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La espiritualidad del ser humano
Autor: Sergio Sánchez-Migalló
Publicado en: Publicado en Rafael Fayos Febrer (ed.), Razón de la Universidad, CEU Ediciones, Madrid, 2015, pp. 77-89.
Fecha de publicación: 2015
En el contexto de esta obra sobre la universidad, no podía faltar la reflexión sobre la ciencia experimental como insertada en la universidad y, por tanto, su relación con otros saberes. Pues bien, aquí lo hacemos a la luz de una conferencia –titulada "El espíritu científico y la fe religiosa" *(1)– de ese gran universitario, humanista y cristiano que fue Manuel García Morente*(2). Como es habitual en sus escritos, García Morente toma ocasión de los motivos más circunstanciales para adentrarse enseguida en el meollo del problema en cuestión y de un modo siempre original. Lo cual permite prolongar y ampliar un pensamiento perenne, como se intentará aquí.
1. El científico ante la fe religiosa
Ya de entrada, seguramente sorprenda la actitud que este discípulo de Ortega destaca –con cierto acento retóricamente polémico– en el científico que recela de la fe religiosa (que naturalmente no tiene por qué ser, ni mucho menos, todo científico). Según él, tal científico tiene, ante la fe, fundamentalmente miedo. No miedo tanto a la religión como tal (a la que probablemente mira con menosprecio o incluso con la compasión de quien tolera un ingenuo engaño), cuanto a que la aceptación de esa fe le exija renunciar a su ciencia. Tiene miedo a que, si cree, deba abrazar una verdad que desplace la verdad de la ciencia y, con ella, su prestigio como investigador experimental *(3).
Desde luego, Morente describe una situación muy concreta: la situación de un científico que se encuentra ya ante la fe, en la tesitura de aceptar –y sin decidirse a hacerlo– un contenido de fe ya conocido. Pero que igualmente puede valer para quien conoce sólo de lejos la doctrina religiosa cristiana (no consideramos aquí el contenido de otras religiones), pues basta que sepa que la religión propone una verdad sobrenatural, metaempírica. E incluso vale también, curiosamente sin embargo, para el científico que dice creer sin creer verdaderamente. En efecto, no es rara la incoherente posición de quien dice creer la fe religiosa y a la vez sostener la verdad científica pero sin hacerse problema de su real compatibilidad. Tal investigador supuestamente no entra, por miedo, en el problema de cómo cree y hace ciencia a la vez. Si persiste en la renuncia a pensar esa dualidad cognoscitiva, acabará llevando una suerte de doble vida; más aún, en realidad no creerá. Y resulta paradójico –y triste para los que creemos– que no es infrecuente encontrarse con que precisamente algunos no creyentes captan mejor lo exigente de la fe que muchos creyentes. Pues, ciertamente, la fe religiosa no es un mero sentimiento que remite a unos contenidos de dudosa realidad sólo eficaces como ocasional consuelo. No; abrazar la fe es abrazar conocimientos, contenidos tenidos por reales y verdaderos –por más que tal adhesión sea definitivamente movida por confianza amorosa–. Creer es creer en una verdad creída y que, por tanto, no puede eludir el problema de otras verdades, en este caso la científica. Y tampoco valdría el recurso a una especie de verdades paralelas, como si la verdad de la ciencia y la verdad de la fe se refirieran a esferas que no se tocan, pues no es así. La fe no sólo habla de lo invisible, sino también de realidades que conocemos parcialmente por experiencia sensible (el ser humano, acciones suyas que vemos, el espectáculo del mundo,...) y asimismo de que Dios puede intervenir, e interviene de hecho, en este mundo material. Pero, sobre todo, lo decisivo es que la fe entraña una actitud ante la verdad radicalmente distinta de la manejada en la ciencia experimental. La fe habla de una verdad no sensible –aunque pueda afectar, insistimos, a lo sensible–, no experimentable, no demostrable en un laboratorio; es decir, todo lo contrario de lo que un cientificista requiere como verdadero. Y Morente se da cuenta perfectamente de la antinomia, plantea radicalmente el problema de la oposición que cabe ver entre ambas clases de verdad.
