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Presentación del libro 'Desde el corazón de la Medicina'

Conferencia del Dr. Gonzalo Herranz en la presentación del libro “Desde el corazón de la Medicina”.
Acto de Homenaje a Gonzalo Herranz.
Colegio Oficial de Médicos / Alumni Universidad de Navarra.
Valladolid, 29 de noviembre de 2013.

1. Saludos y agradecimientos

2. Introducción

Es muy difícil para el autor hablar con objetividad de un libro suyo. Tendría antes que matar su ego. Mejor le sería quedarse callado y dejar la tarea a los lectores serios y buenos conocedores de la materia.

Si eso es así, es inevitable preguntarse: y este señor, ¿a qué ha venido aquí? Para justificar mi presencia, tengo una buena coartada. “Desde el corazón de la medicina” no es un libro mío. Para empezar, no lleva copyright, no tengo sobre él los derechos del autor. Además, no lo he hecho yo: otros lo hicieron. Lo ha compuesto un Comité editorial, aunque, en gran parte, con materiales míos. Por añadidura, en “Desde el corazón…” falta la clásica página de portada con la información bibliográfica básica (autor, título, casa editora, lugar y año de publicación). En la cubierta del libro vemos el título, un fonendoscopio cuya goma dibuja un simbólico perfil cordiforme, un subtítulo que reza: “Homenaje a Gonzalo Herranz”, y en una esquina, el logotipo de la OMC. No hay autor.

Para asegurarme, consulté el Catálogo de la Biblioteca de mi Universidad: en la correspondiente ficha, la habitual casilla “Autor” había sido eliminada. Menos mal que, en la correspondiente a autores secundarios, aparecen los seis componentes del comité editorial. En conclusión: parece que estoy muy implicado en el libro, pero no soy, al menos “oficialmente”, el autor. Me siento, por eso, legitimado para hablar de él con libertad, inmune a los riesgos del autobombo o del conflicto de intereses de cualquier tipo, incluidos los financieros.

“Desde el corazón…” consta de tres partes. Una, preliminar, agrupa las notas (presentación, testimonios y semblanza) redactadas por miembros del comité editorial o autores invitados. La segunda parte contiene la larga entrevista que me hizo José María Pardo, doctor en medicina y teología. La tercera reúne 15 conferencias, inéditas en su mayoría, que los miembros del comité editorial seleccionaron entre muchas otras.

En esta charla, voy a referirme a tres asuntos. Empezaré por explicar cómo nació y creció el proyecto del libro. Haré después unos comentarios, breves pero agradecidos, sobre las notas preliminares de homenaje y ditirambo. Por último, llamaré la atención sobre unos pocos puntos, de la entrevista y las conferencias.

3. Primer asunto: Nacimiento y desarrollo del libro

En la página 48 de “Desde el corazón…”, José María Pardo cuenta que un día un colega suyo, el Prof. Juan Luis Lorda, adicto a escribir libros y a que otros los escriban, le sugirió hacerme un libro-entrevista; añade Pardo que, tras madurar la idea y la estrategia para tentarme, me presentó un proyecto que yo rechacé de plano. No me faltaban razones. Había leído recientemente algunos libros-entrevista, y me pareció que pertenecían a dos categorías muy dispares: unos, como los de Ratzinger-Seewald, eran una síntesis asombrosa de inteligencia y sencillez; otros, por el contrario, estaban empachados de egolatría. Los primeros, estaban fuera de mi alcance; los segundos daban vergüenza ajena. Los libros-entrevista no son para mí, le dije a Pardo. Pero, contra mi parecer, gracias al firme empeño de él y de otros, terminé por ceder. Como todos sabemos, con los muchos años, las potencias del alma, el entendimiento y la voluntad, y no sólo la memoria, se nos debilitan.

Y empezamos: los martes venía él a mi casa, a primera hora de la tarde, con una grabadora minúscula, y yo iba respondiendo a las preguntas que me había hecho llegar ese día por la mañana. Lo hacía convencido de que transcribir conversaciones es muy difícil y que la cosa quedaría en nada. Pero me equivoqué: al cabo de unos meses apareció José María con una transcripción escrita de nuestras conversaciones. Ninguno de los dos sabíamos el destino que pudiera tener aquel borrador. La verdad es que no puse mucho entusiasmo, aunque sí responsabilidad, en la tarea de corregir el texto transcrito. Eliminé unos pocos detalles, añadí otros pocos, y, como siempre, se colaron algunas erratas.

