Al salir de la regadera, el teléfono sonó. Era mi hermano. La noticia viajó por la línea, una daga afilada que me atravesó las piernas, dejándolas temblorosas. "Ella ya nos ha abandonado", dijo. Me quedé como piedra tratando de entender dónde se había escondido ese dolor en mí, qué recoveco de mi mente había elegido para apuntalarse. Ella se fue, sí, pero el verdadero misterio era cómo se fue.
En la familia, nunca fue querida. A pesar de los diminutos intentos de incluirla, siempre fue un cuerpo extraño en nuestro mundo. Era, sin duda, una mujer peculiar: su cabello, teñido de neón, de verdes, rosas y naranjas, relucía como gritos de colores en la penumbra. De niña yo le decía que parecía uno de esos pollitos pintados que vendían en las pollerías, los que morían pronto entre las manos de los niños. Ella reía y asentía, con esa manera suya de entender lo que yo no entendía.
Sus elecciones siempre me parecieron un enigma. Usaba faldas sobre pantalones, zapatos gigantes, como los de un payaso de McDonald 's, y olía... olía a cosas que se mezclaban entre lo amargo y lo ácido, algo que mi mente nunca lograba procesar del todo. Aquellos olores se quedaban flotando, atrapados en mis sentidos, como el eco de un recuerdo amargo. Mi padre decía que se untaba sustancias que le dejaban la piel seca, como a un cocodrilo en sequía. Quizás era eso. O tal vez, era ella misma, inalterable y diferente.
Recuerdo las pocas veces que sus chistes malos arrancaron risas sinceras. A mi padre nunca le cayó bien. Siempre decía que ella llegó a la familia como un reemplazo de su madre, una sombra que seguía la misma senda de tragedia. “No te llamaré madre nunca, bruja” decía uno de los hermanos, con las líneas ya marcadas en su frente. Por desprecio, le ocultaban su maquillaje o lo hacían pedacitos o le ponían mayonesa a sus labiales.
La muerte de mi abuela fue tan brusca como la de la señora. A la doña no la odiaba, pero tampoco me sentía cercana; solo un lazo sutil, quizás por la compasión que sentía por sus silencios y lamentos. Los once hermanos la rechazaban y, aunque hubo momentos en que fue madre de algunos, eso no se nombraba, flotaba en el aire como un secreto que todos conocían y nadie decía. No se decía aquello de cuánto necesitaba como humana que la amaran, no se decía que fue el abuelo el único que llegó a hacerlo volviendo a encontrar una sonrisa discreta. No se decía en voz alta que defendió a las ratas de la casa. No se decía que las acompañaba a pesar del mugrero. Aun así, ella lo escuchaba en su mente, se convencía de los silbidos de los colibríes. Trataba de hacer la de la vista gorda y los amaba porque los ángeles le susurraban que no la odiaban.
Mi madre, con la voz quebrada, me confesó que días antes la había notado distinta, como si una sombra le cubriera la mirada. Salió de casa a las cuatro de la mañana, apoyada en su bastón, y se dirigió a la estación de metro. Los testigos dicen que murmuraba para sí, que sus palabras parecían perderse en un delirio. Nadie se acercó. Solo vieron cuando dejó el bastón a un lado y se arrojó a las vías, como si se lanzara al vacío de sus propios pensamientos. Fue un instante. El tren la atravesó y solo quedaron sus prendas, esparcidas como las hojas de un otoño tardío. Los neones que tanto le gustaban, ahora teñidos de un tono amargo, salpicados sobre el asfalto frío.
La forma de irse, como su vida, fue trágica. Esa es la palabra que se adhiere a su recuerdo, la única que puedo pronunciar. Pero hay algo más que quedó, algo que no se puede borrar: su sombra, suspendida en el aire de las vías, destellando una luz fosforescente, como un último vestigio de los colores que la envolvieron. Una luz persistente, que se queda ahí, como los pollitos de colores en la pollería, que por un momento parecen vivos, hasta que el tiempo se los lleva.