Para Borges, Estela Canto y Awy
¿A dónde van los patos en invierno?, me pregunto mientras los observo en la noche a la luz de las tenues lámparas del parque Yamaguchi. En fila nadan de un lado a otro, ¿duermen los patos?, me pregunto mientras restriego mis ojos para seguir observándolos porque ya es tarde, no tengo reloj ni pienso tener uno, pero percibo que ya es tarde. Sí, deben ser las 3:00 am y los patos todavía no duermen; siguen danzando en estas aguas heladas que congelan —nos congelan— las plumas.
Fausto Daneri no existe, abro el papel que guardo en el bolsillo. Lo encontré al cruzar la peatonal. ¿Acaso no existo? Sí, quizá no exista. Los patos siguen rondando la laguna, uno de ellos me mira a los ojos, me reconoce. Es el único que no se mueve y me sigue mirando. Solo necesito saber qué hacen ustedes en invierno, le susurró. Leo el papel de nuevo. Si es verdad que no existo, entonces, ¿por qué el pato puede verme? (¿o es que esto se convierte todavía en más confuso si se piensa que existe la posibilidad que el pato, como yo, tampoco exista?).
Los patos ahora se acercan a la orilla, se sacuden al tocar la tierra, el viento golpea sus plumas, pero ya no hace frío. Aquel pato, el último de la fila, continúa mirándome. Ahora, los patos, sin humanos que perturben su paz, se paran a comer. Los miro, cual hombre que desea ser pluma, los observo. ¿A dónde van ahora que es invierno?, les vuelvo a susurrar. Y el último pato de la fila me sigue mirando. Sígueme, percibo que me dice. Sígueme. Los patos en fila caminan hacia el frente adentrándose ahí donde el parque se aleja de la luz. Quien conozca los alrededores sabe que en una esquina se encuentra la escultura dedicada a San Francisco Javier. Los patos en fila se dirigen a ella. Caminamos entre las sombras con una ceguera que guía los pasos. Sígueme, me dice el último pato, y avanzo siguiendo sus órdenes.
Recuerdo el papel que llevo en el bolsillo, aquel que me recuerda que no existo. La escultura de San Francisco Javier no tiene rostro; no me mira porque no le han esculpido ojos. En su inmensidad, San Francisco Javier no tiene nada distintivo, solo es una sombra más. Pero el interior de la escultura es hueco: el santo lleva dentro un vacío. Los patos, cual criaturas con fe, se colocan alrededor de la escultura murmurando en su lengua gemidos que no comprendo, pero también murmuro. Sígueme. Sígueme, me dice el pato. Y la escultura comienza a moverse, tal como si fuera un dios renacido. Uno a uno, los patos saltan al interior de ella, se dirigen allá donde está hueco. Yo también los sigo y me adentro a las entrañas de San Javier.
Tras adentrarnos se presenta ante nosotros un largo pasadizo. Avanzamos en oscuridad, y extiendo con fuerza los brazos —o alas— mientras mis dulces nudillos friccionan las estrechas paredes. No veo a los patos, pero escucho sus gemidos y el murmullo de aquel que todavía me dice: Sígueme. A lo lejos, al final del pasadizo se percibe una luz, a ella nos encaminamos. A ella nos dirigimos. Percibo un cuarto, la luz parece provenir de una habitación. Al llegar al final del pasillo comprendo, finalmente, dónde se refugian los patos en estas noches de Invierno.
Los patos abandonan todas las noches el agua helada y, saltando en el interior de San Francisco Javier, se adentran al pasillo que los lleva a la Biblioteca de Alejandría. Aquí es donde se refugian los patos. Aquí, en esta Biblioteca Alejandrina—quemada, póstuma y viva—. La Biblioteca es inmensa, en cada esquina se alzan largos pilares antiguos y entre ellos se encuentran estantes. A su vez, en los estantes se encuentran enrollados los papiros que no sobrevivieron a la historia. Ahí, los nombres, los filósofos y literatas olvidados. Aquí las épicas, líricas, prosas del misterio. (Dilo Biblioteca, di aquello que las llamas no te dejaron decir). Y aquí, entre los pilares y los papiros, nosotros observando —¿será que existo?—.
Lentamente y sin tiempo, uno a uno, los patos sacan los papiros de los estantes y comienzan a leer. ¿Existe la Biblioteca? Existe porque no soy el único que la observa, la Biblioteca también existe para cada uno de los patos. Existe para nosotros. Trato de memorizar aquello que los patos narran, trato de recorrer la Biblioteca escuchando a cada uno recitar sus papiros. Es imposible, es demasiado para tan pequeña memoria. (Dilo Biblioteca, di aquello que las llamas no te dejaron decir).
Alzo la mirada, una gran pintura recorre las paredes de la Biblioteca. Arriba en el techo, dibujada, se encuentra una cabeza y un rostro. Se delinean unos labios, una nariz y unos negros ojos que, acosadores, me miran. En las paredes se dibujan sus largos e infinitos brazos, tal como si la Biblioteca sería un inmenso cuerpo que en su interior almacena la información perdida de la Humanidad. ¿Por qué te quemaste Biblioteca Alejandrina? ¿Por qué?
Sigo recorriendo la Biblioteca en círculos, esperando que, de alguna forma, algunos de los versos de los patos se queden grabados en mi memoria. Bella Biblioteca Alejandrina, eres bella, susurro. Existes para mí, pero para la humanidad eres extinta. (Dilo Biblioteca, di aquello que las llamas no te dejaron decir). Y siento que te amo Biblioteca Alejandrina, así casi ficticia como eres, percibo adorarte, pero ya es tarde para decírtelo. ¿Qué dios decidió quemarte?, ¿quién detrás de la chispa encendida por los humanos fue el encargado de tu destrucción? (Dilo Biblioteca, di aquello que las llamas no te dejaron decir). Y sigo recorriendo la Biblioteca, buscando que uno de los patos abandone el papiro que lee para poder leerlo yo, pero ellos continúan leyendo, y yo todavía intento memorizar sus palabras. ¿Quién fue el culpable de tu destrucción, Biblioteca? ¿Fuiste libre, Biblioteca Alejandrina?, ¿te lanzaste tú a las llamas o es que no tuviste otra opción que aceptar tu muerte?, ¿quién te mató, Biblioteca?
Y a pesar de que no pueda leer ninguno de los papiros, recuerdo el papel que llevo en el bolsillo, lo desdoblo y encuentro lo único que puedo leer: Fausto Daneri no existe. Río y vuelvo a observar las imágenes del gran cuerpo que recorren la Biblioteca. Tú, Biblioteca Alejandrina eres cuerpo. Nadie quemó los papiros, sino que los encendiste tú misma. Te quemaste al abrazar las llamas con tus brazos de piedra antigua y tinta. Te entregaste al incendio, tal coloso que se prende fuego a sí mismo y no dijiste, no dijiste lo que tanto tenías para decir.
Los patos continúan leyendo los papiros en voz alta y yo continúo leyendo mi nota: Fausto Daneri no existe, repito tal si fueran los versos de un infinito poema. Sí, yo, Fausto Daneri, no existo.
No existo allá donde ustedes están, existo aquí, aquí, nada más que en este extinto lugar.