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Hongos

Dientes de flores, cofia de rocío,

manos de hierbas, tú, nodriza fina,

tenme prestas las sábanas terrosas

y el edredón de musgos escardados

 

-Alfonsina Storni

Esta semana contamos con la colaboración de la alumna de tercero del Grado en Lengua y Literatura españolas, Virginia Flora, quien nos presenta un cuento corto que reflexiona acerca de la consciencia, lo sagrado y la pequeñez del humano enfrentado a la voluntad de la  naturaleza.

Cuando te fuiste y dejaste este cuarto para siempre, quedaron los hongos —compañeros, consejeros, amantes—. Sin saber todavía que sus filamentos delgados me observaban y sus esporas asfixiantes se posaban encima de mí, me quedé cual cría huérfana entre las sábanas amargas y el colchón barato. Sujetando mis piernas alrededor del pecho, me dediqué a observar la ventana, donde el viento movía de un lado a otro las ramas de un árbol. Sonreí ante la coincidencia, aquella en la que por instantes las tristes ramas se intersectaban formando una débil y delgada cruz.

Solías observarme contemplar los árboles, que para mí, siempre habían sido evidencia de lo sagrado en vida. Míralos, te decía. Míralos de verdad. Míralos con respeto. Los árboles eran para mí pequeños dioses, pequeños Mercurios que transmitían un simple mensaje: perfección. Su grueso tronco que apuntaba al cielo y sus delgadas ramas, donde crecían las florecitas amarillas, seguían siempre un patrón. Por eso los contemplo, te admití. Contemplo los árboles porque parecen contener una secuencia perfecta, te dije. Los árboles repetían su secuencia a diferentes escalas, las gruesas ramas se disparaban hacia arriba seguidas por las pequeñas que seguían siempre la misma dirección y orden. Yo, como ellas, quería alargarme, sacrificar el cuerpo y en mi dulce conversión, abrazar la infinitud del cielo con mis ramas finitas. Aquellos días, mi cuerpo estaba postrado en la cama; pero yo no estaba ahí, yo saltaba de una rama a otra, recorría la corteza del árbol. Ya no era mujer, sino hormiga. Ya no era cuerpo, sino, exoesqueleto. En mi falta de humanidad me crecían antenitas y abandonaba esta raza reemplazando los omóplatos por alas.

Mientras vivía observando la ventana, había ignorado la pesada humedad que se generaba en el ambiente. Malestar. Tos. Fiebre. Fueron las razones para quedarme en cama. La humedad no me inquietaba, al contrario, la consideraba un regalo porque mi cuerpo se levantaba y, acercándose al vidrio empañado, dibujaba con los dedos las siluetas de los árboles, parecidas a las que se encontraban allá afuera. Y en alguno de esos días, segundos, minutos que vivía entre la realidad y el sueño, el espejo de la pared cayó, tal nota átona que irrumpe en la melodía. Uno a uno, levanté el rostro, los brazos y las piernas acercándome con pesadez al espejo —aquel que te reflejaba cada mañana— y al intentar levantarlo, me percaté de que en la pared donde yacía colgado se encontraba una gran mancha negra. Como un instinto de supervivencia, que apenas renacía, cubrí mi nariz y abrí, rápidamente, la ventana. Finalmente, lo noté: esporas. El ambiente estaba lleno de humedad y esporas. Reí. Tú me habías regalado un libro que se convertía en profético, ¿hace cuánto que me lo diste? Era un corpus de hongos que ante mi sueño frustrado de estudiar biología, se convertía en un conveniente reemplazo. Esta mancha que tenía enfrente era un hongo perteneciente a la especie Alyposis Corberius. La pobre especie era propensa al exterminio, ya que, ante la leve presencia de humedad, se adueñaba de las paredes humanas, se moldeaba a ellas y olvidándose de sí, se convertía en la pared misma. Extranjera y cómoda, ella se alargaba por las casas recorriendo los suelos dejando un hilo de esporas a su paso. Y yo, yo que había leído sobre esta especie, yo que conocía sobre su atracción hacia la humedad, no me había importado sorprenderme ante la humedad del cuarto, no me había importado vivir entre hongos porque en el fondo, los hongos habían sido mis compañeros. Conscientemente me era grotesco, pero inconscientemente sabía que entre las sábanas amargas, los hongos me habían escuchado y, en pureza espiritual, me habían nombrado.

