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Gloria y ruina

Con una prosa delicada y envolvente, Guillermo Alonso —ganador de la XIX edición de Excelencia Literaria— nos transporta a la Alhambra del siglo XV a través de los ojos de Yasir, un sultán atrapado entre la belleza de su palacio y el miedo a perderlo. En esta historia el autor dibuja con maestría un retrato del alma humana atrapada en la ilusión de la eternidad. Una alegoría profunda y poética sobre el precio de vivir aferrado a lo efímero.

En el siglo XV, Yasir era el dueño de la joya más hermosa de la Península: la fortaleza, los palacios y los jardines de la Alhambra. Aquellos edificios eran su amanecer y su ocaso. Los contemplaba como el avaro mira y remira su tesoro. Era la imagen de su poder y su riqueza, de su orgullo, de su valor como hombre. Sin aquel lugar, Yasir solo sería uno más entre los incontables siervos del vastísimo reino nazarí.

Desde que el almuecín anunciaba en la torre del minarete la llegada del alba y hasta que volvía a cantar al atardecer, Yasir paladeaba cada esquina de su palacio, que no se cansaba nunca de recorrer. El Patio de los Leones, el Patio de Arrayanes, el trono en la Sala de los Embajadores… Su orgullo se filtraba por cada recodo de los edificios, como el agua que corría por sus canales y fuentes. Si por un lado Yasir era devoto amante del arte, de las decoraciones minuciosas y geométricas, de las flores rojas que brotaban con el buen tiempo como la sangre noble de su estirpe… por el otro era un cobarde: sabía que su poder lo sostenían esos ladrillos, que sin aquel esplendor él sería un guijarro en el camino conquistador de los monarcas cristianos.

Al romper la primavera, la Alhambra se abrió en miles de capullos de azahar que desprendieron todo su perfume. Yasir paseaba de un lugar a otro, seguido siempre por un escribano que anotaba los breves versos que su sultán dictaba, inspirado por Alá. Aquella mañana de mayo se encontraba acariciando con la yema de sus dedos el agua de un estanque, cuando se le anunció una visita.

–Ordenad que esperen en la sala de los embajadores –suspiró, contrariado por la interrupción.

El sirviente agachó la cabeza.

–Pero ya están aquí.

Yasir levantó la mirada.

–¡En el palacio familiar! ¡Qué barbaridad!

Se le prendió la piel morena de su rostro. La fortaleza tenía un lugar reservado para él y no imaginaba que alguien ajeno a su familia entrase sin su permiso. Se dio cuenta de que era un sultán de poca autoridad. Por eso, a veces temía que un sirviente le levantase la voz o le replicase una orden. Conocía bien su debilidad. Hubiera preferido ser el rey de criaturas como las golondrinas, que no crean quebraderos de cabeza y no saben asesinar.

Dos mujeres aparecieron en el suntuoso jardín. Ambas eran altas, de figura elegante, e iban revestidas con sedas preciosas, diamantes engastados y brazaletes. Al llegar ante él, se descubrieron el velo. Yasir comprobó que sus rostros morenos y tersos eran idénticos, excepto por el color de sus ojos: una los tenía azules y la otra verdes. Le pareció que eran ángeles del mismo paraíso.

–Buenos días –las saludó, mesándose la puntiaguda barba–. ¿Quienes me honran con su presencia?

–Tenga buenos días mientras pueda, señor –se miraron divertidas–. Venimos a solicitarle que nos permita vivir en su palacio durante unos días. Serán pocos, lo prometemos.

A Yasir le molestó aquella irreverencia, pero prefirió aceptar la presencia de aquellas dos bellísimas flores.

<<Escribiré algunos versos>>, pensó.

Además, dio por sentado que se trataba de dos princesas de elevada alcurnia.

A partir de entonces, los días se tornaron especialmente molestos. Sus paseos y reflexiones eran constantemente interrumpidas por los obreros y arquitectos que trabajaban en la Alhambra.

–Pero, ¿por qué tanto barullo? –le preguntó al principal de sus validos.

–Reformas, señor.

Yasir asintió complacido, pues todo lo que embelleciera su ciudad de oro significaba más gloria para sí mismo. De las dos princesas apenas había vuelto a saber. Las veía poco: a veces en los jardines, a veces detrás de las cortinas de las estancias. Las sentía como a una presencia fantasmagórica.

En noviembre el sultán manifestó su hastío por las obras que ensuciaban su santuario. No encontraba un momento a solas en su paraíso, pues el ruido de los martillos y cinceles se le volvía insoportable: no le permitían escuchar el susurro de la brisa ni el murmullo de las fuentes.

Yasir se volvió irascible. Caía preso de rabietas infantiles. Decidió, por ello, buscar a las dos princesas con el fin de distraerse. Las encontró en un patio surcado por un estanque y con los suelos de cerámica cubiertos de hojas otoñales.

–¿Quién sois? –le preguntó la de ojos azules en tono burlón.

Yasir se sintió confuso y algo molesto. Era poco amigo del humor.

–¡Qué graciosas y bellas sois! –intentó conquistarlas con un piropo. Ellas lo miraron sin decir nada–. Permitidme una pregunta: ¿a qué os dedicáis cada día en este palacio?

Rompieron a reírse a carcajadas, que sonaron como campanillas.

–A destrozarlo –le informó la de ojos verdes.

Yasir forzó una sonrisa.

–Así que esas manos tan delicadas destruyen mis edificios… –procuró resultar gracioso.

Las princesas se levantaron del pretil de la fuentecilla con el tintineo de sus joyas. La de los ojos azules se paseó por los extremos del recinto, acariciando la finísima columnata que sostenían los arcos sobre los que descansaba el tejado. Yasir tomó asiento y la miró divertido, pero en ese momento las columnas comenzaron a agrietarse.

Inmediatamente, la de los ojos verdes cruzó el patio, que fue cubriéndose de hierbajos.

El rey se quedó atónito.

–¿Qué maldición es ésta?

Sufrió un ligero desvarío y tuvo que agarrarse a los brazos de su escaño de marfil. Aquel jardín de las delicias se había quedado en ruinas en apenas unos segundos.

–¿Quiénes sois? –les preguntó con miedo.

–Sois un Ícaro vanidoso –le acusó la de ojos azules.

–De vuestra fortaleza solo quedarán escombros amontonados.

El sultán meditó afligido:

–Pero eso solo lo pueden hacer el tiempo y la naturaleza, fuerzas despiadadas que no podrían sorprenderme como si tal cosa.

Las mujeres asintieron y se cubrieron el rostro con los velos.

–Si salieseis alguna vez de estos muros, veríais que de la gloria del califato ya sólo queda este pequeño recinto paradisíaco.

Yasir comprendió al instante y lloró con amargura el descuido de su pueblo y de sus tierras. De pronto, sobre la Alhambra pesaron los siglos antes de convertirse en ruinas.

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Guillermo Alonso del Real
Ganador de la XIX edición
www.excelencialiteraria.com

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