Pues bien, ¿cuáles son las raíces o motivos de tal posible actitud recelosa o suspicaz? Acaso rastreando sus orígenes podamos ganar claridad sobre su naturaleza, a veces oscura por enquistada. En las reflexiones de nuestro autor se adivinan dos motivos. Uno voluntario y otro intelectual, por así decir.
En primer lugar, uno voluntario. En él se mezcla el miedo y el orgullo: el miedo a perder la seguridad y prestigio logrados por la ciencia experimental; y el orgullo de no querer abandonar el papel de suprema autoridad social –de poder, finalmente– en lo tocante a la verdad, así como de resistirse a entregar la verificación de lo creído a una autoridad en lugar de comprobarlo en primera persona. Cuando este es el caso, el diálogo racional se vuelve casi imposible. Ya no rigen las razones, sino las pasiones. Es conocido que el miedo y el orgullo (o afán de poder) pueden desencadenar reacciones irracionales, en este caso contra la religión. Pero precisamente la religión –específicamente la cristiana– tiene la capacidad, no de reprimir y tergiversar (como quiere Nietzsche) esas emociones, por otra parte tan humanas, sino de transformarlas beneficiosamente, de encauzarlas y de sublimarlas *(4). Lo cual supone recorrer un camino más hondo y amplio que el de la argumentación racional.
En segundo lugar, un motivo intelectual o racional, es decir, unos argumentos. En cada caso habrá que ver la relación entre este género de motivos y el anterior; es decir, si una posición voluntaria mueve a buscar justificaciones teóricas o si, al revés, ciertos razonamientos terminan engendrando actitudes vitales y emocionales. Ambos procesos son posibles y complementarios, a tenor de la unidad psicológica humana y de la personal biografía de cada espíritu. Sea como fuere, Morente señala dos argumentos intelectuales o propositivos: uno, que la religión es anacrónica y que ya hoy, con el avance de la historia, no nos sirve en absoluto; y otro, que la religión y la ciencia suponen modos de pensar totalmente distintos, opuestos, incompatibles e irreconciliables. Veamos más despacio –de la mano de nuestro autor– estas dos tesis.
2. Religión e historia; la cuestión de los valores
Según el científico receloso de la religión, ésta no avanza con la historia. La religión pudo ser útil antaño, cuando faltaban otras explicaciones. Pero ahora, con las respuestas de que disponemos, aquellas que la religión nos proporcionaba resultan incluso ridículas y en todo caso superfluas. Sin embargo, a Morente le parece fácil rebatir esta tesis, pues ve en la religión los elementos suficientes para elaborar una filosofía de la historia y, así, entrar con pleno derecho en el curso de la historia permaneciendo siempre actual *(5).
En primer lugar, la religión posee un esquema coherente y completo de la historia, con un comienzo, un desarrollo y un final; a saber, la creación, la redención y la recapitulación. La religión afirma la historia, la recorre con plena conciencia de su desarrollo. De este modo, le dota de un sentido teleológico, en el polo opuesto del mero devenir o del eterno retorno típicos del paganismo precristiano y con frecuencia mítico. En segundo lugar, el cristianismo señala un ideal de perfección humana, personal y colectiva, que se caracteriza además como deber universal. En efecto, tal ideal, el de la santidad –nada menos que ser perfecto "como vuestro Padre Celestial es perfecto" (Mt 5,48)–, se propone como meta que debe perseguirse sin desmayo ni demora, confiada y perseverantemente. Y un anhelo así definido constituye un auténtico motor de mejora, de progreso, de perfeccionamiento de uno mismo y de la comunidad en que se vive; o sea, viene a ser el motor de la historia. Finalmente, en tercer lugar, la doctrina cristiana ve como uno de sus pilares la tradición, esto es, la transmisión viva de testimonio y contenidos. Una mixtura de continuidad y renovación que permite mantener una identidad y a la vez adaptarse a las sucesivas circunstancias cambiantes. Pues bien, Morente ve aquí, acertadamente, nada menos que el nervio de la historia misma. Sólo con tradición hay unidad y sujeto de la historia, al tiempo que hay cambio y avance *(6). Así pues, la religión no sólo se incorpora con pleno derecho a la historia, sino que incluso la anima desde dentro. Sin la religión, la historia se vuelve proceso ciego.
