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Galileo: 350 años después * (1)
Autor: Mariano Artigas
Publicado en: Nuestro Tiempo, nº 343 (enero-febrero 1983), pp. 70-77
Fecha de publicación: enero-febrero 1983 (Actualizado e ilustrado: enero 2006)
En 1543 murió Copérnico, el canónico polaco cuyas ideas iban a influir poderosamente en el nacimiento sistemático de la ciencia moderna. * (2) Ese mismo año se publicó su obra Acerca de las revoluciones de las órbitas celestes, en la que exponía los amplios razonamientos matemáticos que permitían calcular las órbitas de los planetas alrededor del Sol * (3) El libro comenzaba con un prólogo del teólogo protestante Andreas Osiander, donde se advertía que el heliocentrismo de Copérnico - la afirmación de que el Sol está en el centro del mundo y la Tierra se mueve alrededor de él - era sólo una hipótesis matemática útil, y no una afirmación sobre la realidad. En realidad el prólogo no estaba firmado por Osiander, por lo que daba la impresión de que era del propio Copérnico.
Galileo * (4) comenzó a sostener el heliocentrismo hacia 1610 cuando, recién inventado el telescopio, observó fenómenos - como las fases de Venus - que se explicaban mejor mediante esa doctrina. * (5) Si la hubiese sostenido como simple hipótesis, al estilo de Osiander, no habría pasado nada. Pero la afirmaba como verdadera, y ésa fue la acusación que motivó su procesamiento.
Paradójicamente, hoy día suele decirse que todo conocimiento científico es conjetural, o sea, que las teorías científicas son simples hipótesis que se someten a prueba experimental, pero que nunca pueden considerarse como verdaderas. ¿Qué ha pasado en estos 350 años?
El proceso
Efectivamente, hace 350 años, el 23 de septiembre de 1632, el Papa Urbano VIII ordenó a Galileo que compareciese ante la Inquisición romana. En febrero se había publicado el Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo, obra en la que Galileo ponía en boca de tres personajes ficticios (dos amigos de Galileo ya fallecidos, y un filósofo antiguo) los argumentos a favor y en contra del heliocentrismo, dando clara ventaja a los favorables. * (6) Galileo podía ser acusado de faltar a su palabra, ya que en 1616 se había comprometido ante el Cardenal Belarmino a no sostener la doctrina heliocéntrica. Galileo aseguró no haberla defendido, pero parecía claro que no decía toda la verdad. Fue condenado a censuras eclesiásticas y a prisión. Teniendo en cuenta que estaba dispuesto a aceptar el punto de vista sostenido por el tribunal, se le perdonaron las censuras y la prisión fue conmutada por un confinamiento en su villa del Gioiello, donde prosiguió sus trabajos científicos hasta 1642, año en que le sobrevino la muerte a los 78 años de edad. * (7)
El proceso comenzó el 12 de abril de 1633, y la sentencia fue leída el 22 de junio. No se discutió la hipótesis heliocéntrica, por curioso que parezca. Ese tema se dio como resuelto. En efecto, el Santo Oficio había pedido en 1616 su dictamen a una comisión de teólogos, quienes respondieron que decir «que el Sol esté en el centro del mundo e inmóvil sin movimiento local es una proposición absurda y falsa en filosofía y formalmente herética, ya que es expresamente contraria a la Sagrada Escritura», y decir «que la Tierra no esté en el centro del mundo ni inmóvil es también una proposición absurda y falsa en filosofía y, considerada teológicamente, es al menos errónea en la fe». Este dictamen nunca fue publicado oficialmente como acto del Magisterio de la Iglesia. Pero sirvió para que en 1616 Galileo debiera comprometerse a no defender el heliocentrismo, y fue la base del proceso de 1633.
