase, y de estructurar la exposición de forma que se haga asequible al alumno y suscite su interés. Es entonces cuando la clase adquiere viveza y no se convierte en pura y fría transmisión de conocimientos que no se han hecho propios.

En los asuntos humanos ordinarios.- El hábito intelectual de búsqueda de la verdad con esfuerzo y rigor crítico, consecuencia del deber que el hombre tiene de hacer uso de su inteligencia para orientar rectamente su conducta y servir a la sociedad, resulta del mayor interés no sólo en el ámbito deontológico del ejercicio profesional, sino en todos los restantes aspectos de la vida humana. Supone un elemento muy valioso para discernir, respecto de las más diversas temáticas y situaciones que surgen en el caminar del hombre, lo verdadero de lo erróneo.

Gracias a ese hábito se descubre con facilidad la insuficiencia de una argumentación, aunque se oculte con ropajes elegantes o expresiones sonoras; se percibe que una aseveración, por contundente que sea, puede estar falta de base, no ser una conclusión legítima. El ciudadano habituado al análisis crítico no es presa fácil del slogan que busca imponer algo a fuerza de reiterarlo de muchas formas y con manifiesta tenacidad; posee mayores defensas para resistir a la propaganda, no acepta irreflexivamente lo que le desean hacer creer. Quien sabe apreciar el error que se encierra en una afirmación, no lo aceptará como verdad por mucho que se la repitan, ni por muchos que sean quienes la compartan.

En el mismo orden de cosas, quien ha educado su inteligencia está mucho más protegido contra la manipulación, no se deja manejar instrumentalmente según el interés de otros, será mucho más difícil que se convierta en juguete de nadie. Actúa por convencimiento y sólo le convence la verdad. Por eso, sólo sigue a alguien cuando está convencido de la verdad que hay en él y de que merece ser seguido porque la verdad que dice es luz para su vida.

La riqueza de medios disponibles para influir en la opinión pública, para revocar estados de opinión circunstanciales y reacciones multitudinarias irreflexivas de determinado signo, representan una fuerte tentación para su utilización interesada por quienes ejercen dominio sobre ellos. Y el valladar más potente contra esos intentos de manejo de las gentes lo constituye el hábito reflexivo y riguroso en la búsqueda de la verdad. Se es tanto menos porción de una masa inerte, cuanto más se es uno mismo, cuanto más activo y fuerte es el yo, cuanto más se ejercita la inteligencia y de modo más libre y consciente decide la propia voluntad. Por esto, quien es verdaderamente persona y no elemento pasivo de una masa, no se deja manipular, no se deja arrastrar por lo que "se dice" o "se hace" a su alrededor, ni por actitudes o pareceres mayoritarios. El hombre intelectual, cultivado, ve con claridad que el hecho de que sean muchos los que se comportan de una determinada manera, no basta para avalar que sea eso lo que se deba hacer; entiende que por muchos que sean los que acepten el error como verdad, aquel error lo seguirá siendo; queda para él muy patente que la verdad radica en la conformidad con la realidad de las cosas y no es resultado de consensos humanos entre grupos, ni de refrendos mayoritarios.

En el vivir humano ordinario operan una serie de convicciones personales que informan decisivamente la conducta, que vienen a ser como raíces del comportamiento del hombre. Es un deber importante que esas convicciones estén rectamente formadas, correspondan a la verdad acerca del hombre y de las cosas. Errar en estas cuestiones tiene consecuencias nefastas para uno mismo y para los demás. Por eso, hay particular obligación de buscar la verdad acerca de ellas, con cuidadoso estudio y reflexión, con sincera actitud de comprometerse con ella, aunque implique no pocas veces renuncias costosas.

