Deontología Biológica
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Capítulo 7. Ciencia y vida humana en la sociedad tecnológica.
A. Llano
La discusión de las cuestiones acerca del sentido y del alcance y los límites de las ciencias experimentales debe ser una tarea interdisciplinar, en la que han de participar cultivadores de diversas especialidades. Parece que el filósofo representaría la parte más débil en este diálogo, en la medida en que, en la actual sociología del conocimiento, en la actual situación fáctica del saber científico, no es la Filosofía la más prestigiada. Pero entre los científicos y técnicos se extiende cada vez más la convicción de que ellos también se tienen que ocupar de la cuestión relativa al "deber ser" de la Ciencia. Y a este interrogante no se puede responder sin acudir de algún modo a la Filosofía.
A comienzos del siglo pasado, Kant dijo que la "Filosofía en sentido mundano" -no la Filosofía que se enseña, sino la que se vive- plantea cuatro preguntas fundamentales: ¿Qué puedo conocer? A esta pregunta contesta la Teoría del conocimiento. ¿Qué me cabe esperar? A este interrogante responde la Filosofía de la religión. ¿Qué debo hacer? Cuestión a la que intenta responder la Ética. Y, finalmente, ¿Qué es el hombre? Esta última pregunta englobaría las otras cuatro, y contestarla sería cometido de la Antropología.
Estas cuatro preguntas tienen mucho que ver con la cuestión que nos planteamos, aunque específicamente sea la tercera la que más nos afecta. De modo al menos implícito, todos los científicos se plantean este tipo de cuestiones. Como testimonio de ello es interesante el libro titulado "El Reto de la Racionalidad: la Ciencia y la Tecnología frente a la Cultura", que recoge las actas, comentadas por Ladriére, de un simposium realizado por la UNESCO en 1974, sobre el tema "Ciencia, Ética y Estética". En uno de los pasajes de las actas se dice lo siguiente: "Después de la segunda guerra mundial, pero especialmente desde hace una docena de años, la ambivalencia -si es buena o mala, hasta qué punto es positiva o negativa- de la Ciencia y la Técnica, se ha radicalizado hasta el punto de conducir a un verdadero replanteamiento de todo el proyecto histórico de la Ciencias y la Técnica. La utilización de la energía atómica con fines destructivos, con la que terminó la segunda guerra mundial, tuvo un efecto verdaderamente traumático sobre los científicos, la opinión pública y los responsables políticos. Apareció entonces, con toda claridad, que la Ciencia podía no ser beneficiosa en absoluto, que hasta podía conducir a catástrofes. Desde entonces, esta constatación se ha reforzado continuamente. El potencial de destrucción nuclear se ha reforzado sin cesar, creando un peligro permanente para la supervivencia de gran parte de la especie humana. Las investigaciones biológicas han alcanzado un estadio, en el que se puede comenzar a temer un límite fatal. Existe el peligro de producir, sin haberlo deseado, bacterias ultrarresistentes, que no se podrían combatir con ninguna sustancia antibiótica conocida. El desarrollo de la Medicina científica, y en particular de la Medicina preventiva, ha acumulado, es decir, ha hecho en gran parte inoperantes los mecanismos de la selección natural, y, por otro lado, un crecimiento regular de la tasa de anomalías genéticas en la especie humana. Finalmente, el desarrollo intensivo de las aplicaciones científicas y algunas tecnológicas, en particular de la Química, comprometen el equilibrio ecológico, hasta el punto de crear un grave problema en las relaciones entre el hombre y el medio ambiente".
Desde 1974, en que se produjo ese diálogo entre científicos y filósofos, hasta hoy, el problema se ha agudizado aún más y constituye la clave espiritual o cultural del momento presente. En una sociedad configurada por la Ciencia y la Técnica, se plantea, ni más ni menos, cuál es el sentido humano de la Ciencia y la Técnica; se plantea la orientación básica, el "deber ser" de la Ciencia y la Técnica.
No hay duda de que el progreso técnico -surgido de los descubrimientos científicos- ha ayudado y está ayudando al hombre a resolver problemas tan graves como el de la nutrición, el de la energía, la lucha contra las enfermedades, etc. Como consecuencia de la técnica, las condiciones de la vida humana sobre la tierra han experimentado un cambio extraordinario y han ido mejorando sucesivamente.