Estas ideas de Morente se enriquecen, además, si se iluminan con una tesis central que vertebra otro escrito suyo de mayor envergadura, sus conocidos Ensayos sobre el progreso *(7). Allí se sostiene, como una de las ideas principales, que la idea de progreso sólo es posible y concebible si entraña una noción clave: el valor. Únicamente con la idea de algo que es en sí mejor puede hablarse de progreso, que por definición es cambio a mejor. Es decir, el cambio de por sí es sólo proceso. Pero el proceso puede ser regreso o progreso; y sólo teniendo claro que la meta u objetivo del cambio es bueno, valioso, generaremos progreso y no regreso o retroceso. "Las transformaciones naturales no intervenidas por el hombre son lo que llamamos procesos. Las transformaciones que merecen el nombre de progresos son, en cambio, aquellas en que la labor eficiente de la naturaleza ha sido gobernada y dirigida por el pensamiento humano de la ‘finalidad', del objeto ‘preferible' y ‘deseado'" *(8). Ahora bien, la idea misma de valor es una idea que no puede darla la ciencia experimental moderna. Ésta –como se verá después con más detalle– se basa en la experiencia sensible (más o menos mediatizada) y en la cuantificación matemática, sin dejar cabida a lo no sensible o a la dimensión irreductiblemente cualitativa. Pero precisamente el valor es un tipo de cualidad que no es sensible, sino esencialmente cualitativa: "Ser bueno es, por tanto, ser preferible. Y ser preferible es poseer ese nimbo especial de atracción que unas cosas tienen más que otras. Pues bien; a ese cariz de bondad, de preferibilidad, de atractivo, que distingue a unas cosas sobre otras, vamos a llamarle valor" *(9).
Por tanto, sólo la filosofía, y no la ciencia experimental moderna, tiene acceso a este género de cualidades. Y, además, la religión accede al valor de un modo eminente, pues se le revela la fuente y plenitud de todo valor, Dios. De manera que la historia, tal como la entiende justamente la modernidad, no sólo no supera o arrincona a la religión, sino que ha de presuponer ésta si quiere tener un sentido auténticamente global y pleno. ¿Qué sino Dios y la perfección de asemejarse a Él (y de asemejar la sociedad al reino de Dios, o de perfeccionar la creación cooperando con Dios) puede mover tanto e incansablemente toda la historia, toda y todas las vidas con todas sus aspiraciones y proyectos?
Acaso se dirá que la relación entre la religión y la historia, entre fe y progreso, no siempre ha sido ejemplar. Y es verdad. No han faltado momentos en los que la religión ha sido utilizada para entorpecer y ralentizar el progreso científico. Pero, en primer lugar, no faltan ejemplos contrarios, donde la ciencia ajena a toda referencia trascendente se ha vuelto contra el hombre (bélicamente, por ejemplo). En segundo lugar, más puede decirse esto de otras religiones distintas de la cristiana que de esta última, que anima precisamente a pensar y a comprender mejor el mundo, confiando en la capacidad humana dada por Dios para ello. Y, en tercer lugar, está por ver esa supuesta cantidad de errores, y su precisa naturaleza. No es ningún secreto que una de las tareas culturales hoy pendientes es una investigación y difusión de la historia de la ciencia que deshaga crasos malentendidos o sencillamente colme grandes lagunas de ignorancia. Es triste, efectivamente, comprobar que la literatura más difundida sobre historia de la ciencia –que acostumbra a contraponer religión y ciencia– es poco rigurosa e incluso inexacta, tanto científica como históricamente, o bien carece de un estilo que permita su difusión a un público amplio *(10).
