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¿Ha acabado la revolución científica?
Autor: Mariano Artigas, Universidad de Navarra
Publicado en: Reuniones Filosóficas (Texto inédito)
Fecha de publicación: 1989
Indice
1. El sentido de la revolución científica
2. Tres imágenes de la naturaleza
3. Organicismo y mecanicismo
4. La perspectiva sistémica
5. La verdad científica
6. El alcance de la perspectiva científica
1. El sentido de la revolución científica
Cuando se habla acerca de la revolución científica, habitualmente se piensa en el fenómeno histórico que cristalizó en el siglo XVII, o sea, el proceso que desembocó en el nacimiento de la ciencia moderna. Se trata de un hecho inconfundible. En la ciencia experimental del siglo XVII, por vez primera en la historia, se combinaron las matemáticas y la experimentación, consiguiendo un conocimiento de la naturaleza que puede somerterse a control y sirve como base para las aplicaciones tecnológicas. Esa revolución, preparada durante siglos mediante trabajos que se remontan a la antigüedad, tomó cuerpo gracias a genios tales como Copérnico, Kepler y, de modo especial, Galileo, y alcanzó su madurez con la formulación de la mecánica de Newton.
En este sentido, la revolución científica equivale al nacimiento sistemático de la ciencia experimental moderna, y supone un logro definitivo en la historia de la humanidad. Las revoluciones científicas posteriores, gracias a las cuales se consolidaron, junto a la física, otras ciencias como la química y la biología, y se formularon nuevas teorías en cada una de ellas, como las teorías cuántica y relativista en la física, aparecen como desarrollos particulares de un paradigma global que básicamente quedó establecido en el siglo XVII con la formulación de la física clásica. En la vida normal, al nacimiento sigue el crecimiento. De modo semejante, a la ciencia clásica se han añadido nuevas ramas y nuevas disciplinas, y el proceso continúa; pero se trata de desarrollos de un mismo fenómeno básico, de modo semejante a como el estado adulto de una misma persona está en continuidad con su juventud.
Vistas las cosas bajo esta perspectiva, la pregunta: ¿ha acabado la revolución científica? tiene una respuesta clara: sí, acabó hace 300 años. La física de Newton fue ya ciencia moderna en el sentido más pleno.
Sin embargo, esta respuesta, aun siendo verdadera, es demasiado superficial. El nacimiento de la ciencia moderna representó la culminación de un período y el comienzo de otro. Pocos hechos tienen tanta trascendencia a la hora de dividir en etapas la historia de la humanidad. Parece lógico, por tanto, preguntarse por el significado de un hecho de tanta trascendencia.
No se trata sólo de las repercusiones exteriores de un hecho que, de por sí, sería neutral. Desde luego, los fundadores de la ciencia moderna no la veían como neutral. Por el contrario, la nueva ciencia aparecía ante sus ojos cargada de implicaciones filosóficas, teológicas y sociológicas. El nacimiento de la ciencia experimental fue acompañado de una clara conciencia de que estaba sucediendo algo trascendental en la historia de la humanidad.
Ciertamente, esa conciencia adquirió manifestaciones diferentes de acuerdo con el genio de los científicos y con las preocupaciones de los filósofos y teólogos. En este sentido cabría cuestionar si se trata propiamente de la revolución científica o más bien de las interpretaciones que suelen acompañar a todo hecho social relevante.
Mi propósito es argumentar que la revolución científica tiene por sí misma unas implicaciones de muy largo alcance que condicionan en buena parte importantes problemas actuales que no están resueltos de modo satisfactorio. En este sentido, a la pregunta: ¿ha acabado la revolución científica?, mi respuesta es: no. Además de no haber acabado, todavía no se han manifestado completamente sus implicaciones. Y pienso que aquí se encuentra una clave decisiva para comprender aspectos especialmente críticos de nuestra civilización.
Uno de ellos es la idea acerca de lo objetivo y lo subjetivo, con sus múltiples implicaciones en el ámbito de la especulación teórica, de la conducta práctica y de la organización social. La ciencia experimental se presenta como un saber riguroso centrado en el estudio de las relaciones entre los fenómenos y en la determinación de los mecanismos causales, excluyendo de su ámbito la consideración de las causas finales y, en general, de todo lo relacionado con la metafísica y la trascendencia. El ámbito metafísico queda relegado a un mundo aparte; en el mejor de los casos, se trataría de un tipo de reflexiones que, si bien podría considerarse legítimo, carecería de la validez intersubjetiva característica de la ciencia experimental y remitiría, por principio, a la conciencia y vida privadas de cada persona. La educación y, en general, toda la vida social, deberían estar regidas por una visión aséptica, plural y no comprometida, de acuerdo con las exigencias de la objetividad propia del conocimiento público, en el que no parece haber lugar para fines. Y el paradigma de la objetividad y del conocimiento público vendría dado por la ciencia experimental.
La dicotomía entre lo científico-objetivo y lo metafísico-subjetivo es una de las características básicas de nuestra cultura, y parece ser una consecuencia inevitable de la revolución científica. Sin embargo, una vez superado el sarampión del positivismo, que puede ser considerado como una enfermedad infantil que ha acompañado al progreso científico y técnico en una época ya pasada, esa dicotomía se muestra insatisfactoria. Persiste el convencimiento de que debe existir una unidad en el saber, de modo que sea posible obtener una imagen del mundo y del hombre que satisfaga, al mismo tiempo, las exigencias del rigor científico y de la búsqueda de sentido propia de la metafísica. Tampoco parece lógico admitir que cualquier perspectiva filosófica tenga la misma validez. Se siente además la necesidad de contar con una base metafísica mínima que pueda servir de fundamento para solventar las graves cuestiones éticas que se plantean a la humanidad y que, en buena parte, se deben precisamente a los resultados de la ciencia y de la tecnología.