Rigor crítico ante el testimonio ajeno.- Muchas verdades, incluso de las que se refieren a la propia ciencia que se cultiva, se adquieren por certeza de fe, por el testimonio de otros que se nos manifiestas de un modo u otro, con gran frecuencia mediante los más variados tipos de publicaciones. También aquí se ha de aplicar el rigor crítico, tanto para advertir la congruencia interna de tales verdades y su adecuación con otras que nos sean conocidas, como para conceder garantías de credibilidad a quien las afirma, basadas en su talento, su seriedad científica, su autoridad en la materia, su honradez intelectual. Si en un autor observamos ligereza, superficialidad; si se deja llevar por prejuicios que distorsionan la realidad o los razonamientos; si parte de errores manifiestos, resulta poco objetivo, enjuicia con parcialidad los hechos, o dice las verdades a medias, no hay duda de que no se hará acreedor a nuestra confianza, no daremos valor a su testimonio.

Es lógico que las condiciones requeridas para aceptar la verdad hayan de ser tanto más exigentes, cuando más importancia tenga esa verdad, cuanto más graves sean las consecuencias de admitirla o rechazarla. Por eso, las verdades que se refieren al destino eterno del hombre reclaman de quien nos las revela total autoridad, la imposibilidad de engañarse ni engañarnos que es exclusiva de Dios.

Verdades que deben ser conocidas

Aunque la inteligencia del hombre está en principio abierta a toda verdad, al conocimiento de toda realidad, no le es posible saberlo todo; es, como antes veíamos, muy limitada. Hay, no obstante, verdades que un hombre determinado tiene obligación de esforzarse en conocer, en razón de la actividad a que se dedica, o de sus circunstancias personales, y también hay verdades que todos deberían alcanzar.

Verdades relacionadas con la propia profesión.- El campo científico que corresponde a la dedicación profesional de cada uno ha de ser, evidentemente, objeto de la búsqueda concienzuda de la verdad. La vocación profesional supone en quien la posee un particular interés e inclinación hacia los conocimientos relacionados con ella y una especial satisfacción al adquirirlos, que es estímulo para un continuado mejoramiento en el ejercicio de la profesión. Tomar opción por una determinada clase de actividad implica, al mismo tiempo, comprometerse a orientar la capacidad de conocer, no exclusivamente, por supuesto, en una cierta dirección.

Pero, además, toda profesión tiene carácter de prestación de servicio a los demás hombres, de contribución a la sociedad. Y este servicio o contribución será tanto más valioso, cuanto mayor sea la competencia profesional de quien lo ejerce. Por falta de esfuerzo personal en adquirir la necesaria preparación profesional, o para mantenerla al día, se puede producir a otros daños manifiestos. Piénsese en un médico que por incompetencia yerra un diagnóstico o un tratamiento; o en un abogado que dé un mal consejo, o dé lugar a la pérdida de una causa judicial; o un obrero de la construcción que no atendiera bien el correcto fraguado de una estructura, o lo mismo sucede con el biólogo, cualquiera que sea la actividad a que se dedique, enseñanza, investigación, asesoramiento, etc. El deber de mejorar en los conocimientos de la propia profesión es claramente un deber de justicia con quien confía en los servicios del profesional.

Es cierto que no todos los que ejercen una profesión pueden alcanzar un mismo nivel de competencia en ella. Y también lo es que cuando uno acude libremente a uno u otro profesional determinado, lo suele hacer con algún conocimiento de que su competencia es adecuada para prestar el servicio que se le pide. Pero eso no disminuye el que cada uno, en su propia profesión y conforme a sus circunstancias personales, tenga el deber de adquirir la mejor preparación, el mayor grado de conocimientos, que le sea posible.

Por otra parte, en la sociedad se da un entretejido de relaciones mutuas por las que cada uno se beneficia de los otros y contribuye a los demás. La solidaridad social reclama de todos que aporten lo posible para el bien de los demás, para el mejoramiento de la entera sociedad. Quien no pone de su parte lo que puede, defrauda al resto de los hombres. Y no hay duda de que estos deberes de solidaridad obligan muy particularmente a que cada uno, en la actividad profesional que desempeña en la sociedad, procure la mayor calidad de servicio.

