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Evolucionismo y fe cristiana
Autor: Mariano Artigas
Publicado en: Seminario del CRYF
Fecha de publicación: 3 de octubre de 2005
Índice
Aunque la ciencia y la fe cristiana no se contradicen, siempre son actuales estas palabras de san Josemaría Escrivá: «Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema. Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gen. I. 26) y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe -aunque sea con un duro trabajo- desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente cientifica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo:Ego sum veritas (Ioh XIV, 6). Yo soy la verdad» * (1).
En nuestra época, el evolucionismo es una de las principales fuentes de equívocos en las relaciones entre la fe y la ciencia. Algunos lo utilizan para defender teorías materialistas o ateas que, en realidad, nada tienen que ver con la ciencia. Otros lo critican porque piensan que sólo así se podrán frenar los excesos del materialismo. Sin embargo, si las teorías evolucionistas no se proyectan fuera de su ámbito científico y, por otra parte, se tiene presente la doctrina cristiana sobre la creación, no es difícil advertir que la evolución y la acción divina son compatibles e incluso complementarias.
La doctrina católica sobre la creación
Una de las verdades fundamentales de la fe cristiana es que Dios es Creador y Señor de todo lo que existe. Esto significa que «nada existe que no deba su existencia a Dios creador» * (2). Las criaturas dependen completamente de Dios en su ser y en su obrar, y por tanto, no son autosuficientes: sin duda, tienen una consistencia propia y esto responde al querer divino; pero son limitadas, cambiantes y contingentes: exigen un fundamento radical, que se encuentra en la acción divina que les da el ser y lo conserva. Y esto vale para todas las criaturas y para todo su ser y su obrar: no hay nada que sea independiente de la acción divina.
Además, Dios gobierna todo lo creado de acuerdo con su providencia: nada sucede sin su querer o su permisión, fuera de su plan. «La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada "en estado de vía" (in statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de la creación hacia esta perfección. Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó, alcanzando con fuerza de un extremo al otro del mundo y disponiendo todo con dulzura (Sb 8, 1). Porque todo está desnudo y patente a sus ojos (Hb 4. 13), incluso lo que la acción libre de las criaturas producirá (Cc. Vaticano I: DS 3003)» * (3).
La acción divina sobre lo creado no es algo genérico, sino muy concreto, y se extiende a todo: a todos los procesos, naturales o artificiales, ordinarios o extraordinarios: nada puede existir o suceder al margen de los planes de Dios. La Iglesia enseña esta doctrina en completa sintonía con la Sagrada Escritura y la Tradición. «El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata: tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» * (4)
Al gobernar el mundo, Dios cuenta con la acción de las criaturas, que actúan de acuerdo con la naturaleza que Dios mismo les da. Sin duda, Dios puede intervenir de modo extraordinario en cualquier momento, produciendo milagros; pero ordinariamente Dios hace que se realicen sus planes contando con la actividad normal de las criaturas. «Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios Todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio» * (5).
En definitiva, Dios es la Causa Primera de todo lo que existe, y cuenta con la acción de las criaturas que son causas segundas. «Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas (...) Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza» * (6). No es que Dios sea simplemente la primera entre una serie de causas del mismo tipo: su acción es el fundamento de la actividad de las criaturas, que no podrían existir ni actuar sin el permanente influjo de esa acción divina.
El alcance de las ciencias naturales
El progreso científico nos permite conocer cada vez mejor la naturaleza, cuyo ser y obrar se fundamentan en la acción divina. Sin embargo, para contribuir a ese progreso no es necesario pensar en la acción divina; basta trabajar de acuerdo con las exigencias del método científico. Pero eso no significa que lo que la ciencia estudia sea independiente de la acción divina: sólo significa que podemos considerar la naturaleza bajo diferentes perspectivas, y que la perspectiva científica no se plantea los problemas que se refieren al fundamento último y al sentido de la naturaleza.
Las ciencias naturales ponen entre paréntesis las dimensiones básicas de la naturaleza, que son consideradas por la filosofía y por la religión. Pero ese poner entre paréntesis no puede interpretarse como una negación: sería incorrecto atribuir un valor absoluto a unos límites metodológicos. La ciencia natural sólo estudia lo que se puede someter, de algún modo, a experimentos repetibles; pero sería un burdo error concluir que sólo existe lo que puede ser estudiado de ese modo.