Estas aspiraciones, junto con el desarrollo de nuevas perspectivas científicas que tienen un carácter abiertamente interdisciplinar y que ofrecen puntos de conexión entre enfoques que hasta tiempos recientes eran considerados como excluyentes, han dado lugar a intentos que pueden considerarse característicos de nuestra época, mediante los cuales se pretende tender un puente entre la perspectiva científica y la filosófica. En este contexto, la revolución científica del siglo XVII podría considerarse como un punto de partida que solamente tendría una validez parcial, y que vendría completado por otras perspectivas científicas que son el fruto de los avances posteriores. En otras palabras, la revolución científica no habría acabado ni siquiera en el ámbito propiamente científico. La revolución del siglo XVII no sería un paradigma general en el que se englobarían las revoluciones posteriores, sino solamente la puesta en marcha de la ciencia moderna, condicionada por puntos de vista parciales que ahora, con perspectivas más amplias, deberían ser completados. En particular, sería posible alcanzar una perspectiva en la cual se integrasen el rigor científico y las cuestiones profundas acerca de la vida humana.
Pueden mencionarse diversos intentos de ese tipo. Su variedad muestra que ocupan un lugar importante en la cultura científica actual. Unos se sitúan en el ámbito de las disciplinas particulares y abordan problemas fundamentales, como por ejemplo el origen y el fin del universo en la cosmología, y los condicionamientos de la libertad humana en la biología. En otros casos se llega a plantear una nueva filosofía natural basada sobre logros científicos tales como la mecánica cuántica y la termodinámica de los procesos irreversibles, que tendrían implicaciones profundas respecto a conceptos tales como la causalidad, el tiempo, y la auto-organización de la materia. Otros intentos formulan perspectivas interdisciplinares que pretenden extenderse tanto a las ciencias naturales como a las humanas; tal es el caso de la teoría de sistemas, de la sinergética y, recientemente, de los estudios sobre la existencia de pautas en fenómenos complejos que vienen etiquetados bajo el título del caos.
Además de esos intentos, que se plantean en el terreno científico, en el ámbito de la filosofía de la ciencia se proponen perspectivas que giran alrededor de los mismos problemas básicos. Baste mencionar las discusiones acerca de la racionalidad científica y de la racionalidad humana en general, que en las últimas décadas se han multiplicado hasta alcanzar proporciones notables.
Si la variedad de intentos unificadores revela que el problema es percibido con intensidad en nuestra época, también manifiesta que no existe unanimidad en el modo de enfocarlo. Existe una conciencia generalizada de que nos encontramos en una nueva época, diferente de la cultura antigua pre-científica pero que también se distancia cada vez más de la cultura científica de la modernidad. Sin embargo, no existe una base común, generalmente compartida, en la que se unifiquen el enfoque antiguo, finalista y metafísico, y el enfoque moderno, mecanicista y científico, o que, cuando menos, integre los aspectos válidos de ambos enfoques en una nueva síntesis.
Cuando existen diferencias notables en torno a un problema, hay motivos para pensar que una revisión de su planteamiento puede resultar fructífera. En nuestro caso, existen varias cosmovisiones típicas que han acompañado al progreso científico o se han presentado como sus interpretaciones legítimas. Por tanto, parece conveniente recurrir a algunas reflexiones históricas en busca de ayuda para situar el problema en sus dimensiones reales.
2. Tres imágenes de la naturaleza
La costumbre de dividir la historia en grandes períodos, a los que corresponden diferentes concepciones sobre un mismo problema, ha llegado a ser un lugar común en la historiografía y en la filosofía. En relación con el problema que nos ocupa, se han propuesto diversas clasificaciones de ese tipo. Aludiré a continuación a cinco de ellas.
Robin George Collingwood propuso una división tripartita a la que corresponderían las ideas griega, renacentista y moderna acerca de la naturaleza *(1). En la idea griega, la naturaleza vendría concebida al modo de un organismo, una especie de animal racional con una mente propia que impone el orden. Según la idea renacentista, la naturaleza sería como una máquina que funciona de acuerdo con unas leyes dictadas por el creador divino, quien ha creado la maquinaria, la ha puesto en marcha comunicándole el movimiento inicial, y la gobierna a través de las leyes establecidas por su sabiduría. En la visión moderna la naturaleza ya no sería concebida como un conjunto de substancias sino como un despliegue de procesos evolutivos sometidos a un desarrollo histórico progresivo que estaría orientado en sentido finalista. Collingwood situó su propia perspectiva en la línea de esta tercera visión, que tiene matices idealistas, atribuyendo su formulación a Hegel, y su desarrollo a Henri Bergson, Samuel Alexander y Alfred North Whitehead.
Una concepción semejante de los dos primeros períodos ha sido expuesta por Stanley Jaki*(2), quien ha centrado su atención en Aristóteles como representante principal de la idea organicista de la naturaleza, y ha ilustrado con detalle el nacimiento de la concepción mecanicista en el siglo XIV y su desarrollo en el siglo XVII. A diferencia de Collingwood, Jaki concibe el tercer período como un resurgimiento de las ideas pitagóricas, caracterizando la perspectiva moderna como un pan-matematismo en la línea de la física cuántica, que se centra en las formulaciones matemáticas y prescinde de las representaciones imaginativas.
