En Inexia, nadie esperaba con ansias la Navidad. Cada año, una de las puertas del vecindario amanecía con un regalo envuelto en un brillante papel dorado.
Esa mañana, Selene encontró el suyo en el felpudo: un diminuto reloj de arena. Su pulso se aceleró al ver la arena negra cayendo, lenta pero firme, entre los vidrios opacos. Lo apretó en sus párvulas manos, sintiendo cómo el frío cristal le calaba hasta los huesos. En uno de los extremos del reloj, sobresalía una inscripción: “Cada obsequio lleva un precio”.
Su madre fingió una sonrisa al ver el reloj. No le importó la pálida cara que lucía su hija. Le dijo que no se preocupara, que era un simple regalo. Selene no la creyó. La leyenda que corría en el vecindario anunciaba lo contrario: cada regalo anunciaba cómo y cuándo moriría la persona que lo recibiera.
Los días pasaron, y el ritmo constante e imparable del reloj comenzó a resonar en la cabeza de Selene como un tambor lejano. Cada vez que dirigía la mirada hacia el reloj, la arena parecía caer más rápido. Intentó esconderlo en lo más profundo de su armario, pero de nada sirvió. Cada noche, al volver a su cuarto, lo encontraba de nuevo sobre la mesa, con la arena siempre un poco más cerca del final.
El día de Navidad llegó, y con él, la tos. Primero, leve. Luego, desgarradora. Su madre se inclinó en la cama, con la piel pálida y sudorosa, sin poder levantarse. Selene buscó ayuda, pero cuando volvió, el silencio se hizo dueño de la situación. El reloj yacía junto a la cama, y la negra arena había terminado de caer.
Selene miró el reloj vacío en sus manos. Lo comprendió de golpe con un escalofrío que la recorrió entera: el regalo no había sido para ella. Había sido para su madre, desde el principio.