Pero, a la vez, la Técnica ha sido utilizada en muchas ocasiones sin control, independientemente de sus posibles consecuencias peligrosas, poniéndola al servicio ciego de determinados intereses económicos o políticos. Y, así, han ido surgiendo una serie de amenazas para el hombre, que es hoy día víctima de un gran temor, como si estuviese amenazado por lo que él mismo ha creado, por los resultados de su propio trabajo y por el uso que puede hacer de ellos. Se habla ahora de "los terrores del año 2000".
a) Naturaleza de la técnica
Esta profunda inquietud histórica está estrechamente vinculada a la conciencia de un desbordamiento de la técnica humana.
La técnica humana es muy diversa de la que podemos llamar "técnica animal". El hombre tiene la capacidad de objetivar, rasgo que no puede encontrarse en los animales. El hombre es capaz de enfrentarse con su entorno, no simplemente como entorno vital, sino como un conjunto de objetos, como realidades distintas de él mismo. Todos los etólogos, incluso los más reacios a destacar la especificidad de la conducta humana, Lorenz, por ejemplo, señalan en el hombre la capacidad de objetivar, de considerar un estímulo no en cuanto que le afecta, sino en su propia realidad. Este hecho abre un mundo de posibilidades de acción. Un animal es capaz de usar un útil, de modificarlo incluso, pero lo que nunca es capaz es de fabricar un útil con otros útiles, precisamente porque no puede establecer entre ellos una relación objetiva, porque no es capaz de objetivar. El animal habita en un medio cerrado, biunívocamente relacionado con sus estructuras biológicas. El hombre se abre a un mundo de realidades objetivas, que puede modificar independientemente.
Es decir, el hombre no sólo tiene una capacidad de trabajar los objetos uno a uno -que esto sí lo hacen muchas especies animales-, estableciendo con los objetos una relación "longitudinal" biológicamente inmediata, sino que, de manera privativa, puede utilizar esos objetos para suscitar otros: en este momento, hay capacidad de técnica y hay mente humana.
Esta relación transversal con la serie de objetos constituye una cadena progresiva: cada instrumento, cada nuevo objeto, abre posibilidades para fabricar otros -por ejemplo, la herramienta como instrumento para crear otros-, lo que hace que dicha serie sea, en principio, indefinida. Los productos técnicos pasan a formar parte del mundo y determinan en buena medida los cauces del progreso futuro. De esta suerte, se ha podido definir certeramente la técnica como un "sistema de productos objetivados con poder determinante".
Cuando la técnica moderna inventa la máquina, en la que ya hay un dinamismo propio, y, en un segundo estadio produce el ingenio cibernético, esos objetos alcanzan una creciente autonomía funcional. Por tanto, este proceso se va haciendo cada vez más completo y autónomo, y se va independizando de los sujetos que lo originaron.
Naturalmente, todo esto engrandece al hombre, pero tiene un tremendo riesgo: que el hombre quede atrapado por esa cadena objetiva. A medida que la complicadísima maquinaria técnica se va desarrollando más, parece que la acción del sujeto individual es menos relevante, hasta llegar a transformarse en un objeto más de esa cadena. El hombre se convierte, tan sólo, en un instrumento de producción; él mismo es transformado por ese proceso de posibilidades técnicas y pierde la especificidad de su propia naturaleza. ¿Qué importa ya lo que ese hombre piense, sienta o diga? Lo único que cuenta es la función que desempeñe en el proceso de producción objetiva. El hombre como sujeto, como persona única e irrepetible, ya no cuenta para nada.
Desde esta perspectiva, el conflicto entre humanismo y tecnología -tratado tantas veces de modo superficial- aparece en toda su crudeza. Efectivamente, el sistema de productos técnicos impone sus propias exigencias, sometidas a parámetros valorativos de índole material y cuantitativa. Los fines cualitativos del hombre mismo parecen carecer de fuerza, si se comparan con la implacable secuencia del progreso técnico. La decisiva cuestión del sentido del hombre, de su destino personal, se torna evanescente si nos atenemos sólo a esas exigencias del entorno técnicamente conformado. En la sociedad tecnológica, el hombre real y concreto -con su propia cultura, experiencias y aspiraciones, sufrimientos íntimos y legítimas esperanzas- se encuentra a la fría intemperie, perdido, desarraigado. Ya no sabe lo que pasa ni lo que debe querer. Se considera a sí mismo como una pieza de la gran maquinaria, que puede conducirle hacia cualquier parte.