El método de las ciencias naturales es muy eficaz precisamente porque se limita a los aspectos materiales, repetibles, controlables, y deja fuera de su consideración, deliberadamente, las dimensiones más radicales de la realidad. En definitiva, el conocimiento científico de las causas naturales no afecta en modo alguno a la doctrina católica sobre la creación, que se refiere a dimensiones que no son estudiadas por las ciencias.
Evolución y acción divina
La doctrina católica sobre la creación permite advertir que la creación y la evolución no están en contradicción, o sea, que son compatibles, con tal que no se atribuya a la evolución un alcance que realmente no posee, como sucedería si se pretendiese interpretarla como un apoyo para las doctrinas materialistas o ateas que nada tienen que ver con la ciencia.
Se puede ir más lejos y decir que, en la medida en que la evolución exista, manifiesta de un modo peculiar el poder y la sabiduría de Dios. En efecto, las teorías evolucionistas deben suponer que las leyes fundamentales de la naturaleza son muy específicas y que, en muchas ocasiones a lo largo de enormes períodos de tiempo, se han dado las circunstancias que han permitido a la naturaleza llegar hasta su estado actual, en el que existe un grado sorprendente de organización.
El Papa Juan Pablo II ha afirmado esta compatibilidad en diferentes ocasiones, y ha recordado lo que, en la misma línea, ya había enseñado el Papa Pío XII muchos años antes * (7). Si se entienden correctamente la creación y la evolución, afirma Juan Pablo II, no existe oposición entre ambas: incluso puede decirse que «la evolución presupone la creación, y la creación se presenta a la luz de la evolución como un suceso que se extiende en el tiempo -como una creación continuada-, en el cual Dios se hace visible ante los ojos del creyente como "Creador del cielo y de la tierra"» * (8).
Las dificultades y sus raíces
¿Cómo se explica que subsistan las dificultades, a pesar de que carecen de base real? Dejando aparte posibles apasionamientos que pueden llevar a faltas de objetividad, las dificultades suelen provenir de la ignorancia de la doctrina cristiana acerca de la creación.
La Iglesia atribuye gran importancia a esta doctrina. «La catequesis sobre la Creación reviste una importancia capital. Se refiere a los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana: explicita la respuesta de la fe cristiana a la pregunta básica que los hombres de todos los tiempos se han formulado: ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro fin? ¿De dónde viene y a dónde va todo lo que existe? Las dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y nuestro obrar» * (9).
Algunos parecen pensar que las teorías evolucionistas explican completamente el origen de todo lo que existe y que, por tanto, nada queda que deba ser explicado mediante la acción divina. No se dan cuenta de los límites de esas teorías que, por muy perfectas que lleguen a ser, dejan fuera las dimensiones radicales de la existencia. El remedio a estas dificultades no consiste en minusvalorarlas, sino en apreciar su valor señalando, al mismo tiempo, sus límites y la necesidad de complementarlas.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «La cuestión sobre los orígenes del mundo y del hombre es objeto de numerosas investigaciones científicas que han enriquecido magníficamente nuestros conocimientos sobre la edad y las dimensiones del cosmos, el devenir de las formas vivientes, la aparición del hombre. Estos descubrimientos nos invitan a admirar más la grandeza del Creador, a darle gracias por todas sus obras y por la inteligencia y la sabiduría que da a los sabios e investigadores» * (10). Y a continuación, el mismoCatecismo advierte que los interrogantes más profundos no pueden responderse sólo con los métodos de las ciencias naturales: «El gran interés que despiertan estas investigaciones está fuertemente estimulado por una cuestión de otro orden, y que supera el dominio propio de las ciencias naturales. No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos, ni cuándo apareció el hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sentido de tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien por un Ser trascendente, inteligente y bueno, llamado Dios. Y si el mundo procede de la sabiduría y de la bondad de Dios, ¿por qué existe el mal?, ¿de dónde viene?, ¿quién es responsable de él?, ¿dónde está la posibilidad de liberarse del mal?» * (11) .
