Entrevista con el Profesor Evandro Agazzi
Autor: Santiago Collado
La relación ciencia-fe fue el tema tratado en el seminario impartido por el Prof. Agazzi en el Grupo de Investigación Interdisciplinar sobre "Ciencia, Razón y Fe" (CRYF).
El Prof. Agazzi es actualmente Profesor Ordinario de filosofía de la ciencia en la Universidad de Génova, Presidente de la Academia Internacional de Filosofía de la Ciencia (Bruselas), Presidente Honorario de la Federación Internacional de Sociedades Filosóficas (FISP), Presidente Honorario del Instituto Internacional de Filosofía (París) y de otras instituciones académicas en diferentes países. Ha participado como autor, coautor o editor en más de 60 libros y en más de 600 artículos, en estos últimos se incluyen sus contribuciones en diversos libros, antologías, enciclopedias y revistas científicas.
Esta entrevista se centra en algunos temas tratados en el seminario.
El nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII parece estar marcado por su enfrentamiento con la religión. ¿Es este enfrentamiento inevitable?
En realidad, la antirreligiosidad que parece estar asociada a la ciencia moderna no es algo intrínseco a la misma ciencia. Lo que ocurre con el nacimiento de la ciencia no es sino la reedición de una "inclinación antirreligiosa" que recorre gran parte de la historia. Es cierto que con el método que se abre paso en la nueva ciencia, dicha "inclinación" cuenta desde ese momento con armas nuevas, pero la actitud polémica contra la religión ha existido siempre. Pienso, por tanto, que era inevitable que se produjera el enfrentamiento al que usted se refiere, pero su raíz no obedece a causas internas al método científico.
¿A qué se debe que esa "inclinación antirreligiosa" pueda contar como aliada con la ciencia moderna? Si la ciencia se ocupa de verdades, ¿cómo es posible que pueda ser esgrimida contra la religión?
Realmente usted plantea una pregunta que no es fácil de contestar en pocas palabras. En cualquier caso trataré de ser breve y, en consecuencia, dada la complejidad del tema, la respuesta será necesariamente incompleta.
Me parece que es importante destacar, como argumento en contra de una oposición intrínseca entre ciencia y religión, algo que es bien conocido: los creadores de la ciencia moderna, los primeros grandes científicos, también ocurre con los más importantes del siglo XX, eran personas religiosas, vivían su fe. No fueron ellos, salvo raras excepciones, los que empuñaron los argumentos de la ciencia en contra de la religión. En aquellos primeros científicos, y también entre los intelectuales de su tiempo, podemos reconocer, más bien, un intento de armonizar los resultados de sus investigaciones con las afirmaciones provenientes de su fe religiosa. En realidad, lo que podemos constatar desde nuestra perspectiva histórica, es que había una cierta incomprensión del alcance, y también de las limitaciones, del método que estaban inventando. Esa incomprensión, junto con los logros patentes de la nueva ciencia, era una nueva oportunidad para reivindicar, de una manera polémica, el triunfo de la ciencia y la razón frente a la fe.
No es este el lugar para hacer un análisis histórico y sociológico detenido, pero sí parece claro que hay una serie de prejuicios que se abren paso en la época moderna al amparo de la ciencia y que son el cauce de dicho enfrentamiento. Yo los clasificaría en tres categorías:
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El problema de la verdad. La ciencia se impone como el modo indiscutible de conocer la verdad. La religión contiene falsedades que la ciencia va desvelando. Incluso los milagros son explicables de un modo científico.
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La ciencia promueve la actitud crítica en oposición al dogmatismo que supuestamente impondría la fe. En ese momento se tiende a identificar una actitud de fe con la aceptación de supersticiones.
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Libertad de pensamiento. El espíritu crítico que se defiende en aquellos momentos va más allá del uso de razonamientos que permitan aceptar o refutar una afirmación, lo que se persigue es establecer una independencia completa respecto de cualquier tipo de autoridad en el ámbito cognoscitivo. Se acusa a la religión de pretender ejercer un control y censura también fuera de los ámbitos que podrìa defender como propios.
Me parece claro que la raíz del enfrentamiento no es, por tanto, de carácter científico sino ideológico.
Ha dicho que los primeros científicos buscaban armonizar los resultados de la ciencia con los contenidos de su fe. ¿Qué caminos siguieron y que resultados obtuvieron?