Gerald Whitrow ha propuesto también una división tripartita*(3), que coincide con las anteriores en lo referente a los dos primeros períodos y difiere respecto al tercero. Los tres períodos son caracterizados mediante las analogías del organismo, la máquina y la sociedad. La imagen organicista correspondería al universo teleológico aristotélico, donde lo temporal está subordinado a lo permanente en una alternancia cíclica y las explicaciones fundamentales están en función de las tendencias naturales finalistas. La imagen de la máquina sería la del universo newtoniano, que viene concebido como un reloj mecánico, creado y dirigido por la inteligencia divina, donde las tendencias y formas aristotélicas vienen sustituídas por hipótesis y leyes expresadas de modo matemático que permiten calcular el desarrollo de los procesos en el tiempo. Por fin, el universo evolucionista de la ciencia moderna es representado a semejanza de una sociedad en la que se dan procesos con una historia, de tal modo que la caracterización del tiempo como una variable independiente, neutral con respecto a los procesos, da paso a una nueva idea del tiempo que se relaciona con el carácter irreversible de los procesos reales y con la historia del universo.
Una perspectiva análoga ha sido expuesta por W.W. Spradlin y P. Porterfield *(4), quienes introducen un cambio importante. En efecto, centran su atención en la búsqueda de la certeza como hilo conductor de las tres grandes ideas acerca de la naturaleza. Afirman que la imagen antigua, que presentan en estrecha conexión con el cristianismo, ofrecía explicaciones puramente verbales de los hechos y obedecía a tendencias antropomórficas que llevaban a introducir seres espirituales como agentes causales. La imagen moderna viene descrita, al igual que en los autores antes mencionados, como una combinación de máquinas y números. La imagen actual sería la del mundo de los procesos, en el cual, como consecuencia de la incertidumbre inherente a los fenómenos microfísicos, ya no podría darse ninguna certeza.
Nicolai Hartmann presentó una panorámica que, si bien tiene puntos de contacto con las anteriores, difiere en cuanto a su sentido y alcance filosófico*(5). Hartmann distinguió en la historia de la filosofía natural cuatro períodos seguidos de un interregno. El primer período abarca desde la filosofía platónica hasta finales del siglo XVI, y está centrado en la teleología natural aristotélica y escolástica. El segundo, anunciado en el siglo XIV y madurado en el XVII, es el de la física clásica de Galileo y Newton, en el que se formuló una cosmología fundada en leyes exactas, prescindiendo de las causas finales. El tercero, que corona el período anterior, está representado por Kant, y de modo especial por sus obras sobre la historia general de la naturaleza, los principios metafísicos de la ciencia natural y la teleología; Hartmann afirma que la crítica kantiana supuso el final de la vieja teleología, y la califica como hazaña que acabó con la filosofía natural aristotélica y planteó la filosofía de lo orgánico. El cuarto es la metafísica idealista de la naturaleza de Schelling y Hegel; fue un retroceso hacia las ideas teleológicas, pero supuso tan sólo un breve intermedio que fue pronto superado por el desarrollo de las ciencias. La época posterior, marcada por el dominio exclusivo de las ciencias positivas y la dispersión en métodos especializados, es la época positivista, y equivale a un interregno en el que se prestó atención sólo a los problemas metodológicos, sin llegar a abordar los propiamente filosóficos. La etapa actual vendría representada por la filosofía natural del propio Hartmann, centrada en el estudio de las categorías cognoscitivas y marcada por una dependencia esencial respecto al estado de las ciencias en cada momento concreto.
Estas perspectivas históricas sugieren que las tres imágenes de la naturaleza se han dado en épocas sucesivas. Parece existir un acuerdo básico respecto a las dos primeras, la organicista y la mecanicista, y el punto de referencia para establecer una ruptura entre ambas suele situarse en la revolución científica del siglo XVII. El desacuerdo respecto a la tercera imagen es, sin embargo, notable. ¿Por qué?
Ese desacuerdo se debe, probablemente, a la complejidad de los problemas implicados, que tienen aspectos históricos y sistemáticos bastante complejos. Desde el punto de vista epistemológico, la naturaleza de la ciencia experimental sigue siendo objeto de interpretaciones diversas. Desde luego, mientras no se clarifique esta cuestión, que está en la base de los cinco esquemas mencionados y de otros semejantes, no puede esperarse una comprensión adecuada de las implicaciones filosóficas de la ciencia. Desde el punto de vista histórico, no está claro que la ruptura entre las imágenes organicista y mecanicista fuese total, ni tampoco en qué medida esa ruptura fue una consecuencia necesaria de la física nueva o, más bien, se debió a interpretaciones que han sido superadas por el desarrollo posterior de la ciencia. Hay, además, datos que no encajan bien con la idea de una sucesión temporal de esas dos imágenes; por ejemplo, el mecanicismo y el organicismo coexistieron en la Grecia antigua, y el organicismo ha reaparecido en la época contemporánea en perspectivas tales como las filosofías de Bergson y Whitehead, que pretenden tener en cuenta el progreso científico moderno. En esas condiciones, no puede maravillar que existan desacuerdos cuando se trata de valorar la situación actual y de sugerir nuevas síntesis.
