Esta semana contamos con la colaboración de Joaquín Argüello Urroz, estudiante de 3º del Grado en Literatura y Escritura Creativa. Él es el autor de este relato, en el que la inquietud y el sentimiento se condensan en una taza de té…
Me encontraba yo saboreando el tierno aroma de sábado por la tarde cuando escuché delicados toques en la puerta. Dejé la taza sobre la mesa y fui a ver quién llamaba. Eché un vistazo por la ranura del correo—mi puerta no tiene mirilla—y vi las caderas del vecino, que ha formado conmigo la costumbre de honrar la hora del té. Mario es un hombre de estatura
baja, cabello platinado y unos ojos negros profundos; ese día llevaba en una mano un libro y en la otra un envase de gelatina. Pronto tomó asiento. Me senté en el sillón de terciopelo verde de la sala y lo vi abrir el libro. ¿Sabes qué es curioso?, me dijo. Que hay cuerdas vocales, pero no hay cuerdas consonantes. Creo que padece algún tipo de demencia. Lo miré con seriedad reflexiva y le ofrecí la taza. Sin duda hay algo fascinante en ese desarraigo de la realidad, todo un mundo, toda una historia. Como un relámpago vi de pronto el rostro de mi esposa, y su voz cayó áspera sobre mí.
—Mario, ¿te perdiste de nuevo?
Como un relámpago se fue también. Yo miré a Mario, que ahora se encontraba afanado con los ojos metidos en su lectura. Ese era un libro que yo había leído y releído muchas veces ya. Podría decir, incluso, que me sé perfectamente la trama y las pequeñas historias que nacen de ella, y hasta sería capaz de citar con exactitud algunas de las frases que mejor resuenan en sus páginas.
En vista de que Mario se veía ya bien avanzado en la lectura, no tuve reparo en arrojarle una. Y dije, con cierto sentimiento de complicidad serena, “el que no tiene memoria, se hace una de papel”. Lo miré y él me miró, y me correspondió con una sonrisa antes de volver a depositar su atención en la novela. La complicidad que le ofrecí volvió a mí como un eco, como un círculo que yo comencé a trazar y él terminó de cerrar. Esa es una de las razones por las que me gusta pasar tiempo con Mario.
Contento de saborear la gentil convivencia que me ofrecía mi vecino, estiré el brazo para dar un sorbo al té. No solo estaba frío ya el té, sino que apenas quedaba algo en la taza. Me extrañó, pues hacía un momento apenas que lo había servido, y yo no había tomado nada aún. Alguien se lo había estado bebiendo frente a mis narices, porque yo no había sido. Tampoco Mario podía haberlo hecho, apenas se había despegado de su libro, y él bebía de su propia taza. Llamé a mi mujer.
Rápidamente llegó ella, con el rostro preocupado, y secándose las manos húmedas en el delantal.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Necesitas algo?
—Alguien se tomó mi té.
—Habrás sido vos mismo.
—No fui yo, Martina.
—¿Quién más podría haberse tomado tu té?
Vi a Mario, que a su vez me miraba desde el sillón. Y sentí vergüenza. —Estuviste aquí hace un segundo, lo recuerdo. Decime, ¿vos te tomaste mi té?
—Vengo de la cocina.
—¿Quién se lo tomó, pues, si no fuiste vos, ah? No le vas a echar la culpa a Mario.
Ella me miró como quien no tiene nada qué decir.
—Respóndeme.
Entonces ella parecía estar avergonzada también.
—¡Respóndeme, mujer!
—Basta, papá, tranquilo, por favor.
Se echó a llorar. De súbito sentí que algo andaba mal, y abrí los brazos hacia ella. Se me arrojó encima e incrementó su llanto.
—Discúlpame, si querés puedo hacerte más té—me dijo, descompuesta. Traté de calmarla, pero con el afán de acallar su angustia me vi de repente impedido por una aflicción que salía de mí mismo, me brotó en el estómago y fue subiendo. Pronto la sentí en el gaznate, y cuando me di cuenta se me estaba derramando por los ojos, aún más incontrolable que la de ella. No supe por qué lloraba, así como no sé por qué llora todas las noches cuando me acuesta. Pero me di cuenta entonces de que tampoco sabía quién era la mujer que se aferraba a mí, solo que ella me abrazaba, así como me abraza todas las noches cuando me acuesto, y a veces yo lloro también. De pronto recordé que el vecino seguía ahí, y volví hacia él la mirada. Ahora él también lloraba, y me miraba, con una mujer aferrada a él. Me miraba acongojado desde el alto sillón de terciopelo verde.
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