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Mi refugio de gratuidad

Con la llegada del verano y las vacaciones, llega también un momento de reencuentro familiar y amical (muy necesario luego de este difícil año). Juan Pablo Viola, doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra, reflexiona, a partir de Aristóteles y San Juan de la Cruz, acerca del valor y la trascendencia de las relaciones afectivas.
 

En circunstancias regulares mis hijos se quedan a almorzar en el colegio, pero ahora en circunstancias de pandemia no están obligados a hacerlo. Por esta razón, ayer al mediodía quedamos a comer menos de los que nos sentamos a la mesa habitualmente. Mi esposa, y la más grande (9) y el más pequeñito (3) que no fue al Jardín de infantes por estar algo resfriado. 

Por supuesto que a la hora de sentarnos cada uno ocupa siempre su mismo lugar, así lo disponen ellos, y si no se enojan. Parece que se sienten inseguros ocupando un lugar distinto a la mesa del que siempre ocupan. Para los niños la costumbre es algo muy importante, pues de algún modo les va forjando el carácter. 

La anécdota que quería contar es que ayer, como éramos menos para comer me cambié de lugar y me senté al lado de mi esposa. Ella siempre se pone en la otra punta de la mesa. El caso es que Martín, el más pequeño, espontáneamente agarró la silla y con su poca fuerza comenzó a arrastrarla, y a decir “papá, papá”… Todavía no habla de corrido pero se hace entender enseguida con unas pocas palabras. Y con mi esposa vimos cómo trajo a rastras la silla hasta al lado mío, entre mi esposa y yo. Quería sentarse al lado de su papá como siempre lo hace, y lo consiguió.

La verdad que me sentí tocado por dentro. Fue una caricia en el alma. Mi hijo de tres años que todavía no puede hilar tres conceptos seguidos tiene muy claro lo que es querer y ser querido y lo expresa claramente. Y yo me sentí contenido, apreciado, requerido, en definitiva, amado. Ahora bien, ustedes se preguntarán, ¿quién no se ha sentido amado alguna vez? Pregunta más que legítima. El tema es que, en mi opinión, el amor que se da en las relaciones familiares es un amor absolutamente gratuito, desinteresado, sin doblez, y que en el mundo consumista de hoy escasea.

En las relaciones humanas se dan muchas relaciones y vínculos afectivos de distinto grado. Por ejemplo, es muy común que los chicos y chicas generen fuertes lazos afectivos con su grupo de amigos, y también, muy probablemente, con uno de ellos en particular. El famoso “mejor amigo o amiga”. Y ese lazo es muy agradable y muy sano, y también muy importante para la personalidad del adolescente. Es un tipo de amor o afecto que sin dudas es muy valioso. Pero no siempre alcanza a ser un amor gratuito. Más diría yo, raras veces llega a serlo. Igual sucede en el ámbito laboral, con los colegas con quien tenemos muchas cosas en común: la profesión, el mismo grupo de pertenencia, el mismo jefe, las mismas horas de trabajo, algún que otro hobby o deporte, etc. Pero tampoco se alcanza en ese ámbito un vínculo afectivo incondicional.

Aristóteles, que habla sobre la amistad en su Ética Nicomáquea, habla de los diferentes tipos de relaciones que se crean entre amigos. Lo mismo hace Santo Tomás cuando habla de los diferentes tipos de amores. Y más contemporáneamente lo he escuchado a Julián Marías hablar del tema en alguna conferencia grabada que nos ha dejado. Los tres autores mencionados están de acuerdo en que, en las relaciones humanas, en las afectivas en particular, se dan mucho los vínculos de interés. Y raramente, puede llegarse a tener un vínculo afectivo más fuerte y duradero en el tiempo, sobre todo si el vínculo afectivo con el otro se encuentra en el marco del quid pro quo. Es decir, del interés, del “te doy porque me das”.

El amor gratuito o incondicional, es decir el amor del que habla el apóstol Pablo en su famoso “Himno a la caridad“, sólo se da de modo natural en la familia, donde la consanguinidad, pero no sólo ella, produce este tipo de afecto “más fuerte que la muerte”. Al menos así lo veo y lo siento yo. Al menos así me lo hacen sentir mis hijos y mi esposa con esos pequeños gestos, como el que cuento al principio de este artículo. 

Así me lo hicieron sentir mi padre y mi madre y mis hermanos, con sus defectos y virtudes, tengo que decirlo. Porque es verdad que también en la familia hay problemas, desencuentros, peleas, gritos y reconciliaciones. Pero, desde mi humilde punto de vista, otro refugio donde encontrar un amor totalmente desligado de un interés, no hay. A este amor, Tomás de Aquino lo llamó oblativo, propio del amante que lo da todo y en todo lo que da, se da a sí mismo, y que puede llegar, incluso, a dar la vida por el otro.

Por eso el místico español San Juan De la Cruz dice que “en la tarde de la vida seremos examinados en el amor”. En este tipo de amor, en el amor total, oblativo, incondicional, desinteresado. El amor que solo se mama, se vive y se aprende en el seno del hogar familiar.

Alguno podrá objetarme con cierta razón que hay familias en donde este amor no se da. Y estoy de acuerdo con este planteo. Y pues, lamentablemente, tengo que replicar que las personas, hijos o hijas adultos de esas familias, son esa mayoría de casos de personas con importantes problemas afectivos de madurez e incluso desórdenes psicológicos difíciles de superar. ¿Por qué? Pues porque no tener ese refugio, ese solaz, ese oasis donde uno puede confiar total y absolutamente en otro nos enferma y desequilibra.

Por eso yo agradezco mucho por mi familia. Porque ella es mi único refugio en la tierra. Donde me siento contenido, seguro, equilibrado, sin miedo a nada; y por la cual soy capaz de darlo todo, si se me pidiera.


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