El conocimiento de la acción divina: la razón y la revelación
La Iglesia enseña que podemos conocer a Dios Creador mediante nuestra razón y que, para que ese conocimiento llegue a todos con facilidad y sin error, la revelación nos certifica con nueva fuerza ese conocimiento. «La inteligencia humana puede ciertamente encontrar por sí misma una respuesta a la cuestión de los orígenes. En efecto, la existencia de Dios Creador puede ser conocida con certeza por sus obras gracias a la luz de la razón humana (cf. DS: 3026), aunque ese conocimiento es con frecuencia oscurecido y desfigurado por el error. Por eso la fe viene a confirmar y a esclarecer la razón para la justa inteligencia de esta verdad: Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece (Hb 11,3)» * (12).
La doctrina sobre la creación se fundamenta especialmente sobre los tres primeros capítulos del libro del Génesis. Esos textos han sido objeto, desde la antigüedad, de muchos estudios por parte de los Santos Padres y doctores de la Iglesia, y siempre se ha reconocido que encierran dificultades de interpretación, porque las verdades fundamentales que ahí se enseñan están acompañadas por detalles que no siempre tienen necesariamente un sentido inmediato.
Por este motivo, y recogiendo lo que el Magisterio de la Iglesia ha enseñado en otros documentos a lo largo de los años, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «Entre todas las palabras de la Sagrada Escritura sobre la creación, los tres primeros capítulos del Génesis ocupan un lugar único. Desde el punto de vista literario, estos textos pueden tener diversas fuentes. Los autores inspirados los han colocado al comienzo de la Escritura de suerte que expresan, en su lenguaje solemne, las verdades de la creación, de su origen y de su fin en Dios, de su orden y de su bondad, de la vocación del hombre, finalmente, del drama del pecado y de la esperanza de la salvación»* (13).
Es importante advertir que algunas polémicas en torno a la evolución provienen de grupos cristianos fundamentalistas, no católicos y por lo general minoritarios, que en ocasiones interpretan de un modo excesivamente literal algunos relatos del Génesis, como si de ellos pudiesen extraerse conocimientos cosmológicos y biológicos que formarían un cuerpo de doctrina cristiana y, a la vez, de ciencia natural, en pugna con las teorías evolucionistas. Ante algunas actuaciones de esos grupos, la Jerarquía católica, junto con otras comunidades cristianas, ha hecho notar de modo público que tales interpretaciones nada tienen que ver con la doctrina católica.
En su catequesis acerca de la creación, el Papa Juan Pablo II ha analizado las narraciones del libro del Génesis, y ha enseñado que «la teoría de la evolución natural, cuando se la entiende de modo que no excluye la causalidad divina, no se opone, en principio, a la verdad acerca de la creación del mundo visible tal como es presentada en el libro del Génesis» * (14)
Las consideraciones anteriores se refieren a la evolución en su conjunto, y adquieren matices especiales cuando se consideran los diferentes pasos implicados en la evolución: el origen del universo, el origen de la vida, la evolución de los vivientes, y el origen del hombre.
El origen del universo
Según el modelo admitido por muchos científicos, toda la materia y energía del universo se encontraban, hace unos quince mil millones de años (entre diez y veinte mil), condensadas en una región relativamente pequeña, de una enorme densidad y temperatura, que estalló provocando la sucesiva expansión y la formación de las estrellas, galaxias y planetas. Sin embargo, los científicos advierten que este modelo, aunque esté bien corroborado, puede necesitar correcciones en muchos aspectos.
Si la ciencia afirma que el universo tiene una edad concreta y se va organizando a partir de un estado inicial, parece apoyar la realidad de la creación divina. Esta cuestión fue tratada en un discurso del Papa Pío XII a la Academia Pontificia de Ciencias. El Papa señaló esa convergencia, pero advirtió también que la ciencia natural, por sí sola, no puede probar la creación. Lo que Pío XII subrayó en aquella ocasión es que el progreso científico, en lugar de poner obstáculos al conocimiento de Dios, lo facilita, aunque las pruebas de la existencia de Dios utilizan razonamientos que van más allá de lo que las ciencias pueden decir * (15).