Según me enteré más tarde, el Dr. Pardo envió el monstruo a Rogelio Altisent, para conocer su opinión. Y Altisent, a su vez, lo hizo llegar al Dr. Rodríguez Sendín. Nadie me dijo nada de esas maniobras. Y así, en plena ignorancia, me encontré, un día de junio de 2012, desayunando en el Colegio de Médicos de Navarra con Juan José Rodríguez Sendín, María Teresa Fortún, Rafael Teijeira, José María Pardo y Rogelio Altisent, que formaban parte del autodesignado comité editorial. Habían sido invitadas también al desayuno de trabajo la Dra. Pilar León, profesora de historia de la medicina de mi facultad, y también Teresa Alfageme, de la oficina de prensa de la OMC.

Me dijeron que iban a publicar la entrevista, pero que querían que fuera acompañada de otros escritos míos: el objeto de la reunión era ultimar el índice de materias del libro. Debatieron entre ellos quiénes podrían hacer las consabidas presentaciones y alabanzas. Y me pidieron que pusiera a su disposición los textos de mis conferencias (más de doscientas, la inmensa mayoría inéditas) que yo conservaba más o menos dispersas en disquetes y pen-drivers. Algunos miembros del comité editorial se encargarían de verlas y seleccionar las que serían incluidas en el libro.

Pasó un año. Y, en julio del corriente, estando fuera de Pamplona, huyendo de los sanfermines, José María Pardo me trajo un par de ejemplares del libro con la tinta, como suele decirse, todavía húmeda. Me gustó verlo robusto, discreto, bien hecho; sobre todo me agradó ver que no es un libro de autor, sino de homenaje y agasajo: en otras palabras, era, véase como se vea, un regalo, aunque inmerecido. Esa es su historia.

4. Segundo asunto: unos breves comentarios sobre las notas preliminares

Algunos lectores darán por descontado que los cinco testimonios y la semblanza que ocupan las 45 páginas iniciales del libro constituyen la consabida sarta de apreciaciones laudatorias, sinceras y sentidas sin duda, pero cargadas de la exageración al uso entre los encomiastas de turno. No les falta razón. Lo natural, para muchos, sería saltárselas e ir al grano. No lo aconsejaría, pues cabe enfocarlas de otro modo. Más que como loas que se propinan al homenajeado, prefiero verlas como testimonio de colegialidad vivida. Revelan, en el fondo, que la colegiación médica es, como me gusta repetir, una comunidad moral, una entidad para el consejo y el debate, en la que cabe trabajar juntos, amistosa y educadamente, cada uno con su mentalidad, discrepando a veces, pero nunca de malos modos o mal humor. Y eso deja huella.

La presentación de Juan José Rodríguez Sendín es, ante todo, un testimonio de amistad, forjada inicialmente en unas pocas y prolongadas conversaciones que mantuvimos, años atrás, cuando él era Secretario del Consejo General. En ellas, me dejaba reflexionar en voz alta, libremente, acerca de lo que yo pensaba de la OMC; de los rasgos y carácter ético de la función directiva; de mis esperanzas de que un día la organización llegara a ser verdaderamente participativa, defensora justa de los derechos y libertades de los colegiados y maestra persuasiva de sus deberes, y vocera, en fin, de los valores éticos de la profesión. Adoptó algunos de mis puntos de vista, y se lo agradezco. Y he tenido que poner buena cara cuando, por diferentes razones, desechó otros. Pero siempre me ha tratado con una deferencia que creo que viene más de su liberalidad que de mis merecimientos.

El Profesor Enrique Villanueva, que se declara persona muy parca en sus elogios, ha escrito unas páginas en la que muestra como la amistad con que me distingue le hizo perder la objetividad, por no decir que la cabeza. Algo parecido ocurre con Rogelio Altisent, aunque, a mi modo de ver, sus juicios son un poco más matizados. Uno y otro, cada cual con su acreditada y personal independencia, seleccionan algunos recuerdos de los años en que coincidimos en la Comisión Central. Algunos lectores, buenos críticos, dirán para sí, mientras leen sus testimonios: “Ya será menos”, y no andan muy errados.