Los argumentos
Es fácil comprender, desde el punto de vista filosófico, los motivos que condujeron a aquellos teólogos a su dictamen de 1616. Basta imaginar qué puede pensarse sobre el tema si se utilizan los datos de la experiencia ordinaria. Para imaginarlo, uno debe pensar en lo que conoce por sí mismo, olvidándose de que ha aprendido desde pequeño que la Tierra gira alrededor del Sol. Esta era la situación de aquellos teólogos, y la astronomía moderna estaba dando sus vacilantes primeros pasos: Galileo tampoco tenía argumentos convincentes a favor de la hipótesis heliocéntrica. Para un razonamiento efectuado en aquellas condiciones, la nueva doctrina podía parecer «absurda y falsa en filosofía». Sin embargo, ello no daba motivo a preocupación por parte de la Iglesia, mientras no se vieran afectadas las verdades de la fe cristiana.
Por lo que se refiere a la fe, los motivos de los teólogos están recogidos en el dictamen. Se trata de una aparente contradicción entre la nueva doctrina y la Sagrada Escritura. Lamentablemente, aquellos teólogos no estuvieron en este punto a la altura de las circunstancias. Y no era difícil la cuestión, ya que toda la tradición de la Iglesia mostraba que, sin faltar a la verdad de la Biblia, hay hechos que están narrados en el lenguaje propio de lo que aparece a la experiencia ordinaria, puesto que Dios no pretende revelar a los hombres verdades propias de la ciencia natural. Este tipo de interpretación se encuentra ya en los Santos Padres más antiguos. Por si fuera poco, el propio Galileo había recordado clara e intachablemente cómo no había dificultad en interpretar correctamente los pasajes de la Escritura en los que se habla del movimiento del Sol y de la quietud de la Tierra; lo había hecho en una carta dirigida a su discípulo Benedetto Castelli, y más extensamente en otra amplia carta dirigida a Cristina, madre del Gran Duque de Toscana. Parece claro que diversas circunstancias ambientales y personales debieron provocar el olvido de unos sencillos principios teológicos que hubieran evitado el proceso y cualquier otra dificultad.
Y la historia sigue
El proceso de Galileo no significó en modo alguno el estancamiento de la nueva ciencia. Poco después, Newton asentó firmemente las bases de la física moderna. El mismo Galileo publicó en 1638, después del proceso, una de sus obras principales: Discursos y demostraciones en torno a dos nuevas ciencias. * (8) La parte principalmente perjudicada por el proceso fue la Iglesia: todavía hoy sirve a algunos para presentar injustamente a la Iglesia como enemiga del progreso, con razonamientos que poco o nada tienen que ver con la realidad histórica y teológica.
Sin embargo, hay un aspecto del proceso de Galileo que no sólo es actual, sino que cada vez tiene un interés mayor. Se trata de la cuestión sobre la naturaleza de la verdad científica. Este fue el tema escogido para el Simposio anual de la Academia Internacional de Filosofía de las Ciencias celebrado en Bruselas en 1981, donde quedó patente - una vez más - que se trata de un tema complejo (más de lo que pudo parecer a Galileo y a sus jueces) y cargado de implicaciones ideológicas. Galileo contribuyó a poner en marcha una poderosa máquina, la ciencia experimental moderna, sin comprender bien su funcionamiento; al cabo de tres siglos y varias décadas, comprendemos mejor la máquina y la hemos perfeccionado notablemente, pero sus misterios no han desaparecido.
El Cardenal Belarmino pedía a Galileo que se limitara a hablar como si el heliocentrismo fuese solamente una hipótesis útil para los cálculos científicos. * (9) El sucesivo progreso de la ciencia dio lugar más tarde a doctrinas cientificistas, según las cuales la ciencia no sólo alcanza la verdad, sino que sería el único camino para alcanzarla. En los siglos XVIII y XIX, el auge del cientificismo hizo que el materialismo, el mecanicismo y el positivismo se presentaran con la pretensión de ser la verdadera filosofía, apoyada por la ciencia, y el remedio para los males sociales.