Verás, ante mi poco conocimiento, recordaba haber leído que los hongos, tal como nuestro cerebro, eran capaces de formar una red de comunicación. Un hongo, similar a una neurona, extiende sus filamentos buscando a otro hongo con el cual comunicarse para transmitir información y adaptarse al ambiente. (Y yo, cuando extendía mis dedos tersos para tomarte del brazo, ¿no estaba buscando sobrevivir?, ¿no estaba también extendiendo mis filamentos buscando la fundición —la comunicación— contigo?). Esta capacidad de los hongos de comunicarse llevó a algunos estudiosos a hipotetizar sobre la posibilidad de que sean conscientes. Piénsalo, si nuestras neuronas al comunicarse entre sí conforman nuestro cerebro, ¿no conforman los hongos una especie de cerebro al también comunicarse entre sí creando esta maravillosa red? Quizá, más que observar una mancha negra en la pared, observaba una mente. Tú te habías ido y, en respuesta a tu silencio, una consciencia había comenzado a plagar mis paredes.

Contemplaba con ternura  la mancha que crecía hacia el techo, mis ojos pequeños se elevaban para alcanzar a ver hasta las ramificaciones más delgadas de los hongos. Pero no podía quedarme, me levanté y ante un mareo repentino apoyé mi cabeza en la pared donde se encontraba la mancha. Nos conocemos, susurraba a los hongos. Me han conocido, les decía. Veía los hongos como pequeños ríos que, como mis torrentes sanguíneos, filtraban agua bendita. Pero no podía vivir con ellos. Claro que lo sabía, no podía quedarme ahí ––aquí—. Mis pulmones lentamente cederían a la tentación y, entre tantas esporas, mi piel dejaría de ser carne y se tornaría en musgo. Yo era, después de todo, un rico terreno para el crecimiento y reproducción de estos hongos. El agua que fluía dentro de mí era una fuente de humedad, y mis órganos, tierra santa que conquistar. Pero no podía vivir con ellos, y lo sabía mientras mi mano derecha sostenía un recipiente de lejía. ¿Sería capaz de matar a una mente? Si no lo hacía yo, alguien más lo haría. ¿No debía ser yo la encargada? Yo que había sido observada y conocida por estos hongos. Y tras matarlos, ¿que quedaría de mí, qué quedaría de tí? A tí que también te conocieron. A tí que también te observaron dejar este cuarto para siempre.

¿Recuerdas cuando nos paramos frente al mar? Aquella vez sentimos nuestra verdadera fragilidad humana al bailar entre las filosas olas. Busqué en mi viejo armario una toalla  donde verter la lejía. ¿Recuerdas cuando te sumergiste en el agua helada y saliste sonriente? Si la mar lo deseara, me dijiste, ella produciría colosales olas para bañarnos con ellas y contagiarnos su salada sed. Llevé la toalla empapada a la pared y friccioné parte de la mancha con ella. Tenías razón, la mar, amante nuestra, podría reclamarnos si lo quisiera, era ingenuidad querer controlarla. Y mientras seguía frotando con lágrimas en los ojos, notaba como la mancha negra desaparecía de la superficie de la pared, pero por debajo de ella se distinguía todavía una tenue sombra. Sonreí, los hongos seguían vivos. Podría rociar las paredes de lejía y los hongos se recuperarían, se curarían de mi cruel acto y volverían a dominar sus espacios reclamados. Los hongos ocultaban la fuerza y la belleza del mar. Y en aquel momento sentí que te miraba a los ojos. ¿Qué no ves?, te dije. Soy solo una mujer y esto no depende de mí. Dejé caer la lejía cuya toxicidad sólo había logrado quemar mis débiles dedos. Si así lo querían, los hongos crecerían por las paredes, por el suelo y por el techo, y yo no podría enfrentarme a su voluntad. Así son: imparables con una fuerza misteriosamente inmortal. Me han conocido, suspiré llevando mis quemados dedos a la superficie grisácea de la mancha. Los he conocido, rocé las esporas pertenecientes a aquellos que con tanta paciencia me habían observado. Me han conocido, repetí.

Busqué entre la humedad del armario alguna prenda y secándome el cuerpo mojado con una toalla, volví a vestirme de humana. Mientras sumergía mis brazos al abrigo, observaba los brazos del hongo reaparecer en aquel sector que había intentado borrar con lejía. Me han conocido, repetí mientras salía del cuarto y observaba por última vez las negras ramificaciones cubrir las paredes. Me han conocido. Salí y caminé hacia el árbol que observaba cada día desde la ventana. Rocé su corteza. Miré sus ramas, recordé a los hongos, te recordé a tí.

Tosí fuertemente y de mi aliento escaparon pequeñas partículas de esporas.

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