3. Religión y ciencia; la cuestión de la realidad
Más atención dedica Morente a la segunda tesis con la que se argumenta intelectualmente la oposición entre ciencia y religión, a saber, la que supone que los modos de pensar científico y creyente son totalmente distintos, e incluso incompatibles. Tras exponer los gruesos tópicos –sobradamente conocidos– con los que se defiende dicho juicio antagónico (objetividad de las cosas del mundo frente a subjetividad del más allá; causalidad eficiente y comprobable frente a intenciones y finalidades ocultas; libertad frente a sujeción; razón lúcida y transparente frente a fe sumisa y ciega…) *(11), y sin detenerse a rebatirlos defensivamente, nuestro autor se encara directamente con los supuestos desde los que el espíritu científico rechaza el espíritu religioso. Cuatro son esos supuestos: una objetividad en la que sin apriorismo alguno se da la cosa, bien por experimentación física, bien por intuición intelectual matemática; la cuantificación matemática de la realidad para lograr exactitud y medición; la causalidad exclusivamente eficiente y mecánica; y la tendencia a que todo conocimiento se traduzca en una aplicación técnica práctica (aunque la atribución de este último presupuesto no nos parece justa, pues ciertamente hay ciencia experimental verdaderamente teórica y desinteresada) *(12).
Pero antes de proseguir, Morente advierte una paradójica sorpresa: el mundo que así la ciencia describe, supuestamente de un modo tan objetivo y real, no es el mundo que efectivamente vivimos en la experiencia cotidiana *(13). El hombre no vive el mundo como un plexo de relaciones matemáticas y medidas cuantitativas, sino un mundo penetrado y vivificado por bienes y valores que conmueven nuestro espíritu: "Para el infusorio quizás se reduzcan las cosas preferibles a unas pocas parejas de términos contrarios: la luz y la oscuridad, lo asimilable y lo inasimilable. El hombre, en cambio, percibe en torno de sí un sinnúmero de cosas buenas y malas, un sinnúmero de actos plausibles o vituperables, un sinnúmero de objetos bellos y feos, grandiosos y mezquinos, nobles y vulgares. Nuestro mundo no consta sólo, ni principalmente, de las cosas, sino de esas atracciones y repulsiones que los ámbitos de nuestro derredor ejercen sobre nuestra alma. El mundo real y concreto, el mundo que efectivamente vivimos, no es el que nos describe la física, la química, la matemática, sino un inmenso arsenal de bienes y males con que nosotros edificamos nuestra vida" *(14). Este último es el mundo que realmente vivimos, el mundo que se supone que debería explicar la ciencia. Pero ésta quiere convencernos de lo contrario: pretende persuadirnos de que lo que vivimos y tenemos por real, en "realidad" no es tal (o al menos enteramente tal como lo vivimos), sino tan sólo una ilusión elaborada de alguna manera a partir de la única realidad, a saber, la realidad física descrita por la ciencia experimental.
Lo que entonces se advierte es que el espíritu científico se ha arrogado para sí, cambiando su significado, dos conceptos fundamentales: el de realidad y el de experiencia. Esta es la razón de la divergencia, entre el espíritu científico y el religioso, en la noción de conocimiento –de conocimiento objetivo–.
En primer lugar, respecto a la noción de realidad, Morente señala una clara causa de esa reductiva transformación de dicha noción: y es que la ciencia entiende el ser como estrictamente unívoco *(15). Para la ciencia, el ser en general –el modo de ser de todo lo que es– tiene un único sentido, es de una sola clase. Y ese sentido o tipo es el ser cuantitativo, medible, observable: el ser que la ciencia experimental puede manejar y controlar. Cualquier otro género de ser o de realidad (suprasensible o irreductiblemente cualitativa) es declarado directamente irreal, inexistente, ilusorio. Si acaso, es algo tolerable por su utilidad sentimental o estética, pero en modo alguno algo real y por tanto propiamente verdadero.
Frente a esta posición, Morente advierte que la univocidad del ser no es la única manera posible de entender el ser y que de hecho se entiende de otra manera. Según él, Aristóteles ha mostrado convincentemente, primero, que el ser puede comprenderse de modo analógico (es decir, en sentidos diversos aunque emparentados) y, segundo, que la realidad exhibe o se muestra por tanto según esos sentidos análogos de ser *(16). Los seres son, entonces, de diverso género. Así se muestran, y reconocerlo así habría de ser la mejor muestra de una actitud –la científica, la objetiva– que pretende describir y estudiar sin prejuicios la realidad observada *(17). Nuestro autor está convencido del acierto de esta doctrina aristotélica frente a la univocidad materialista del cientificismo. Precisamente sobre esa base entiende que el mundo que auténticamente vivimos es más amplio que el científico –según se indicó arriba–, de manera que el mundo de la ciencia es únicamente un mundo parcial y derivado de aquel. Por decirlo con la famosa expresión de Husserl (autor bien conocido por Morente), la ciencia es sólo algo parcial, secundario y posterior respecto al "mundo de la vida": "La ciencia es una producción espiritual humana, que históricamente y también para los estudiosos presupone la salida del mundo circundante de la vida, intuido, pre-dado en común como existente…" *(18).
