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¿Por qué nos reímos?
The apartment, La grande bellezza y Les Fleurs du mal.
Borja Hernández Máñez, alumno del grado en Literatura y Escritura Creativa de la Facultad de Filosofía y Letras, nos propone una reflexión sobre dos directores de cine Wilder y Sorrentino y el poeta Baudelaire.
Espero que no se rían. Sería una falta de consideración por su parte. A fin de cuentas, estamos hablando de un hombre sin familia. Como sabrán, se pasa el día entero en la oficina. No tiene vida social de ningún tipo. Incluso hace horas extras para ganarse el favor de sus superiores. Esa es su máxima aspiración, subir a la planta 27 y tener un despacho propio, no uno de esos ridículos escritorios hacinados uno detrás de otro. Buddy no lo hace por dinero y, si me permiten decirles algo, creo que ni él sabe por qué lo hace. Tiene una vida destrozada, muy poco humana podría decirse ¿Amigos? Ninguno ¿Pareja? Qué más le gustaría al bueno de Buddy. A todas luces, estamos ante una vida de lo más anodina, ¿no?… Bueno, miento. Hay algo que lo diferencia del resto de las abejas corporativas. A ciertas horas de la noche, no puede entrar a su apartamento ¿Que por qué? Se lo presta a sus jefes, una panda de adúlteros que se aprovechan de este pobre infeliz para poder dar rienda suelta a sus múltiples affairs. Sin duda, una forma curiosa de hacer horas extra.
Si usted es una persona con dos dedos de frente, esto que le acabo de contar no le habrá hecho demasiada gracia. Pero, déjeme que le diga, si no lo ha adivinado ya, que esta es la premisa de The apartment, seguramente, una de las mejores comedias de la historia del cine. Si no saben quién es el genio que está detrás, han venido ustedes al artículo adecuado. Se trata de Billy Wilder, el hombre que tenía la cabeza llena de cuchillas de afeitar. Así lo llamaban sus contemporáneos. Wilder, el guionista casi perfecto, se presenta como el maestro indiscutible de lo que a mí me gusta llamar el “cinismo de enredo”. Y, aunque les parezca extraño, su obra tiene mucho que ver con la de Paolo Sorrentino, máximo exponente del “esteticismo cínico” – también de cosecha propia –, y de Charles Baudelaire que, injustamente reducido por mi parte, es el padre de ese mismo cinismo crudo del que beben los otros dos autores.
Vayamos por partes. Antes que nada, hay que entender qué es eso de ser cínico y, como no podría ser de otra manera, recurriré a una película para explicarlo. En Casablanca encontramos a un personaje que es la quintaesencia del cinismo. Efectivamente, me refiero a Rick, el dueño del famoso Café americain. Esa actitud impúdica y de desvergüenza, Bogart la resume de la siguiente manera: “Yo no me juego el cuello por nadie”. En otras palabras más coloquiales: “Haced lo que queráis mientras no me salpique a mí. Total, tampoco me importa demasiado”. No entraré en valorar cuestiones morales. Lo que me interesa aquí es demostrar cómo esta actitud vital, esta forma de ver el mundo, entronca tres de las grandes obras de estos grandes maestros del cinismo. A saber, The apartment, La grande bellezza y Les Fleurs du mal.
Para empezar, fíjense en los personajes con los que trata Wilder: una antigua gloria del cine mudo al borde de la locura, una mujer sin escrúpulos que confabula contra su marido, dos músicos paupérrimos que hacen lo que sea para llevarse un trozo de pan a la boca, un trabajador de una gran compañía de seguros que vive la más absoluta de las soledades. La lista es larga y, si se mira a trasluz de esta actitud cínica que hemos explicado, en todos ellos encontramos la misma desesperanza, que no pesimismo. Sin embargo, muchas de estas películas son comedias y, tanto usted como yo, nos hemos carcajeado al ver las desgracias de estos pobres personajes. Ya se sabe, nos reímos de los personajes que no son Aquiles. Pero, ¿por qué nos reímos?, ¿qué nos pasa en la cabeza?
