Escribir
La impotencia de no ser
Javier Garralda, alumno de primer año del grado en Filosofía de la
Facultad de Filosofía y Letras, nos trae una historia que nos invita a
una profunda reflexión. Un relato que mantiene al lector en vilo hasta
el último momento.
Nunca me he querido considerar huérfano. Mi madre biológica era muy buena amiga de mis padres adoptivos, por lo que siempre me gustó pensar que tenía dos familias.
Desde que mamá murió, vivo en casa de Marina y Peio con su hija, Lucía. Mi hermana me dijo que mamá no murió, que simplemente, la habían trasladado de comisaría, pero yo sabía lo que había pasado, lo veía en los ojos de Peio.
Apenas recuerdo nada de ella y eso me entristece. Tenía el pelo muy largo y rubio, tal vez castaño. Era alemana, pero se entendía perfectamente con mis nuevos papás. Trabajaba de policía y estaba investigando una serie de crímenes que estaban ocurriendo en el barrio. Con ella a mi lado nunca tuve miedo, pero ahora…
Lucía era una chica muy guapa y se portaba genial conmigo. Cuando jugábamos fuera con la pelota, y si algún vecino abusón venía a quitárnosla, siempre me protegía. Quizá yo era un poco miedoso, pero por suerte mi hermana era mayor, tenía dieciséis; yo acababa de cumplir los siete. No teníamos mucho en común y apenas llevábamos tiempo viviendo juntos, pero éramos uña y carne. No tardé casi nada en llamarla hermana.
Peio era también muy agradable, me solía sentar junto a él cuando veíamos la televisión y, mientras me acariciaba, me explicaba cosas interesantísimas sobre animales que no conocía. A los dos nos encantaban los documentales. Además, era él quien cocinaba ¡y cómo cocinaba! Era un artista de los fogones. Siempre me quedaba mirando cómo lo hacía y él, sintiendo orgullo por la admiración que le tenía, me daba a probar, antes incluso de la hora de comer. Fue al primero al que llamé papá.
De toda mi nueva familia, la única con la que no parecía encajar era Marina. Me trataba como si no existiera y cuando me hacía caso era solo para echarme la bronca por algo. Yo era muy cariñoso con ella y siempre procuraba portarme bien, pero nunca me recompensaba cuando lo hacía, solo me castigaba y muchas veces sin motivo. Era una mujer tan extraña como solitaria, casi nunca estaba en casa, se marchaba muy pronto a trabajar y volvía muy tarde.
Creo que el motivo por el que me tenía manía era porque hacía unos meses empezó a traer a casa a un señor algunos sábados, cuando Lucía salía con amigos, yo me acostaba y Peio iba a pasar los fines de semana con sus padres. Ocurrió que cierto día me levanté para beber agua con plena tranquilidad, pero cuando volví a mi cama los vi abrazados, y creo que ella me vio. Tardé bastante en llamarla mamá.
A grandes rasgos, se podría decir que era feliz. Era… Pero ese hombre venía cada vez más a menudo. Quiero decir, venía sin importar quién estuviera en casa y a Marina no parecía gustarle mucho eso. El señor debía de ser un vecino, porque venía casi a diario. Solía hablar con papá como si fueran amigos y cuando mamá los veía se ponía muy nerviosa, temblaba y tartamudeaba. A Lucía tampoco le caía bien, se mantenía al margen y, a pesar de que el amigo de Marina intentaba acercarse y estrechar lazos con ella, no le gustaba hablar con él ni de él. Por el contrario, yo le daba igual: a mí nunca me compraba nada, ni me hacía halagos, ni me llamaba por teléfono…
La verdad es que daba hasta pena que Lucía no le hiciera caso, era muy atento. Muchas veces oía desde mi cama cómo sonaba repetidamente el móvil de mi hermana hasta que dejaba de colgarle y contestaba diciendo el nombre de ese señor. Todo siguió así por demasiado tiempo, mamá y Lucía estaban cada vez más tristes. En ocasiones las encontraba llorando pero nunca me decían el por qué. Lo raro era que papá no se diese cuenta de su estado de ánimo. El lado positivo era que mamá me empezaba a hacer más caso, estaba inusualmente protectora conmigo.