La adquisición de cultura.- El hombre no es un simple elemento de trabajo, que contribuye a la sociedad con la actividad profesional bien realizada. No podemos encerrarnos en el campo de la propia especialización, porque, además de profesionales, somos hombres. La mente humana está abierta a todas las realidades y se interesa por muy diversos valores de la cultura, del espíritu, que le atraen al margen de cualquier tipo de utilitarismo. Este noble interés no puede considerarse como algo a lo que se tiene derecho, un capricho que no debe ser impedido; sino que es natural consecuencia del ser del hombre, que implica cierta obligación de desarrollar, so pena de autorreducción a niveles infrahumanos.

Las aficiones y circunstancias personales harán que este desarrollo cultural se oriente más en unas direcciones que en otras, alcance mayor o menor grado, pero todos debemos interesarnos por muy diversas cuestiones que nos afectan como hombres. Las distintas manifestaciones de la creación artística, como la música, la literatura, las artes plásticas, etc.; los rasgos principales de la historia de la humanidad, de la evolución de la sociedad, del pensamiento humano; las maravillas que ofrece la naturaleza, las formaciones geográficas, la flora, la fauna; y tantos otros campos de conocimiento intelectual y de contemplación estética, pueden y deben atraer, aunque variablemente, el interés del hombre.

La verdad sobre el hombre.- Hay otros temas, por último, que afectan al hombre de un modo muy personal y decisivo, de los que no le es lícito desentenderse; son cuestiones que se refieren al origen y fin del mismo hombre, al sentido de la vida, al valor que tienen los demás hombres, al significado de cualquier realidad; conocer la verdad acerca de todo esto, al menos en lo más fundamental, es deber que a todos incumbe. La luz que arrojan estas verdades trascendentes resulta esencial para establecer los principios básicos que han de orientar la conducta humana, el orden de valores que es razonable atender, los derechos y deberes fundamentales que deben presidir la organización de la sociedad. El error en esos temas, inconsciente o libremente preferido, da lugar a las más grandes aberraciones personales o colectivas.

Para alcanzar estas verdades se debe penetrar en la naturaleza de las cosas y en la propia conciencia del hombre. Son verdades naturales, que la inteligencia rectamente ordenada puede alcanzar, pero que son intensamente iluminadas desde la verdad religiosa; pertenecen tanto a la esfera natural como a la religiosa, orientan a las relaciones con Dios y con los hombres, afectan al núcleo mismo del ser personal de cada uno; el hombre, en ellas, se juega su verdadera felicidad y su destino eterno, no puede permanecer indiferente ante verdades que se refieren a su fin y al orden a que ha sido llamado.

Las mismas verdades reveladas por Dios para la salvación del hombre son para éste de vital interés, por lo que debe, en proporción a su capacidad, procurar investigar su autenticidad y estar dispuesto a aceptarlas si se le aparecen como dignas de crédito. No son invenciones de filósofos ni de teólogos, sino que son verdades objetivas sobre el hombre, que no dejan de serlo porque se ignoren, responden como todas a la realidad, son verdades incondicionales, que existen con independencia de que el hombre sepa o no dar con ellas, las admita o las rechace, le satisfagan o le disgusten. No son, por tanto, fruto del parecer humano, ni de los gustos de los hombres, sino que corresponden a la realidad objetiva que el hombre no puede alterar, que debe esforzarse en conocer.

Su evidente trascendencia convierte la búsqueda de estos conocimientos en un deber para todo hombre, que reclama la mayor atención. No dejaría de resultar absurdo proponerse ser un excelente experto en un determinado campo científico y despreocuparse de saber el sentido que debe tener la vida, la finalidad última que ha de presidir cualquier actuación, los móviles rectos que deben orientar el empleo de los conocimientos científicos adquiridos. Por ese camino, los más espectaculares logros del progreso científico y técnico podrían ser utilizados al servicio de la injusticia, en apoyo de la ambición y el despotismo.

