I spilt the dew –
But took the morn, –
I chose this single star
From out the wide night’s numbers –
Sue – forevermore!
-E. Dickinson
Hace unos días, en busca de una pausa ante una realidad que no para de avanzar, decidí visitar la mítica ciudad de Salamanca —antigua, eterna y hermosa—. En la ciudad, me enamoré de la noche salmantina, y, en mis caminatas a través de las calles laberínticas, me topé con dos personajes: Virginia Flora y Fausto Daneri. Como algunos lectores sabrán, ambos han sido redactores de esta revista, y sus artículos pueden encontrarse en publicaciones anteriores. Ante la extrañeza y felicidad de encontrarme con dos amigos que se sentían como parte de mí, decidimos sentarnos en uno de los tantos bares que en aquella ciudad nunca cierran. Este artículo y las reflexiones presentadas son un resultado de nuestra conversación, tal como si el artículo lo hubiésemos escrito los tres.
Frankestein y el problema del nombre
"Frankenstein", comenzó diciendo Fausto Daneri, "nunca se llamó Frankenstein, verdaderamente". Esta observación era correcta. Frankenstein, novela escrita por Mary Shelley, nunca revela el nombre de la criatura. Popularmente, se la ha nombrado "Frankenstein", cuando este es en realidad el apellido de su creador: Victor Frankenstein. Sin embargo, la pobre criatura no parece tener nombre. "¿Cuál es el nombre de Frankenstein, entonces?", nos preguntamos aquella noche salmantina.
A lo largo de la narración, la criatura nunca es nombrada; sin embargo, se utilizan un sinfín de adjetivos para definirla: "bestia", "demonio" y, claro, "monstruo". Sin embargo, de monstruoso la criatura tenía poco. A lo largo de los capítulos, se descubre que detrás de su superficie "bestial" se ocultaba un ser empático y altamente inteligente, que había aprendido a leer por su cuenta y, en su tiempo libre, se encargaba de estudiar a Goethe. Sin embargo, a pesar de sus características sumamente humanas, en los ojos de los demás la criatura continuaba siendo un "monstruo". Incluso, la etimología de monstruo, como bien nos recordó Virginia Flora, viene del latín vulgar "monstruum", que a su vez proviene del verbo "monere", que significa "advertir". La palabra refería a una advertencia enviada por fuerzas sobrenaturales, y que, a su vez, se utilizaba para designar a hombres cuyo aspecto era deforme y diferente. En otras palabras, "monstruo", desde su etimología, siempre se utilizó para designar a lo "otro", lo que se sale de la norma, lo que no podemos comprender.
Pero si la criatura hubiera tenido un nombre, ¿cómo se hubiera llamado?
La realidad y el lenguaje
Todo esto me recordó al artículo que había escrito la semana pasada. En este, planteé la pregunta que hace mucho se habían planteado los antiguos: ¿cuando un árbol crece y cambia, qué es aquello que pervive? Esta pregunta, como la cuestión anterior, parece estar relacionada con el cambio. De igual forma, la criatura podía ser nombrada de muchas formas: "Frankenstein", "bestia", "demonio". Igualmente, la criatura, a lo largo de la narración, podía cambiar; sin embargo, ¿qué era aquello que permanecía en ella? ¿Cómo podría conseguirse un nombre que designe aquello por lo que la criatura era lo que es? Si dábamos con la respuesta, aquel era el verdadero nombre de la criatura que, injustamente, había sido reducida a "monstruo".
Siguiendo esta línea, Virginia Woolf, la escritora de la conocida novela Orlando, creía que la realidad en la que vivíamos no era lineal. Al contrario, nuestra historia era un nudo que constantemente desatamos para que vuelva a enredarse. Esta realidad compleja debía ser nombrada, y para esto debía encontrarse un nuevo estilo de lenguaje que permitiera nombrar esta realidad cambiante y diversa. Como escribe en Las Olas:
“¿Qué es aquella cosa que se encuentra por debajo del semblante de la cosa?”
