Pensar
Margaret Thatcher
“Aquí estoy ante vosotros esta noche, en mi vestido de gasa
color Estrella Roja, mi cara ligeramente maquillada
y mi cabello rubio ondulado con delicadeza.
La Dama de Hierro del mundo occidental…”
Como otros estadistas europeos de la segunda mitad del siglo XX (por ejemplo, Konrad Adenauer en la República Federal Alemana o Charles de Gaulle en Francia), Margaret Thatcher fijó su misión en la reconstrucción de su país. Pero a diferencia de Adenauer o de de Gaulle, líderes de dos países derrotados en la Segunda Guerra Mundial, para quienes reconstruir significaba reedificar la nación y poner de nuevo en pie un Estado, para Thatcher, casi tres décadas más tarde, reconstruir significaba sanar a su país por dentro, librarlo de lo que consideraba eran las causas de la esclerosis que aquejaba a la sociedad británica desde 1945 y que amenazaba con destruirla.
Otra notoria diferencia que distinguía a Thatcher de los otros dos estadistas citados procedía, claro está, de su condición femenina. Que Margaret fuera Margaret -esto es, una mujer- fue un dato que no pasó inadvertido ante nadie, pero que a un nivel popular nunca fue motivo de clara antipatía y menos aún de rechazo. Otra cosa muy distinta fueron las reacciones de aversión y profundo disgusto que la figura femenina de Thatcher despertó en dos sectores muy significados de la opinión pública británica de aquellos años: el formado en torno al machismo fuertemente dominante en la clase política británica y el representado por un lobby-feminista de izquierdas, doblemente resentido por la condición derechista de Thatcher y por su declarada adhesión a los “valores convencionales” ingleses. Por otro lado, no es fácil determinar hasta qué punto, entre los colaboradores más íntimos de Thatcher, pervivió hasta el final un residuo de resentimiento hacia su persona por haber roto con una larga tradición de liderazgo masculino en la política británica. No obstante, a este respecto iba a ser muy reveladora la fuerte sensación de alivio que entre muchos de sus colegas del Gobierno y del Partido Conservador produjo en 1990 la noticia de la decisión de Thatcher de poner fin a su carrera política.
Pero la controversia iba a perseguir a Margaret Thatcher durante toda su vida. No sólo por lo que era y representaba –una mujer metida en política-, también por lo que decía y hacía. Para muchos de sus partidarios, en especial para la generación más joven del conservadurismo británico, las medidas políticas que puso en marcha representaban un todo coherente que, a modo de sistema o ideología más o menos estructurada, se estaba exportando a otros países occidentales –especialmente a los Estados Unidos durante el mandato de Ronald Reagan. Para los anti-thatcheristas de la izquierda las cosas eran totalmente diferentes. Pues, aun admitiendo su fuerte personalidad y carisma, pensaban que Thatcher tampoco era para tanto; que la Primera Ministra se limitaba a seguir con poco criterio propio las recetas más polémicas y radicales de un conjunto de economistas neoliberales, como el norteamericano Milton Friedman o los austriacos Friedrich Hayek y Ludwig von Misses, caracterizados todos ellos por su fanatismo anti-Estado y por su adoración, igualmente fanática, al mercado y al dinero.
Sin embargo, al margen del juicio que con mayor o menor justificación, quepa atribuir a su acción política, una cosa parece clara: Margaret Thatcher no fue una política de coyunturas. Desde el principio hasta el final impulsó un programa socio-económico de restauración. De restauración de la confianza de la Nación en sí misma, y de recuperación del prestigio internacional del Reino Unido, en primer lugar. Y, en segundo lugar, de restauración o de restitución a la sociedad británica de aquellos derechos y aquellas competencias que habían sido “confiscadas” (diría ella) o monopolizadas por el Estado desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Para quien iba a ser conocida como la dama de hierro, llevar adelante esa labor de restauración implicaba la ejecución de una serie de medidas:
2. el pago de la deuda pública y de la deuda exterior; 3. “la devolución de su dinero a la gente” mediante una fuerte reducción fiscal (para que los ciudadanos hicieran el uso del mismo que cada uno estimara oportuno); 4. la desnacionalización, y posterior privatización, de las empresas nacionalizadas por el Estado durante la postguerra; 5. la cesión a los ciudadanos de las viviendas públicas por las que éstos estaban pagando una renta al Estado; 6. el desmantelamiento de la red de instituciones e instrumentos de los que se servía el Estado para intervenir en la economía y en los mercados (particularmente los sindicatos y otras organizaciones corporativas). |
Todas estas medidas se dirigieron a poner fin al intervencionismo estatal. Es decir, a los excesos estatistas introducidos en la sociedad y en la economía británica al calor del llamado consenso de posguerra pactado entre laboristas y conservadores, vigente durante los últimos 30 años. Las políticas nacidas de ese consenso constituían para Thatcher el enemigo.