En esta situación encaja perfectamente ese "nuevo fenómeno", de alguna manera característico de nuestra civilización actual, que se ha venido a llamar "neurosis del domingo". El hombre, la mujer, sometidos definitivamente a las exigencias de la sociedad industrial, se encuentran periódicamente ante unas horas vacías, en las que la ausencia de sentido de sus vidas se manifiesta claramente al cesar la actividad que les había adormecido durante el resto de la semana. A este respecto, un dato revelador es el mayor porcentaje de suicidios que se registran en esos días no laborales.
b) Cientifismo y contracultura
A pesar de que las recientes críticas al positivismo hayan sido contundentes, persiste en amplios sectores académicos y sociales una actitud que podemos calificar de "cientifista". El cientifismo es el absolutismo de la Ciencia positiva, lo cual constituye una degeneración del auténtico espíritu científico. Se reduce toda objetividad a la -en buena parte convencional y construida- objetividad de los saberes experimentales. No se advierte que el conocimiento científico-natural es sólo un tramo del conocimiento humano total. El cientificista argumenta, si lo hace, con base en razones de precisión y eficacia, mientras tacha de vago y arbitrario todo lo que no es "científico".
La versión pragmática del cientificismo es la tecnocracia, imperante tanto en los países del área occidental como en los del bloque oriental. Las decisiones de alcance colectivo se toman predominantemente con base en parámetros de rendimiento económico, marginando las dimensiones valorativas.
¿Qué sucede cuando se limita todo posible saber riguroso a las ciencias experimentales? Hay, entonces, una serie de cuestiones que quedan sin respuesta, ya que la Ciencia no explica qué son las cosas, sino cómo funcionan. Quedan fuera del saber riguroso las cuestiones relativas al sentido de la Ciencia, a la finalidad de la vida humana, y -en definitiva- al hombre mismo.
La Ciencia nos enseña cómo se replican los genes, cómo se ensamblan las unidades estructurales de las macromoléculas y el proceso de estimulación de un fotorreceptor. Pero, sin embargo, está incapacitada para explicar qué es la vida, cuestión a la que no se puede renunciar. Porque si no sabemos lo que es la vida, o no intentamos saberlo, tampoco podremos hablar con sentido, con fundamento, de su valor.
El mero funcionamiento, la simple explicación analítica no nos dice cuál es el valor de la vida. ¿Por qué hablar entonces de respeto a la vida? ¿Por qué la vida humana es, siempre, intocable? ¿Por qué por salvar a muchos enfermos no nos está permitido experimentar en vivo con un solo hombre? ¿Por qué, como decía Rousseau, no puedo apretar un botón y que muera un mandarín en China, desconocido por casi todo el mundo, si de ahí se va a derivar un gran bien para toda la humanidad? No es fácil contestar a estas preguntas, pero, desde luego, no se pueden cargar a la cuenta de la Ciencia positiva, porque caen fuera de su método. La Ciencia por sí sola no puede dar respuesta al problema del significado último de las cosas; esto no entra en el ámbito del proceso científico.
La respuesta racionalista y tecnocrática a este problema consistirá en decir que la Ciencia y la Técnica nos han llevado a una situación poco deseable, porque no se han programado bien; no han sido sometidas a una programación implacable. Se ha dejado la actividad científica a la arbitrariedad de los investigadores y de esa manera resultan disfunciones en la sociedad; es preciso someter toda la actividad científica a una finalidad social y política; es el Estado y sus planificadores los que deben asignar, en cada momento, un puesto a cada tipo de investigación: se impone racionalizar la investigación. Hasta cierto punto es un enfoque aceptable: efectivamente, no se deben desperdiciar los recursos, puede haber investigaciones perjudiciales y una cierta programación es necesaria. Pero aquí se plantea otro problema adicional y quizá más grave: el de las relaciones entre libertad y Ciencia. Problema de gran contenido ético, porque si aceptamos que toda investigación científica debe estar sometida a la programación de los tecnócratas, de los políticos, ¿dónde queda la libertad del investigador? ¿No puede suceder que la disfunción sea todavía mayor? ¿No puede suceder que -por esta vía- nos estemos encaminando a esa especie de "mundo feliz" que predijo Aldous Huxley? O, con mayor realismo, a ese mundo, más bien desgraciado, pero igualmente privado de libertad, descrito por Orwell en su impresionante novela "1984". Se plantea un problema muy grave, pero lo más grave es no tener los instrumentos de pensamiento necesarios para resolverlo, precisamente porque, si se intenta responder desde la propia Ciencia, desde la Técnica, nos encontramos con que los instrumentos conceptuales o de comprensión que se poseen son insuficientes; se ocupan del objeto que se estudia, pero no se puede tematizar el sentido de la actividad científica.