4. El problema de la unidad de la experiencia y de la verdad
En segundo lugar, la noción de experiencia se halla vinculada directamente con la de verdad. Antes vimos cómo el espíritu científico se ha apropiado, tergiversándola, la noción de experiencia (junto con la de realidad). Y respecto a la experiencia también se observó la diferencia entre el mundo de la ciencia y el mundo –más amplio– llamado "de la vida". Por otra parte, como la experiencia es la fuente y lugar de comparecencia de la verdad, puede decirse que el contraste aquí es entre la verdad científica y la verdad de la vida en general.
Pues bien, en este punto Morente esgrime un argumento agudo y, por lo demás, muy oportuno en su época *(19). Tal argumento es que la filosofía moderna, ya desde Descartes, ha identificado ser y verdad *(20). De esta suerte, como la verdad es unívoca, el ser también debería ser unívoco. Pero, según Morente –a quien por cierto no se le puede llamar premoderno ni antimoderno–, tal identificación es, de nuevo, arbitraria y efectivamente falsa *(21). Los hechos y conocimientos avalan más bien lo contrario, pues pueden ser igualmente verdaderos dos juicios sobre géneros de ser muy distintos, como son el científico-natural y el religioso. Por lo que el conocimiento científico y el religioso no son incompatibles; se refieren a ámbitos y tipos de ser distintos. El científico, concluye Morente, no debe tener miedo a asentir a verdades religiosas; no por ello ha de renunciar a su ciencia.
Por nuestra parte, añadiremos que la idea de la unidad, e incluso univocidad, de la verdad puede encaminarnos en otra dirección, a saber, hacia la idea de la coherencia de la experiencia. En realidad, aquí nos movemos en el juego de tres elementos: la verdad, o el darse algo; la experiencia, o el modo como se nos da algo; y el ser, o el algo que se nos da. De manera que, como el ser es análogo o diverso, también lo es la experiencia, o sea, el modo en que se nos da. Pero el hecho de darse, de ser verdadero un juicio (aun siendo de distintas clases –insistimos–, e incluso si hay otras formas de darse como, por ejemplo, el sentir valorativo, en la acepción scheleriana), es uno y único. Y justo este es el punto que queremos destacar ahora.
En efecto, el hombre desea profundamente la unidad del saber, captar una unidad o coherencia de sentido en lo que se le da. La sencilla prueba es la fuerte tendencia a la justificación, tanto del mundo en conjunto como de la propia vida. Y la tentación fácil es unificar o uniformizar directamente el objeto de lo conocido, como hace el cientificismo –en última instancia materialista–. Pero la realidad, el ser, no se deja reducir a una sola clase; ni la experiencia tampoco (y no sólo hablamos de la experiencia religiosa; también se da la experiencia estética, la moral, la contemplativa…). Y el problema surge entonces al intentar compatibilizar esos diversos géneros de experiencia, lo que Scheler llama "los tres hechos" (el hecho filosófico o fenomenológico puro, el hecho de la concepción natural del mundo y el hecho de la ciencia) *(22).