La vida humana se valora por el uso que se hace de la libertad, por la alteza de miras con que la voluntad se mueve, por la dignidad de los bienes que se buscan, por el servicio que se quiere prestar a los demás. De aquí la gran importancia que tiene -y el deber imperioso que es- adquirir la verdad sobre el hombre, una verdad que no puede reducirse a los valores materiales y económicos, ni siquiera a los que satisfacen el simple bienestar, sino que incluye con mucha mayor relevancia la dimensión espiritual, los desvelos y la dignidad que corresponden a la persona humana, los valores del espíritu, la necesidad que el hombre tiene de encontrar justicia, amistad y amor.

Vivir de espaldas a todo esto, desdeñar la verdad sobre el hombre, sería, en último término, animalizarse, renunciar a las más nobles y distintivas cualidades.

c) La verdad, norma del pensamiento y de la conducta

La verdad compromete

La verdad tiene fuerza de atracción y se convierte, una vez adquirida, en luz para la voluntad. La verdad cautiva y enamora, y al propio tiempo compromete. Quien posee una verdad con suficiente certeza, presta hacia ella consideración y respeto, queda adherido a ella, le guarda fidelidad. El amor a la verdad se revela en el afán por alcanzarla y en la fidelidad con que se la sirve personalmente.

Cuando se sabe la verdad sobre algo, resulta imposible admitir el error sobre lo mismo. La verdad compromete. Si estamos convencidos de una verdad, no podemos falsearla, no la podemos cambiar ni por capricho, ni por debilidad. Ninguna razón de conveniencia, ni burlas, ni amenazas, serán capaces de separarnos de ella, ni nos permitirán distorsionarla o negarla.

Otra cosa sería si descubriéramos lealmente que había error en lo que antes pensábamos que era verdad cierta. Entonces cambiaríamos de parecer ante otras razones, al convencernos con sinceridad de que no estábamos en la verdad, es decir, por convencimiento, pero no por coacción directa ni indirecta.

La verdad no se vende a intereses personales. No es posible dar por bueno lo que se sabe es erróneo. Se debe tener respeto a quien opina de modo diferente y se ha de procurar comprender las razones que le asisten, porque siempre descubriremos en ellas al menos aspectos de verdad. Merece también respeto quien abiertamente yerra; pero no se puede ni se debe transigir con lo que con seguridad es error, y se ha de hacer lo posible para que quien está en el error pueda entender la verdad. La defensa de la verdad, por otra parte, aunque requiere muchas veces fortaleza, no se debe hacer con celo hiriente o desabrido, sino mostrándola a la contemplación para que pueda ser entendida.

Por otra parte, además de la fidelidad en el pensamiento, la verdad reclama que se dé congruencia entre ella y la conducta. Haciendo mal uso de la libertad, podemos, sin duda, actuar contra lo que la verdad enseña, pero la verdad seguirá estando en la mente y acusará en la conciencia. Si conozco, por ejemplo, la verdad sobre el valor de la vida humana, esta verdad me exige no cooperar en un aborto, no contribuir a la muerte de un inocente, me reclama defender la vida; no debo, por falsas razones sentimentales, burlas o presiones, acceder a actuar contra lo que la verdad me manda. Actuar de otro modo, ceder contra la verdad, responsabiliza plenamente ante Dios, ante los demás hombres y ante uno mismo.

Veracidad

El deber de veracidad.- El amor a la verdad se muestra también en la veracidad, es decir, en el hábito de conformar las acciones exteriores con lo que interiormente se piensa, en ser fieles al manifestar los pensamientos y en decir siempre lo que se entiende que es verdad y manifestarse a los demás como interiormente se es. Ser veraces contribuye a que la verdad, que es en sí un bien a disposición de cualquiera, un bien general, reine en todas partes y presida las relaciones entre los hombres. La veracidad es un deber moral cuyo cumplimiento afecta a la dimensión social del hombre y facilita la convivencia humana. La veracidad viene a ser una disposición permanente de la voluntad para manifestar fielmente el conocimiento personal de la verdad, que viene exigida por la dignidad de la persona humana y por el deber de lealtad y bienestar que el hombre debe guardar con todos los demás hombres, sean como sean.