Mi hermana cada vez estaba más pegada al móvil. No paraba de mensajearse con amigos, me daba mucha envidia, yo también quería un móvil y que me lo enseñasen a usar, pero mis padres me ignoraban cuando se lo pedía. A veces y por envidia cogía el teléfono móvil a mi hermana y lo intentaba encender para averiguar cómo funcionaba y qué podía hacer con él, pero lo único que conseguía era que mi hermana se enfadase y me echara de su habitación. Lucía se desentendía de mí. Tenía que ser papá el que la obligase a jugar conmigo, pero como no quería, ya no era lo mismo, no se divertía y eso me entristecía…
Un día, Peio nos obligó a salir a pasear porque hacía buen tiempo. Era verano y hacía un calor insufrible. Lamenté muchísimo haberme dejado el pelo largo. Bebí toda el agua que pude y esperé junto a la puerta a que viniese Lucía. Apareció con una coleta alta, pantalones cortos y camiseta de tirantes, lo cual era entendible por el calor que hacía. Pero al final se tuvo que quitar la coleta porque no podía parar de vacilarle mientras la golpeaba como si fuera un saco de boxeo.
Fuera de casa el calor del sol era como una serie de continuos pinchazos. Lucía se puso sus gafas de sol y continuamos viendo árboles secos por el camino. Apenas había gente y la que había estaba regresando a sus casas. Seguramente por el calor. Aunque la verdad es que cada vez había más inseguridad en el barrio, algunos vecinos se habían mudado, creo…
Estábamos a mitad de camino y Lucía se estaba poniendo cada vez más nerviosa. De pronto, se quedó quieta, inmovilizada. Me giré y vi al amigo de mamá con una bolsa de la compra en una mano y la otra sobre el hombro de mi hermana. Sonreía mientras chupaba una piruleta. Lucía, haciendo un esfuerzo por calmarse, tragó saliva. Nos preguntó dónde íbamos y, antes de que mi hermana contestara, se ofreció a acompañarnos sin aceptar un no por respuesta. Le intenté saludar, pero como de costumbre me ignoró. Todo el rato estuvo hablando con Lucía, pero ella no parecía cómoda. Le preguntó entre risas maliciosas si acaso se había probado la ropa que le había comprado.
Ese señor ofreció algo de comer a Lucy y, aunque respondió con un rotundo no, él le agarró bruscamente de la barbilla y se sacó la piruleta de la boca para metérsela a ella por la fuerza. Mi hermana hizo una mueca de repulsión y la escupió, el hombre enfadado le propinó una bofetada. Ante este gesto, me enfadé y le grité indignado.
Alzó de nuevo la mano en tono amenazante para hacerme callar y aprovechó para agarrar a mi hermana de la muñeca y arrastrarnos a una bajera que teníamos cerca para lanzarnos dentro. Tiró también la bolsa mientras cerraba la puerta. Retrocedí mientras gritaba y gruñía asustado, con la esperanza de que alguien me oyese. El señor miraba los huevos de la bolsa, se habían caído fuera, estaban rotos y ese extraño y asqueroso líquido amarillento fluía de entre las cáscaras fracturadas.
Lucía lloraba impotente. Corrí hacia el señor y le estiré del pantalón pidiendo que nos dejara salir, pero se giró y me pegó una patada en las costillas. Mi hermana se interpuso suplicando que haría lo que le pidiera mientras no nos hiciera daño. El hombre sonrió y pidió que le diera el móvil. Lucía obedeció y le entregó el teléfono. Una vez en sus manos, el hombre lo lanzó a una esquina ante el llanto de mi hermana.
Con dificultad me levanté y poco a poco me acerqué al rincón. Tenía el dispositivo frente a mí. Sabía que con él podía pedir ayuda, pero no sabía cómo. Desesperado, comencé a aporrearlo con los pies, esperando que se encendiera. Tal vez, si con mis ladridos hubiera podido pedir ayuda, tal vez, si hubiera sido humano…