Se trata, en definitiva, de la conocida pero siempre actual cuestión de la unidad del saber, tan propio de la universidad y de cada ser humano *(23), pues la unidad del saber configura la unidad de vida. Así lo veía, precisamente hablando de la universidad, el psiquiatra y filósofo –y además gran admirador de la ciencia y la técnica– Karl Jaspers: "Cuando el espíritu contempla totalidades en sí abarcantes, cuando funda la existencia en lo incondicional, entonces la razón se convierte en el médium de una ampliación ilimitada. Ella no consiente la dispersión del aislamiento, sino que quiere cohesión. Por eso la razón exige cohesión en el pensar; exige no pensar esto y aquello como cosas totalmente independientes sino relacionándolas entre sí, resolver las contradicciones, no dejar que quede aislado ningún pensamiento ni cosa. Nuestra razón nos mueve al contacto comprensivo con todo lo que es. Abre paso a través de toda restricción, libera de toda inhibición. Allí donde dirige la mirada, pone de relieve y rescata, por así decir, el núcleo del ente" *(24). Preocupación que hace suya también la propia Iglesia, no en vano creadora y promotora de la institución universitaria misma: "El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo. ¿Cómo podría no preocuparse la Iglesia?" *(25). Pues, en efecto, uno y el mismo es el hombre que hace ciencia y que vive, y acaso cree una fe; o dicho de otro modo, ningún científico es sólo científico, ni ningún humanista ni teólogo cree ni estudia escribe sin el mundo científicamente enriquecido. Lo cual significa que la cuestión de la unidad del saber es responsabilidad de todos: ni sólo de los científicos (como quizá sugiere aquí, ocasionalmente, Morente), ni sólo de los humanistas o de los creyentes.
Pero el científico –al que se refiere Morente, insistimos– no sólo verá difícil e incluso imposible esta compatibilidad por la diversidad de géneros del ser y experimentar, sino también por el desconcertante espectáculo de la historia del pensamiento. Pues, así como ve que la ciencia experimental avanza uniformemente (al menos dentro de paradigmas que sólo de tarde en tarde cambian), en las religiones y en las filosofías encontramos diferencias irreductibles. No se ve en estas últimas un progreso cognoscitivo lineal ni un acuerdo general, sino doctrinas y tradiciones irreconciliables, paralelas. Parece éste el gran escándalo para los científicos modernos.
Ante semejante extrañeza, ya de entrada debe decirse que la dificultad de un problema no justifica su eliminación como problema mismo; nada resultaría más anticientífico. Pero el hecho de escandalizarse ante esta situación revela algo más profundo, a saber, que no se ha llegado a comprender la diferencia de la que se habla: la diferencia entre un saber científico y un saber religioso o un saber filosófico. Pues no es verdad que el primero sea objetivo y absoluto por su universalidad exacta (matemática), mientras que los segundos sean relativos y subjetivos. En realidad, sucede precisamente lo contrario. Lo cual se echa de ver si se repara en que la limitación de la ciencia a la dimensión material supone ya una parcialidad del mundo (del mundo real de la vida), relativa además a las condiciones empíricas del ser humano; mientras que la globalidad de la visión que pretenden la religión y la filosofía –si bien permite una pluralidad de ángulos o perspectivas por definición sólo parciales (precisamente aquella "escandalosa" diversidad de doctrinas)– dota a estos saberes de un carácter genuinamente absoluto, de nuevo tanto por el objeto perseguido como por la profundidad desde donde el sujeto trata de comprenderlo.
Refiriéndose a este contraste entre la ciencia experimental y la filosofía, y en concreto al mencionado escándalo que la primera ve en la segunda, dice agudamente Max Scheler: "Todos estos reproches –que no provienen de esta o aquella configuración histórica de la filosofía sino de su esencia misma– son, de hecho, tanto como sus títulos de nobleza" *(26). Lo cual, por cierto y en todo caso, no nos exime a los creyentes y a los filósofos de la culpa de la parte de razón de esa crítica, a saber, de la verdaderamente escandalosa desunión y confusión tanto religiosa como filosófica. Y ello nos emplaza urgentemente, entonces, a la tarea del permanente diálogo –¡dónde mejor que en la universidad!– entre nosotros y con la ciencia contemporánea.
Notas
- Conferencia pronunciada en Pamplona el 12.X.1941: El espíritu científico y la fe religiosa, en M. García Morente. El ideal universitario y otros escritos, EUNSA, Pamplona, 2012, pp. 81-103. (En M. García Morente. Obras completas, Editorial Anthropos y Fundación Caja de Madrid, Barcelona-Madrid, 1996, tomo II, vol. 2, pp. 173-187).