3. Organicismo y mecanicismo
Consideremos más de cerca las dos primeras imágenes. Desde la antigüedad hasta nuestros días, uno de los problemas centrales de la filosofía ha consistido en el enfrentamiento de las concepciones mecanicista y finalista. Ambas fueron formuladas en la filosofía griega, y su itinerario se prolonga a lo largo de toda la historia del pensamiento occidental. La concepción finalista de Sócrates, Platón y Aristóteles se impuso al mecanicismo de Demócrito, Epicuro y Lucrecio, y proporcionó durante dos milenios el esquema básico al que se referían, en último término, las explicaciones acerca de la naturaleza. Pero la revolución científica del siglo XVII invirtió los términos. El anti-finalismo de Francis Bacon, el mecanicismo de René Descartes y la física matemática de Isaac Newton supusieron el triunfo de una imagen mecánica que prontó contó con el respaldo de éxitos científicos y tecnológicos de primera magnitud. El paradigma mecanicista fue canonizado en la filosofía de Immanuel Kant como condición necesaria del conocimiento científico de la naturaleza, mientras que el finalismo venía reducido a una idea regulativa, útil para la investigación biológica, pero carente de objetividad.
Poco después, la revolución de Charles Darwin pareció liquidar el reducto biológico que servía aún de justificación para el finalismo, proponiendo una explicación de la aparente finalidad natural en términos de procesos mecánicos combinados por azar. El resultado de este largo proceso fue una imagen de la naturaleza que se presentaba como el triunfo definitivo de una ciencia objetiva de los mecanismos causales en donde no quedaba ningún lugar para la finalidad. Tal parecía ser el resultado de la revolución científica.
El finalismo suele asociarse a una perspectiva metafísica en la que la naturaleza viene concebida como una jerarquía de entidades que remiten a una causa trascendente. En este aspecto, el caso del mecanicismo es más complejo, puesto que se ha utilizado para apoyar tanto las perspectivas metafísicas como las materialistas; de hecho, durante los siglos XVII y XVIII la cosmovisión mecánica fue ampliamente utilizada como punto de apoyo para la teología natural, y desde finales del XVIII se asoció cada vez más con las ideas materialistas y naturalistas. En el siglo XIX, el progreso de la ciencia venía identificado con el éxito de las explicaciones mecanicistas y fácilmente era considerado como una prueba en favor de las ideas materialistas.
Las revoluciones científicas del siglo XX supusieron cambios en las apreciaciones anteriores. La física cuántica mostró las limitaciones de la perspectiva mecanicista en el ámbito microfísico. El progreso de la biología, al mismo tiempo que permitía el conocimiento de los mecanismos más profundos de los fenómenos vitales, los relacionó con las ideas de auto-regulación e información, en las que pueden descubrirse matices organicistas y finalistas. En este contexto, han aparecido perspectivas científicas que, aun admitiendo el valor de las explicaciones mecánicas, rechazan el mecanicismo como cosmovisión general y admiten la validez de las ideas finalistas. Por ejemplo, la teoría general de sistemas ha formulado modelos explicativos que permiten conjuntar diversos aspectos del mecanicismo y del finalismo; la termodinámica de los procesos irreversibles y los estudios sobre el caos proporcionan las bases para comprender cómo surgen patrones naturales de comportamiento a partir de fenómenos desordenados, superando la rigidez de los modelos físicos clásicos y explicando el nacimiento de distintos tipos de orden; la sinergética explica cómo la cooperación de componentes produce efectos que no podrían preverse si sólo se tuviera en cuenta la mera suma de los efectos parciales.
En todos estos casos, parece superarse la antigua dicotomía entre mecanicismo y finalismo, en una nueva síntesis que se formula en el plano puramente científico. Si esa síntesis es viable, la revolución científica aparecería bajo una nueva luz. En efecto, podría afirmarse que el predominio de la concepción mecanicista fue solamente un primer paso que, si bien ayudó a conseguir logros parciales, no agotaba todas las posibilidades de la ciencia experimental. Y también que la revolución científica no ha sido suficientemente comprendida hasta que, gracias al desarrollo de nuevas teorías, disciplinas y enfoques, se han obtenido perspectivas que, según parece, serían aplicables incluso a los problemas de las ciencias humanas y sociales.
4. La perspectiva sistémica
En las perspectivas holistas, se afirma que las totalidades organizadas se encuentran en un nivel que supera a la mera suma de los componentes. Este enfoque es característico de las perspectivas mencionadas, y ha sido desarrollado sobre todo en la teoría general de sistemas, que pretende proporcionar un nuevo paradigma científico, e incluso una entera filosofía, donde se supere las perspectiva analítica, típica de la ciencia clásica*(6).
En este paradigma ocupan un lugar central nociones tales como orden, organización, forma, interacción, coordinación, teleología, y otras similares, que se refieren a estructuras y comportamientos globales*(7). Por supuesto, se considera a los sistemas como compuestos de elementos, pero con un matiz peculiar: que se tiene siempre en cuenta la interdependencia de los elementos en el todo. Un sistema viene concebido como un conjunto de elementos relacionados entre sí funcionalmente, de modo que cada elemento es función de algún otro, y no se dan elementos aislados. Por eso, el sistema no resulta de la suma de los elementos como simples partes, pues cada elemento tiene una función que está coordinada con las funciones de los otros. Y, en consecuencia, la organización desempeña una función esencial. El sistema es una entidad holística.
Estas características permiten obtener una síntesis entre la perspectiva mecanicista, de tipo analítico, centrada en los elementos componentes y en su agregación, y la perspectiva finalista, de tipo sintético, en la que las propiedades de conjunto desempeñan una función decisiva. La noción de sistema es, en sí misma, neutral respecto a las perspectivas atomista y globalista, y parece que integra a ambas.