Sin embargo, las profundas transformaciones de la ciencia en el siglo XX hicieron ver la provisionalidad de los edificios que se habían considerado definitivos. Por ejemplo, la mecánica relativista y la cuántica mostraron que la mecánica newtoniana tenía serios límites y que algunos de sus conceptos básicos debían modificarse. De ahí surgió la moderna filosofía de la ciencia, uno de cuyos rasgos principales es que subraya el carácter esencialmente hipotético o conjetural de toda teoría científica: en la ciencia no habría lugar para verdades definitivas, e incluso el concepto mismo de «verdad» queda relegado a ser una «idea regulativa» que dirige la investigación pero que nunca se llega a alcanzar.
¿Tenía, pues, la razón Belarmino?
Ciencia y verdad
La respuesta es clara: no. La ciencia es más que un simple instrumento útil para dominar la realidad. La investigación científica busca, ante todo, conocer cómo es la realidad, y muchas veces lo consigue.
La ciencia actual atestigua que, para conocer la realidad, frecuentemente hay que echar mano de teorías abstractas muy complejas y de instrumentos experimentales que proporcionan datos difíciles de interpretar. La ciencia está llena de hipótesis y conjeturas. Esto es lógico, ya que busca conocer aspectos de la realidad que no son evidentes de modo inmediato y que frecuentemente escapan a nuestros sentidos. Pero a través de procedimientos muy sofisticados, va arrancando a la realidad secretos cada vez más profundos.
A la vez, el conocimiento científico es siempre limitado y sometido a ulterior progreso. Pero eso no quiere decir que sea siempre conjetural. Por ejemplo, conocemos la existencia de muchos fenómenos atómicos y de sus propiedades, aunque otros muchos aspectos del mundo atómico sólo puedan ser objeto de hipótesis.
En general, los cánones de verdad son idénticos en el conocimiento ordinario y en la ciencia experimental: la evidencia directa de la observación, las conclusiones del razonamiento correcto, la evidencia indirecta por el testimonio fiable de otros. Los mismos procedimientos que sirven en la vida diaria para reconocer la verdad son los empleados en la ciencia, y no podría ser de otro modo: la única diferencia es que las ciencias utilizan de modo sistemático un instrumental teórico y experimental que va muchas veces más allá de lo que se emplea en el conocimiento ordinario.
Esto explica por qué no puede darse verdadera contradicción entre las conclusiones correctas de las ciencias y las del razonamiento ordinario o filosófico.
No parece que pueda admitirse, por tanto, que las ciencias proporcionen solamente hipótesis o conjeturas más o menos corroboradas por la experiencia, aunque esta opinión sea corriente en la actual filosofía de la ciencia. El conjeturalismo, que considera la certeza como inalcanzable por el hombre, atribuye a toda la ciencia y frecuentemente a todo el conocimiento humano unas características que sólo valen para determinados aspectos de ese conocimiento.
Una moda intelectual
Sin embargo, el conjeturalismo está de moda. Ha sido ampliamente difundido por Karl Popper y sus discípulos * (10) y, aunque la filosofía popperiana ha sido objeto de numerosas críticas, su tesis básica sobre la naturaleza conjetural de todo conocimiento humano se encuentra aceptada implícita o explícitamente por muchos científicos y filósofos en la actualidad, y se sigue extendiendo mediante las publicaciones de autores tan diversos como pueden ser el alemán Gerard Radnitzky o el francés y premio Nobel François Jacob.
La extensión del conjeturalismo puede explicarse como reacción a los dogmatismos cientificistas del pasado. El hombre, también el científico, se ha vuelto bastante cauto a la hora de valorar las conclusiones de sus razonamientos, ya que muchos conocimientos que antes se consideraban definitivos se han revelado al fin limitados y revisables. Además hay un importante componente ideológico: la pretensión de alcanzar la certeza parece ir unida a los fanatismos y a la intolerancia, causa real de no pocos males sociales. De modo significativo, una de las principales obras de Popper se titula La sociedad abierta y sus enemigos, y muchos la consideran como base sólida para la racionalidad social.