Agradezco de modo especial las palabras que me dedica Diego Gracia, en las que pondera el incalculable valor humano y humanizante de la amistad, la maravilla que es la “amistad amistosa”, capaz de permitir el amable y franco disenso, sin que el desacuerdo disminuya un ápice el aprecio mutuo, sino que, al contrario, lo incremente. Tengo como uno de mis mejores logros haber persuadido a Diego Gracia para que viniera a formar parte de la Comisión Central. Tuvo entonces el gesto admirable de colegiarse y someterse al proceso electivo para entrar en la Comisión. Y, en ella, comprendió y apreció la deontología colegial, lo que dice mucho de su generosidad intelectual.

Marcos Gómez Sancho, actual Presidente de la CCD, pone una nota de humor en su testimonio, cuando describe con mano maestra la circunstancia en que se inició nuestra amistad: un Congreso de Sanidad de la Defensa Nacional, celebrado en Santiago de Chile, en 1993, avanzada ya la transición democrática tras la dictadura de Pinochet, al que fui invitado a hablar de la ética de la donación de órganos para trasplante. Les admiró el ejemplo de España. Y lo siguieron: dos años después, el Congreso aprobó la ley de la República 19.451 sobre trasplante y donación de órganos.

Por último, la Dra. Pilar León hace una semblanza de mi vida académica. La construyó buscando con mucha paciencia y tenacidad papeles dispersos en archivos caóticos y abandonados. Se vio claro que yo no había hecho nada por hacer fácil el trabajo a los historiadores. He de reconocer que, en esa semblanza, la Dra. León me ha sacado muy favorecido.

Pero los testimonios no acaban ahí. Hay uno insertado al comienzo mismo de la entrevista, muy breve, pero que estimo en mucho. Lo envió, a solicitud de José María Pardo, el prof. Edmund Pellegrino, cuando ya estaba muy enfermo. A Pellegrino le tuve, y le seguiré teniendo, por la figura cumbre de la ética médica. Le conocí en marzo de 1985, en un congreso de Bioética celebrado en Beer-Sheva, Israel. Tuvimos entonces un par de largas y, para mí, reveladoras conversaciones. El se ofreció a enviarme la lista de sus publicaciones para que yo le pidiera las que quisiera. De la lista que me remitió, señalé muchas: me las envió todas; y, lo digo sin recato, esa fue la leche ético-médica que mamé. Por eso, hago mías unas líneas del tributo que le ha rendido Mildred Solomon, actual Presidenta del Hastings Center: “Él [Pellegrino] nos influyó, a mí y a muchos otros, no sólo por su obra inmensa y su capacidad de relacionarse con la gente, sino sobre todo por ofrecernos el ejemplo de una vida llena de nobles aspiraciones, en la que se combinaban un excepcional liderazgo y una humildad excepcional. Perder a una persona de esa autenticidad es doloroso siempre; pero lo es mucho más hoy, cuando son tan pocos los ejemplos de diálogo respetuoso entre secularistas y creyentes; cuando son tan escasos los esfuerzos para integrar la ciencia y la medicina con las humanidades; cuando es tan fuerte el tirón social de la acción sin reflexión y sin fe”.

5. Tercer asunto: comentario a unos pocos puntos de la entrevista y las conferencias

La entrevista es muy larga, ocupa más de 150 páginas; la colección de conferencias lo es todavía más: llena casi otras 200. No es posible referir los temas que tratados en ellas, sino sólo a unos pocos puntos.

Sobre la entrevista. Es una pena que no se incluyera el correspondiente índice de materias. Me limitaré a aludir sólo a tres temas que parecen significativos.