La naturaleza humana se ennoblece por la inteligencia y la voluntad. La inteligencia, como ya se ha dicho, tiende a la verdad, y la voluntad de esforzarse en conseguirla constituye un importante deber para el hombre. Todo lo que sea manifestar la verdad y facilitar a los demás el acceso a la verdad, eleva al hombre. Y cuanto suponga inducir al error, faltar a la veracidad, dificulta el recto uso de la inteligencia, contradice el derecho natural que todo hombre tiene a conocer la verdad, a que se le diga la verdad; supone una ofensa y daño a la dignidad humana.

La veracidad ocupa un lugar muy importante en la vida moral del hombre. No puede haber justicia sin amor y sin veracidad. Y la falta de veracidad es, además, una manifiesta falta de amor entre los hombres. Sin veracidad resulta imposible el orden moral en la vida social, porque ésta reclama la comunicación de ideas, sentimientos, noticias, etc., sobre la base de que todo ello responde a la verdad, al menos a lo que cada uno entiende honradamente que es verdadero. Sin esta condición, el recelo, la desconfianza, la inseguridad más radical domina las relaciones humanas y la sociedad se degrada en insolidaridad e injusticia, haciéndose insufrible y aun inviable.

Veracidad y prudencia.- Esto no significa que cualquier verdad que uno conoce deba ser manifestada a cualquiera. Como enseguida se verá, hay circunstancias en las que manifestar una verdad determinada produciría daño, por lo que debe evitarse hacerlo; y en ocasiones, aunque no produzca daño, no resulta obligado dar a conocer algo.

Por esto ha de aclararse que hay obligación de decir la verdad, de descubrir y manifestar la verdad, salvo que se den circunstancias prudenciales en las que esa obligación cesa, o aun hay obligación de no dar a conocer una verdad determinada. En cambio, hay siempre obligación de no faltar a la verdad, de no manifestarse en contra del propio pensamiento, de no mentir nunca a nadie.

La veracidad prudente debe encontrar el punto medio entre dos actitudes equivocadas: la de quien piensa que todo lo que uno sabe ha de ser comunicado a todos, y la de quien oculta conscientemente la verdad a quien tiene derecho a conocerla, o aun engaña a otro a sabiendas.

Sería a veces grave error admitir que todos se hallan capacitados para entender bien y hacer recto uso de cualquier información. Hay cuestiones que uno conoce por confidencias personales, como consecuencia de una íntima relación de amistad y que sería impropio, injusto o aún infamante, divulgar; o que han sido conocidas en razón del ejercicio de la propia actividad profesional de abogado, médico, profesor, etc., en general de cualquiera otra, con la única finalidad de hacer de ese conocimiento el uso profesional que se solicita; o que son interioridades familiares, o de la empresa o entidad en que uno trabaja, que no tienen por qué conocerlas los demás; o que se refieren a sistemas o procedimientos valiosos, conseguidos con más o menos esfuerzo, cuya utilización por otros puede requerir una legítima autorización y compensación económica y que sería injusto desvelar. Por otra parte, toda persona, como cualquier entidad o corporación, tiene derecho a que no se invada su intimidad, por lo que está perfectamente legitimada para negarse a responder a preguntas, fruto de la curiosidad impertinente o de una intencionalidad insidiosa. El derecho a manifestar la verdad, la libertad de expresión, encuentra su límite cuando produce un perjuicio al prójimo, al bien común o a sus fundamentos, o encierra grave peligro porque atenta contra los derechos humanos y la dignidad de la persona.

La virtud de la veracidad, bien entendida, ha de saber armonizar el deber de decir la verdad, con la obligación de guardar reserva, o aún secreto, de ciertos conocimientos y con el derecho a no informar de algo a quien no tiene por qué saberlo. La necesaria sinceridad en las relaciones humanas se ha de cohonestar con la importante virtud, y a veces grave deber, de saber callar determinadas verdades. Hay, además, situaciones en las que manifestar abiertamente las propias convicciones puede resultar inconveniente o contraproducente. Y otras, en que ocultarlas puede dar lugar a escándalo o inducir a error o engaño. La prudencia, la cortesía, el afecto y el respeto contribuyen a saber manifestar las convicciones personales en el lugar y momento y en la medida más adecuados.