El fondo del problema, en mi opinión, está en el establecimiento de dos polos que se han presentado a veces como incompatibles. La cuestión es si puedo creer –el saber de la fe- sin tener que renunciar a saber racionalmente. Como puede comprender, este problema sigue siendo hoy tanto o más vigente que entonces. Es claro que en el inicio del cristianismo, y durante muchos siglos después, la primacía del saber recaía sobre la fe. El problema entonces era conseguir las categorías racionales que permitieran expresar un saber que se consideraba netamente superior al saber proporcionado por la razón humana, por los filósofos. Lo que se pretendía era transmitir sin traicionar su contenido, de la manera más universal posible, el conocimiento aportado por la revelación. El gran aliado y el instrumento más eficaz para acometer esta tarea, desde el punto de vista intelectual, era la Filosofía.
En el mundo occidental del siglo XVII, con un escenario tan distinto al anterior, la primacía de la fe es todavía incuestionable para la gran mayoría de los intelectuales. Más aún, muchos científicos de entonces veían en el avance de la ciencia una fuente fecunda de inspiración apologética. No faltaron incluso representantes de la cultura católica del momento que saludaron con júbilo a la nueva ciencia. El cardenal de Bérulle, por ejemplo, animó abiertamente al joven Descartes a que llevara a cabo la reforma de la Filosofía que propugnaba y que parecía tan conveniente en ese momento. El argumento del "Dios relojero" del cardenal Bossuet es también un claro ejemplo de lo que estamos diciendo. No obstante, muchos de ellos vieron ensombrecerse sus expectativas a la vuelta de muy pocos años.
¿Cómo conseguir armonizar la nueva Filosofía -la ciencia- y la fe?
En realidad, la aspiración de fondo que contenía esta pregunta ya no era, como en los primeros siglos del cristianismo, expresar la riqueza de los contenidos de la fe en categorías racionales que fueran validas para cualquier cultura, sino el poner de manifiesto la compatibilidad entre ciencia y fe. Sin que fuera algo explícito, se trataba ahora de poner a salvo la fe del avance imparable de la ciencia. A esto parecía haber quedado reducida la pretendida armonía entre fe y ciencia. Por otra parte, para muchos, el nuevo saber estaría en condiciones de dar respuesta, cada vez más completa y racional, a todo lo que anteriormente estaba sustentado sólo por creencias religiosas.
De esta manera, la búsqueda de la armonía desde la posición preeminente de la fe, se transforma en una defensa de la fe que pretende llevarse a cabo con las armas de la ciencia. En todo este proceso se ve con claridad cómo actúa de una manera determinante la incomprensión de lo que es y de lo que da de sí el método científico.
La actitud de Descartes es paradigmática en el proceso que estamos describiendo. Por un lado el filósofo francés defiende el tradicional primado de la metafísica, propone una nueva prueba de la existencia de Dios, asigna una supremacía absoluta a la esfera del espíritu, la moral y las instituciones tradicionales. Por otro lado confía a las categorías proporcionadas por la nueva ciencia, y al método matemático en el que tienen su principal apoyo, la interpretación de lo que ocurre en el mundo sensible y la construcción de una síntesis cosmológica. La armonía, en este caso, se ha conseguido a través de la separación de dos ámbitos en los cuales pueden moverse a sus anchas el mundo de la ciencia y el mundo de la fe. Si la religión y la ciencia pertenecen a esferas incomunicables, la defensa de la fe está asegurada.
Este modo de afrontar el problema de la armonía entre la ciencia y la fe era netamente insuficiente y los problemas no podían tardar en aparecer. Un ejemplo que expresa perfectamente el punto al que se llega con estos planteamientos es el famoso episodio protagonizado por Napoleón y Laplace: Cuando el científico explicó al ilustre oyente las líneas generales de su cosmología, este le preguntó que puesto había reservado a Dios en su sistema. La repuesta de Laplace fue "no he tenido necesidad de esa hipótesis". Esta frase condensa el espíritu de una corriente filosófica coherente con el paisaje que acabamos de esbozar y que vemos nacer en ese momento: el Positivismo.
¿Se ha conseguido superar esa visión bipolar de la ciencia y la fe en nuestros días?
