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Preguntas de un joven al poeta Hugo Mujica

Esta semana contamos con la colaboración del estudiante de tercero de Lengua y Literatura, Fausto Daneri, quien, desafiando los límites entre la ficción y la no ficción, relata sus reflexiones en torno a la soledad y su experiencia al conocer a Hugo Mujica, el poeta del desierto.

En esta nuestra Pamplona existe una plaza reservada para nosotros, los perdedores. Esta se vuelve visible para todos los que, habiendo perdido algo en la vida, se sientan a recordar. Yo, sin bastón ni vestimenta de luto, me siento cerca de los viejitos y me convierto en uno más de ellos. En el fondo, nosotros, los que retornamos a este lugar, nos sentimos solos. Somos perdedores porque son nuestras pérdidas en la vida las que han sido parteras de estas nuestras soledades repentinas.

Aquella tarde, poco convencido de enfrentar mi soledad en completa desnudez, me senté en la plaza con el libro Cartas a un poeta joven en las manos, una de las obras más famosas del poeta judío Rilke. Se trata de una serie de cartas reales que Rilke escribe dirigidas al joven poeta Franz Kappus, donde le aconseja acerca de la vida y la poesía. Así, Rilke nos desvela el secreto de sus versos: la soledad. El poeta judío consideraba que su talento en la lírica era una vocación, y la única manera de aceptarla era amando la soledad propia, que era creadora de arte. En la carta del 16 de julio de 1903, Rilke escribe a Kappus:

“Pero la soledad le servirá de refugio y hogar incluso en medio de relaciones muy extrañas, y, desde la soledad, encontrará usted todos sus caminos”

Tras leer la frase, reí burlonamente —ocultando en el fondo una acosadora angustia—. Yo, ¡hombre sin camino, sin designio ni vocación de poeta! ¿Qué era esta soledad que no parecía dirigirme a ningún rumbo, sino a una monotonía cruel? Confundido ante la utilidad de la soledad, le pregunté al libro: “Rilke, ¿pero yo qué hago con esta mi repentina soledad?” Silencio. El receptor a quien hablaba había muerto hacía mucho tiempo ya y no tenía por qué responder a las dudas de un joven amargado del siglo XXI.

Sin embargo, Pamplona, a pesar de su quietud es también portadora de sorpresas. Ahí, mientras encomendaba a un Rilke muerto mis quejas, escuché que los viejitos tristes hablaban entre ellos. Para mi ignorancia, Pamplona, en el mes de octubre, se convertiría en la protagonista de los Encuentros en Pamplona: bienal internacional de cultura, arte y pensamiento. Un evento que encendía una esperanza en el alma de mis amigos perdedores: “¡Hemos encontrado a nuestro salvador!”, me decían los viejitos. En esta bienal de arte se presentaría a quienes los viejitos —y, posteriormente, yo también— consideraban como su respuesta a la soledad: el poeta Hugo Mujica. Ellos, muy informados sobre la actualidad cultural, me comentaron que Mujica era uno de los poetas argentinos más importantes de la actualidad. Tras un acercamiento a la espiritualidad, Mujica permaneció en la vida monástica de la orden trapense durante siete años bajo voto de silencio. Durante estos años, comenzó a escribir poesía. Para los viejitos, Hugo Mujica representaba aquel ejemplo de un hombre que, en soledad y silencio, había encontrado un camino, había encontrado una respuesta volcada en poesía que era, para nosotros los perdedores, la respuesta que tanto buscábamos. Además, a diferencia de Rilke, Hugo Mujica era un poeta vivo. Y si encontraba un signo de poeta vivo, ¿no debía yo —como Franz Kappus hizo en su tiempo con Rilke— buscar respuestas en Mujica acerca de esta misteriosa soledad?

“Paraíso vacío” fue el título de la conferencia que se celebró el siete de octubre en el auditorio del teatro Baluarte. A lo lejos, los viejitos y yo nos sentamos entre el público, expectantes de escuchar a quien habíamos proclamado como nuestro sabio. Tras unos breves aplausos, Mujica se sentó frente al público y, sirviéndose un vaso de agua, recordó a los oyentes que el hombre no es aquel animal que habla, sino que primero es aquel animal que escucha. Después de todo, su experiencia en la orden monástica le había enseñado aquello: “a escuchar”. Ante la soledad experimentada en el monasterio, Mujica había aprendido a escuchar el silencio y comprendido que las respuestas parten de él.

Para Mujica, el hombre solitario se adentra al misterio divino que se ve representado en sus poemas a través de la imagen de la noche y el desierto. Sin embargo, el enfrentamiento al desierto no se observa como un mero enfrentamiento al vacío, sino como un enfrentamiento a lo divino. Lo interesante es que este enfrentamiento al desierto se da gracias a que el hombre ha experimentado una pérdida. ¡Ahí lo comprendí! ¡Mujica, como nosotros, era un perdedor! Aquella reflexión me recordó a una entrevista pasada dirigida por Antonio Román en la que Mujica, de igual manera, argumenta acerca de la necesidad de la pérdida:

“El paraíso siempre se perdió. La pérdida es el paraíso porque desde la pérdida empieza todo (...) El arte, ¿cómo comienza? Por la pérdida de Eurídice por Orfeo”.