Años más tarde, el Papa Juan Pablo II recordó ese discurso de Pío XII, citando textualmente un pasaje central del mismo, y añadiendo que «La Biblia nos habla del origen del universo y de su constitución, no para proporcionarnos un tratado científico, sino para precisar las relaciones del hombre con Dios y con el universo. La Sagrada Escritura quiere declarar simplemente que el mundo ha sido creado por Dios, y para enseñar esta verdad se expresa con los términos de la cosmología usual en la época del redactor. El libro sagrado quiere además comunicar a los hombres que el mundo no ha sido creado como sede de los dioses, tal como lo enseñaban otras cosmogonías y cosmologías, sino que ha sido creado al servicio del hombre y para la gloria de Dios. Cualquier otra enseñanza sobre el origen y la constitución del universo es ajena a las intenciones de la Biblia, que no pretende enseñar cómo ha sido hecho el cielo sino cómo se va al cielo. Cualquier hipótesis científica sobre el origen del mundo, como la de un átomo primitivo de donde se derivaría el conjunto del universo físico, deja abierto el problema que concierne al comienzo del universo. La ciencia no puede resolver por sí misma semejante cuestión: es preciso aquel saber humano que se eleva por encima de la física y de la astrofísica y que se llama metafísica; es preciso, sobre todo, el saber que viene de la revelación de Dios» * (16).
En efecto, la ciencia natural estudia procesos que van desde un estado de la naturaleza hasta otro, pero no pueden estudiar la producción absoluta del ser ni el gobierno divino: se trata de cuestiones propias de la metafísica y de la teología natural. Por ejemplo, aunque los científicos sostengan que existió un estado inicial del universo, hace quince mil millones de años, siempre pueden preguntarse -y de hecho, lo hacen- si provenía de un estado anterior, y nunca se podrá demostrar que un estado concreto fue absolutamente el primero. La ciencia natural, por sí sola, no puede afirmar la creación divina.
A veces se identifica el problema de la creación del universo con el de su duración, como si fuesen un mismo problema. Santo Tomás afirmó, sin embargo, que se trata de dos problemas diferentes: podemos conocer racionalmente que el universo ha sido creado, pero «Que el mundo no ha existido siempre lo sabemos sólo por la fe y no puede ser demostrado con rigor (...) Es útil que se tenga esto presente a fin de que, presumiendo de poder demostrar las cosas que son de fe, alguien presente argumentos no necesarios y que provoquen risa en los no creyentes, pues podrían pensar que son razones por las que nosotros aceptamos las cosas que son de fe» * (17) .
Algunos hablan de una presunta auto-creación del universo, afirmando que el universo ha podido comenzar a existir desde la nada de acuerdo con las leyes de la física. Para apoyar esta afirmación recurren a las fluctuaciones cuánticas, que permitirían la aparición de entidades físicas sin una causa, y a la teoría de la gravedad cuántica, que unificaría las cuatro interacciones básicas. Pero tal auto-creación, que vendría a ser una creación sin Creador, es imposible si entendemos por creación la producción completa del ser: en efecto, si suponemos por un imposible que no existía absolutamente nada, tampoco Dios, entonces nunca habría comenzado a existir nada, porque no habría materia, ni leyes, ni nada que pudiese producir el universo.
El origen de la vida
Se han propuesto diferentes explicaciones científicas para el posible paso de la materia inorgánica a los primeros vivientes, aunque siempre se supone que esos vivientes primitivos serían organismos muy elementales monocelulares (una sola célula). Existen serias discrepancias entre los científicos acerca de la probabilidad de este paso: algunos piensan que sería extremadamente improbable y se habría dado una sola vez, y otros sugieren, por el contrario, que las propiedades de la materia favorecerían la aparición de la vida con relativa sencillez en muchos lugares diferentes.
Estas cuestiones no se relacionan directamente con la fe católica, y el Magisterio de la Iglesia nada ha dicho al respecto; sólo se relacionan con la fe indirectamente, en cuanto tienen que ver con la providencia divina.
De hecho, algunos piensan que afirmar el origen evolutivo de los primeros vivientes equivaldría a negar la acción divina en ese ámbito. Pero eso no es cierto: siempre es necesario admitir la acción divina, y además, en este caso, cuanto más se sabe acerca de los mecanismos de la vida, incluso en los vivientes más elementales, más claramente aparece que se trata de una organización muy sofisticada que proporciona una base firme para remontarse hasta la existencia de un plan divino; y esto vale tanto si el origen de la vida fue un acontecimiento único, como en el caso contrario. Si no se admite la existencia de un plan divino, hay que recurrir a fuerzas ciegas que no pueden ser una explicación última, o atribuir a la naturaleza una especie de inteligencia inconsciente admitiendo un panteísmo que carece de base y es contradictorio.
