La Navidad está cada día más cerca. Con este motivo, Francisco Portillo López, estudiante de 1º del Grado en Lengua y Literatura Españolas, nos deleita con un microrrelato enfocado en una visión alternativa de la Navidad.
Al salir la enfermera, me sentí vacío de fuerzas: sólo quedó el runrún del oxígeno y esa luz abrasadora que me hacía cerrar los ojos. Bueno, el runrún y también mis padres.
Me daba pena que papá intentara disimular con aquel paquete de pañuelos, sentándose en la única silla. Mamá hacía ese ruido de cuando no sabe cómo arreglar las cosas, marcando el paso con los tacones: clac, clac, clac…
Estábamos conjurados los tres para llegar al Día de Reyes, como si un regalo pudiera partir en trocitos la angustia. Si Melchor me traía la espada láser, se la dejaría a papá para que cortase en rebanadas la nube negra que estaba flotando en medio de nosotros. Así es papá.
Salió la luna y me guiñó un ojo. Estaba otra vez en casa y era Tardebuena y Navidad y el cumple de papá e Inocentes y Nochevieja y Año nuevo y los Reyes. Turrones en cajas de mil colores, una tarta de cumpleaños, gominolas de sandía, doce uvas y un roscón de nata, con rodajas escarchadas y un haba que no paraba de tocarle a mi hermana. Mamá me dio un beso en la frente y me mandó salir al balcón un momento. Melchor me estaba esperando con la abuela. Me invitó a subirme en su gran camello y acepté sin pensarlo; había sitio de sobra. Surcamos los cielos, Melchor sonreía en silencio y el camello parecía conocerme de toda la vida.
No quería despertar. No estaba triste. El dolor había desaparecido. Me hundí en un profundo abrazo y vi a mi familia a lo lejos, tan contentos como yo y seguros de que, por fin, estaba bien. Me pasé un buen rato lanzándoles besos gigantes desde arriba…
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