Tras un largo día de dudas, decidió que era el momento. Sus sandalias crujieron al levantarse, y anunció un largo camino por el tamaño de su alforja. Pluma y hojas en blanco asomaban de sus bolsillos. Con la amenaza del tiempo, emprendió la marcha hacia un viaje incierto.
En un austero albergue, las llamas de una hoguera abrazaban a peregrinos con propósitos diversos. Al despertar al sol, solo quedaban cenizas y un persistente olor a leña quemada. Un errante le ofreció un poncho para resguardarse del frío, agradecido, lo aceptó. Un amargo café y un trozo de pan eran su única compañía antes de calzarse las sandalias y continuar.
Durezas y callos impregnaban sus pies. En la víspera de la noche, una fuerza le instaba a rendirse, pero al tocar su poncho, el latir de su corazón le insufló la energía necesaria. Quería cumplir su propósito.
Cogió pluma y hojas para escribir, siendo la primera frase: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. En su última parada, con las sandalias cubiertas de cortes y suciedad, se negó a deshacerse de ellas. Tras una gélida ducha, caminó el último tramo hacia la Iglesia de la Asunción. Ya no era dueño de sus pies; las sandalias marcaban el ritmo, la dirección y el destino.
Al abrir la puerta se envolvió en un profundo bienestar. Calambres recorrieron su cuerpo, fusionados a una sensación de calma y paz. Lo había logrado.
En ese momento, se dio cuenta de que cada duda y cada paso habían sido fundamentales en su travesía. Las hojas en blanco se llenaron con historias que narraban su viaje. Sentado frente a la iglesia, observó el firmamento. Las sandalias, desgastadas pero llenas de significado, reposaban a su lado.
Y es que, no hay inicio sin final ni final sin inicio. Lo importante es el camino.