La evolución de los vivientes
La afirmación central del evolucionismo biológico se refiere al origen de unos vivientes a partir de otros de diferente especie (por eso también se ha denominado transformismo).
Muchos científicos, especialmente los biólogos, afirman que esa evolución es un hecho, aunque no siempre estén de acuerdo sobre su explicación. Desde luego, las pruebas de ese proceso, que se habría producido en la Tierra desde hace más de tres mil millones de años hasta la actualidad, siempre son indirectas, pero eso no significa que carezcan de seriedad: también en otros ámbitos de la ciencia hay que contentarse con pruebas indirectas.
El Magisterio de la Iglesia tampoco se ha pronunciado sobre estos problemas. En la actualidad, sin comprometerse en cuestiones científicas opinables, suele subrayar el aspecto que más estrechamente se relaciona con la doctrina cristiana: que la evolución es compatible con la creación y la providencia, y que, por tanto, no responde a un simple juego de fuerzas ciegas.
Sin embargo, algunos afirman que las fuerzas ciegas de la naturaleza bastan para explicar la evolución. Según la versión más extendida del darwinismo, bastaría recurrir a la combinación de variaciones al azar y selección natural; las variaciones se producen al azar en el material genético, y la selección natural filtra los resultados de esas variaciones de modo que sólo sobreviven los vivientes mejor adaptados: así se explicaría la apariencia de finalidad y plan que se da en los vivientes, sin necesidad de afirmar que existe un plan divino. Esta explicación puede ser verdadera, pero no es completa. En efecto, sólo se refiere a los vivientes bajo el punto de vista de la ciencia natural: de qué están compuestos y cómo funcionan; pero deja sin respuesta los interrogantes que se plantean la filosofía y la religión.
Una dificultad que suele presentarse contra la evolución consiste en afirmar que lo más perfecto no puede provenir de lo menos perfecto. Sin embargo, los conocimientos actuales permiten comprender que en la información genética se contienen potencialmente planes muy sofisticados que servirán, si se dan las circunstancias apropiadas, para la construcción de los organismos, y que algunos cambios en esa información pueden provocar nuevos tipos de organización (aunque, en muchas ocasiones, conducirán a resultados inviables).
Los problemas que se refieren a las dimensiones psíquicas de los animales son, ciertamente, difíciles. Los diferentes tipos de psiquismo se encuentran estrechamente relacionados con los tipos de organización material, y existe una amplia escala en la que se dan distintos grados de organización y de psiquismo. Esa escala culmina en el hombre que, como es lógico, constituye el problema central de las teorías evolucionistas.
El origen del hombre
En este nivel, la situación científica es semejante a la anteriormente descrita: los científicos suelen afirmar que el organismo humano proviene de otros organismos, aunque existan muchas incertidumbres acerca de las explicaciones concretas. Sin embargo, existe un nuevo factor que introduce una diferencia notable con respecto al caso de los demás vivientes: que el hombre es una persona dotada de dimensiones espirituales y morales.
El Magisterio de la Iglesia ha intervenido para clarificar esta cuestión. A mitad del siglo XX, el Papa Pío XII declaró que «El Magisterio de la Iglesia no prohibe que, según el estado actual de las disciplinas humanas y de la sagrada teología, se investigue y discuta por los expertos en ambos campos la doctrina del "evolucionismo", en cuanto busca el origen del cuerpo humano a partir de una materia viviente preexistente -ya que la fe católica nos manda mantener que las almas son creadas directamente por Dios» * (18). El Papa añadía, a continuación, una llamada a la objetividad y a la moderación, debido a la relación que la doctrina sobre el hombre guarda con las fuentes de la revelación divina.
El Papa Juan Pablo II ha recordado textualmente la enseñanza de Pío XII, afirmando que «en base a estas consideraciones de mi predecesor, no existen obstáculos entre la teoría de la evolución y la fe en la creación, si se las entiende correctamente» * (19). Queda claro que «entender correctamente» significa admitir que las dimensones espirituales de la persona humana exigen una intervención especial por parte de Dios, una creación inmediata del alma espiritual; pero se trata de unas dimensiones y de una acción que, por principio, caen fuera del objeto directo de la ciencia natural y no la contradicen en modo alguno.
