Mirar
Los originales no existen
Jorge Léautaud, alumno del grado en Filosofía, Política y Economía (PPE), de la
Facultad de Filosofía y Letras, nos invita a mirar el arte desde una perspectiva diferente.
En el despacho de la casa de mi abuelo, vagamente teñida por un aire de secretismo despreocupado, como de carácter de oficina solemne, cuelgan dos cuadros gemelos completamente diferentes entre sí en paredes adyacentes. Lo curioso de su similitud y del oxímoron, no es tanto la imagen en sí —el primero muestra una grande puerta semiabierta de izquierda a derecha, probablemente de abeto labrado a juzgar por el tono de la madera, mientras que el segundo, enseña el reverso de esta misma, pero con la apertura mostrada de manera inversa—, sino la peculiar conexión entre ambas pinturas, cortesía del descubrimiento de una de mis hermanas, la menor.
Contemplando el dibujo, si nos asomáramos como pequeños niños por la ranura que ofrece el haz de luz de una de las puertas, digamos del cuadro número uno, apreciaríamos el interior, léase la habitación donde yace colgado, del cuadro número dos. Esto, en principio, indica que lo observado a través de una puerta enseña el exterior de la otra. Dicho descubrimiento, cuya ontología tipo agujero de gusano cabe especular dejaría boca abierta a más de una persona, sirve en absoluto para nuestro beneficio, en tanto que el que adquirió los cuadros, léase mi abuelo, lleva ya muerto varios años y no ha dejado ningún tipo de información con respecto a la naturaleza de los lienzos.
Es entonces que nos hemos formulado cuatro preguntas: (1) ¿Cuál es el propósito de ambas pinturas? (2) ¿Qué tan expuestos estaríamos de comunicar su existencia? (3) ¿Se lo habrá comunicado, nuestro abuelo por su parte, a alguien más? Y, (4), en el caso de haberlo hecho, ¿habrá esto tenido algo que ver con su repentina muerte? En cuanto a los propósitos o a sus diversas utilidades, hemos imaginado las siguientes posibilidades: una elaboración bastante progresista del juego de niños Las escondidas, un nuevo sistema de comunicación gestual y pictórico para la casa e, incluso, un set de herramientas simple pero sutil para espiar a nuestros allegados en la privacidad de sus hogares.
Dada esta última, imaginamos, por un segundo, que al menos uno de los tantos cuadros que existen alrededor del mundo se marcha a casa con esta característica escondida, y dado que no queremos ponerle nombre a las desgracias humanas, tan sólo nos reímos imaginando que cada pintura adquirida tiene a su contraparte gemela en algún lugar del mundo sirviendo a modo de retrovisor. ¿Cuántas personas ignorarán esto? Y mejor aún: ¿Cuántas intuirán, en alguna pequeña parte de su ser, que cabe la posibilidad de que estén siendo observados constantemente, ya sea por otro miserable comprador de arte, como ellos, arrinconado en su casa, con la inocente certeza de ser el propietario de un original? Por último, por más hipótesis que nos formulemos, la coincidencia espacio-tiempo de ambas pinturas es real. No es tanto su existencia como la manera en la que fueron conseguidas lo que nos perturba.
¿Qué maldita desgracia le habrá caído a nuestro abuelo que consiguió revelar el secreto y obtener las dos caras de una misma obra? Sin mucho alboroto, mis hermanas y yo nos conformamos con ser los únicos conscientes de tremendo secreto familiar, aunque a veces sospeche que ellas llevan sabiendo de todo este asunto de los cuadros desde mucho antes que yo, y por ende, tan sólo están jugando conmigo, haciéndome creer que gozo de cierto protagonismo en sus peculiares maquinaciones.
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