La perspectiva sistémica puede situarse en el nivel metodológico, si se utiliza solamente como un modelo explicativo, y en el ontológico, si además se refiere a la articulación de la realidad. Además, se trata de una perspectiva con posibilidades interdisciplinares, ya que sus nociones pueden aplicarse a muy diversos tipos de entidades organizadas, independientemente de su naturaleza física, biológica o sociológica. Viene a ser un metalenguaje integrador con capacidad de ser aplicado a las matemáticos, a la física, a la cibernética, a la biología y a la sociología. Y, si la teoría general de sistemas se proyecta en forma de filosofía de sistemas, se obtendría una nueva filosofía de la naturaleza capaz de solventar las disputas entre las concepciones mecanicistas y finalistas, llegando a una imagen del mundo como una gran organización en la cual, sin embargo, no sería forzoso admitir las imágenes antropocéntricas que solían acompañar al antiguo organicismo.
Por estos motivos, la perspectiva sistémica se ha presentado como un esfuerzo para reunir los conocimientos fragmentarios especializados en un cuadro unitario coherente, haciendo posible al mismo tiempo la tan deseable unidad entre las ciencias y la filosofía. ¿Sirve realmente para cumplir esos ambiciosos objetivos?
Una piedra de toque para valorarlo es el caso de la antropología, que obviamente tiene una especial relevancia en el contexto de las relaciones entre las ciencias y la filosofía. Ludwig von Bertalanffy afirmó que, desde el punto de vista de la biología, el carácter tan específico del lugar que el hombre ocupa en el universo se debe al hecho de que el hombre crea un mundo de símbolos para vivir en él; esto sería una condición necesaria y suficiente para demarcar el lenguaje, la conducta, la historia y la cultura humanos frente a la conducta puramente biológica. Por ese motivo, von Bertalanffy concluyó que, como biólogo, se oponía a una concepción biologista del hombre, o sea, a la reducción de lo humano a simples factores biológicos, porque de ese modo no pueden explicarse la cultura, el arte, la ética ni la religión*(8).
En este contexto, el problema clásico mente-cuerpo vendría contemplado desde un nuevo ángulo; en efecto, no se plantearía como el enigma de la interacción psico-física entre mente y materia, puesto que la propia física habría prescindido de la noción clásica de materia. Según von Bertalanffy, en la física moderna, la materia se resuelve en dinámica, en relaciones formales que además se expresan mediante leyes estadísticas, de tal modo que no tendría sentido afirmar que la realidad última está constituída por unidades materiales y leyes físico-químicas*(9).
Sin embargo, la perspectiva sistémica ha sido utilizada también como instrumento en la formulación de ideas filosóficas de tipo materialista*(10). No está claro, por tanto, que por sí misma sea suficiente para dilucidar los problemas filosóficos implicados en la antropología.
Von Bertalanffy rechazó como obsoleta la idea de que el conocimiento humano conduce progresivamente a la verdad o a la realidad. El conocimiento sería sólo una herramienta que permitiría al hombre, o a cualquier otro animal, desenvolverse en el mundo y sobrevivir, utilizando esquemas que, si bien son útiles, no reflejan el universo tal como es*(11). De este modo, se plantea explícitamente la pregunta acerca del valor de la ciencia y del conocimiento en general, que antes quedó apuntada y que ahora reaparece en el marco de la perspectiva sistémica. Si el conocimiento tiene un valor meramente instrumental, ¿cabe siquiera formular interrogantes propiamente filosóficos acerca de la realidad en sí y del valor de nuestro conocimiento, o de la validez de las explicaciones mecanicistas y finalistas?
Por tanto, para delimitar el valor de la perspectiva sistémica como puente entre las ciencias y la filosofía, es preciso afrontar el problema epistemológico desde su base. Esto no puede sorprender. Por el contrario, no es difícil apreciar que, tras los problemas relacionados con la objetividad, se encuentran principalmente interrogantes de tipo epistemológico.
5. La verdad científica
He dedicado mi último libro a la filosofía de la ciencia experimental, y allí se encuentra un análisis de los objetivos, métodos y construcciones de las ciencias, junto con reflexiones acerca de la objetividad y la verdad*(12). Me referiré ahora solamente a algunas ideas que pueden representar una ayuda para situar el problema que aquí nos ocupa.
En la actividad científica se busca el conocimiento de la naturaleza, y para ello se recurre a construcciones teóricas que no son meras traducciones de la realidad. Esas construcciones, y los métodos utilizados para comprobar experimentalmente su valor, se apoyan en supuestos convencionales. ¿Qué puede decirse, en esas condiciones, acerca de la verdad de los enunciados de la ciencia experimental?
Podemos distinguir dos sentidos de la objetividad científica: uno débil, que se identifica con la intersubjetividad, y otro fuerte, que se refiere a la verdad. En el primer sentido, la intersubjetividad se alcanza gracias a la objetivación, porque el objeto científico se construye de modo que exista una correspondencia entre las construcciones teóricas y la experimentación. Cualquier disciplina se apoya sobre unos predicados básicos que delimitan el tipo de objetos que se estudian, y requiere la formulación de criterios de protocolaridad, mediante los cuales se establece qué enunciados experimentales se consideran válidos. Para formular unos y otros, es necesario recurrir a acuerdos o estipulaciones convencionales. Todo ello define una objetivación concreta.
La existencia de supuestos convencionales no sólo no impide la intersubjetividad, sino que es una condición que la hace posible. Una vez establecidas las bases de una objetivación rigurosa, se obtienen demostraciones intersubjetivas válidas, si bien se trata siempre, en ese ámbito, de demostraciones contextuales, ya que su validez se refiere al contexto teórico y práctico de cada objetivación particular.
