La brisa sobre los acantilados y el rugido de las olas eran un único sonido en la quietud del litoral. Aunque el lugar parecía desierto, se oyó un suave chasquido entre los arbustos. Era Nicolás, que deambulaba por el paraje para evadirse de sus preocupaciones. De pronto se asomó a la escarpadura y saltó al vacío sin alterarse, una caída de veinte metros desde el borde de la roca hasta la barrera de agua y las corrientes traicioneras.
Tanto por su manera de vestir como por su peculiar forma de hablar, aunque no aparentaba más de treinta años, sus costumbres estaban ancladas en el siglo pasado. Su mirada parecía llevar el poso de cien años, era la de aquel que lo ha visto todo.
Una vez se zambulló, Nicolás se encontró con una barracuda. Del susto, soltó un juramento en italiano. Enseguida salió a la superficie, tomó aire y buceó hasta el fondo, en donde dio con una argolla metálica de la que tiró con fuerza hasta que logró abrir una compuerta lo bastante ancha para que pudiera acceder al interior. Una vez dentro, cerró la puerta tras de sí. Repitió el proceso cuatro veces más, de sala en sala, hasta que el agua quedó reducida a un insignificante charco alrededor de sus pies, que se filtró enseguida por una rejilla.
Contempló satisfecho la pequeña habitación. Él había construido todo aquello.
Abrió un delicado cuaderno lleno de anotaciones, diagramas y cálculos alquímicos extremadamente minuciosos. Pasó las páginas hasta llegar a una receta que le había costado toda una vida de trabajo y que le ayudó a escapar de la muerte. Sabía que si la perdía, moriría; por eso Nicolás custodiaba el pequeño cuaderno con determinación.
La historia de su descubrimiento empezó como por casualidad, mientras caminaba por las calles del puerto sin ningún propósito. De pronto vio a un hombre extravagante que parecía seguirle. Intentó darle esquinazo, pero aquel no tardó en acorralarlo:
—No pensarías que podrías evitarme durante tanto tiempo —le dijo.
Nicolás se quedó sin habla.
—No te conozco —trató de zafarse—. ¡Déjame!
El hombre rio amargamente.
—No vengo a matarte —señaló sin alterarse—, sino a advertirte lo que te espera. Algo inevitable, que nos espera a todos.
—No sé de qué me hablas.
—¿Crees que eres la primera persona que ha burlado a la muerte? —le espetó—. ¡Qué arrogante eres, Nicolás! Ni por asomo. Hace años conocí a una persona tan orgullosa como tú; creyó haber engañado a la muerte, pero se encontró con un destino horrible.
—¿Qué destino? —preguntó s con un nudo en la garganta.
—Oh, no voy a arruinarte la sorpresa —el exteaño sonrió con frialdad—. Dejaré que lo descubras por ti mismo.
—¿Y si elijo morir? ¡Soy libre de hacer lo que me plazca! –le increpó.
—Iluso… Hace años que dejaste de ser libre —concluyó antes de desaparecer entre la multitud.
Nicolás observó su estudio –aquel refugio submarino– por última vez. Acto seguido derribó una vela y salió de allí: Nadie debía conocer el secreto de la inmortalidad que se escondía en aquella habitación, su propia piedra filosofal, oculta en aquellos cajones. Aunque era necesario que su creación ardiera, no quería ser testigo de ello. Con un último acopio de fuerza de voluntad arrancó las páginas del cuaderno y las rasgó en pedazos, para lanzarlas al mar. Observó, entre horrorizado y aliviado, cómo el agua disolvía sus manuscritos.
En ese momento, Nicolás Flamel volvió a ser mortal, pues se dio cuenta de que por dedicar toda su existencia a esquivar a la muerte, se había estado perdiendo la vida.