Primer tema. Digo, y es cosa que puede mover a escándalo, que en años recientes, la bioética, en cuanto disciplina académica, parece perder vigor, como si estuviese cansada, desmotivada. Muchos de sus cultivadores, especialmente en Estados Unidos, le han impuesto un sesgo tan utilitarista, que cualquier debate bioético termina sin remedio en la conclusión de que todo es permisible, todo justificable. Eso implica una argumentación repetitiva, siempre la misma, imitación de la introducida por Peter Singer hace ya más de un cuarto de siglo. En un contexto así, en el que la solución es conocida de antemano, pues el nihil obstat de la permisividad está ya concedido, lo que cobra importancia decisiva es la originalidad en inventar problemas: el énfasis se desplaza a la creación de escenarios extravagantes, de experimentos mentales fantasiosos, de supuestos post-humanos cada vez más distantes de lo real posible. Ese enorme despilfarro de ingenio acaba por aburrir. Hasta hace unos años, se me hacía larga la periodicidad trimestral o bimensual de las revistas de bioética. Sigo atento a ellas, sigo echándoles un vistazo, ahora casi siempre en el ordenador. Pero son pocos los artículos que me estimulan y me hacen pensar. Quizá sea un achaque más de la vejez, pero me parece percibir en la bioética reciente una inclinación enfermiza. Un ejemplo: hace no mucho, tres bioéticos discutieron en el Journal of Medical Ethics si traer hijos al mundo es sólo irracional o es también inmoral. Otro ejemplo: En el último número (Nov-Dic 2013) del American Journal of Bioethics se aborda el futurible de la biotecnología anti-amor (píldoras para dejar de amar, intervenciones neurobiológicas para provocar rupturas afectivas), con el propósito de decidir qué acciones y en qué supuestos podrían estar justificadas éticamente, o incluso ser moralmente exigibles. El amor humano queda así reducido a mera bioquímica, cuestión de moléculas. Cosas así despiertan la sospecha de que la edad dorada de la bioética es cosa que ya pasó.

La segunda cuestión de la entrevista que voy a glosar es la del diálogo ciencia-fe. Hay datos para sospechar que lo que podría llamarse “opinión pública” en ciencia (los editoriales, comentarios, entrevistas y cartas al editor que publican las grandes revistas) es cada vez más sectaria, más antirreligiosa. Parece como si estuviéramos en una nueva Kulturkampf. La ética de tradición católica que propugna el respeto a la vida, a los miembros más débiles de la familia humana, a la dignidad de la procreación humana, tiene muy mala prensa. Creo firmemente que no puede haber contradicción entre ciencia verdadera y fe verdadera. Y deseo que haya un diálogo vivo, fluido, amable, considerado y a la vez crítico, entre una y otra, un diálogo que podría traer inmensos beneficios. Pero no es cosa fácil. Exige a teólogos y científicos despojarse de prejuicios y estudiar mucho, muy a fondo y muy críticamente, lo que profesan unos y otros: sólo así podrán entenderse. Pero, al parecer, apenas quedan teólogos y científicos que tengan tiempo y humor para hacerlo: la interdisciplinariedad es tarea harto ardua.

Pondré un ejemplo vivido. Hablo de él en la entrevista, al referirme al embrión preimplantatorio, pero, cuando lo hice, no había publicado un artículo sobre la cronología de la gemelación monozigótica, aparecido en mayo de 2013 en la revista Zygote, ni menos todavía había visto la luz el libro “El embrión ficticio. Historia de un mito biológico”. Hago, en el artículo y en el libro, una revisión de la historia de cómo se creó, entre 1922 y 1955, el “modelo dominante” que todos conocemos, que relaciona el momento supuesto de la división en dos del embrión y la estructura de las membranas fetales; a saber, la escisión en los días 1 a 3 post-fecundación, origina gemelos DC DA; en los días 4 a 8, MC DA; en los días 9 a 12, MC MA; y después del día 12, gemelos unidos. La idea inicial se le ocurrió a George Corner en 1922, como una intuición, un mero ejercicio de imaginación. Pero en 1955, el modelo le pareció al mismo Corner tan razonable que se le antojó una buena descripción de lo que realmente ocurre. Con los años, pasó de hipótesis plausible a descripción que nadie discute de la realidad, una realidad que, sin embargo, nadie ha visto o comprobado. Cuando se buscan y se identifican las incongruencias embriológicas del modelo, hay que reconocer que, a pesar de su racionalidad y lógica interna, lo que explica que nadie dude de él, es, sin embargo, biológicamente insostenible. Habiendo mostrado que el modelo es indefendible, me pareció conveniente ofrecer, para sustituirlo, una teoría que propone que la gemelación podría producirse al término de la fecundación, cuando, al dividirse el zigoto, da origen no a los dos primeros blastómeros, como normalmente ocurre, sino a dos nuevos zigotos, que ya, desde ese momento inician su desarrollo como gemelos monocigóticos.