Sobre esa base puede delimitarse la validez de la objetividad en sentido fuerte, o sea, de la correspondencia de las construcciones científicas con la realidad. En efecto, la demostrabilidad contextual implica la demostrabilidad referencial, ya que la demostrabilidad contextual de un enunciado implica que los significados y referencias de los términos están bien establecidos, y que lo mismo sucede con los métodos de operación teórica y experimental. Por tanto, una demostración contextual proporciona automáticamente el significado y la referencia de lo que se demuestra. En definitiva, si las demostraciones científicas son rigurosas y están libres de interpretaciones que sobrepasan los métodos utilizados, podemos afirmar que los enunciados científicos se refieren a la realidad en el sentido preciso que viene dado por las demostraciones contextuales.
Como consecuencia, si la verdad de cualquier enunciado debe ser valorada con referencia al contexto de la objetivación y estipulaciones adoptadas, es obvio que siempre será posible obtener nuevas verdades mediante el progreso en las objetivaciones y estipulaciones. O sea: debido a que la verdad científica es contextual, es también parcial. Una objetivación concreta no agota la realidad. De este modo, la verdad de los enunciados es simultáneamente auténtica y parcial: los enunciados bien fundamentados se refieren a la realidad, pero contemplándola bajo el punto de vista implicado por la objetivación respectiva, y por tanto dejando campo abierto para ulteriores modificaciones de la objetivación.
Por otra parte, cuando las demostraciones contextuales están bien establecidas, o sea, cuando se consigue relacionarlas con la experimentación, entonces puede afirmarse su verdad pragmática, puesto que es posible aplicarlas a la explicación y control de problemas fácticos. Puede verse ahora con más claridad por qué hemos afirmado que la demostrabilidad contextual garantiza automáticamente la demostrabilidad referencial. En efecto, una vez que establecemos la verdad contextual y pragmática, queda fijada la correspondencia con la realidad. Los enunciados se refieren al modelo ideal definido en la objetivación respectiva, y ese modelo se refiere a la realidad a través de un conjunto de criterios operativos. Por tanto, los enunciados que son válidos en el contexto de las condiciones teóricas y prácticas establecidas, se corresponden con la realidad dentro de esos límites.
En definitiva, alcanzamos conocimientos auténticos que al mismo tiempo son parciales, aproximativos y perfectibles. Parciales, porque sólo se refieren a los aspectos de la realidad que son accesibles a la objetivación correspondiente. Aproximativos, porque las construcciones teóricas se corresponden con la realidad dentro de un margen impuesto por las posibilidades teóricas y experimentales disponibles. Y por consiguiente son perfectibles, ya que podemos conseguir objetivaciones más profundas y exactas. Además, reflejan la realidad mediante signos que requieren interpretación, o sea, a través del lenguaje de cada teoría.
La equivalencia entre demostrabilidad contextual y referencial no suprime todas las dificultades, pero señala el camino a seguir para afrontarlas. Evidentemente, para clarificar la significación de las construcciones científicas, debe recurrirse a conceptos cuyo estudio temático es propio de la filosofía. Se tratará de explicitar de modo riguroso, con la ayuda de los conceptos filosóficos pertinentes, lo que en el plano científico está solamente implícito.
El camino para explicar la verdad científica puede parecer paradójico. Consiste en reconocer desde el primer momento los aspectos convencionales que intervienen en la construcción del objeto científico y en las demostraciones, delimitando después en qué sentido se refieren a la realidad las construcciones teóricas. La paradoja reside en que el punto de partida para fundamentar un concepto de verdad no convencional es precisamente el reconocimiento de los factores convencionales de la ciencia. Pero este es el método que se emplea en la actividad científica real, y así es como se consiguen resultados verdaderos, en el sentido de la verdad contextual y parcial que hemos examinado. Por el contrario, si se parte de una imagen de la ciencia centrada en demostraciones lógicas estrictas y se pretende introducir en ese contexto el concepto de verdad, se tropieza con un obstáculo insalvable: la existencia de los factores convencionales que han sido pasados por alto pero que, siendo reales, aparecen en el último momento, impidiendo que pueda explicarse la verdad de las construcciones teóricas.
6. El alcance de la perspectiva científica
Las reflexiones anteriores acerca de la objetividad y la verdad científicas permiten situar el alcance auténtico de la perspectiva científica. Ese alcance está determinado por el tipo de objetivación que se utilice en cada caso.
Cualquier disciplina experimental se basa sobre un requisito mínimo, a saber: que esté formulada mediante una objetivación en la cual se encuentren bien definidos los predicados básicos y los criterios de protocolaridad en relación con experimentos repetibles. Se trata del requisito del control experimental. Esta exigencia no podrá cumplirse si se estudian aspectos de la realidad respecto a los cuales no es posible, en línea de principio, realizar experimentos repetibles; tal es el caso, por ejemplo, de la libertad humana y cualquier problema en el que intervengan dimensiones espirituales. Tales dimensiones sólo podrán ser objeto de la ciencia experimental en la medida en que estén relacionados de modo entitativo o causal con los aspectos controlables.
En este sentido, la revolución científica del siglo XVII fue definitiva, puesto que supuso el establecimiento sistemático, por primera vez en la historia, de una ciencia basada en objetivaciones experimentales. Puede discutirse en qué momento se logró definitivamente ese planteamiento, aunque parece claro que, en sus líneas maestras, quedó formulado ya en la mecánica newtoniana.