Después de todo, ante la pérdida, el hombre se experimenta a sí mismo vacío, y solo en ese vacío interior es que puede llegar a comprender el vacío mismo del desierto. El hombre, de esta manera, en el desierto se enfrenta al silencio, y es en este silencio donde comienza la reflexión:

“Cada vida resguarda el suyo:
el que nada dice
y en esa nada la dice
y revela”

De esta manera, a través del silencio encontramos a esta “nada”, pero como el mismo Mujica recalca, “se aprende a escucharla”, y es a través de esta escucha que se descubren revelaciones y se obtienen respuestas. Mujica recalcó también que en el desierto no se trata de encontrar la luz divina y peregrinar desde ella, sino de existir a partir de ella. En este sentido, adentrarse al desierto no es buscar lo divino en una luz lejana, sino saber que, al adentrarse en el desierto, ya se está existiendo a partir de aquella luz. Pensé cómo, quizá, mi problema ante la soledad se resolvía a través de todos estos aspectos. Primero, debía enfrentar la soledad como enfrentar un desierto, sabiendo, sin embargo, que era la soledad la que me permitía adentrarme en el misterio divino. Segundo, en el desierto no había campo para la soledad verdadera porque el desierto era luz. Dios mismo era el desierto y, al peregrinar en él, uno ya existía en la luz. Mientras me encontraba ensimismado en estos pensamientos, Hugo Mujica se paró frente al público para recitar un último poema. Tras dejarnos sus versos, se fue sin decir palabra:

“taja la noche
el relámpago y en lo hendido
se apaga:
esa noche es el misterio,
ese tajo lo que somos”

Los viejitos y yo nos vimos sumidos en más dudas. Nuestra cruel soledad nos mataba lentamente y, como era evidente, ninguno de nosotros había conseguido paz en este desierto solitario. “Quizá”, reflexioné para mí mismo, “no he aprendido todavía a escuchar”. Quizá mi desierto solitario era todavía muy diferente al de Mujica. Yo todavía intentaba encontrar una luz divina en este desierto, mientras que él caminaba en el desierto ya existiendo a partir de ella. “El poeta Hugo Mujica estará fuera del auditorio para firmar libros”, dijo una voz que envolvió a los espectadores. Salí con prisa de la conferencia, dejando a los viejitos atrás con el simple objetivo de poder conversar con el poeta. A la salida, se formaba una línea con espectadores ansiosos de encontrarse cara a cara con aquel sabio. La fila avanzó hasta que me encontré a unos pasos de aquel hombre que había aprendido a amar y respetar su soledad. Pensé en todas las cosas que podía preguntar: ¿cómo puedo ser más feliz?, ¿cómo me abueno con esta soledad?, ¿cuánto ha tardado en vivir una existencia pacífica?, ¿cómo se siente conocer el misterio divino? Pero pensé en la luz, y que la respuesta de la soledad se encontraba en saber habitarla. Pero, ¿qué era esta luz? Ante los nervios, solo una pregunta se escapó de mi alma:

- ¿Señor Mujica, cómo puedo evitar caminar hacia la luz divina, sino, simplemente existir a partir de ella?

El hombre de contextura simple me miró a los ojos mientras asentía con una sonrisa. Guardó silencio y, como si hablara con un antiguo reflejo de sí mismo, me dijo:

- La luz proyecta también sombras, ahí se encuentra la tensión… se trata de aprender a incorporarlas también.

Quise preguntarle más, pero la fila se alargaba y los lectores detrás de mí exigían su derecho a saludar al sabio. Me despedí agradecido y salí del teatro con las palabras del poeta aún resonando en mi mente. No entendía muchas cosas, quizá entendiendo que todavía no era mi tiempo para comprenderlas. Había llegado a esta conferencia con dudas acerca de mi soledad, y me iba ahora con dudas acerca del desierto y la luz. Pamplona, con su tormenta, oscurecía el cielo y, a lo lejos, cargando paraguas negros, observé a los viejitos que, confundidos y aún más tristes, retornaban a la plaza de los perdedores. Caminé lentamente hasta perder sus siluetas a la distancia. Con el rostro empapado, miré al cielo. Allá, entre las nubes, se dibujaba un pequeño rayo de luz. Alcé el brazo y, con los dedos finitos, intenté alcanzarlo. Yo era un peregrino de la soledad que observaba la luz a lo lejos, deseando existir en ella, pero sin saber todavía cómo.

Bibliografía

Mujica, H. (2019). A las estrellas de lo inmenso. Visor Libros.

Rilke, M. (2004). Cartas a un joven poeta. El Cid Editor.

Román, A. (2018). Un silencio que se palpa. Entrevista a Hugo Mujica. Carthaginensia, xxxiv (65), 163 - 178.

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