La pieza de música clásica contemporánea, Miroirs déformants ––compuesta por Nicolas Vérin* y escrita para ser interpretada por oboe— nos presenta una historia incompleta. A lo largo de la obra, el instrumento se acompaña con una serie de sonidos electrónicos, y en lugar de las acostumbradas melodías clásicas nos envuelven sonidos extraños: susurros, ecos y rumores. Tal como su nombre lo indica, Espejos deformantes nos muestra una imagen de lo que podría ser una melodía completa, pero ya no lo es. Al contrario, existe una degradación de la imagen, y, al igual que ella, la melodía se encuentra deformada, rota y perdida. Al leer el nombre de la composición y escucharla, no puedo evitar que ciertos versos del poema Cambridge, escrito por Borges, invadan mi cabeza:
“Somos nuestra memoria
somos ese quimérico museo de formas inconstantes
ese montón de espejos rotos”.
Como la composición de Vérin, Borges nos recuerda que estamos también compuestos por espejos rotos ––espejos deformados— que son reflejo de nuestra memoria. La memoria es, en realidad, aquello que me permite recordar a Vèrin y Borges y, al mismo tiempo, aquella que me ha permitido imaginar este artículo antes de ponerlo por escrito. Es decir, es lo que nos permite recordar y, a través de lo que hemos almacenado en ella, imaginar. Contrario a lo que se suele pensar, la memoria no solo evoca el pasado, sino que el pensamiento que se ancla hacia el futuro también es un artificio de ella.
Un claro ejemplo de esto se encuentra en la Odisea de Homero. En la obra, se nos retrata a Ulises, quien intenta volver a casa, pero ha perdido parte de su identidad, lo que complica su travesía hasta Ítaca. Por esto, el héroe se sirve de las frágiles memorias de su esposa e hijo —Penélope y Telémaco— para poder, poco a poco, regresar a ellos. Sin embargo, el recuerdo memorioso es un mal juez cuando, a través de lo recordado, intentamos imaginar lo que será. Incluso Ulises debe reconstruir su antiguo recuerdo al reencontrarse con Ítaca. Odiseo ya no es el rey que era; al contrario, retorna a Ítaca como pordiosero, y el único que lo reconoce es su perro, Argos. Del mismo modo, Telémaco ya no es el niño que su padre recuerda, y la vaga memoria que tenía de él debe ser reemplazada por la de un hombre adulto. Por otro lado, Penélope, gracias a su propio sufrimiento, se ha convertido en precavida y, al reencontrarse con su amado, duda que sea realmente él. Los personajes han cambiado y ya no se alinean con la memoria. El recuerdo de Ulises se ha fragmentado como un espejo, similar al de la composición de Vèrin, donde la memoria se enfrenta ante una imagen que se va deformando cada vez más. A pesar de esto, se nos dice que Ulises ha vuelto a casa. Sin embargo, ¿qué pasará después de un día, un mes o dos años? ¿Ha vuelto Ulises realmente a Ítaca? ¿Es posible, en el presente, retornar a un lugar memorioso?
Banville se enfrenta a la misma cuestión en La alquimia del tiempo, en donde su añorado Dublín no es el mismo que recordaba de niño, como si sus recuerdos de la ciudad hubieran sido fantásticamente embellecidos. Similar a Ítaca, se ha producido un quiebre en el tiempo: el pasado de lo que Dublín fue y el presente de lo que Dublín es. “¿Cuándo se convierte el pasado en pasado?, ¿cuánto tiempo tiene que pasar para que algo que ocurrió sin más empiece a emitir el brillo secreto y luminoso que es la marca del verdadero pasado?” escribe Banville. Este es el problema nostálgico de la memoria: añoramos un futuro que se alinee con el presente y reaccionamos ante la pérdida de este. Así, la memoria puede ser un peso digno de ser cargado por Atlas, pero, a la vez, también es un regalo. Un regalo, porque al modo que San Agustín la presenta en Las Confesiones, la memoria es la medida del tiempo y el mecanismo a través del cual podemos conocer la realidad. De alguna manera, la memoria es el presente de las cosas pasadas y sin ella no seríamos nadie. Por esto, podemos decir que el hombre que se olvida de sí mismo y pierde su identidad es un hombre sin memoria. Entonces, ¿qué debemos hacer con la memoria, que parece ser un regalo pero, a la vez —recordando el poema de Borges— produce afilados “espejos rotos”?
