Opinar
Sufrir solo, duele
Vuelve Juan Pablo Viola, doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Esta vez
nos trae un artículo para reflexionar acerca del sufrimiento, dolor y duelo como
consecuencia de la pandemia de Covid.
Esta pandemia nos ha hecho atravesar experiencias de dolor y angustia de todo tipo, y seguimos en ello. En muchos casos en carne propia, como consecuencia de un confinamiento duro de consecuencias económicas desastrosas, y en demasiados casos, muy dolorosos, por la pérdida de algún ser querido. El coronavirus ha puesto en evidencia nuevamente que hay episodios de la vida que nos hieren, ya sea a nivel físico o emocional.
Ante cualquier vivencia física o emocional lesiva el sistema nervioso envía impulsos al cerebro de incomodidad. Una de sus características más peculiares es que no podemos adaptarnos a él, no podemos evitarlo. El arañazo del dolor vulnera nuestra humanidad, nos genera displacer e inquietud, y por tanto, nadie queda impasivo ante su mordedura.
Ahora bien, podemos hacer aquí una importante distinción: hay otro dolor para el caso del hombre que va más allá de lo biológico. Es el sufrimiento. Sufrir es decidir la vivencia interior y personalísima del dolor. Por eso, se puede afirmar que hay un solo tipo de dolor, pero tantas formas de sufrir como individuos.
Por esta razón, durante las cuarentenas a causa del COVID hubo quienes reaccionaron mal. Se deprimieron, no pudieron soportar la enfermedad, no toleraron la desaparición de un amigo o ser querido cercano, se aislaron, se enojaron con las instituciones estatales y su manejo de la crisis, se inventaron las teorías conspiranoicas más disparatadas, y un largo etcétera.
Sin embargo, hubo otros que se ofrecieron de voluntarios, se solidarizaron sin importarles el peligro de enfermar, actuaron con rapidez y estrategia, aprovecharon el tiempo para crear o para reencontrarse con su familia. ¿Por qué sucedió así? Porque el homo sapiens sapiens no es una especie más. Sus habilidades para afrontar la adversidad son infinitamente superiores a las de cualquier otro ser vivo.
El ser humano tiene voluntad para ser libre y responsabilidad para asumir lo que hacemos. Así podemos decir que sufrir es elegir cómo afrontamos el dolor. Nadie decide padecer por cuenta propia, pero sí puede elegir cómo hacerlo. Si el dolor se calma con analgésicos, el sufrimiento vivido con sentido nos educa.
Un filósofo antiguo, Anacarsis el Escita, de la época de Solón (bastante olvidado por los manuales de filosofía) decía algo bastante curioso: “Es un gran mal el no poder sufrir mal alguno, y es menester sufrir, para sufrir menos”. Y de aquí deducimos algo importante: “a sufrir se aprende sufriendo”, no hay “remedio”.
Una última idea a la que quería llegar con toda mi argumentación. Si bien es cierto que esta facultad de elegir cómo sufrimos es algo sorprendente en un ser vivo superior, en el caso del hombre, con aprender a adueñarnos de nuestro dolor moral no alcanza. No podemos sobrellevar solos ese dolor que se siente en el alma. Al menos, no por mucho tiempo. Y a esta conclusión no he llegado solo a través de la experiencia ordinaria: los ensayos del Dr. Waldinger en Harvard lo demuestran de diversas maneras.
Como ya lo dijimos antes, para el dolor las píldoras, pero para el sufrimiento los demás: la amiga, la madre, el hermano, el abuelo. Dios, pero ese Dios siempre encarnado en el otro, que para el creyente puede ser el sacerdote, la monja que cuida enfermos, el mediador. En soledad nos marchitamos rápido, nos derrumbamos como un castillo de arena, no le hallamos sentido al dolor físico.
Por eso: peor que la molestia física, la tragedia de sufrir en soledad. La soledad nos deja absolutamente ex-puestos a nuestra vulnerabilidad esencial. ¿Y por qué el que me acompaña es el mejor lenitivo para mi dolor? Porque con su rostro sin voz me conmina: “Mi persona se com-padece de ti”. Y ese “padecer con” es, en cierto modo, el milagro de la redención del sufrimiento humano.
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