Antonio subió a la buhardilla a buscar la caja que su madre le había pedido. Era el piso más pequeño del caserón, una sala que, con el paso de los años, se había convertido en un olvidado almacén de memorias.
Observó la inclinación del interior de la techumbre, desde el cénit hasta su zona más baja, en donde había una ventana que se asomaba a los tejados de la ciudad. A través de ella entraba un brillante rayo de sol que iluminaba cálidamente la estancia. Se dirigió a un armario y abrió las hojas de sus puertas.
Descubrió seis cajas idénticas, una encima de la otra. Impaciente, tomó la primera, apartó la tapa de un manotazo y se puso a buscar en su interior el álbum de fotos que le había pedido su madre. Vació la caja entera, pero no lo encontró. Fue a sacar la siguiente con un fuerte tirón, con el que quiso descargar un sentimiento de frustración. No tenía ningún interés en curiosear un viejo álbum familiar; lo único que le apetecía era pasar la tarde jugando al fútbol con sus amigos, pero puso tanto ímpetu que se balanceó la columna de las cinco cajas y una de ellas cayó al suelo, vertiendo su contenido. Eran papeles. Uno de ellos despertó su curiosidad. Se trataba de un pequeño sobre con un nombre escrito: el suyo.
Antonio se sentó en el suelo. Lo abrió cuidadosamente, tratando de no romperlo, y se encontró con una caligrafía que le desató mil recuerdos.
Segovia, 1937
¿Sabes, Antonio? la vida puede tomar muchas direcciones; una pequeña decisión puede poner en marcha una serie de circunstancias imprevistas que, súbitamente, cambian el rumbo de nuestra existencia. Por eso voy a explicarte mi vida con la metáfora de un roble:
Las raíces indican de dónde vengo, que es un lugar pobre que me hizo ser quien soy. El tronco representa a las personas que me acompañan desde que nací, aquellas que me ayudaron a crecer: mis padres, mis amigos, tu madre, tú... Luego están las ramas, que son las distintas etapas de mi vida. Y, por último, las hojas: unas están secas y otras verdes, llenas de vida. Esa fronda compone las decisiones que he ido tomando: buenas y malas. El árbol, insisto, soy yo. Gracias a las raíces que me sujetan y al fuerte tronco que me aguanta, me balanceo sin miedo a caer a causa del viento o la lluvia.
Tienes ocho años, hijo mío. No tengas prisa por crecer, que la mejor etapa de la vida es la infancia. Debes tener en cuenta que la niñez se nos escapa entre los dedos, que cuando la buscas ya está lejos. Por eso te advierto que no todo serán juegos. Tendrás que estudiar, descubrirás cuáles son tus inquietudes y cuando te llegue la adolescencia notarás cambios físicos y emocionales. Muchas veces te sentirás solo, incomprendido, triste. Y otras feliz. Desbordarás adrenalina y harás mil locuras.
Te pido que siempre tengas pendiente al roble. Tú eres el responsable del árbol y de ti depende su belleza y fulgor. ¿Prefieres qué tenga el tronco podrido y las hojas mustias, sin vida, o que luzca en todo su esplendor?
Te preguntarás por qué te escribo todo esto. Mi árbol creció en un bosque, junto a los hombres y mujeres de mi generación, en el que acaba de aparecer un monstruo dispuesto a que arda la arboleda. Antonio, yo voy a luchar para que regrese la paz porque la guerra es la bestia abominable que abrasa todo lo que encuentra a su paso.
Espero, de todo corazón, que entiendas por qué he tenido que marcharme. Y que haré todo lo posible por volver. Mientras tanto, cuida de mamá por mí,
Papá
Antonio alzó la mirada. El sobre también contenía una fotografía de su padre. Había olvidado el sonido de su voz y su olor, también muchos de los momentos que pasó junto a él.
Se tumbó en el suelo y miró al techo. Le pesaba la conciencia por llevar varios años sin esforzarse en la escuela, sin obedecer a los profesores. De pronto había entendido que no era feliz, que debía cambiar.
Se puso en pie de un salto y bajó de la buhardilla. En su habitación agarró la cartera y las llaves, y se fue a un vivero.
Con un plantón en las manos se acercó al cementerio. Apenas se acordaba del camino para llegar a la tumba en la que descansaban los restos mortales de su padre. Se perdió más de una vez hasta que la encontró.
Junto a la lápida plantó el roble. Se prometió que lo cuidaría, porque aquel arbolito también iba a convertirse en la metáfora de su vida. Debía empezar a crecer para que le brotaran ramas fuertes y frondosas.