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La señorita
"Señorita, la habitación está muy desordenada.
Después de comer vaya a ordenarla, por favor…
¿Señorita? ¿Por qué llora, señorita?"
Por José Lacarra, alumno de 3º de Literatura y Escritura Creativa (LEC)
De la exposición "Encuentros" de Pepe Dámaso y el tríptico de Agaete de Joos van Cleve
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David encontró el anillo mientras buscaba algo (ya no se acordaba el qué) en su habitación. A veces hacía estas cosas. Se obsesionaba con un objeto y lo buscaba por toda la casa dejándola patas arriba. No solía encontrar nada porque, a mitad del proceso, la señorita se enfadaba y le gritaba que estaba hasta el gorro de sus tonterías. Claro, como era ella la que tenía que limpiarlo todo, ¡venga a tirar las cosas por el suelo! Pero ya estaba bien, como si no tuviera ella otro pito que hacer que recoger sus camisas y sus libros.
Ya había mirado dentro de los armarios y debajo de la cama. Tiró del cajón de su mesita de noche con tanta fuerza que lo desencajó. Sus brazos no fueron capaces de sostenerlo y se le cayó al suelo haciendo un ruido terrible. Contrajo la boca y se tapó las orejas. Al destapárselas oyó un débil silbido. Relajó los labios, y sonrió. Poco a poco aquella música fue desvaneciéndose hasta que, de repente, un sonido argentino se expandió por el dormitorio. Tenía que ser dinero. El anciano se agachó para buscar la moneda.
No la veía porque la habitación estaba, como decía la señorita, hecha una leonera. Las cartas viejas, los carnets viejos, los pasaportes viejos, los llaveros, las estampas de santos y los clínex estaban esparcidos alrededor del mueble, como si a este se le hubiesen salido las entrañas. Amontonó en un único lugar todos los objetos y palpó el suelo con las manos. Entonces rozó el anillo. Metió el índice en la oquedad y con el pulgar lo sostuvo por el lado exterior. Alzó la mano a la altura de sus ojos y lo miró.
No era un anillo, era una alianza. ¿Suya o de su esposa? Se miró los dedos. Él llevaba la suya así que tenía que ser la de María. Sí: María. Así se llamaba ella. ¿Dónde estaba? De pronto la echaba muchísimo de menos. ¿Dónde estaba? Ya no quería buscar cosas, ni monedas. Quería estar con María, su esposa. Amaba a María y no estaba allí y no llevaba puesta su alianza. ¡Qué mujer más despistada! Ay, qué guapa su mujer, con sus brazos largos y suaves… La habitación estaba demasiado desordenada.
–¡Señorita! –gritó– ¡Señorita! ¡Suba, por favor! ¿Sabe cuándo viene María? ¡Nuestra habitación está hecha un desastre!
Arrodillado como un niño pequeño y con la mano en alto sujetando aquel objeto, se quedó en silencio. Por la ventana entraba el sol de mediodía. La alianza era dorada y brillaba como una aureola sobre el dedo índice. En su interior estaba grabada la fecha de matrimonio. La señorita no venía. Se colocó el anillo y algo le dolió en el cuerpo. Se levantó y se dirigió a la cocina.
Un hombre de unos cincuenta años cocinaba. Estaba vestido con pantalón de deporte y sudadera, encima llevaba un delantal.
–¿Hijo? –gritó David emocionado.
Jesús se giró asombrado. Tenía una cuchara sopera en las manos.
–¿Papá?
El padre estiró los brazos temblorosos.
–Jesús... ¡mi hijo!
Éste miró fijamente a su padre. Estaba perplejo. David comenzó a caminar hacia él. Jesús no decía nada. Entonces David se paró. Sus ojos dejaron de temblar.
Jesús seguía mirándole. Estaba rígido.
–Señorita, la habitación está muy desordenada. Después de comer vaya a ordenarla, por favor… ¿Señorita? ¿Por qué llora, señorita?