Pío XII enseñó, además, que «cuando se trata de otra conjetura, concretamente del poligenismo, entonces los hijos de la Iglesia no gozan de esa libertad, ya que los fieles cristianos no pueden aceptar la opinión de quienes afirman o bien que después de Adán existieron en esta tierra verdaderos hombres que no procedían de él, como primer padre de todos, por generación natural, o bien que Adán significa una cierta multitud de antepasados, ya que no se ve cómo tal opinión pueda compaginarse con lo que las fuentes de la verdad revelada y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia proponen acerca del pecado original, que procede del pecado verdaderamente cometido por un Adán y que, transmitido a todos por generación, es propio de cada uno» * (20).
El monogenismo afirma que todos procedemos de una primera pareja, y la Iglesia lo afirma debido a su relación con las fuentes de la revelación y con la doctrina del pecado original. Por grande que sea el progreso científico, parece muy difícil llegar a conclusiones claras acerca del monogenismo o el poligenismo contando sólo con la ciencia: aunque a veces se pretenda hacerlo, esas afirmaciones suelen contener muchos aspectos discutibles. Por otra parte, aunque el monogenismo plantee algunas dificultades a nuestro afán de representar el origen de la especie humana, el poligenismo también plantea dificultades nada triviales.
Teniendo en cuenta las precisiones anteriormente señaladas y remitiendo de nuevo a la enseñanza de Pío XII, Juan Pablo II ha enseñado en su catequesis: «Por tanto, se puede decir que, desde el punto de vista de la doctrina de la fe, no se ven dificultades para explicar el origen del hombre, en cuanto cuerpo, mediante la hipótesis del evolucionismo. Es preciso, sin embargo, añadir que la hipótesis propone solamente una probabilidad, no una certeza científica. En cambio, la doctrina de la fe afirma de modo invariable que el alma espiritual del hombre es creada directamente por Dios. O sea, es posible, según la hipótesis mencionada, que el cuerpo humano, siguiendo el orden impreso por el Creador en las energías de la vida, haya sido preparado gradualmente en las formas de seres vivientes antecedentes. Pero el alma humana, de la cual depende en definitiva la humanidad del hombre, siendo espiritual, no puede haber emergido de la materia»* (21).
En 1996, el papa Juan Pablo II, en una carta dirigida a la Academia Pontificia de Ciencias, afirmó que, en la actualidad, el evolucionismo es algo más que una hipótesis. Aunque distinguía cuidadosamente el evolucionismo como teoría científica y las interpretaciones ideológicas que a veces se hacen de él, quedaba claro que consideraba la evolución como un hecho avalado por una variedad de pruebas independientes. Juan Pablo II recordaba la enseñanza de Pío XII en la encíclica Humani generis de 1950 y añadía nuevas consideraciones: «Teniendo en cuenta el estado de las investigaciones científicas de esa época y también las exigencias propias de la teología, la encíclica Humani generis consideraba la doctrina del ‘evolucionismo' como una hipótesis seria, digna de una investigación y de una reflexión profundas, al igual que la hipótesis opuesta». Y poco después añadía: «Hoy, casi medio siglo después de la publicación de la encíclica, nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis. En efecto, es notable que esta teoría se haya impuesto paulatinamente al espíritu de los investigadores, a causa de una serie de descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber. La convergencia, de ningún modo buscada o provocada, de los resultados de trabajos realizados independientemente unos de otros, constituye de suyo un argumento significativo en favor de esta teoría» * (22).
Estas palabras no deberían interpretarse como una aceptación acrítica de cualquier teoría de la evolución. En efecto, inmediatamente después de esas palabras, Juan Pablo II añade reflexiones importantes acerca del alcance de las teorías evolucionistas, de sus diferentes variantes, y de las filosofías que pueden estar implícitas en ellas. Especialmente interesantes son las amplias reflexiones que el Papa dedica a las ideas evolucionistas aplicadas al ser humano. Incluso podría decirse que ése es el núcleo de este documento del Papa.
