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Enfermo que no baila se muere.

 -Digan Whisky

Esta semana contamos con la colaboración de Paris Ramírez Acosta, estudiante de 3º del Grado en Literatura y Escritura Creativa. Él es el autor de este relato donde cuenta la historia de un joven inconsciente que vive una historia llena de sucesos paranormales.


Escondido en un cubículo el aliento empaña el vidrio, el aliento empaña el vidrio, me susurraron al oído. Dejé escapar una bocanada larga que alcanzó algún espejo. Le dibujé una mueca con algún dedo índice y respiré profundo. Desde el ventanal se colaba la noche. Una noche de negro látex cuyo bailongo opacaba los sonidos de la ciudad. Salí. Luces de neón esmeralda y grosella ambientaban el Bar Atemporal. La vista era una de individuos amontonados que meneaban con furor las extremidades, haciéndole compañía al ritmo de la marimba. Alguien que me indicó dónde estaba mi butaca y me llevó hacia ella. Al llegar, me esperaban Sor Juana y José Revueltas. ¿O acaso eran Cortés y la Malinche? En verdad no importa. Me senté. Mi espumosa se había asentado y me observaba clarividente desde su pozuelo. La miré de regreso. Nadie dijo nada así que le di un trago. Crispaba el líquido en mí garganta cuando la mesa se convirtió en cenote y Revueltas, sí, creo que fue Revueltas, me acercó una liana que usé como tirolesa para tirarme recto al sacrificio. La cueva se oscureció al recibirme. Alegre de haberme perdido, me sumergí. Con frío y brío busqué a los dinosaurios en la serenidad del agua. Nadé leguas, saludé murciélagos y me adentré en el Xibalbá con ardua llaneza.  Sin embargo, no hallé fortuna. Así, cuando ya estaba adentro, pero muy adentro de las profundidades del universo, las aguas comenzaron a tiritar; los arbustos se incendiaron y el cenote en remolinos se vació. La luz de luna quedaba ya muy lejos y un siniestro pachuco tocaba el saxofón recargado en el tronco de una ceiba. El individuo comenzó a avanzar en dirección mía efectuando una danza zigzagueada al son de sus fraguas vociferantes. Cuando estábamos cara a cara paró su música en seco y dejó que el saxofón se lo llevara el viento. El pachuco se quitó el sombrero y me hizo una reverencia. Su rostro, lejos de parecerse al de un cristiano, era cadavérico y en lugar de cabello llevaba sobre su despellejado cráneo la piel de un búho. De sus orificios nasales emanaba un hedor fétido y putrefacto, corpóreo en una niebla verdeja.  Me miró fijo y silente. Sacó de no sé dónde una bolsita de Golden Virginia. Yo lo observaba estupefacto. Abrí la boca intentando decirle algo. Él levantó su mano libre y me mostró su palma, evitando que me acercara. Entonces esperé a que aquel se liara un tabaco. Al acabar, me lo ofreció. Sin más que hacer, decidí aceptarlo. “Gracias…¿cómo puedo llamarlo?” le pregunté, a lo cual me dijo que no lo molestara ya que estaba ocupado liándose su propio cigarro. Cuando terminó, chascó los dedos y se despertó una pequeña flama en la punta de estos. Con esta prendió ambos cigarros. “Listo”, dijo. “Esto ayudará a ocultar el olor”. Era verdad. La niebla verde se mezcló con el humo del tabaco y los olores se disiparon poco a poco. Ambos nos quedamos fumando en el fondo de un cenote vacío hasta que el individuo rompió el silencio: 

Yum Kimil, Ah Puch, Kisín. Dime como quieras. Soy todos y también ninguno. Soy ser vivo, pero vivo entre muertos. Tú, que has sido afectado por tus tiempos, vendrás conmigo. 

—¿Ir contigo? ¿A hacer qué o qué? —indagué. 

—No tiene importancia. 

 —¿Y si no quiero ir? Resulta que me están esperando…en el bar. 

—Tampoco importa —, repuso y le dio una última calada a su tabaco. Tiró la colilla al suelo y la pisó—. Tal vez puedas regresar al bar. Pero tienes que hacer algo por mí.

—Estoy dispuesto. ¿Qué tengo que hacer?

Baila conmigo, mulix. 

—Señor Kisín, me parece que no me deja otra alternativa. Bailaré con usted. 

Lo que sucedió después fue fugaz. De los alrededores aparecieron perros y monos que se posaron alrededor de nosotros formando una circunferencia. Cada uno de los animales llevaba un tambor amarrado al pecho. Comenzaron a tocarlos en un tempo chocante que nunca logré descifrar. El sol brillaba desde el horizonte destacándonos en las penumbras de la cueva. Del mismo sol bajó un jaguar y en las ramas de la ceiba se dedicó a hacer gimotear una ocarina. Con la música de fondo,  el flatulento no tardó en soltarse y llevó a cabo una danza desenfrenada. Yo le seguí el paso intentando captar sus movimientos e imitarlos, no sin tropezar varias veces. Los espectadores vitoreaban, emocionados por nuestro viene y va. Nuestros cuerpos se acercaban y alejaban; se rodeaban y serpenteaban. Así estuvimos, ignorando el cansancio eterno y la sofocante humedad hasta que las joyas del cielo acabaron de adornarlo. Finalmente, culminamos sudorosos tumbados en el frío de las piedras.

Espero que sepas ahora que, mientras bailes con las estrellas, te serán bondadosas. Recuerda mis palabras y los vientos de Hurakan te ayudarán a regresar.

Suspiré aliviado al oír aquella sentencia. Mis espejuelos, sucios de sudor y humo, no me dejaron verlo marchar, así que me los quité y exhalé sobre ellos.  Al momento, un espinoso vendaval me levantó del piso y me estrelló contra la ceiba del jaguar. Del golpe, me desmayé. Nunca supe cuántas horas transcurrieron, pero, cuando desperté, estaba de regreso en el Bar Atemporal. Mis acompañantes, así como la demás gente, se habían ido. En cuanto tuve la oportunidad le pedí a la mesera que me retirara la cerveza.

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