Obligaciones positivas de la veracidad.- En relación con la veracidad está el deber ya mencionado de aspirar al conocimiento de las verdades que son necesarias al hombre para alcanzar su fin último, en grado correspondiente a su formación profesional, y de las verdades referentes al campo de la profesión que se ejerce en la sociedad. También se debe respetar, al menos, la tarea de investigación de la verdad en las ciencias matemáticas, físicas y naturales, en las ciencias humanas y sociales, y en general cualquiera de las áreas del saber, y reconocer el positivo valor moral de los avances del conocimiento verdadero y del progreso tecnológico, si se utilizan al servicio del hombre y conforme a su dignidad.

Se debe guardar veracidad, en primer término, consigo mismo, en el sentido de ser hombre de criterio, con convicciones, y de ser fiel en la conducta a esas convicciones y a los principios morales que se reconocen cuando no se sufre el embate del apasionamiento. Veracidad consigo mismo significa una actitud habitual de rechazo a los engaños que en situaciones determinadas pretenden imponer la fantasía, la pasión o aún la cobardía, para encontrar fácil justificación a lo que sin ellas se aprecia como inconveniente.

Vivir conforme se piensa, vivir de acuerdo con la verdad que se posee, es vivir en verdad, es ser auténtico con uno mismo. No se puede ser auténtico si la vida se basa en la irrealidad o en la mentira; sólo se puede tener autenticidad cuando se poseen convicciones ciertas, firmes, fundadas en la verdad, que den consistencia y sentido real a la vida.

Hay también obligación de propagar la verdad, de hacer llegar la verdad que es bien común, a los demás hombres. Instruir al que es ignorante, enseñar al que no sabe, es una obra excelente consecuencia del amor a la verdad y de la fraternidad humana. Este deber alcanza muy especialmente a las verdades que ilustran acerca de la naturaleza y fin del hombre, sobre su destino eterno y los medios para alcanzar la verdadera felicidad. En este sentido, el creyente tiene no sólo el derecho, sino también el deber de dar a conocer las verdades religiosas que entiende conducen a la salvación del hombre.

Es asimismo un deber, de acuerdo con las circunstancias personales, difundir y defender las verdades en que se funda el bien común, la dignidad de la persona, los derechos humanos, los principios morales, la convivencia social.

No es difícil encontrar aplicaciones del deber de veracidad peculiares de la actividad profesional del universitario y del biólogo. Piénsese, por ejemplo, en la investigación científica, por la que se busca llegar hasta el fondo del conocimiento de los seres vivos, para comprender su origen, su vida, sus relaciones, para aprovecharlos también legítimamente en servicio del hombre, aspiraciones y actividad que, si están rectamente orientadas, ennoblecen al hombre. La honradez y fidelidad, propias del científico serio, son incompatibles con la distorsión o manipulación de los datos de observación o de los resultados experimentales, exigen objetividad, veracidad, saber superar cualquier tentación de falseamiento para adecuarlos a la comprobación de una hipótesis preconcebida, o simplemente para evitar un estudio más concienzudo y la reiteración de experimentos. Faltaría también a la veracidad quien al publicar un trabajo científico ocultara a conciencia referencias de resultados previos similares alcanzados por otros autores, con el fin de atribuirse la originalidad de un hallazgo, o quien quisiera aparecer como autor de una investigación en la que realmente no hubiera participado; o quien, por prejuicios de escuela o de nacionalismo, desdeñara citar las contribuciones de interés realizadas por determinados investigadores; o quien por no someter a suficiente discusión crítica los resultados obtenidos, publicara conclusiones no fundamentadas, o diera por confirmado lo que es una simple especulación.

