Dicen que en invierno, cuando arrecia el frío, vuelven las viejas historias… Aquel 6 de diciembre, mientras decoraba el abeto, recibió un mensaje:
«¡Feliz Navidad!».
Espero que tengas un buen año.
Ojalá puedas perdonarme todas las cosas que he hecho mal.
Te sigo queriendo,
Miguel».
Sara llevaba mucho tiempo sin saber nada de él, el tiempo que había sido necesario para que su corazón cicatrizara y volviera a creer en el amor.
Miguel y Sara empezaron su historia a los dieciséis años. Su primera interacción fue a través de internet. Lo que empezó por conversaciones divertidas pronto se convirtió en el descubrimiento de que tenían muchas cosas en común. Así que, un día de primavera decidieron encontrarse por primera vez.
Desde el primer instante, Sara se quedó prendada de sus ojos verdes. Una vez superada la timidez inicial, la conversación empezó a fluir, y desde entonces no dejaron de hablar. En una época anterior a la irrupción del whatsapp, los mensajes al teléfono móvil, las llamadas de fijo a fijo y el messenger fueron los testigos de su historia.
Con el tiempo fueron enamorándose el uno del otro, pero cuando Sara se mudó a Madrid las cosas cambiaron: empezaron las discusiones a causa del control de Miguel a cada paso que ella daba. Le demandaba atención a través de llamadas y mensajes que siempre eran urgentes. Empezaron las insinuaciones sobre si veía a otros chicos y los «te maquillas para conquistarlos». Miguel consiguió que ella dejara de ponerse guapa y empezara a espaciar sus salidas. Sara procuraba evitar, en la medida de lo posible, aquellas discusiones que tanto la atormentaban.
Un día, en uno de sus enfados Miguel lanzó el móvil de Sara contra la pared. Otra vez, la cogió del brazo, y aunque ella le dijo que le hacía daño, tardó en soltarla. Pero el maltrato superó todos los límites el día que la empujó contra un armario y, como colofón, la tarde en la que la golpeó. Sucedió en una terraza, ante varios testigos. A Sara la mejilla se le puso roja y se quedó en shock. «¿Qué nos ha pasado?» se preguntaba. No comprendía cómo era posible que la persona a la que amaba le hubiera agredido de aquella manera.
Lo perdonó en cuanto Miguel le pidió disculpas. «Me he puesto nervioso», se justificó. Empezaron a entrelazarse el miedo y la culpa. Miguel le repetía una y otra vez que si ella le dejaba, él estaba decidido a acabar con su vida. Y así el maltrato se expandía en un bucle insano.
Sara se fue aislando. Perdió amigos y perdió experiencias. Ni siquiera su familia entendía el motivo por el cual seguía con aquella relación venenosa. Se decidieron a ayudarla. Primero la llevaron a una psicóloga y le fueron limitando el uso de su teléfono móvil, pero Sara consiguió otro que usaba a escondidas. Se sabía enganchada a Miguel; no podía dejar de hablar con él.
La última medida de sus padres fue citarse con el padre del joven, pero aquello no funcionó, solo propició más discusiones entre Sara y Miguel, y que su noviazgo se enquistara en el tiempo. Cuando la relación terminó al fin, había terceras personas y muchas mentiras.
«¿Cómo se perdona todo eso?», se preguntó Sara más de una vez.
Aceptó que estaba condenada a vivir en el dolor, aunque también consideró que había perdonado a Miguel para superar su dependencia y poder seguir adelante. Cuando al fin consiguió salir del bucle, logró ver más allá de todos sus traumas: la vida le regalaba otra oportunidad de enamorarse, de ser feliz junto a un hombre que le quería de verdad.
Aquel 6 de diciembre, Sara supo que era el momento de echar a Miguel definitivamente de su vida. Por eso bloqueó su número de teléfono, no solo por su tranquilidad, sino también por su nuevo amor, por su familia y sus amigos. A continuación respiró profundamente, embargada por un sentimiento de alivio. Dejó el móvil sobre una mesa para seguir decorando el árbol de Navidad. Sonrió: tenía muchas ganas de que llegara el nuevo año.