- M. García Morente fue profesor de la Facultad de Filosofía de la, entonces llamada, Universidad de Madrid, y decano de la misma entre 1932 y 1936.
- Cfr. M. García Morente, El espíritu científico y la fe religiosa, en El ideal universitario y otros escritos, cit., pp. 82-83.
- Me permito remitir a un trabajo mío: Religión, verdad y violencia: la redención del miedo y del poder, en "Revista Miscelánea Comillas", (2015), en prensa.
- Cfr. M. García Morente, El espíritu científico y la fe religiosa, en El ideal universitario y otros escritos, cit., pp. 85-86.
- Este punto, además con especial referencia a la universidad, es central en A. MacIntyre, Dios, Filosofía, Universidades: historia selectiva de la tradición filosófica católica, Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2012; y también, en referencia a este autor, J. M. Giménez Amaya y S. Sánchez-Migallón, Diagnóstico de la Universidad en Alasdair MacIntyre. Génesis y desarrollo de un proyecto antropológico, EUNSA, Pamplona, 2011.
- M. García Morente, Ensayos sobre el progreso (Discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1932), Ediciones Encuentro, Madrid, 2002.
- Ibíd, p. 45.
- Ibíd, p. 50.
- Cfr., por ejemplo, el interesante seminario de J. Meléndez Sánchez, titulado "Historia de la ciencia: ¿es posible ser pop sin ser whig?" (accesible en: www.unav.es/cryf/), así como su libro De Tales a Newton, Ellago, Madrid, 2013.
- Cfr. M. García Morente, El espíritu científico y la fe religiosa, en El ideal universitario y otros escritos, cit., pp. 87-88.
- Ibíd., pp. 89-93.
- Ibíd., pp. 94-95.
- M. García Morente, Ensayos sobre el progreso, p. 49.
- Cfr. M. García Morente, El espíritu científico y la fe religiosa, en El ideal universitario y otros escritos, cit., pp. 95-97.
- Cfr. M. García Morente, Lecciones preliminares de filosofía, Ediciones Encuentro, Madrid, 2009, pp. 116-118. Morente conocía bien la filosofía de Aristóteles, en buena parte gracias al estudio –y traducciones– de Franz Brentano, cuya tesis doctoral, por cierto, trataba la analogía del ser: F. Brentano, Sobre los múltiples significados del ente según Aristóteles, Ediciones Encuentro, Madrid, 2007.
- Cfr. M. García Morente, El espíritu científico y la fe religiosa, en El ideal universitario y otros escritos, cit., pp. 98-100.
- E. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Prometeo Libros, Buenos Aires, 2008, § 33, p. 163.
- No se olvide que este filósofo absorbió con entusiasmo –contagiado de Ortega– el pensamiento fenomenológico de Brentano y de Husserl, que se gestó en buena medida como enérgica crítica tanto al pensamiento idealista de Kant y de Hegel como al positivismo. Cfr. M. García Morente, Lecciones preliminares de filosofía, pp. 322-323 y 336-350.
- Cfr. Ibíd., pp. 149-150, y El espíritu científico y la fe religiosa, en El ideal universitario y otros escritos, cit., pp. 100-101.
- Aquí Morente no entra en más detalles, pero sería discutible que la verdad sea unívoca sin más; desde luego –y esto parece bastarle al autor para su razonamiento aquí– la posible analogía de la verdad es ciertamente distinta de la palmaria analogía del ser.
- Cfr. M. Scheler, La doctrina de los tres hechos, en La esencia de la filosofía y la condición moral del conocer filosófico (con otros escritos sobre el método fenomenológico), Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, pp. 149-212.
- Cfr. El ideal universitario, en El ideal universitario y otros escritos, cit., pp. 11-38.
- K. Jaspers, La idea de la universidad, EUNSA, Pamplona, 2013, p. 57.
- S. Juan Pablo II, Encíclica Fides et Ratio, n. 85.
- M. Scheler, Vorbilder und Führer, en Gesammelte Werke X, Francke Verlag, Bern 1957, p. 304. He desarrollado esta idea en La conciencia moral y la "verdad personal" según Max Scheler, en "Pensamiento", nº 237 (2007), pp. 475-486.