En efecto, Juan Pablo II dice que el Magisterio de la Iglesia se interesa por la evolución porque está en juego la concepción del hombre. Recuerda que la revelación enseña que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; alude a la magnífica exposición de esta doctrina en la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II; y comenta esa doctrina, aludiendo a que el hombre está llamado a entrar en una relación de conocimiento y amor con Dios, relación que se realizará plenamente más allá del tiempo, en la eternidad. En este contexto, recuerda literalmente las palabras de Pío XII en la encíclica Humani generis, según las cuales el alma espiritual humana es creada inmediatamente por Dios. Y extrae la siguiente consecuencia: «En consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías en las que se inspiran, consideran que el espíritu surge de las fuerzas de la materia viva o que se trata de un simple epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad sobre el hombre. Por otra parte, esas teorías son incapaces de fundar la dignidad de la persona» * (23).
Estas reflexiones se pueden aplicar a las doctrinas «emergentistas» que, si bien admiten que en el ser humano existe un plano superior al material, afirman que ese plano simplemente «emerge» del nivel material o biológico. Juan Pablo II afirma que nos encontramos, en el ser humano, ante «una diferencia de orden ontológico, ante un salto ontológico», y se pregunta si esa discontinuidad ontológica no contradice la continuidad física supuesta por la evolución. Su respuesta es que la ciencia y la metafísica utilizan dos perspectivas diferentes, y que la experiencia del nivel metafísico pone de manifiesto la existencia de dimensiones que se sitúan en un nivel ontológicamente superior, tales como la autoconciencia, la conciencia moral, la libertad, la experiencia estética y la experiencia religiosa. Añade, por fin, que a todo ello la teología añade el sentido último de la vida humana según los designios del Creador * (24).
La cosmovisión evolucionista
En definitiva, la evolución no se opone a la acción divina, sino que la exige para explicar el origen primero del universo, la racionalidad y sutileza de las leyes y procesos de la naturaleza, y, muy especialmente, las dimensiones espirituales de la persona humana.
Esto no significa, en modo alguno, que la consideración de la acción divina simplifique los problemas que plantea la perspectiva evolucionista: esos problemas son muchos y difíciles, y las incertidumbres científicas acerca de ellos también son grandes. Significa, en cambio, que podemos afirmar la compatibilidad de las teorías evolucionistas con la acción divina que hace posible el curso de la naturaleza, da al hombre su carácter espiritual y personal, y da sentido a la vida humana.
Notas
- (1) Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 10.
- (2) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 338. Cfr. también n. 290.
- (3) Ibid., n. 302.
- (4) Ibid., n. 303.
- (5) Ibid., n. 306.
- (6) Ibid., n. 308.
- (7) Cfr. Pío XII, Litt. enc. Humani generis, 12.VIII.1950, nn. 29-30: Denz.-Schönm. 3896: AAS 42 (1950), pp. 575-576.
- (8) Juan Pablo II, Discurso a estudiosos sobre «fe cristiana y teoría de la evolución», 20.IV.1985: Insegnamenti, VIII, 1 (1985), p. 1132.
- (9) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 282.
- (10) Ibid., n. 283.
- (11) Ibid., n. 284.
- (12) Ibid., n. 286.
- (13) Ibid., n. 289.
- (14) Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, La creación y la llamada del mundo y del hombre desde la nada a la existencia, 29.I.1986:Insegnamenti, IX, 1 (1986), p. 212.
- (15) Cfr. Pío XII, Alocución 22.XI.1951: AAS, 44 (1952), pp. 31-43.
- (16) Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias, Que la sabiduría de la humanidad acompañe siempre a la investigación científica, 3.X.1981: Insegnamenti, IV, 2 (1981), pp. 331-332.
- (17) Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 46, 2 c.
- (18) Pío XII, Litt. enc. Humani generis, 12.VIII.1950, n. 29: AAS, 42 (1950), pp. 575-576.
- (19) Juan Pablo II, Discurso a estudiosos sobre «fe cristiana y teoría de la evolución», 20.IV.1985: Insegnamenti, VIII, 1 (1985), pp. 1131-1132.
- (20) Pío XII, Litt. enc. Humani generis, 12.VIII.1950, n. 30: AAS, 42 (1950), p. 576.
- (21) Juan Pablo II, Audiencia general, El hombre, imagen de Dios, es un ser espiritual y corporal, 16.IV.1986: Insegnamenti, IX, 1 (1986), p. 1041.
- (22) Juan Pablo II, Mensaje a la Academia Pontificia de Ciencias, 22 de octubre de 1996, n. 4: en L'Osservatore Romano, edición en castellano, 25 octubre 1996, p. 5.
- (23) Ibid., n. 5.
- (24) Cfr. ibid., n.6.