En 1936, Husserl, filósofo alemán iniciador de la fenomenología, publicó un libro importantísimo que lleva por título "La crisis de las ciencias europeas". Se planteaba la situación de crisis en la que se encontraba el saber científico en Europa. Se había llegado a una especie de estancamiento tras el espectacular avance que las ciencias positivas, especialmente la Física teórica, habían experimentado en el primer tercio de siglo. La crisis de las ciencias europeas remite a la crisis de la humanidad europea. Lo que sucede es que la humanidad europea, los hombres de la Europa de 1936, no saben qué hacer, cómo emplear, qué sentido dar a una ciencia positiva. La cuestión de fondo está en el escepticismo con respecto a la verdad. Se ha llegado a una situación intelectual y espiritual en la que no se sabe qué significa la verdad, ni cuál es el camino que a ella nos conduce. La Ciencia ha quedado desconectada del mundo de la vida, de las certidumbres básicas del sujeto humano que hace Ciencia.
Ortega decía, en esa época, que "lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa". Lo que nos pasa es que hacemos una serie de cosas y no sabemos para qué sirven; no tenemos instrumentos conceptuales suficientes para plantearnos la cuestión de la finalidad y, por tanto, las cuestiones acerca del sentido.
Ante la limitación de la Ciencia positiva, así considerada, surgen todas las corrientes filosóficas de tipo existencial, precedentes de las actuales posturas contraculturales: la Ciencia no nos proporciona el sentido de la vida; la Ciencia es una manera muy defectuosa de enfrentarse con la realidad de la vida individual, de las propias vivencias; eso, más que conocerlo, hay que sentirlo; de ello, la Ciencia no nos puede hablar.
Así, frente a la frialdad y pretendida asepsia del cientificismo tecnocrático, de la concepción mecánica de la realidad, en la que el hombre queda como disuelto en su entorno, se registran, en todos los niveles de la vida intelectual y social, movimientos de rechazo del instrumentalismo racionalista, movimientos que, genéricamente, se han dado en llamar "contracultura": resurgimiento de las actitudes libertarias en la política; proclamaciones subjetivas en el arte; anarquismo metodológico en epistemología; ecologismo; antipsiquiatría; técnicas corporales y de "meditación trascendental"; búsqueda de paraísos artificiales, movimientos "hippies", "punks", "pasotas", etc. Se trata de retornar al inmediatismo vital, de retomar las dimensiones más cálidas de la existencia individual -imaginación, espontaneidad, comunicación personal, intuición, afectividad, ternura-, de la negativa a integrarse en una funcionalidad implacable y deshumanizada. Y, realmente, no se puede desconocer la fuerza auténtica que late bajo algunas de estas actitudes, en lo que tienen de rechazo de los rasgos negativos de la sociedad tecnológica. Pero esta postura tiene -de entrada- una limitación sociológica: el carácter individualista subjetivo y, por ello, muchas veces arbitrario de sus planteamientos; remiten solamente a la conciencia individual; frente a un valor válido para todos, se propugna lo que es válido para uno mismo, lo que me parece bueno.
De lo anteriormente expuesto, aparentemente, se deduce que la actitud tecnocrática se contrapone a la arbitrariedad de los movimientos existencialistas o subjetivistas. Y, sin embargo, tal como Husserl advirtió, ambas posturas tienen una raíz común. Es más, el totalitarismo cientificista y la dispersión contracultural se compaginan perfectamente, tanto desde un punto de vista social como teórico.