El artículo de Zygote (lo mismo que el libro) es muy innovador y, sigo pensándolo, tendría que haber despertado entre los científicos alguna curiosidad. Tenía la esperanza de que fuera duramente criticado, deseaba que me lo molieran a palos. Con ese objeto, envié el texto virtual del artículo a más de 300 científicos (biólogos del desarrollo, médicos, genéticos, bioéticos y moralistas) que, en los últimos 5 años, hubieran suscrito en sus publicaciones sobre gemelos y gemelación el modelo cronológico convencional. He tenido unas pocas respuestas, algunas muy halagadoras, de embriólogos y genéticos de primera fila. Pero han sido más numerosas las de un mero y cortés acuse de recibo y, lo digo con pena, mucho más alta la tasa de los silencios. La apertura al debate científico o ético no parece pasar por un buen momento.

Comprendo que ha transcurrido poco tiempo y que son muchos los científicos, filósofos y teólogos que andan muy azacanados en asuntos que no pueden esperar. Sé que no tengo derecho a que me contesten, pues nadie está obligado a dar respuesta al correo no solicitado. Puede ocurrir también que a bastantes no les gusten las implicaciones éticas que se deducen de mi crítica del dominante modelo tradicional, que deja gravemente herido el concepto del embrión carente de estatus ético en sus dos primeras semanas de vida. Habrá que dar tiempo al tiempo.

Para concluir este punto: ciencia y fe son, a mi modo de ver, dos fuerzas sinérgicas. Una y otra me ayudaron a persistir años en tarea humilde de buscar datos y pruebas, y a publicar un trabajo que, a lo mejor, ayuda a sacar del marasmo una teoría que ha estancado por 60 años las ideas sobre la gemelación monozigótica. Sospecho que ciertas rebeldías científicas sólo puedan iniciarlas quienes tienen la visión binocular que dan la ciencia y la fe.

Mi tercer y último comentario sobre la entrevista se refiere la deontología colegial, a la que en la entrevista se dedican 20 páginas, pocas, me parece, para la estima que le tengo. Aludiré a un punto que me es particularmente querido. El Código de Deontología de 2011, en su art. 63.2, impone a los profesores de medicina el deber de “aprovechar cualquier circunstancia […] para inculcar a los alumnos los valores éticos y el conocimiento del Código”. Este mandato no debe caer en el vacío. Si los profesores de las facultades y los mentores de los médicos en formación cumplieran ese deber, el florecimiento de la deontología profesional y, con ella, el liderazgo moral de los Colegios estarían asegurados.

Un ejemplo concreto: si se enseñaran los valores éticos y los contenidos del Código, lo que hoy es en muchos hospitales la rutina ridícula de cumplimentar el papeleo que impone la Ley 41/2002 (y sus versiones autonómicas), se convertiría en ocasión ética de promover y expresar el respeto por la persona de cada paciente y su dignidad individual. Supuesta en el profesor la verdadera competencia, y más allá de lo que mandan las leyes o exigen los derechos legales del paciente, educar en respeto ético implica enseñar a los alumnos y residentes a hablar con los pacientes; a hacerlo con una sinceridad y un tono humano capaces de inspirar confianza requerida para el consentimiento ético. La habilidad del docente de aprovechar cualquier circunstancia para inculcar en sus alumnos los valores éticos debería ser tenida como factor básico en el baremo para la promoción académica: debería figurar, sino por delante, sí al lado, de la lista de publicaciones en revistas prestigiosas. ¿Será capaz el artículo 63.2 del Código de cambiar el extraño, erróneo desdén por la valoración académica de la capacidad de enseñar “humanidad” y que tan importante es para los pacientes, y también para los estudiantes que quieren aprender a respetar a sus pacientes?

Desde hace años vengo repitiendo que los presidentes de los colegios y los decanos de las facultades han de aunar esfuerzos para cumplir ese deber grave de los “colegiados-profesores”, que es, a la vez, un derecho privilegiado de los “estudiantes-futuros colegiados”. Un ruego: lean, por favor, el artículo “Avances recientes” de Michael LaCombe que copio en las páginas 275 a 277 de “Desde el corazón de la medicina”.

Hasta aquí, la entrevista.

 

Sobre las conferencias. Su temática es variopinta, como variopinta es la propia ética médica: va de la enseñanza de la ética médica y la ética del estudiante de medicina, a la ética de la huelga sanitaria y al papel de la experticia ética en la administración de justicia.