A lo largo de la actividad docente, la veracidad ha de ser una constante en el trato académico y personal con los alumnos. Una concienzuda preparación de las clases ha de hacer posible una enseñanza verdadera y actualizada. Sería intolerable, más aún por la autoridad de que goza el profesor, tergiversar intencionadamente la verdad en las explicaciones, en favor de una opinión personal científica, política, o de cualquier otro tipo. No se debe faltar a la verdad con nadie, y se ha de tener la valentía y sencillez de reconocer un error propio antes que encastillarse, por falso prestigio, en la defensa de una aseveración desacertada, o una confusión cometida. Tampoco es lícito, por no parecer ignorante, contestar a una pregunta de forma que se pueda inducir al error. Ni es correcto ocultar las fuentes bibliográficas más directas de las explicaciones de clase, dando en su lugar otras menos adecuadas.

La mentira.- Si la veracidad supone expresarse conforme a lo que interiormente se piensa, mentir es manifestarse de modo contrario a lo que está en el propio pensamiento. La mentira es una locución contra la propia mente, dicha advertidamente, con la intención de que quien escucha piense que es verdad lo que quien miente sabe que es falso, es decir, con voluntad de engaño.

A veces se distingue como mentira material la expresión de un error, cuando quien lo dice piensa que aquello es verdadero; y como mentira formal, el decir a otros como verdadero algo que se tiene como falso. En rigor, la mentira material no es éticamente mentira, aunque se puede inducir -involuntariamente- al propio error.

La mentira es intrínsecamente mala, nunca es lícita, va siempre contra el recto orden moral, como fácilmente se comprende.

El lenguaje oral o escrito, como los gestos expresivos equivalentes, es un medio de comunicación del propio pensamiento, es instrumento de apertura del espíritu, que por su propia naturaleza exige que las palabras concuerden con lo que verdaderamente se piensa, sean vehículo de verdad y no de engaño. Mentir significa traicionar la función de la palabra, violentar el orden natural de las cosas, ir en contra de la dignidad de la persona humana propia y ajena. Es una aberración que el lenguaje, atributo del hombre para transmitir su pensamiento y sentimientos, para servir a la verdad, se utilice para engendrar el engaño, para provocar el error, para dañar al prójimo en su interés por conocer la verdad. La naturaleza del hombre reclama hablar en verdad.

El hombre es un ser sociable, vive de ordinario en sociedad, se relaciona con muchos otros con un complejo de interacciones que suponen servicios y demandas recíprocas. La convivencia social sólo es posible si se basa en la confianza mutua, en la veracidad de unos y otros. Quien posee la verdad no debe alterarla, desfigurarla o falsearla, por exigencias del bien social de la humanidad. Utilizar la mentira en las relaciones entre los hombres destruye la imprescindible confianza, genera el recelo, el no saber nunca a qué atenerse; hace imposible la cooperación, la ordenación de la sociedad, la misma existencia humana.

La verdad es superior al interés del individuo, nadie tiene derecho a disponer de ella a su antojo, a manipularla o falsearla. Ningún fin puede justificar la mentira; usar de la mentira como arma dialéctica, o para provocar una reacción determinada, o simplemente para engañar, resulta siempre execrable, jamás puede tener justificación. Además, quien se habitúa a mentir, acaba perdiendo la conciencia moral, provoca una ruptura en la propia personalidad, hasta el punto de que no pocas veces da lugar a neurosis difícilmente superables.

Otras formas de faltar a la veracidad

La simulación es el aparentar con acciones que se hace algo distinto de lo que realmente se hace y, por tanto, es una forma de mentira. Simula, por ejemplo, quien aparente que trabaja, sólo cuando se siente vigilado, o quien hace como si prestara atención, cuando de hecho está pensando en otras cosas.

La hipocresía es también contraria a la sinceridad y a la franqueza. Consiste en querer aparentar que se es como en realidad no se es, como quien finge apreciar a otro, cuando la verdad es que le odia, o quien se muestra externamente celoso por la conducta justa y honrada, siendo de hecho injusto y defraudador.

La jactancia contradice también la veracidad al atribuirse unas cualidades de excelencia por encima de lo que realmente se posee; alardear, por ejemplo, de tener conocimiento y capacidades superiores a los verdaderos.