Un problema diferente es la conciencia que de ello se ha tenido. En efecto, hasta nuestra época no se ha conseguido un enfoque satisfactorio acerca de la naturaleza del método experimental. Esto no debería sorprender. Durante tres siglos, la ciencia experimental ha avanzado mediante el establecimiento de ramas y disciplinas muy diversas, de modo que no ha sido fácil distinguir los rasgos fundamentales de su método hasta que no se ha dispuesto de un panorama suficientemente desarrollado de enfoques diferentes. Además, el estudio sistemático de la epistemología se ha consolidado en las últimas décadas, y sólo recientemente se han superado los condicionamientos positivistas que le dieron un impulso definitivo. Para conseguir un planteamiento equilibrado de la filosofía de la ciencia se ha debido esperar a que la ciencia experimental y la propia epistemología hubieran madurado suficientemente. En definitiva, la revolución científica, en sus aspectos básicos, puede identificarse con el desarrollo sistemático de la ciencia experimental en el siglo XVII y, en este caso, deberá afirmarse que terminó en aquella época. Sin embargo, su comprensión cabal sólo se ha conseguido en una época muy reciente.
Por otra parte, las objetivaciones de la ciencia experimental se han enriquecido notablemente a lo largo de tres siglos. En este sentido, puede hablarse de transformaciones profundas que, de algún modo, permiten considerar la revolución científica como un abanico cuyas posibilidades se abren de modo progresivo. Durante dos siglos, el paradigma científico básico fue la física clásica, y, por este motivo, la ciencia experimental apareció asociada a ideas de tipo mecanicista. Las revoluciones de la física en el siglo XX no afectaron a la naturaleza de la ciencia en lo esencial, pero introdujeron profundas alteraciones en muchos conceptos básicos y ayudaron a distinguir los aspectos fundamentales del método científico respecto a otros más particulares, propios de disciplinas y teorías específicas. El gran desarrollo de la biología en nuestra época ha ayudado a profundizar más aún en esa distinción, manifestando el valor parcial de modelos explicativos que antes eran considerados como rasgos necesarios de la ciencia.
En esta línea se sitúan los factores que han sido puestos en primer plano por la teoría de sistemas. Consideremos, como ejemplo ilustrativo que tiene especial relevancia para el argumento que venimos tratando, qué ha sucedido con la noción de finalidad. Como hemos visto, en ocasiones se afirma que uno de los rasgos principales, e incluso el principal de todos, de la revolución científica habría sido la eliminación de cualquier alusión a la finalidad. Sin embargo, los progresos de la cibernética y de la biología muestran que la finalidad desempeña una función científica importante, y la teoría de sistemas ha analizado los diversos sentidos en que ello sucede.
Por ejemplo, von Bertalanffy ha distinguido una teleología estática, tal como la que se da en configuraciones que parecen útiles para conseguir determinados objetivos, y una teleología dinámica, o sea, una direccionalidad en los procesos, tal como el comportamiento de un sistema que parece condicionado por el estado final, de modo que se alcanza ese mismo estado de modos diferentes mediante mecanismos de retroalimentación*(13). E incluso puede decirse que , en el ámbito de la mecánica clásica, ya existían aspectos relacionados con la idea de finalidad; por ejemplo, el principio de mínima acción y, en general, las leyes que establecen que un sistema, en su evolución, satisface ciertas condiciones globales. De modo amplio, cabría relacionar con la finalidad todos los principios de conservación, que desempeñan una función de primer orden tanto en la física clásica como en la actual.
No resulta adecuado, por tanto, caracterizar la revolución científica como un cambio de perspectiva que dejó fuera de lugar toda consideración teleológica. Sin embargo, debe advertirse que, en la ciencia experimental, se tratará siempre de aspectos de la teleología que puedan ser estudiados de acuerdo con el tipo de objetivación característico del método experimental. Esto significa que, si bien la cibernética, la biología y la teoría general de sistemas han formulado explicaciones que son al mismo tiempo científicas y teleológicas, los aspectos de la teleología en los que intervienen consideraciones de tipo específicamente metafísico o antropológico continúan encontrándose fuera de las posibilidades del método experimental tal como éste se aplica en las ciencias naturales. Por supuesto, es posible que se continúe ensanchando el elenco de problemas de tipo teleológico que llegan a ser susceptibles de estudio experimental, pero, para ello, necesariamente habrán de conseguirse objetivaciones que permitan satisfacer el requisito del control experimental.
Consideraciones semejantes pueden formularse respecto a las nuevas posibilidades abiertas por la termodinámica de procesos irreversibles, la sinergética, y otros puntos de vista semejantes que poseen una capacidad integradora interdisciplinar y resultan aptos para tratar muchos problemas sin restringirse a las limitaciones de los modelos clásicos. Se trata de perspectivas que abren, sin duda, nuevos horizontes, ayudan a situar la validez de los modelos clásicos en su justo punto, y permiten asimismo examinar bajo nueva luz diversos problemas de la filosofía natural. Pero, en la medida en que se trata de enfoques propios de la ciencia experimental, necesariamente han de satisfacer las exigencias del control experimental y, por tanto, las de la objetivación que lo hace posible. Por consiguiente, los problemas filosóficos que exigen una perspectiva de totalidad, examinando cuestiones referentes al sentido, requieren que se adopte una objetivación que, en parte, es diferente.
