Opinar
Si las orquestas fueran liberales
El pasado mes de noviembre tuvo lugar una mesa redonda en la Facultad sobre Liberalismo y Libertad en la que participaron como ponentes Alfredo Cruz y Montserrat Herrero, profesores de filosofía, y Agustín Laje, doctorando especialista en el tema. Con ocasión de este encuentro Asís Cortés Vidal de Villalonga, estudiante de cuarto curso de Philosophy, Politics & Economics (PPE), ha elaborado una reflexión que nos acerca a esta cuestión política no solo desde el ensayo, si no también desde la metáfora.
Érase una vez un grupo de personas amantes de la música, en el que cada una tocaba algún instrumento. Les gustaba tocar juntos, uniendo los sonidos y melodías de sus diferentes instrumentos, y para ello elegían siempre a uno – normalmente el más experimentado – que se encargaba de coordinarlos a todos para que sonaran como conjunto: el director. A la unión de todos los instrumentos bajo la guía del director le llamaron orquesta. La música era su vida. Desde pequeños habían crecido con ella, la habían aprendido de sus padres y éstos a su vez de los suyos, y así el saber musical se transmitía de generación en generación.
Así funcionaban, hasta que llegó Levi, un director que, aunque era un artista excepcional y había sido elegido por los propios músicos, empezó a desentenderse de sus preferencias, y a utilizarlos para que tocaran las piezas que a él le gustaban sin consultarles previamente. Él no sólo lo decidía todo, sino que también lo imponía: qué piezas tocar, cómo tocarlas y qué hacía cada miembro en cada momento. En un momento dado empezó a expulsar a algunos músicos de la orquesta porque no los consideraba aptos. Aunque la orquesta sonaba bien, los músicos estaban frustrados, pues ya no tenían margen para desarrollar su arte; se limitaban a ejecutar nota por nota lo que Levi decía so pena de ser expulsados también ellos del grupo. El temor inundaba el ambiente, sobre todo a raíz de que Levi decidiera echar a algunos arbitrariamente, ya sin ninguna razón musical de fondo, por puro capricho personal. Los músicos obedecían a Levi porque sabían que si se quedaban fuera de la orquesta no podrían tocar más, y preferían quedarse así como estaban a vivir sin música.
Poco a poco la tensión fue creciendo hasta que una decisión de Levi colmó la paciencia de los músicos: a partir de ahora, él se encargaría de todos los instrumentos. Se los quedaría él, y sería él quien diría a cada uno cuál debía tocar. Ante esta medida del director para tener todo absolutamente controlado los músicos dijeron: “Se acabó. No puede ser que Levi nos prive de nuestro más preciado tesoro: nuestro instrumento. Echémosle y establezcamos nosotros nuestras propias reglas”. Y así hicieron, se pusieron de acuerdo y entre todos cogieron a Levi por la fuerza y lo sacaron del edificio.
Una vez de vuelta, Maximilio, el trompetista, tomó la palabra y dijo: “No puede ser que uno mande sobre los demás; se acabaron los directores, de ahora en adelante mandaremos los músicos”. Todos asintieron, y así, para garantizar que fueran los músicos los soberanos, acordaron una serie de reglas. A partir de ese momento no habría director, sino simplemente un coordinador, encargado de velar por los instrumentos para que estuvieran en condiciones, y de proporcionar a cada músico el instrumento que deseara. Se dieron cuenta de que sin director, ahora podrían elegir ellos qué piezas tocar. Sin embargo, a la hora de decidir, había disparidad de opiniones y resultaba imposible ponerse de acuerdo. Como no querían volver a cometer el error de imponer ningún parecer sobre otro, decidieron que sería mejor que cada uno tocara por su cuenta – aunque dejaran de tocar conjuntamente – a que uno se impusiera sobre los demás. De este modo, ya no habría orquesta propiamente, sino músicos libres, que podían elegir cualquier instrumento y tocar cualquier melodía. Los que querían tocaban con otros y se juntaban, pero siempre en grupos pequeños, en los que aún podían ponerse de acuerdo. En general, todo el mundo tocaba por su cuenta, y si en algún momento alguien molestaba a los demás, el coordinador intervenía. Sólo había una regla: nadie se impondría sobre los demás, y quien lo hiciera sería expulsado ipso facto. Los músicos habían recuperado su libertad creativa. Ya podían tocar la canción quisieran al modo que quisieran; improvisaban la melodía, ya no estaban obligados a leer ninguna partitura ni tocar conforme a ninguna armonía. Se había formado una orquesta liberal.
La semana pasada tuve la suerte de asistir, junto con más de un centenar de alumnos, a la mesa redonda sobre liberalismo y libertad. Esta historia pretende ser una imagen de la reflexión que me sugirió el debate que disfrutamos. Afortunadamente, en la vida real, las orquestas no son liberales. Los músicos se ponen de acuerdo por un director, Cada músico es consciente de que, como tal, puede participar de un bien mayor, una música más perfecta, que la que puede alcanzar por su propia cuenta. La base y la melodía no son una imposición, sino precisamente el espacio en el que comparece la armonía entre instrumentos, inalcanzable individualmente. En música, para que haya contrapunto, es necesario que haya más de una melodía. Sólo en la medida en que cada músico trasciende su preferencia por una nota u otra y toca las notas que le corresponden en el momento; adecuado, la orquesta suena como tal y la música comparece en su más sublime expresión.