El conjeturalismo puede parecer verosímil porque una parte de nuestro conocimiento, incluyendo los grandes sistemas de la ciencia, tiene aspectos hipotéticos. Esos sistemas suelen ser construidos según el método hipotético-deductivo: de unas hipótesis básicas se extraen consecuencias cuya verdad intenta probarse, pero la verdad de éstas no basta para establecer con certeza todas las afirmaciones de la teoría. La relatividad de Einstein, por ejemplo, contiene leyes bien comprobadas junto con postulados y enunciados cuya verdad es difícil de establecer.
Pero es claro que no todo conocimiento es conjetural. Si así fuera, no podríamos siquiera hacer conjeturas razonables ni fiarnos de las evidencias más palpables, y la misma ciencia caería por su base.
El conjeturalismo es una simplificación que distorsiona el verdadero valor del conocimiento. Y, si se extraen sus consecuencias lógicas, se acaba incurriendo en contradicciones lógicas y en incoherencias prácticas. Aunque Popper critica ásperamente el escepticismo teórico y el relativismo ético, sus tesis conducen inexorablemente a ambos si se desarrollan lógicamente.
Ciencia y fe
En la actualidad, parece que los papeles de Galileo y de la Iglesia se han invertido. En sus discursos a los investigadores, profesores y estudiantes, el Papa Juan Pablo II ha insistido repetidamente en la necesidad de superar el escepticismo y el relativismo que condicionan buena parte de la cultura actual, y explica cómo la fe cristiana proporciona las bases necesarias para ello. * (11)
En efecto, la Revelación divina confirma unas verdades ue pueden descubrirse por la razón: entre ellas, que el Universo es obra de un Dios personal creador infinitamente inteligente; que ese Universo lleva dentro de sí y manifiesta un orden racional, huella de la sabiduría y el poder de Dios; que el hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza, poseyendo un alma espiritual cuya inteligencia es capaz de penetrar en el orden natural y de alcanzar la verdad; que el hombre tiene el mandato divino de dominar el mundo, de modo que el conocimiento que alcanza y el consiguiente dominio de la realidad se ordenen al servicio del hombre de acuerdo con los planes de Dios.
Juan Pablo II, en un discurso a universitarios en Colonia (el 15 de noviembre de 1980), denunciaba la concepción «funcionalista» de la ciencia, según la cual se da por inútil o carente de sentido el concepto de «verdad objetiva», y se reduce la ciencia a un simple instrumento para una técnica que, en esta perspectiva, no estaría sometida a superiores normas éticas. Ese funcionalismo acaba haciendo al hombre víctima de sus propios productos: la experiencia al respecto es, desgraciadamente, demasiado abundante.
Esta doctrina, recordada en diversas ocasiones por Juan Pablo II, pertenece a las enseñanzas perennes de la Iglesia. En realidad, es la misma que se enseñaba en la época de Galileo. Más aún: constituyó en buena parte la inspiración que guió en su trabajo a Galileo y a los grandes fundadores de la ciencia moderna, todos ellos profundamente religiosos.
Es interesante mencionar al respecto una tesis que el historiador de la ciencia Stanley Jaki ha documentado ampliamente en libros y ensayos. * (12). Jaki sostiene que la ciencia experimental encontró un nacimiento viable en la «matriz cultural» de la Europa cristiana, donde, después de siglos de amplia influencia del cristianismo, era general el convencimiento acerca de las verdades antes mencionadas sobre la racionalidad del Universo y la capacidad humana para penetrar en ese orden causado por Dios. Este climax no bastaba para hacer ciencia con éxito, pero su falta bastó para hacerla imposible durante muchos siglos. De hecho, diversas culturas antiguas, florecientes en muchos aspectos, sólo produjeron intentos aislados en el aspecto científico-experimental, y Jaki atribuye esos sucesivos «abortos» de la ciencia moderna a la carencia de unas convicciones mínimas imprescindibles para realizar la investigación científica.