El Positivismo ha experimentado sucesivas versiones durante los últimos siglos. Los espiritualismos, el vitalismo, el cientificismo y los diversos deísmos son una consecuencia clara de la escisión entre la razón y la fe que, en su origen, se remonta a algunos siglos antes de la aparición de la ciencia moderna; concretamente la podemos asociar al Nominalismo. Sus consecuencias me parece que siguen vivas en nuestros días. Pienso que la encíclica "Fe y Razón" de Juan Pablo II es una llamada a cerrar la grieta abierta por estos planteamientos entre la fe y la razón, aunque aquí nos estamos refiriendo más específicamente a una parcela de la razón que es la ciencia. Conseguir esta soldadura exige, en el ámbito de la ciencia, seguir trabajando por profundizar en la comprensión del método científico y concederle el lugar que le corresponde en el marco más amplio de la racionalidad. Pienso que se han dado pasos importantes en los últimos años. La creación de grupos interdisciplinares, por ejemplo, puede ayudar en la realización de esta tarea que todavía queda pendiente. Hace falta llegar a la raíz de estos problemas, de lo contrario serían simplemente pospuestos y reaparecerán antes o después de maneras diversas y con distintos títulos.
¿Piensa que la ciencia actual permite, como lo intentaron los primeros científicos, alcanzar mejor la deseada armonía entre ciencia y fe?
El peligro sigue siendo el mismo de entonces. También en la actualidad se constata la dificultad que tiene escapar a la tentación de reducir armonía a defensa. Hoy en día, como en los comienzos de la ciencia moderna, los conocimientos científicos que vamos alcanzando, no suponen un obstáculo para admitir el conocimiento que proporciona la fe: no hay que renunciar a la fe para ser hombres de ciencia. El ensancharse de la ciencia no hace sino poner de manifiesto que también se agrandan los límites de lo que no llegamos a conocer. Saber más es también saber que hay muchas más cosas que quedan por conocer. La ciencia ofrece respuestas pero, al mismo tiempo, permite comprender mejor la profundidad de los misterios con los que siempre se ha medido la razón humana. A finales del siglo XIX no eran pocos los que anunciaban el fin ya cercano de la Física, que entonces constituía el paradigma de lo que puede ser llamado científico. Se pensaba que estábamos en condiciones de alcanzar una comprensión global, y no sólo global sino completa, del Cosmos. Hoy, junto con el espectacular progreso de la ciencia, esa ilusión parece más que nunca un espejismo. Es necesario comprender bien qué se quiere decir con armonía: ni separación absoluta de ámbitos como modo de mutua defensa, ni confusión metodológica que nos llevaría a unas consecuencias parecidas. No es el conocimiento científico el que nos permite establecer la mencionada armonía, sino nuestra comprensión de la ciencia y su método lo que nos permite establecer vías de tránsito entre las distintas disciplinas, con el mutuo enriquecimiento que esa comunicación lleva consigo.
Esto que está diciendo ¿no lleva a reclamar el papel que corresponde a la Filosofía en la comprensión de la Naturaleza?
Efectivamente, todo intento de reducir el conocimiento a pura ciencia como de reducir la realidad a lo que nos ofrece de ella el positivismo, en cualquiera de sus versiones, está condenada al fracaso. El Circulo de Viena fue un intento de rescatar al positivismo apoyándolo sobre la base de una ciencia renovada, lo que consideraban el único modo fiable de conocimiento de la realidad. Su intento se mueve dentro de esa "inclinación antirreligiosa" de la que hablábamos al principio, tampoco escapa a los prejuicios que se abren paso en la época moderna y que clasificamos en tres categorías. En los promotores del Neopositivismo es explícito el rechazo de la metafísica. Consideran que la metafísica sólo sirve para dar la razón a la religión. Los primeros positivistas, al menos, querían encontrar argumentos racionales que dieran razón de por qué Dios no era necesario para explicar el mundo. Dios no hace falta en esa explicación porque el mundo se explica por sí mismo. El neopositivismo, en realidad tiene menos pretensiones, simplemente acusa a la metafísica de proponer afirmaciones insensatas. Es paradójico cómo un "exceso" de racionalidad conduce a su rechazo, a su disolución en el cientificismo neopositivista.
A pesar de todo lo dicho, en la actualidad sigue haciéndose Filosofía de la Naturaleza. Más aún, se siguen planteando las mismas cuestiones que ocuparon las reflexiones de los metafísicos de la antigüedad y medievales. Aunque no se llame metafísica, muchos autores siguen retomando los temas de los que se ocupaba la vieja metafísica. También es verdad que a veces estos temas se plantean sin la sutileza que los maestros de la metafísica alcanzaron. Hoy estamos en condiciones de comprender mucho mejor hasta qué punto se reclaman mutuamente la ciencia, la razón y la fe. En esta colaboración, la filosofía desempeña un papel muy importante. Pero hablar de esto nos llevaría muy lejos.