Proust, a su manera, plantea el mismo problema, pero brinda respuestas. En su ya tan analizada “escena de la Magdalena”, perteneciente al primer tomo de En busca del tiempo perdido, se nos presenta un tipo de recuerdo que se evoca involuntariamente. Ese aroma, por ejemplo, que nos transporta en contra de nuestra voluntad a un antiguo amor; ese sabor que nos lleva a una cena familiar, o esa visión que nos convierte en niños. ¿Perdemos, entonces, libertad al ser parte de esta memoria involuntaria? Una cosa es querer recordar, otra es recordar sin previo aviso. No podemos evitar el pasado ya que más que evocarlo, a través de esta memoria involuntaria, parecería que el pasado es quien nos evoca a nosotros. Y así, nos encontramos en un problema proustiano.
Si recordamos la “escena de la Magdalena” el narrador toma el té en el cual ha remojado una magdalena, y el sabor lo transporta a una época pasada. El narrador no recuerda de dónde viene la memoria, pero revive las sensaciones y pasa a formar parte de ellas nuevamente. “¿De dónde podría venirme esa alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo” piensa. El narrador bebe el té una segunda y tercera vez e intenta evocar el recuerdo unido a la magdalena, pero falla. Esto lo lleva a saber que este es un problema del alma y solo podrá ubicar el recuerdo a través de ella: “Dejo la taza y vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad”. Y, poco a poco, evoca la infancia, dueña de aquel sabor captado a través del té.
La “escena de la Magdalena” recuerda que en el humano no existe el olvido completo. Esta memoria involuntaria nos muestra que más allá de una imagen, podemos revivir el pasado. Y esto, muy a lo agustiniano, es como describe Proust una actividad propia del alma. Quizá, indirectamente, se nos pide que bajemos a las entrañas del alma y junto con la memoria revivamos quienes hemos sido, pero ahora, implementando los descubrimientos de quienes somos. Quizá, no se nos pide que busquemos continuidad. Las cosas acaban, se cortan y, a veces, continúan para pronto despedirse. La vida, en este sentido, es discontinua, lo cual nos convierte también en discontinuos. En su debido tiempo –como un Dante que baja al Infierno– descenderemos a las entrañas de quienes somos y, al reflexionar con nuestra memoria, quizás encontremos alguna continuidad. Un tío mío dice que los buenos libros se deben leer tres veces. La primera, sin analizar detalles; simplemente, disfrutando. La segunda leída pide atención minuciosa, y la tercera, agudeza por si en la segunda se nos ha escapado algo. La vida quizá sea de la misma manera. Aquella memoria proustiana puede herirnos y, en parte, quitarnos libertad; sin embargo, a la larga, pide que la reclamemos y observemos con más perspectiva quiénes somos y quiénes hemos sido.
Entonces, ¿qué solución existe?, ¿cómo bajar a las entrañas del alma y encontrar sentido?, ¿cómo aceptar la pérdida de una Ítaca memoriosa? Con la honestidad de mi pluma escribo: no lo sé. Solo intuyo que la memoria es, aunque dolorosa, un regalo mucho más hermoso que un castigo divino. Somos, hemos sido y seremos Ulises. Seres humanos navegando el mar —o la mar, si recordamos a Alberti**— y enfrentando nuevas aguas. Los navegantes observaremos los fragmentos de la memoria, que, a pesar de ser afilados, siguen siendo un reflejo nuestro.
Bibliografía
Homero. (2007). Odisea. Gredos.
J, Banville. (2024). La alquimia del tiempo: un memoir dublinés. Alfaguara, Penguin Random House Grupo Editorial
M, Proust. (2019). En busca del tiempo perdido. Alianza
San Agustín. (2010). Confesiones. Gredos
*La obra completa no está disponible en plataformas públicas. Sin embargo, puede encontrarse la segunda parte de esta: Miroirs déformants II en soundcloud.
**Del poema El Mar. La mar de Rafael Alberti