La reflexión antropológica y metafísica, en la medida en que desea ser rigurosa, ha de someterse también a un proceso de objetivación que resulta análogo al de la ciencia experimental, ya que ha de basarse en los datos de experiencia y en el rigor lógico. Pero se ocupa de cuestiones que afectan a toda la realidad, en sí misma o desde el punto de vista de nuestra interpretación de ella; tales cuestiones constituyen los presupuestos de todo conocimiento particular, y, por tanto, su estudio supera las objetivaciones en las que se utilizan modelos convencionales. En cambio, puede utilizar ampliamente las metáforas y la analogía, que son instrumentos de una gran eficacia para abordar los estratos más profundos de la realidad.
El conocimiento metafísico implica un cierto compromiso personal, en el cual la individualidad desempeña una función insuprimible. Sin embargo, esto no autoriza a relegarlo a un ámbito subjetivo en el sentido del relativismo. El progreso científico no elimina la metafísica; por el contrario, la validez de la ciencia experimental constituye una comprobación de ideas ontológicas y epistemológicas realistas. Y no puede sorprender que el rigor metafísico sea más difícil de conseguir que el de la ciencia experimental: esa dificultad resulta lógica si se tiene en cuenta el compromiso vital que las ideas metafísicas implican. La dicotomía entre lo objetivo-científico y lo subjetivo-metafísico no está de acuerdo con los análisis epistemológicos rigurosos; sin embargo, la profundización en la metafísica es una tarea exigente que exige, de modo especial, el cultivo de actitudes éticas.
Si uno de los rasgos distintivos de la persona humana es la utilización de símbolos, puede decirse que la ciencia experimental surgió cuando se aprendió a crear un lenguaje simbólico particular que permite, por así decirlo, establecer un diálogo con la naturaleza. Ese lenguaje se apoya necesariamente en una actividad, la experimentación, por la que se interviene activamente en el curso de los fenómenos naturales, y esto condiciona las posibles modalidades del lenguaje científico. El mundo de este lenguaje quedó definitivamente abierto con la revolución científica del siglo XVII. Pero las posteriores revoluciones, si bien son sólo parciales, continúan abriendo nuevos horizontes que tienen en ocasiones una fuerte densidad filosófica. Puede afirmarse que las modernas revoluciones científicas permiten comprender mejor la naturaleza misma de la ciencia experimental, la naturaleza de la reflexión metafísica, y la armonía que existe entre ambas perspectivas.
He sostenido que la revolución científica no ha acabado, en cuanto que, hasta ahora, no se ha conseguido una interpretación plenamente satisfactoria de lo que significa la perspectiva de la ciencia experimental. La dificultad misma del tema explica esta situación. Sin embargo, nos encontramos en condiciones de completar esa tarea en sus aspectos esenciales. En la medida en que lo consigamos, podremos afirmar que la revolución científica ha acabado.
Notas
- R.G. Collingwood, The Idea of Nature, Clarendon Press, Oxford 1964 (1ª edición de 1945). La concepción griega es analizada en las págs. 3-4 y 29-92, la renacentista en las págs. 4-9 y 92-132, y la moderna en las págs. 9-27 y 133-177.
- S.L. Jaki, The Relevance of Physics, Chicago University Press, Chicago 1970 (1ª edición de 1966). La primera parte del libro está dedicada a los tres grandes modelos del mundo según la física: el mundo como un organismo (págs. 3-51), como un mecanismo (págs. 52-94), y como un diseño numérico (págs. 95-137).
- G.J. Whitrow, The Role of Time in Cosmology, en: W. Yourgrau - A.D. Breck (editores), Cosmology, History, and Theology, Plenum Press, New York 1977, p. 159-177.
- W.W. Spradlin - P. Porterfield, The Search for Certainty, Springer, New York 1984.
- N. Hartmann, Ontología. IV: Filosofía de la naturaleza, Fondo de Cultura Económica, México 1960 (original de 1950), p. 5-13.
- Pueden verse, como referencias básicas: L. von Bertalanffy,General System Theory, George Braziller, New York 1968; y E. Laszlo, Introduction to Systems Philosophy, Gordon and Breach, New York 1971. Una exposición sucinta se encuentra en: E. Laszlo - L. von Bertalanffy, Hacia una filosofía de sistemas, Revista Teorema, Valencia 1981.
- Un estudio acerca del vocabulario de la teoría de sistemas se encuentra en: S. S. Robbins - T. A. Oliva, The Empirical Identification of fifty-one Core General Systems Theory Vocabulary Components, General Systems, 28 (1983-1984), p. 69-76.
- L. von Bertalanffy, Perspectivas en la teoría general de sistemas, Alianza, Madrid 1986, p. 45.
- Ibid., p. 66-67.
- En este sentido, Mario Bunge ha utilizado ampliamente el enfoque de la teoría de sistemas en la formulación de sus ideas. Puede verse, de modo especial, su obra Ontology II: A World of Systems, Reidel, Dordrecht 1979 (volumen IV de su Treatise on Basic Philosophy).
- Cfr. L. von Bertalanffy, Perspectivas en la teoría general de sistemas, cit., p. 76.
- M. Artigas, Filosofía de la ciencia experimental, Eunsa, Pamplona 1989, capítulo VI. Coincido básicamente con las ideas de Evandro Agazzi y las he aprovechado en mi estudio; puede verse al respecto: M. Artigas,Objectivité et fiabilité dans la science, en la obra colectiva L'objectivité dans les différentes sciences, editada por E. Agazzi, Editions Universitaires, Fribourg 1988, p. 41-54, donde se recogen también las referencias a los principales trabajos de Agazzi sobre esta cuestión.
- L. von Bertalanffy, General System Theory, cit., p. 77-80.