En efecto, desde ambas posiciones se asume teóricamente que el rigor y la objetividad son monopolio de la Ciencia positiva: fuera de ella sólo está la irracionalidad. La diferencia que las opone -como a las dos caras de una misma moneda- estriba en que el cientificismo desprecia la oscura irracionalidad, mientras que los movimientos contraculturales se gozan en ella. Pero en ambos casos se renuncia a introducir un principio de claridad y orden en el amplio campo de las realidades y acciones humanas.
Aparece, entonces, una especie de reparto del territorio; en la tecnoestructura impera una estricta racionalidad; en lo que convencionalmente denominamos "cultura" rige, por el contrario, el subjetivismo impresionista. Se trata de un equilibrio cruzado de contradicciones: las tensiones se amortiguan en un conformismo hedonista.
La configuración sociopolítica de los países occidentales se adapta bastante bien a esta dicotomía, adquiriendo con frecuencia el esquema del "estatalismo permisivo". El ámbito de lo que se considera importante -el sistema tecnoeconómico- se controla férreamente desde la burocracia estatal o las empresas multinacionales, entregando a los individuos como compensación, la veleidad lúdica del hedonismo y la tranquilidad conformista de la "seguridad social". El tipo humano que se genera es característico de la actual etapa de la sociedad tecnológica. Ya no es el promotor de iniciativas, típico de la moral capitalista o el activista político promovido por el socialismo. Ahora es el ciudadano que espera del Estado gratificaciones y seguridades: un individuo dócil, resignado, escéptico, pegado a la tierra o, con palabras de Polin, aparece "una sociedad configurada por animales domésticos humanos, bien cuidados y cebados por el Estado-Providencia".
Los movimientos contraculturales tienen el atractivo del aparente rechazo global, pero ofician también en la ceremonia del conformismo. Los que se entregan a ellos rara vez se percatan de que el "sistema" los integra de inmediato: se comercializa la rebelión, nace la industria de la protesta. Se tolera y se cuenta con los rebeldes, siempre que protesten en la forma que la sociedad industrial tiene prevista.
Por otra parte, el permisivismo, que se presenta ofreciendo la liberación total, tolera realmente el dominio de los más débiles por los más fuertes. La parte más débil -el no nacido, los hijos, el anciano, el espectador- quedan inermes cuando se "liberalizan" el aborto, el divorcio, la eutanasia o la pornografía.
c) Ámbitos y límites de la ciencia
Si se admite que sólo hay objetividad en la Ciencia, nada ni nadie puede dar razón de los problemas y cuestiones de interés existencial. Como decía Unamuno, "sólo hay una única cuestión: la cuestión humana"; ¿qué va a ser de mí, de mi conciencia individual, una vez que muera y se agote mi curso biológico? A esto no pueden contestar la Ciencia, ni la Técnica. Ante ello, los subjetivistas o existencialistas asumen que es algo que sólo se puede responder al hilo de la existencia individual.
Sin embargo, la solución que buscamos no puede venir por la vía de una emulsión o componenda entre el imperialismo de la Ciencia y la contracultura, entre la burocracia y el permisivismo.
Desde estas dos posturas no podemos resolver el problema del sentido de la Ciencia, el problema de la crisis de las ciencias europeas, que a su vez se remite a la crisis de la humanidad europea. Para hacerlo, hay que considerar que la objetividad científica es sólo un tramo del conocimiento humano total, que no es la única objetividad que el hombre puede alcanzar.
Desarrollando esta idea, se puede considerar que hay tres campos de conocimiento, más o menos rigurosos, a los que corresponden tres niveles de objetividad: La objetividad 1, que corresponde al nivel precientífico; la objetividad 2, al nivel científico; y la objetividad 3, al nivel metacientífico.
La experiencia precientífica es anterior a la Ciencia; es propia de la existencia cotidiana y de aquellas culturas que no han llegado a lo que se llamaría un "status" científico. Hay que señalar que ahí ya existe una objetividad, que hay posibilidad de un saber comunicable. Si no fuera así, la existencia cotidiana sería inviable y no se habrían desarrollado las culturas de los pueblos primitivos; culturas que sólo a través de una visión "europeocéntrica" se pueden calificar de inferiores, porque no configuran su vida según una imagen científica y técnica. Desde la objetividad científica no se puede saber si esas culturas son inferiores o superiores. Lo que está claro es que es otra manera de pensar, que no carece de rigor ni de objetividad.
