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Donde viven las historias

Carlos Cebrián Cuesta

Carlos Cebrián Cuesta, profesor invitado de la asignatura de Creación de mundos: la narrativa en los videojuegos de la Facultad de Filosofía y Letras y autor del libro Qué raro es todo en la superficie, nos invita a descubrir el potencial creativo que abunda en el mundo de los videojuegos.
 

Donde viven las historias

Me encantan los videojuegos. Lo digo así, rápido y sencillo, porque muchos que peinan canas, como yo, a veces lo tienen que decir con sonrisa de medio lado y gesto de disculpa. Los videojuegos forman parte de mi bagaje cultural y por eso no es de extrañar que vivan enganchados a mi escritura, del mismo modo que se habrá enredado cualquier otra experiencia vital enriquecedora. Siempre ha habido videojuegos entre mis libros, discos y cintas VHS porque tuve la suerte de empezar a disfrutarlos casi desde los albores de la industria. 

Y todo, como muchas otras cosas, gracias a mi padre.

Corrían los setenta. A él también le apasionaban y me llevaba al único bar del pueblo que contaba con una máquina recreativa, una Atari. Jugábamos al Pong y yo pensaba que la palanca era una varita mágica. Luego llegaron muchos más: Space Invaders, Pac-Man, Donkey Kong, Tetris, Street Fighters, Lemmings, Myst, Doom… En realidad, yo era una especie de cabeza de turco. En aquel tiempo estaba mal visto que un señor cirujano pasara tanto tiempo en las maquinitas y como la pericia de mi padre convocaba alrededor demasiados espectadores, él se justificaba: “Aquí, con el niño, que le encantan estos chismes”. 

Todos crecimos venerando el cine y la televisión, que eran hornacinas de lo intocable, y, de repente, nos permitieron mover a nuestro antojo lo que salía en pantalla (control manual directo + espectáculo visual + toma de decisiones, dicen los teóricos). El milagro de la interactividad, de vivir, crear, interpretar una historia desde dentro… Experimentar aquel arrebatador asombro inicial fue una suerte. Aún me dura.

Donde viven las historias

En poco más de 50 años, los videojuegos se han convertido en uno de los mayores fenómenos culturales del siglo XXI. Son entretenimiento y diversión, pero con el imparable desarrollo tecnológico se han convertido, además, en una poderosísima forma de expresión que genera más beneficios que la música, la literatura y el cine juntos. Hace tiempo que han dejado de ser solo un pasatiempo. Cuentan buenas historias y lo hacen muy bien. Los players/gamers se cuentan por millones y son un fenómeno global que hay que tener en cuenta y que cuenta -y van cuatro “cuentas”- mucho (retransmisiones en twitch, canales de youtube o tiktokers, pero también secciones en prensa tradicional, exposiciones en museos y tesis doctorales). Ignorarlo a estas alturas constituiría un acto de incultura. 

Los desarrolladores (game developers) crean mundos en los que habitan nuestros personajes para que vivan una historia, pero, a veces, esas historias son creadas por los propios usuarios, son historias ajenas a los guionistas que surgen de la libertad y la imaginación de los jugadores. Este sueño de cualquier amante de las historias es lo que han aportado los videojuegos, la narrativa emergente: la posibilidad no solo de jugar sino de interpretar (play) una historia, solo o en comunidad con otros jugadores. Se cuentan relatos (storytelling), pero también se viven (storyliving); sin duda, una forma contundente de involucrarse, de sumergirse en las historias.

Y fue precisamente la “inmersión” (concepto clave en la teoría del videojuego) la que me llevó al título de este libro, “Qué raro es todo en la superficie”.  Además de un guiño al WOW (World of Warcraft) y sus expansiones, una de las historias con las que más he convivido, es un homenaje a esa sensación tan familiar para los que, tras cerrar un buen libro, o salir del cine, o apagar el ordenador, tenemos que parpadear varias veces cuando asomamos a la superficie de lo tangible después de haber buceado muy hondo, empapados de una historia que hemos vivido y reconocido como propia. Salimos ensimismados, deslumbrados, pero también agradecidos, porque enseguida nos damos cuenta de que las luces que nos ha regalado esa historia que nos acaban de contar o que hemos jugado serán muy útiles en este mundo a veces tan sombrío.

Porque es evidente que cuantas más historias atesoras -qué más da el soporte- antes identificas lo que importa a tu alrededor y más fácilmente lograrás entenderlo y entender a los demás, que es, de verdad, lo importante. Con los videojuegos puedes golpear una bola de un lado a otro como un autómata, pero también puedes vivir la experiencia de unos padres de un niño que sufre cáncer, ser un civil y sobrevivir en una guerra, entender la revolución iraní desde dentro, compartir tragedias con los dioses, levantar y derribar imperios, buscar refugio, experimentar el dilema moral de una frontera, contemplar un desierto infinito en un largo peregrinaje, buscar respuestas y certezas. Con esos destellos de verdad vivimos mejor y a los que nos gusta contar historias se nos despiertan además las ganas de hacer un poco más habitable nuestra parcela de superficie.

Habitamos donde habitan nuestras historias, y en la mía acamparon también los videojuegos, hace ya casi cincuenta años, en aquel bar de Rota que ya no existe. Espero haber contribuido en algo. Ya me van contando.


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