Billy Wilder, como tantos otros antes que él, es capaz de entrever entre las múltiples capas de la realidad ese elefante en la habitación – como dicen los ingleses – al que nadie se atreve a mirar. Todos decimos: “Es mejor no hablar de eso, no te metas en ese berenjenal” ¿Cierto? Sin embargo, Wilder abraza esos temas con una naturalidad envidiable. La muerte, el alcoholismo, la locura, la soledad desmedida. Palpa todas esas cuestiones impúdicamente y, para que no se nos corte la digestión, los reviste de ternura, ingenio y peripecias narrativas. Pero la mona sigue siendo mona, por mucho que se le eche un quintal de azúcar encima. En esto radica su maestría, en jugar sobre la fina línea que separa la comedia del mal gusto. Con lo que, normalmente, apartaremos la mirada, con Wilder resulta risible. Aquello que debería causarnos repulsión, nos atrae. En eso consiste el cinismo del enredo. Como si se tratara de un trance, no te das cuenta de que te has estado partiendo de risa con la vida miserable de un pobre hombre al que nada le sale bien.
Y, a todo esto, ¿qué tendrá que ver esto con Sorrentino? Pues bien, para quien no lo conozca, Paolo Sorrentino es uno de los máximos exponentes del cine contemporáneo, así como uno de los más grandes del cine italiano de todos los tiempos. No quiero hablar de toda su filmografía, sino de la que, para mí, es su obra cumbre: La grande bellezza. Aunque ya he adelantado esto del esteticismo cínico, permítanme ahondar un poco más en el asunto. Como Wilder, Sorrentino vagabundea como un Flâneur parisino por las capas más oscuras de la realidad. Eso sí, sin que nada le salpique demasiado. Cuando encuentra aquello que le fascina y horroriza, lo muestra sin tapujos. Hace de lo grotesco algo bello, pero, en este caso, a través de la dirección de fotografía – de la mano del genio Luca Bigazzi –. Pinta lo sórdido como uno de esos iconos ortodoxos, con delicadeza y con una jaculatoria por brochazo. De esto va La grande bellezza.
Jep Gambardella es un famoso escritor del que solo se conoce una novela de juventud. Se dice que la escribió cuando estaba totalmente enamorado. Desde entonces, no ha vuelto a escribir. Después, todo ha sido vagabundear por esos paraísos artificiales llenos de excesos. A diferencia de Baudelaire, el opio se sustituye por cocaína, alcohol y fiestas interminables. El hastío, el spleen sigue siendo el mismo. Esa sensación tediosa que solo hace recordar que la vida es un aburrimiento. Sin embargo, Jep es un dandy, un caballero de esos que siempre carga con una copita de whisky, aunque sean las diez de la mañana. Podría ser un yonky, un adicto, un vicioso… Pero no. Él es escritor.
Es inevitable. Jep está maldito, destinado a no dejarse tragar por el remolino de la mundanidad. Por mucho que tontée con él, jamás podrá evitar estar atento, en constante búsqueda. Encontrará de todo, nada se escapa a su mirada curiosa: un templo sagrado donde el sacerdote es un medicucho que inyecta botox a frívolas señoras, la mirada llorosa de una prostituta a través de la rendija de la ventanilla de una lujosa limusina, la decrepitud de viejas setentonas que van de discoteca en discoteca… “Todos estamos al borde de la desesperación, y no tenemos más remedio que mirarnos a la cara, hacernos compañía, y tomarnos un poco el pelo ¿O no?”. Menudo panorama ¿Qué se puede encontrar en semejante lodazal?... Espere… Parece que hay algo. Una mujer. También está perdida, casi tanto como Jep. Pero, es por ella que la cosa empieza a cambiar. “Creo que voy a volver a escribir”, dice. Roma amanece distinta y las alocadas fiestas ya no importan tanto. Por fin, algo bello de verdad. Sin embargo, qué corto fue el amor, como se suele decir. Todo vuelve a como empezó. Qué hastío, qué aburrimiento y qué bello al mismo tiempo.
Las flores del mal. Por un lado, lo bello y, por otro, lo desagradable. Por un lado, la risa y, por otro, la más sobrecogedora de las soledades. Eso es lo que tienen en común The apartment, La grande bellezza y Les Fleurs du mal, la inmediata yuxtaposición de la decadencia, la desgracia y el hombre miserable con los demacrados e inconstantes destellos de belleza. No hay otra que tragarse este paracetamol de un gramo con un litro de cinismo, ¿verdad?
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