La experiencia científica se basa en la experiencia precientífica. Por muy sofisticada que sea la investigación científica, por muy depurados que sean sus instrumentos, siempre se remite, en último término, a la observación correspondiente a la experiencia precientífica. Por muy complejo que sea un microscopio electrónico, el observar con él la transformación ultraestructural que experimenta un linfocito tras la llegada de un antígeno, al final, el acto de mirar y la experiencia que así se obtiene es, en definitiva, la misma que al mirar un coche por la calle.
Es más, se puede considerar que entre el nivel precientífico y el estrictamente científico hay continuidad, porque en ambos niveles el conocimiento se constituye a sí mismo y progresa por un mismo método: ensayo-error. La diferencia fundamental entre ambos niveles es que en la Ciencia se buscan conscientemente los errores de los modelos científicos. En la experiencia precientífica, los errores aparecen solos, se nos muestran sin que los busquemos.
Por lo tanto, la praxis científica no constituye un ámbito cerrado y completamente autónomo y autosuficiente, sino que es un campo que está abierto "por abajo" a la objetividad del mundo vital, de las vivencias inmediatas, de la experiencia cotidiana. Además, el conocimiento científico apela a un nivel de inteligibilidad superior, que podríamos denominar "Metaciencia". Es la reflexión sobre la verdadera naturaleza de la realidad, que busca el sentido último de todo, especialmente el de la existencia humana; sólo desde este nivel se pueden plantear rigurosamente las cuestiones morales y, en concreto, desarrollar una Ética de la actividad científica, una Ética científica.
La objetividad 1 es, en gran parte, una objetividad dada: nos la encontramos, está en el mundo, en medio de la vida. La objetividad 2, en cambio, está en buena medida construida sobre la primera, es una objetividad formalizada, selectiva. Por último, la objetividad 3, que engloba a la Ética, es una objetividad ni dada, ni construida, sino buscada. El sentido de la Ciencia, de nuestra vida, etc., son cuestiones cubiertas. Es una objetividad a descubrir, una objetividad trascendente, no inmediata.
En el juego de estos tres niveles está la clave para pensar bien el sentido de la Ciencia experimental y de la Técnica. Si, como hace el cientificismo, se absolutiza la objetividad 2 y se limita exclusivamente a ella la objetividad del conocimiento, si se ignora su radicación extracientífica y su apertura supracientífica, entonces el problema del sentido humano y social de la Ciencia no tiene solución.
d) Ciencia y ética
A pesar de que en la sociedad actual se habla de una "crisis de legitimación de la Ciencia", hay que afirmar el derecho de la Ciencia, ya que la Ciencia es también, entre otros, un camino hacia lo verdadero: el conocimiento de la verdad - reconocimiento a ésta como un bien humano- lleva en sí mismo su propio sentido, su propia justificación.
El problema aparece, tal como se ha señalado antes, cuando se absolutiza al pensamiento científico, de lo que se deriva, inevitablemente, la crisis del individuo y de la sociedad, el profundo malestar del hombre contemporáneo.
Es evidente que el conocimiento científico puede ser utilizado, tanto para el bien, como para el mal: si se investigan los efectos de un veneno, se podrá emplear ese conocimiento para salvar o para matar; debe estar perfectamente claro el punto de referencia que haga distinguir el bien del mal. La ciencia técnica, orientada a la transformación del mundo, se justifica por su servicio al hombre y a la humanidad. Es necesario, pues, tener un criterio moral y ético que permita al hombre beneficiarse de las aplicaciones prácticas de la investigación científica. Es necesaria una Ética científica.
La Técnica sin la Ética corre el grave peligro de llevar al hombre donde no quiere ir. Así ocurre cuando, en un progreso unilateral, la Técnica es aplicada a fines bélicos, de hegemonías y de conquistas, donde el hombre mata al hombre, y una nación destruye a otra, privándola de la libertad o el derecho a existir. La Ciencia y la Tecnología se convierten entonces en esclavas de un tiránico "deseo de poder" político o económico, en lugar de orientarse decidida y sistemáticamente, con medios verdaderamente eficaces, a que desaparezcan de nuestro mundo las zonas del hambre, la miseria, el subdesarrollo, la enfermedad, el analfabetismo, la explotación, la dependencia económica y política, o las diversas formas de neocolonialismo, entre otras situaciones evidentemente injustas.
