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Ritual olvidado

Norely  Sarmiento Traconis estudiante de 3º de Lengua y Literatura  Española + Escritura Creativa, y 1º de Comunicación Audiovisual presenta un breve relato de una joven distraída que olvida un pequeño detalle de su profesión: el ballet.

En el camerino, a seis minutos del tercer acto, me pongo el polvillo blanco. El movimiento es automático, casi un golpeteo seco contra mi piel. Por alguna razón, mi garganta se vuelve necia, se me rebela; mejor la ignoro. Son nervios tontos, nada más. Continúo cubriendo cada pedazo de mi piel con este polvo tan claro que termina viéndose casi transparente. Cuando por fin concluyo la batalla entre la esponja y mi cara, me ato los cordones: listón a la derecha, listón a la izquierda. Bien apretados, porque si no, que Dios me ampare. Solo este nudo bien firme me salvará. Nadie más.

Escucho el tercer llamado y avanzo, sintiendo las miradas sobre mí a cada paso. Qué horror que estas zapatillas suenen como huecas al pisar. Aunque, pensándolo bien, es culpa del piso, no mía, no de las zapatillas. Antes de que mi mente siga divagando, las luces me marcan la salida, o eso me han dicho que debería hacer. Yo siempre sé cuándo es mi turno por la música, esos detalles únicos que percibo al bailar. Mis ojos apenas pueden procesar lo que ocurre, pero mi cuerpo ya está en escena, moviéndose. Apenas registro que el teatro está a reventar, aunque mi garganta traidora, ella sí que lo sabe. Por suerte, mi mente dispersa no le da oportunidad de asustarse. Me distraigo pensando de nuevo: ¿en serio? ¿Quién diseñó este piso hueco? Se supone que solo debería oírse la música y mis pasos suaves, nada más. Tal vez alguien en la primera fila me escuchó detrás del telón… No, necesitarían un oído entrenado, o ser expertos en ASMR “Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma” en español.

Bailo, o eso creo. Me muevo al ritmo de la orquesta que, hasta ahora, apenas noto en la esquina. Cómo es que no la había visto antes… ahora todo tiene sentido. Me dejo llevar, con una recién descubierta “conciencia musical”. Qué poético, pienso.

¿Lo estaré haciendo bien? No sé cómo es que recuerdo los pasos, ni siquiera sé los nombres. O sea, claro, sé que es ballet. Técnicamente lo es, lógicamente también. Pero por dentro siento que estoy haciendo el ridículo. ¡Ah, mi garganta otra vez de entrometida! Trato de acallarla. ¿Por qué etiquetar lo que estoy haciendo?

¡¿Cuándo termina esto?! Me duelen los pies. Espero estar siguiendo la coreografía. Esto es ridículo. Mi piel está seca, maldito polvo, maldita piel que no soporta ni crema.

Por fin, un agudo “ping” indica el final. Salgo de puntillas, temiendo que todos oigan el hueco de mis pisadas. Qué bochorno sería que pensaran mal del arquitecto solo por eso. Mi mente por fin se calla, y el nudo en mi garganta desaparece. Me pregunto, ¿realmente se silenció? No, solo presté atención a otra cosa.

De pronto, algo me distrae: un olor extraño, metálico. Huele como… como sangre. Cuando me siento, noto unas zapatillas a mi lado, teñidas de rojo. Una mancha húmeda se extiende y llega hasta mis pies. Me da un escalofrío. ¿Cómo no noté que mis dedos estaban sangrando? Me quito una zapatilla y veo el desastre: la media abierta, los dedos destrozados. Me faltaban los protectores en las puntas. Bailé sin protección.

Se acerca una compañera, preocupada. “Te iba a avisar que te faltaba la protección, pero parecías tan concentrada, no quise interrumpir tu ritual”.

Aún con la mente entre nubes, sonrío. “El arquitecto resultó más listo que yo, a juzgar por mis pies sangrantes.”

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