A lo largo de su trayectoria, Margaret Thatcher iba a batir muchas marcas –aparte naturalmente de ser la primera mujer Primera Ministra del Reino Unido-. También fue la persona en ostentar el cargo de Premier con mejor salud y mayor fortaleza física en toda la historia moderna británica, como demuestra el hecho de figurar como el Primer Ministro con menos horas de trabajo perdidas por baja laboral. También en lo tocante a asuntos de salud, Thatcher fue merecedora del apelativo de dama de hierro que universalmente le atribuyeron tantos analistas y periodistas (no siempre con buena intención). Las marcas que fue batiendo en su trayectoria no se quedaron ahí. También fue el Primer Ministro con mayor permanencia en ese cargo. Además de ser asimismo el que logró mayor número de victorias electorales.
Aparte del autocontrol en el público, se nota que la Iron Lady —o los que le escribían los discursos— poseía de un sentido de humor vivo, ágil y delicado, según las buenas tradiciones inglesas. Empieza así su famoso discurso sobre el creciente militarismo de la URSS, diciendo:
“I stand before you tonight in my Red Star chiffon evening gown, my face softly made out and my fair hair gently waved. The Iron Lady of the Western World…”
‘Aquí estoy ante vosotros esta noche, en mi vestido de gasa color Estrella Roja, mi cara ligeramente maquillada y mi cabello rubio ondulado con delicadeza. La Dama de Hierro del mundo occidental…’
Una incomparable fuerza de carácter, un formidable empeño y una legendaria capacidad de aguante permitieron a Thatcher lograr sus objetivos. Pero hubo algo más. Al igual de lo que ocurriera con otras grandes figuras del siglo XX, como el mencionado de Gaulle o el mismísimo Winston S. Churchill, Thatcher supo aprovechar su suerte y sacar la mejor de las tajadas de las circunstancias de fortuna que se le presentaron. Las circunstancias que le llevaron a hacerse con la dirección del Partido Conservador en 1975 ofrecen un ejemplo muy ilustrativo de su habilidad para evitar incurrir en los errores de cálculo de sus adversarios y competidores, así como para sacar provecho de las oportunidades sobrevenidas. Todo ello pese a tener que partir de una posición inicial de clara desventaja. En efecto, al rememorar este acontecimiento, todavía sorprende que una mujer que carecía de apoyos en el muy masculino sanctasanctórum del conservadurismo británico lograra hacerse con la jefatura del partido para, a renglón seguido, revolucionar a ese mismo conservadurismo británico, tan tradicional y tan jerárquico. Sin embargo, a la altura de febrero de 1975, el Partido Conservador se hallaba tan desmoralizado por las dos derrotas electorales que sucesivamente había cosechado frente a sus rivales laborista, y estaba tan dividido por la dimisión de su anterior líder, Edward Heath, que ninguno de los sucesores naturales de Heath fue capaz de reunir los arrestos necesarios para presentar su candidatura a la jefatura del partido. Sin embargo, contra todo pronóstico, y ante la sorpresa de todos, Margaret Thatcher sí lo hizo. Y no sólo logró hacerse con la dirección del Partido Conservador, sino que demostró tener la fuerza suficiente para hacer ganar a los conservadores en las elecciones generales de 1979 y de paso poner patas arriba toda la política británica.
Algunos fragmentos de cómo la Dama de Hierro rige las ruidosas y caóticas reuniones del parlamento británico. Un control sin duda alguna admirable.
Así pues, el 4 de mayo de 1979 Thatcher se convertía en la nueva inquilina de Downing Street. Como ya se ha indicado, su jefatura en el gobierno se prolongó hasta 1990. Durante esa larga década iba a introducir un profundo cambio en la manera hasta entonces vigente de entender cómo el Estado y el Gobierno habían de actuar en la sociedad. En relación a este punto, se cuenta que al principio de su mandato, en una reunión con sus colegas de partido, exhibió Thatcher un libro de tapa dura que llevaba el título de La constitución de la libertad, del cual era autor el antes mencionado economista neoliberal Friedrich Hayek. Una vez mostrado el libro, la Primera Ministra exclamó: This is what we believe in!!! Apoyada en ideas como las de Hayek, pero también actuando a través de sus propias convicciones, y mediante su incuestionable liderazgo y su seductora oratoria, Margaret Thatcher, la hija del tendero de Grantham, iba a protagonizar lo que no pocos analistas denominaron la “Revolución Conservadora”. Nadie como ella fue capaz de hacer cambiar el rumbo que había tomado el Reino Unido hacía más de tres décadas. También como muy pocos demostró la dama de hierro saber cómo entusiasmar a sus numerosísimos partidarios y hacer enmudecer –cuando no achantar- a sus asimismo no escasos detractores.
Por su puesto que no todo en Thatcher fueron aciertos. También hubo errores. Y cabe atribuir a su figura algún legado que otro más o menos, digamos, dudoso. Por ejemplo, el que se derivó de su machacona insistencia en que había que mirar favorablemente a los mercados y a uno mismo y con suspicacia al Estado. Con esa afirmación, quizás sin pretenderlo, Thatcher contribuyó a que se extendiera la idea de que “la política es el problema y la economía la respuesta”. Los efectos perniciosos de esa creencia han quedado sobradamente a la vista con el paso de los años.
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Alvaro Ferrary. Especialista en la Historia Contemporánea, profesor de Historia en la Universidad de Navarra. (Marzo 4, 2020)