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El murmullo del rio

María del Carmen conoce el valor del silencio: es en la ausencia de sonido donde conectamos con nuestro núcleo más íntimo. Su reflexión en este artículo le valió el primer galardón en la XIX edición de Excelencia Literaria. 

Llevaba días queriendo dejar a un lado el móvil, las conversaciones intrascendentes y la superficialidad de muchas de las personas con las que me suelo encontrar. Había pensado olvidar el teléfono en mi casa de Almería cuando viniéramos a Lanjarón, pero lo necesitaba conmigo si quería salir a dar un paseo a solas o echar alguna que otra foto. Así que me quedaba la opción de buscar una alternativa… ¡Y la encontré!

En este recoveco del Parque del Salao no parece que estemos en invierno, ya que la arboleda templa el frío, hace de barrera contra el viento y evade a los visitantes de los constantes ruidos de la ciudad.

Desconectar aquí de la rutina es sencillo. Mientras deslizo los ojos por las páginas de un libro, la suave brisa acaricia mis facciones y me hace alzar la vista. Innumerables hojas se desprenden de los árboles y descienden delicadamente hasta el suelo. El murmullo de la corriente del río acompaña el piar tímido de los pajaritos. Lo que llevaba buscando un tiempo, al fin lo he encontrado. 

Me agobia el estrés urbano, los problemas continuos, el efecto dominó de mis acciones, las palabras erróneamente escogidas, la gente que muestra varias caras según sean sus intereses... En otras palabras, la frivolidad característica de esta sociedad, en la que parece que nos empeñamos en vivir rodeados de conflictos y en buscar problemas donde no los hay. Nos hemos atado de tal manera a las nuevas tecnologías que hemos hecho de la inmediatez una virtud, y de la espera una tortura. Le hemos dado una vuelta de ciento ochenta grados al mundo, y aunque pretendemos fingir que vivimos felices es imposible tapar del todo el vacío que sentimos. Hemos puesto el acento en unos cánones de belleza imposibles y se lo hemos quitado a la importancia que tiene convivir en familia. Cada día llenamos más y más los gimnasios, con la cabeza puesta exclusivamente en nuestro aspecto y nuestra salud, y pasamos de puntillas por los centros de ayuda a los necesitados y por las residencias de ancianos. Nos estamos deshumanizando porque tratamos de humanizar las idealizaciones, sin darnos cuenta de que lo real no es lo que vemos a través de un perfil de Instagram, sino la persona que tenemos enfrente. Nos estamos dejando llevar por una supuesta perfección que, infelices, mostramos en las redes sociales minuto a minuto porque necesitamos que alguien nos quiera para empezar a querernos. Hemos erigido una generación que no es capaz de sostenerse sobre sí misma, en la que o me admiran o no soy nadie, en la que si no me valoran, para qué me voy a valorar yo, en la que no sabemos cuál es el sentido de la vida y en lugar de luchar por encontrarlo, nos sumergimos en una tristeza infinita en la que si no he conseguido cada mañana unos cuantos seguidores en mis perfiles, para qué me voy a levantar, sin entender que esos seguidores no dejan de ser personas que están perdiendo el tiempo por centrar su atención en puntos exteriores en lugar de en sí mismos. Si no consigo lucir un cuerpo perfecto, no me voy a querer. Y surgen problemas en las amistades porque no soy capaz de interpretar los tonos de voz que gritan los mensajes de texto. 

Esta debacle no es culpa solo de los avances tecnológicos; es culpa mía, nuestra. Porque a pesar de ser conscientes de nuestra ignorancia y de los niveles de irresponsabilidad que podemos alcanzar, le brindamos el teléfono a los niños, restamos importancia al ideal de construir un amor estable con tal de mantener relaciones pasajeras que empobrecen el corazón. 

Tengo que dejar de poner el foco en lo que supuestamente veo y empezar a ponerlo en lo que quiero ver con certeza. Ese quiero y no puedo, o, más bien, quiero pero me da pereza hacerlo porque es mucho más cómodo seguir lamentándome ante lo injusta que es la vida… es lo que me decepciona de este tiempo. Vivimos en una pesadilla que todos disfrazamos para que parezca un dulce sueño. Por eso, en Lanjarón puedo conectar conmigo y con lo que realmente me importa. Para ello, es esencial que escuche el susurro del viento, los murmullos del río y el tímido canto de los pajaritos.

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