Engañar en las múltiples formas de fraude, estafa, trampas, etc., la falsificación de documentos, y otras acciones similares son asimismo variados modos de mentir.

Se actúa también contra la veracidad cuando se adultera intencionadamente la verdad de los hechos; al silenciar determinados aspectos mientras se subrayan otros, de modo que se induce a formarse una falsa idea de una situación o una conducta; al difundir como muy probable lo que sólo es sospecha poco o nada fundada.

Licitud del ocultamiento de la verdad.- Como se ha dicho anteriormente al tratar de la veracidad en relación con la prudencia, hay circunstancias en que decir la verdad puede producir daños, y otras en las que se tiene perfecto derecho, o aún obligación, de reservar el propio pensamiento.

En todos estos casos puede o debe ocultarse la verdad, pero no se debe mentir. Hay múltiples formas de conseguirlo, como el simple silencio, la evasiva, la negativa rotunda a contestar, o expresiones que todo el mundo entiende significan que no se tiene derecho a saber lo que se pregunta, o fórmulas de cortesía que manifiesten que no se considera oportuno acceder a lo que se pretende.

d) La comunicación de la verdad

Salvados los casos en que es lícito u obligado ocultarla, la verdad es un bien que se ha de procurar difundir. Esto sucede, particularmente, con la adquisición de saberes que pueden reportar beneficios a los demás hombres.

La posesión de una verdad, en efecto, supone siempre más luz en el entendimiento y un bien para la persona, y es razonable que se desee participar ese bien poseído, que se quiera extender a otros el gozo interior que proporciona ese hallazgo. A esto ha de añadirse el deber que nace de un sentido elemental de solidaridad con los demás hombres, de fraternidad humana. Dar a conocer la verdad resulta así, en muchos casos, un deber.

El difundir o transmitir la verdad no es lo mismo que tratar de imponerla, pretender que se acepte sin más, exigir a los demás, simplemente por su manifestación, el grado de certeza que uno mismo ha alcanzado sobre ella. Consiste más bien en exponerla a la contemplación de los otros, con su debida justificación, de manera que pueda ser captada con certeza. No se trata de imponer una conclusión, sino de llevar a un común convencimiento, a una libre aceptación.

Este es el modo de proceder con los resultados de la investigación científica; se debe informar de ellos y someterlos a examen y discusión en diversos foros académicos y en las publicaciones especializadas, aportando honradamente todos los datos necesarios para que otros puedan reproducir lo que uno mismo ha hecho. Así se consigue un mayor criticismo en las interpretaciones y se contribuye al desarrollo de la Ciencia. Todos somos beneficiarios de los conocimientos conseguidos por los demás, por lo que es justo que se entregue al servicio de la sociedad, al progreso del saber humano, aquello que uno ha logrado descubrir. Esto no se opone al legítimo derecho de propiedad intelectual, ni al derecho de patente cuando se trata de algo que puede reportar beneficios económicos.

Toda la actividad docente, por otra parte, es difusión de la verdad, es procurar que el alumno contemple y acepte las verdades que se exponen o, incluso, ayudarle para que sea él mismo quien las descubra. Hay que poner la máxima veracidad y desplegar la mejor didáctica para obtener una fecunda transmisión de saberes mediante las tareas de enseñanza.

La difusión de la verdad se hace tanto más un deber necesario cuanto más bien pueden producir al hombre, y en este sentido son más valiosos los bienes del espíritu que los simplemente materiales. Por este motivo, se comprende la importancia que tiene dar a conocer las verdades de mayor trascendencia, de las que dependen los fundamentos de la convivencia social y el destino eterno del hombre, como sucede con las verdades que se derivan de la dignidad de la persona humana y con la verdad religiosa que se refiere a las relaciones del hombre con el Creador. Difundir estas verdades luminosas y salvadoras no supone fanatismo: constituye por lo contrario un generoso ofrecimiento de lo que se sabe causa un bien, puesto por obra no con obcecación violenta o intolerante, sino mediante su declaración e iluminación progresiva hasta que puedan ser admitidas libremente.

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