Similarmente, la pensadora María Zambrano busca nombrar esta realidad profunda y cambiante que, a primera vista, escapa a nuestras palabras. A lo largo de la historia, se ha intentado describir al hombre a partir de la razón. El pensamiento de Zambrano busca no solo ser un pensar racional, sino un pensar también desde "el corazón", porque aquel corazón que intelectualmente ha sido considerado como vano puede también acercarnos a la verdad. Así nace el término de “lo sagrado”. Lo sagrado es aquella primera realidad que existe dentro del hombre, previa a cualquier pensamiento y palabra. Sin embargo, para llegar a “lo sagrado” se debe pasar por las “entrañas”, y estas son aquella parte del ser humano que no ha logrado conciliar: las emociones y pasiones. Detrás de nuestra superficie, esto es lo que somos: una entidad sagrada cuyas entrañas deben ser conciliadas. Detrás de la superficie, la criatura de Frankenstein es también esto, y su verdadero nombre nacerá de esta conciliación.
El descenso a los infiernos
“Abandonad toda esperanza los que entráis” gritó Fausto Daneri citando la frase que se escribe encima de las puertas del Infierno de Dante. ¿Pero, qué ocurre si es que el descenso infernal no se convierte en una pérdida de esperanza, sino en un descubrimiento de esta? En el descenso a los infiernos se encuentran las “entrañas” anteriormente mencionadas. Estas entrañas se convierten en un infierno cuando reprimimos el sentir humano en lugar de descubrir una verdad a partir de este. Similarmente, al final de Frankestein, las pasiones reprimidas se liberan, y ante una incapacidad de conciliarlas con su propia vida, la criatura se convierte en el monstruo que todos esperaban que sea. De esta manera, la propia criatura, en busca de venganza contra un creador que la ha abandonado, busca matar a todas las personas que Víctor alguna vez amó. Así, ambos serán lo mismo: dos seres abandonados y solos contra el mundo.
Como se ve, las entrañas que no han sido equilibradas llevan a la locura, así como la razón que se olvida del sentir humano reprime las emociones, dañándose a sí misma. Sin embargo, el descenso al infierno, más que un infierno en sí mismo, se trata de reconocer que aquello que hemos calificado como 'infernal' es parte nuestra y merece nuestro entendimiento. Similar a cómo erróneamente se ha calificado a la criatura como 'monstruosa', detrás de esta se encuentra un ser que debemos comprender antes que nombrar. Una vez que se baje a las entrañas, se acepte al corazón por lo que es y se lo equilibre con la razón, podemos finalmente nombrar.
El acto de nombrar
"En el principio era la palabra", mencionó Virginia Flora citando a Génesis. De igual forma, en el mismo relato, a Adán se le da el trabajo de nombrar a los animales a través del lenguaje. Aquella palabra por la cual Adán nombra a los animales es ahora la palabra que surge ante nosotros cuando nos enfrentamos a las "entrañas", y se alcanza aquella realidad "sagrada" de la que Zambrano tanto habla. Es aquí cuando surge una palabra que busca nombrar las cosas por lo que son, más que por lo que parecen.
Una vez, una persona querida me dijo: “Utiliza las palabras justas, tal como Jesús lo hubiera querido”. Existe una dimensión de la realidad a la que, quizá, como se ha visto, sea difícil acceder con exactitud a través del lenguaje, porque “lo sagrado”, más que descrito, solo puede ser experimentado. Sin embargo, existe un ámbito sagrado en esta nuestra labor de nombrar. Se trata de observar lo “monstruoso” más allá del nombre y acceder a una palabra en la que se pueda hablar a partir de “lo sagrado”. Esto, como se ha visto, se logra conciliando “las entrañas”, que, después de tanta lucha, de “infernal”, solo tenían la apariencia. El humano es una suma de la razón proveniente del intelecto, como también aquella sagrada proveniente del corazón.
- Entonces, ¿cuál es el verdadero nombre de la criatura? —me preguntaron Virginia y Fausto a la vez.
- La criatura lo sabrá. Nosotros somos aquello que sabemos que somos cuando bajamos a las entrañas, abrazamos el alma y aprendemos a hablar a partir de ella —les respondí.