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Juan Pedro Delgado, ganador de la XIX edición del programa Excelencia Literaria, nos comparte un relato oscuro e inquietante. ¿Qué terroríficas consecuencias puede ocasionar un elemento tan primitivo como el fuego?


“El demonio de fuego”; así es como se le conocía a Lorenzo Rossi, un pirómano que idolatraba al fuego. Las llamas eran un imán para él, que estaba convencido de que perecer calcinado es la mejor forma de morir. En resumen, era un asesino muy peligroso. No había en Italia persona que no llevase impreso en su retina el rostro de aquel loco. Tendía a asesinar, al amparo de la noche, a paseantes que se encontraban solos, cuyos cuerpos aparecían abrasados en lugares de poco tránsito. Con la carbonilla de los cadáveres, “El demonio del fuego” siempre dejaba escrita una frase: “El fuego es el principio y el fin; solo somos ceniza”.

Hijo único, Lorenzo tuvo una infancia difícil: sus padres, que discutían y peleaban entre sí sin descanso, apenas le prestaron atención. Cumplidos los ocho años, una tarde al volver del colegio se encontró a sus vecinos alrededor de su casa. Muchos llevaban cubos vacíos. Olía a madera quemada y mojada, como una noche de invierno en la que sus padres encendieron por primera vez la chimenea y los tres se acurrucaron junto al fuego para entrar en calor. Aquella fue una de las pocas veces que percibió un poco de cariño. 

–Circule –le ordenó un policía.

–Yo vivo aquí –justificó al haber traspasado la cinta de seguridad que separaba a los curiosos de la vivienda.

En una momentánea obnubilación, deseó que la chimenea estuviese encendida y sus padres acudieran a recibirle para invitarle a descansar junto a ellos ante las llamas. En ese momento aparecieron los bomberos entre los escombros, portando una camilla en la que acarreaban lo que quedaba de dos cuerpos oscuros como el carbón, que permanecían abrazados. Entonces creyó recibir un mensaje: «El fuego es la clave del amor que anhelo».

Tras el incendio se fue a vivir con sus abuelos, que tampoco le hicieron mucho caso. En esa época, Lorenzo desarrolló su fascinación por el fuego, con el que pretendía llenar su vacío interior. Solía sentarse a contemplar un libro ilustrado con las fotos de los vestigios del desastre de Pompeya. Había una imagen que retrataba una escena parecida a la que sufrieron sus padres: el abrazo de los cuerpos de un hombre y una mujer calcinados por la lava.

A los doce años, los escritos de Heráclito le empujaron a convertirse en siervo del fuego. Pretendía hacer cumplir la misión transformadora que esconden las llamas. Poco a poco se convenció de que prender aquello que se le ponía al alcance de la mano era lo correcto, pero se percató de que la gente no veía las cosas como él. La humanidad no entendía las ventajas de morir en una hoguera. 

Una noche, mientras deambulaba por la ciudad, descubrió en una esquina a un niño agazapado en las sombras. Se sentó a su lado y escuchó que el pequeño sollozaba. Lorenzo volvió veinte años atrás en su memoria; regresó a aquellas madrugadas en las que se quedaba encogido en una esquina de su cuarto y se echaba a llorar, anhelante de recibir algún consuelo. Compadecido, se dispuso a hablar con el niño, pero no le salieron palabras. Llevaba mucho tiempo sin comunicarse con nadie. 

El pequeño alzó la cabeza y observó a Lorenzo con sorpresa.

–¿Tú también estás solo? 

A “El demonio de fuego” le dio un vuelco el corazón. Empezó a ahogarse; le faltaba el aliento. La pregunta había sido nefasta para su frágil estabilidad emocional. Como las chispas que desprende una hoguera, brotaron de su cabeza desagradables pasajes de su infancia. 

–Hoy es mi cumpleaños y nadie me ha felicitado –. La aguda voz del niño le sacó de sus pensamientos.

Lorenzo sacó un mechero del bolsillo y lo prendió. La llama fue suficiente para iluminar el rostro de ambos. Los ojos de Lorenzo, grisáceos como la ceniza, observaron los del niño, azules y brillantes a causa de las lágrimas. 

–Feliz cumpleaños –le dijo titubeante mientras le acercaba el mechero a la boca.

El chaval alejó la cabeza para huir del calor.

–Sopla –le ordenó.

El pequeño esbozó una sonrisa y apagó la llama con su aliento, pero esta no desapareció, sino que se había trasladado al corazón de ambos, que por primera vez sentían la cálida sensación de ser amados. Y, sin embargo, un rescoldo envenenado comenzó a enrojecer las entrañas de Lorenzo.

–El fuego es el principio y el fin; solo somos ceniza.

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