La mesa redonda fue un encuentro único, pues pudimos presenciar a Agustín Laje, todo un fenómeno político, sentado en la mesa con dos gigantes filosóficos de la talla de Montserrat Herrero y Alfredo Cruz – él mismo lo calificó de desafío–. El punto de vista de Laje enriqueció claramente el debate, expuso sus argumentos con el apoyo de los continuos gestos de aprobación de la profesora Herrero, su maestra. Y es que sus tesis eran muy parecidas. Montserrat, con la finura terminológica propia de su recorrido filosófico, rehuyó de las etiquetas reduccionistas de “liberalismo” y “libertad”, marcando lo primero como una tradición tan rica en matices como autores la han recorrido, y lo segundo como un concepto cuya importancia requiere diferenciaciones de planos1. En su opinión, con la actual tendencia totalizante del estado, es esencial defender la libertad política: la no intromisión del poder político en asuntos morales, privados. En esta misma línea, Laje, de la mano de Hayek, habló de que hay dos tipos de liberalismo, uno racionalista y totalitario – que no merece propiamente el calificativo de liberal –, y otro empírico, que es el que defendió, que entiende la libertad como ausencia de coacción.
Ante un problema real, como la imposición política por parte del Estado, la tradición liberal propone garantizar una esfera privada de libertades, inalienables por el poder político, del mismo modo que ante la imposición del director de orquesta, Maximiliano y compañía eligieron renunciar a un tocar común. Moral y política quedan separados, la moral como una cuestión privada, y la política como un mecanismo que se encarga de garantizar los derechos individuales.
En contraposición, don Alfredo reivindicó que el desagrado con lo político, que es a fin de cuentas el ámbito de lo público, lo que nos incumbe a todos, no puede tener como respuesta desentenderse de lo público sino precisamente querer participar activamente en su configuración. La libertad liberal, como ausencia de coacción, se trata de una libertad en sentido negativo, y tiene como problema que convierte en trivial todo aquello que somete a elección. No se puede separar moral y política porque toda decisión busca un bien, y por tanto es moral. Si, en lugar de entender la libertad como la elección de un bien, en sentido positivo, se entiende únicamente como ausencia de coacción, una vez se consigue no estar coaccionado, ya da igual elegir una cosa u otra. Esa ausencia de coacción es un fin en sí mismo. En su reducción al absurdo, esta libertad en sentido negativo – decía Alfredo – idiotiza al elector, pues, en lugar de aspirar al bien, se contenta con poder elegir sin coacción entre trivialidad. Elijo libremente, pero elijo entre marcas de detergente. Si en una orquesta no se decide en común qué pieza se va a tocar y se deja a la espontaneidad de cada instrumentista, la decisión sobre qué nota tocar se convierte en trivial. Ya da igual una nota u otra. El punto clave en la teoría del profesor Cruz es la noción de bien común, y es que el ser humano, como ser social por naturaleza, está llamado a bienes que superan su bien particular, del mismo modo que un músico está llamado a poder tocar con otros músicos y conseguir entre todos el bien común de una sinfonía, bien inalcanzable individualmente.
A raíz de la mesa redonda, podría haber dedicado estas líneas a reivindicar la verdadera universidad, que es la que va más allá de las fronteras de los créditos y las obligaciones; que supone toda una actitud vital, marcada por la búsqueda de la verdad, y por tanto también del bien y la belleza. Podría también haber aprovechado para plantear aquí si sigue vivo o no este genuino espíritu universitario, y aunque la cuestión que daba título a la mesa redonda era si eran compatibles el liberalismo y la libertad, el Aula Magna, llena hasta la bandera, se encargó de contestar que sí, que el espíritu universitario sigue más vivo que nunca – vivito y coleando–. En la misma línea, podría haber lanzado una serie de preguntas al aire: ¿por qué no montamos más mesas redondas?, o ¿qué haremos cuando los alumnos con iniciativas no sigan en nuestra Universidad?, y animar a los demás estudiantes a aprovechar la universidad como espacio entre profesores y alumnos, donde comparecen el saber y las ganas de aprender. “Sólo trascendiendo la esfera de las exigencias de las asignatura moveremos a los profesores a ir también más allá y que así nos acompañen en el apasionante viaje saber”, hubiera quedado bien, ¿no? Es verdad, podría haber tratado estas cuestiones, y de hecho esa fue mi intención primera, pero sucedió que, el mismo día que tenía que enviar esta reseña de la mesa redonda, acudí al concierto de la Orquesta Sinfónica de la Universidad, y mientras les escuchaba tocar, una idea me conquistó: menos mal que las orquestas no son liberales.
1 En este sentido habló de la libertad ontológica – como apertura del ser humano a contrarios –, la libertad de elección – entendida como la capacidad de ejercer esa libertad ontológica –, la libertad moral – entendida como la elección del bien –, y por último la libertad política – como la posibilidad de participar en la vida política –.
¿Te ha gustado el artículo? ¡Seguro que te interesan alguno de nuestros grados!