Para darle un sentido humano a la Ciencia, no basta con saber cómo funcionan los fenómenos estudiados, sino qué son en sí mismo. Es imprescindible superar el ámbito intracientífico y abrirse a la reflexión, a la contemplación, a lo que Heidegger llamaba "el pensar meditativo". Es necesario descubrir por qué el hombre -cualquiera que sea- tiene una dignidad extraordinaria; que el hombre -nacido o no nacido, anciano o en plenitud de edad, lúcido u oligofrénico- es intocable, no se puede manipular, nunca puede tratarse sólo como medio, sino siempre también como fin. Para afirmar esto, no hay ninguna razón de tipo funcional en la que basarse. No hay una explicación utilitaria, técnica, que pueda equiparar a un embrión de unos pocos milímetros, un hombre lleno de potencia creadora y un enfermo mental absolutamente dependiente de los que le rodean; ahí tiene que haber otro tipo de reflexión que afecte a lo que el hombre es; no sólo a cómo aparece o cómo funciona, sino a lo que es. Un modo de pensar humanista debe situar a la técnica en el lugar que le corresponde y apelar al inagotable recurso de la inteligencia y a la fuerza creadora de la libertad. Así será, tal vez, posible que el hombre de nuestro tipo aprenda a "dominar su propio dominio" y se resuelva a orientar el progreso técnico en un sentido no regresivo: hacia un fin que no desdiga de la dignidad humana.
Sin la convicción de la dignidad humana, el actual y positivo movimiento de defensa de tales derechos se queda en vacía retórica, compatible con las hirientes y continuas ofensas a la dignidad personal de millones de hombres. El que sabe lo que es el hombre, sabe por qué se le debe tratar como una intocable "res sacra", tal como lo consideró Séneca. En cambio, el que lo considera como un fragmento del cosmos, un simple factor sociológico o de rentabilidad económica, acabará por comportarse de modo humanamente regresivo y terminará por volver a la más primitiva barbarie.
En muchas ocasiones, todo esto equivale -sin que sea algo peyorativo para la Ciencia- a poner límites. La cuestión de los límites se ha ido planteando de manera muy cruda por diversos investigadores y organizaciones, entre otras la UNESCO. ¿Cuáles son los límites internos de la actividad científica, qué investigaciones -especialmente la experimentación humana- son éticamente inaceptables, qué es lo que no se puede hacer, qué peligros se derivan de los enormes logros técnicos que está alcanzando el hombre del siglo XX?
Estas cuestiones hay que abordarlas desde fuera de la propia Ciencia específica, pero contando con ella: es decir, la Técnica sin Ética es ciega; pero la Ética sin Técnica es vacía, es ineficaz, corre el peligro de quedarse en retórica moralizante, en buenos deseos. Para que la Ética se haga operativa, es preciso lograr su engarce con el sistema tecnológico para así llegar a "dominar nuestro propio dominio" (Marcel).
La crítica de la Técnica no es suficiente. Técnica ha habido y habrá siempre: pero es menester que, al usarla, el hombre no pierda el hábito natural de preguntarse por las cosas más sencillas: ¿Qué es esto? ¿Qué somos? El hombre puede hacer cada vez más y mejor, pero es preciso que se detenga y se interrogue: ¿qué se trata de hacer con este hacer? Y ésta, aunque sea en germen, es ya una pregunta filosófica.
El gran reto ante el que se encuentran las nuevas generaciones de científicos consiste precisamente en proponer un nuevo sentido de la Ciencia, en redescubrir su entronque y su finalidad en la persona humana. La actual complejidad de nuestros conocimientos hace que se trate de una tarea larga y difícil, que ha de ser acometida en el marco de una amplia comunicación interdisciplinar. La Universidad es el ámbito más adecuado para ese diálogo. La rehabilitación ética y social de la Ciencia exige la rehabilitación de un saber humano -teórico y práctico- que se abra a toda la amplitud y profundidad de lo real.