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El manzano

Lourdes Rossy, ganadora del XIX Concurso de Excelencia Literaria, nos presenta El manzano, un relato que sigue a Isaac en su regreso a casa, donde el silencio y la espera desatan una profunda reflexión

Llamé al timbre tres veces sin obtener respuesta; mamá no estaba en casa. Finalmente usé la llave que suele estar escondida en la entrada, debajo de una piedra.

Abrí la puerta y pasé con la bolsa de viaje. Una vez la cerré, dejé el equipaje en el suelo para percatarme del silencio sepulcral que invadía mi casa, como se percata del susto aquel que debajo de un árbol escucha el fragor de un trueno.

Me invadió un torbellino de pensamientos. Todos giraban en torno al desconocido paradero de mamá. Era inusual esta ausencia de su parte, especialmente aquel fin de semana que habíamos acordado para mi primera visita. Además, yo no habría realizado un viaje tan largo para encontrarme con una casa vacía como mi estómago.

Fue su rugido el que desvió mi atención hacia la cocina. A los dos pasos en su dirección, distinguí una pequeña nota con mi nombre –Isaac– sobre la consola del recibidor. A un lado del jarrón de petunias, la pulcra caligrafía de mi madre me relataba que había tenido que salir en busca de algo de comida para la cena.

El aviso me despertó una nueva preocupación: Si había ido a comprar comida, ¿con qué iba a saciar el hambre que me atenazaba? No había probado bocado desde que salí de la residencia de la Universidad, aunque he de reconocer que no por falta de oportunidades sino porque mi mente se encontraba ocupada en otro asunto; un problema sin resolver, uno de los muchos que se presentaban en la cabeza de quienes estudiábamos en Cambridge.

Surqué el vano que conduce al pasillo, situado a un costado de la barandilla de las escaleras. Una vez en la cocina, me dirigí a la despensa. Al abrirla, un reflejo de decepción se asomó a mis ojos al constatar que lo único que había era un modesto bol con dos o tres peras. Esta fruta no solo no es de mi agrado sino que, además, el tono de su piel no me incitaba precisamente a hincarles el diente.

Afortunadamente tenemos un viejo manzano en el jardín. Estábamos en octubre, así que su fruto era una opción nada desdeñable. Acudí al recibidor a paso raudo, abrí la bolsa de viaje y saqué mi libreta de apuntes de su bolsillo exterior antes de abandonar la casa, avanzar por el  jardín principal alrededor de la casa para llegar al jardín trasero, donde me refugié bajo la reconfortante sombra del árbol, del que arranqué una manzana a la que di un bocado. Sabía dulce. Abrí la libreta, tomé un lápiz y esperé a que me asaltara la inspiración, que no llegó.

Mordisco tras mordisco, contemplaba la hoja en blanco del cuaderno mientras exprimía mi cerebro como si fuera una naranja, impacientándome al no ver fluir ni una gota de zumo. Perdí la noción del tiempo ante el cuaderno abierto en dos, de la misma manera que había malgastado semanas intentando resolver aquel problema. Pero no surgió respuesta alguna.

Se había hecho tarde sin darme cuenta. Escuché la voz de mamá, que me llamaba por la casa; debía haber visto mi bolsa de viaje. Decaído, cerré la libreta y fui a levantarme de aquel rincón en sombra.

–Mañana encontraré la resolución del problema –traté de consolarme.

Justo en ese momento sentí un golpe seco en la cúspide de mi cabeza. Me llevé la mano a la zona dolorida y busqué el objeto que me había golpeado. Enseguida descubrí que se trataba de una manzana.

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