¿Qué destacaría de ellas? Vistas a vuelo de pájaro, es fácil descubrir algunas de “mis obsesiones”. Se trata de unos conceptos de los que hablo muchas veces, temas a los que vuelvo con ocasión (y, a veces, sin ella).

Uno de esos conceptos es el del respeto en cuanto actitud ética fundamental del médico, con sus múltiples manifestaciones: el respeto ético, y no solo cortés, que preside las relaciones con el paciente y sus allegados; que inspira las relaciones con los colegas y con las instituciones profesionales (hospitales, colegios, sociedades científicas); el respeto casi sagrado que ha de sentir el médico hacia sí mismo (como persona y como profesional); el respeto específico, preferencial, del médico por los más débiles; el respeto a la vida de todo ser humano; el respeto a la ciencia que busca acercarse a la verdad.

Otro tópico al que vuelvo muchas veces es al reconocimiento y reparación de los errores del médico. Veo que ese asunto predilecto aparece tanto en la más antigua (1988), como en la más reciente (2012) de las conferencias recopiladas; y es, además, el tema propio de una conferencia que dí aquí, en Valladolid, en 2008. Quizás sea una obsesión, pero sigo pensando lo que pensaba hace 25 años: es necesario superar la hipócrita cultura de ocultar el error, para descubrir el inmenso valor humano de reconocer y confesar la verdad. Parece que no acabamos de comprender que errar es humano. Tendríamos que reconocerlo todos: médicos y pacientes, jueces y abogados, comunicadores sociales y gente común, para, entre todos, humanizar la medicina, librándola de la peste de la medicina defensiva o astutamente engañosa. Y, en su lugar, crear el ambiente de sinceridad, inteligencia y justicia que es necesario para compensar los daños objetivos, identificar el origen de los errores, y aplicar las medidas que prevengan su repetición.

Y, para terminar, quisiera llamar la atención sobre la conferencia que trata de los derechos humanos de los médicos. En ella cuento, de un modo muy delicado, las circunstancias que motivaron mi interés por ese asunto. Ocurrió que las organizaciones médicas de los grandes países europeos decidieron ignorar la repetida denuncia de vejaciones racistas que a un médico de origen asiático infligió su superior jerárquico. Voy a ser aquí un poco más explícito. Este médico-víctima escribió una carta al editor del BMJ relatando brevemente su historia y lamentando que las organizaciones de las que era miembro y el propio subcomité de ética del Comité Permanente de los Médicos Europeos no se dignaran atender la denuncia que había hecho contra su superior. Yo era entonces vicepresidente de ese subcomité y le pedí al presidente que tratáramos de ese asunto en una reunión que tendríamos poco después en Bruselas. Cuento esta historia con pena. En mi buena fe, no podía imaginar a qué grado de manipulación se podía llegar en el Comité Permanente. Cuando acudí a la sesión del subcomité, me esperaban fuera dos colegas para comunicarme que el asunto había sido transferido unas horas antes a otro subcomité y que ya había sido resuelto. Les dije que lamentaba mucho lo que habían hecho, pues iba contra la normativa establecida: el subcomité aludido era incompetente en la materia. Además, yo me sentía obligado a explicar las razones de mi modo de proceder. No tuvieron más remedio que permitirme hablar en la reunión del subcomité de ética. Mi fracaso fue espectacular: ni una sola voz se levantó a favor de investigar lo que pudiera haber de cierto en aquella denuncia de racismo. Nunca pude saber si el médico asiático denunciante era una víctima de maltrato por parte de su jefe o era un paranoico. En compensación me pidieron que preparara un borrador de carta de derechos humanos de los médicos. Su destino fue de pena. Tras muchos aplazamientos y enmiendas, el texto fue aprobado. Una victoria fugaz: por presión de algunas organizaciones nacionales de médicos, parece que heridas por mi gesto en defensa de un colega humillado, el documento fue eliminado del archivo del Comité sin dejar huella. Creo que ha sido un acierto, que no una venganza, que el comité editorial del libro incluyera la conferencia sobre los derechos humanos de los médicos ante las organizaciones profesionales, junto con la Carta de derechos a la que acabo de aludir. Está en las páginas 286 a 293 del libro.

Punto final: mi conclusión última e irrevocable es esta: que, a pesar de los pesares, que no son pocos, la deontología merece la pena: es humanamente muy hermosa.

Muchas gracias por su atención.
 

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