Las convicciones y escritos de Kepler, Galileo y Newton - por citar solamente algunos de los fundadores de la ciencia moderna -, dan la razón al juicio de Jaki. La «ciencia creativa» ha sido siempre obra de científicos comprometidos con las convicciones citadas, de un modo u otro: cuando menos, han admitido sus consecuencias respecto a los fundamentos racionales de la ciencia. Es posible subirse al tren de la ciencia ya en marcha e incluso hacer aportaciones de cierto valor con una actitud pragmática, pero las páginas creativas de la ciencia, que hacen posible las que vienen después, son obra de científicos como Faraday, Maxwell, Planck, Einsteín o Heinsenberg que, incluso si en ocasiones concretas han apoyado un cierto positivismo, han manifestado luego claramente unas convicciones filosóficas que, sin ser exclusivas del cristianismo, gracias a él llegaron de hecho a configurar toda una cultura que hizo posible el nacimiento y desarrollo sistemático de la ciencia moderna.
Ciencia y ser humano
La Iglesia ha deplorado la falta de comprensión con la legítima autonomía de la ciencia que se dio en el proceso a Galileo: es explícita la referencia al tema en la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II (en el n° 36, nota 7). Juan Pablo II, en un discurso a la Academia Pontificia de Ciencias (del 15 de noviembre de 1980 ), repetía esa lamentación, refiriéndose además a los sufrimientos que ocasionó aquel proceso a Galileo, y señalando, por otra parte, que en ese asunto son más numerosas y más importantes las coincidencias entre la ciencia y la fe.
En efecto, las discrepancias podían haberse evitado si se hubiera aplicado correctamente la doctrina de la Iglesia, y el mismo Galileo lo advirtió claramente y por escrito. Las coincidencias, oscurecidas en parte por el rumbo marcado por el proceso, tienen repercusiones cuya importancia se advierte más aún en la época actual, como se ha señalado. La fe cristiana, que ha animado profundamente el nacimiento y el desarrollo de la ciencia moderna, es una base sólida para la gran tarea actual de devolver al hombre la confianza en su razón.
Al racionalismo cientificista que consideraba resueltos los problemas humanos gracias a la ciencia, ha sucedido como reacción un irracionalismo que rebaja la ciencia a puro instrumento técnico, y que favorece una mentalidad escéptica y pragmatista en la que los grandes valores humanos son aniquilados o simplemente ignorados. Las consecuencias ideológicas y sociales son evidentes. El humanismo que nuestra época necesita, ha de incluir una correcta valoración de la racionalidad humana. Es importante advertir que la verdad existe, que puede alcanzarse, y que, aunque el conocimiento humano es limitado, podemos en muchos casos llegar a la certeza aunque no agotemos todo el contenido de la verdad poseída. También es importante comprender que el conocimiento ordinario, la ciencia experimental, la reflexión filosófica y la fe sobrenatural, constituyen accesos diversos pero armónicamente complementarios a la única verdad objetiva.
El católico Galileo quizá se asombraría al ver cómo se distorsiona a veces la ciencia en provecho de ideologías escépticas o materialistas que le son totalmente ajenas. El progreso científico, hoy más que nunca, nos descubre un orden natural realmente prodigioso que señala claramente la sabiduría y el poder del Creador y la singularidad del espíritu humano capaz de conocer y dominar esa naturaleza racionalmente ordenada: esta perspectiva, que es la que inspiró a los grandes científicos que pusieron en marcha la ciencia moderna, es la base de un humanismo urgentemente exigido por la civilización actual.
El conjeturalismo parece aliado natural de una mentalidad escéptica y de una liquidación de los valores objetivos, aunque la intención de quienes lo profesan pueda ser otra. Junto a él, proliferan las doctrinas pseudo-científicas que, pretendiendo basarse en los métodos y resultados de la ciencia, construyen con frecuencia castillos en el aire y difunden una confusión conceptual para la cual casi cualquier cosa puede ser verdad si coincide con las propias preferencias. A una distancia de 350 años, el proceso a Galileo - con lo que pudo contener de equívocos y polémicas ya superadas - nos habla de un compromiso con la verdad cuyas consecuencias, tanto positivas como negativas, son ahora quizá más patentes que entonces, ya que las potencialidades teóricas y prácticas de la ciencia de Galileo tienen enormes implicaciones en todos los órdenes de la vida humana.