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La fe del sabio: actividad científica y creencia religiosa
Autor: Juan Arana
Publicado en: J. Aranguren, J. J. Borobia y M. Lluch (editores), Comprender la religión. II Simposio Internacional de Fe Cristiana y Cultura Contemporánea, Instituto de Antropología y Ética, Universidad de Navarra, Pamplona, 2000 (Pamplona: Eunsa, 2001), pp. 221-242.
Fecha de publicación: 2000
Cuando Charles Darwin se convirtió en una personalidad famosa y controvertida, muchos le preguntaron acerca de sus convicciones religiosas. En carta dirigida a un corresponsal interesado en la cuestión, hizo el siguiente comentario: «Hasta cierto punto no me siento inclinado a pronunciarme públicamente sobre temas religiosos, pues no creo haberlos meditado con una suficiente profundidad que justifique la divulgación de mis ideas.» * (1) Si tal era su voluntad, es indudable que su hijo Francis no la respetó, puesto que dio a la imprenta este y otros escritos privados, traicionando el pudor manifestado por el gran sabio. En cualquier caso, hay que reconocer la cordura del juicio enunciado: si Darwin no había prestado a la religión mucha atención, lo mejor que podía hacer con sus creencias e increencias era guardarlas para sí. Dejando a un lado este caso, cabría pensar que inquirir por la actitud de los científicos* (2) hacia Dios no tiene mayor interés que preguntar a un futbolista famoso cuáles son sus preferencias políticas, o a un próspero fabricante de pizzas qué pintores le gustan más. Se entiende que tanto la pintura como la política —y no digamos la religión—, pueden y deben interesar en el plano personal a todos los seres humanos, pero en principio no a unos más que otros. Desde el punto de vista profesional, sólo debería interesar la opinión de los expertos, esto es, los que han consagrado una parte considerable de su trabajo a estudiar problemas directamente relacionados con el arte, el gobierno de la sociedad, o la relación del hombre y la Divinidad. Claro está que nos puede cautivar la personalidad de un determinado individuo con independencia de sus conocimientos y habilidades, y entonces nos agrada saber qué opina sobre los temas más variados, aunque no esté revestido de una autoridad particular para tratarlos. Pero otra cosa es que queramos saber los criterios no de ciertos individuos, sino de tal o cual colectivo. En tal caso, y en lo que respecta a la religión, la pregunta es: ¿tiene la actitud religiosa de los científicos mayor relevancia que la de, por ejemplo, los dentistas, los obesos o los albaneses? El hombre de la calle piensa que sí, porque a su juicio el científico es el hombre que sabe —aunque en español ya esté un poco pasado de moda llamarle «sabio», los franceses todavía hablan de él como el «savant »—. Por su parte, la religión implica también cierto conocimiento acerca de Dios y de nuestra relación con Él. Por consiguiente, confrontar ambos saberes tiene en principio sentido. Aparte de esta razón genérica, quien más quien menos ha oído hablar de los conflictos que en el pasado —y en alguna medida todavía hoy— se produjeron entre científicos y teólogos. El caso de Galileo y los debates en torno a la teoría de la evolución están en la mente de todos. Si se han producido enfrentamientos, será porque los dos gremios algo tienen que ver entre sí, y entonces resulta conveniente escuchar a las dos partes antes de tomar partido. Este modo de pensar está muy difundido, lo cual no es una garantía de que sea correcto, pero en todo caso conviene examinar hasta qué punto tiene fundamento. Abordemos, pues, este primer punto, puesto que el tema a debate es precisamente la fe del sabio.
A mi juicio, cuando alguien contrapone el científico y el teólogo, parte del supuesto de que el científico en cuanto tal tiene algo que decir sobre Dios, y que su punto de vista no siempre coincide con el de los portavoces autorizados de la religión. Este punto puede ser discutido como una cuestión de facto o de jure, preguntándonos si de hecho los hombres de ciencia tienden a tener tal o cual adscripción religiosa, o si poseen algún tipo de autoridad en estos asuntos, de modo que es bueno que el público los consulte. La primera cuestión es más fácil de resolver, ya que para ello basta llevar a cabo una somera investigación histórica o sociológica. Es un tema que ha sido estudiado con frecuencia. Recientemente lo ha hecho Antonio Fernández Rañada, y la conclusión a que llega es negativa: «Entre los científicos se reproduce la diversidad que observamos entre las demás gentes: los hay cristianos, agnósticos, ateos, musulmanes, fervorosos, tibios, teístas sin religión particular, deístas...» * (3) Sería largo de explicar con detalle, pero hay buena base para aceptar la tesis de que la actitud religiosa del científico ha dependido menos de su trabajo que de la época en que ha vivido, los antecedentes familiares, la educación, el talante, las experiencias cruciales de la existencia que cada hombre vive a su manera, eso tan incomprensible que llamamos libertad, etc. Por la misma razón, los apologistas de la religión han tenido cierta ventaja cuando, frente a una historiografía muy mediatizada por ideologías antirreligiosas, han podido demostrar que la actitud de los grandes creadores de la ciencia moderna (los Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes, Pascal, Huygens, Newton, etc.) no sólo no era hostil a la religión, sino proclive al entendimiento y profundamente inspirada en ella: al fin y al cabo vivieron en el Renacimiento y el Barroco, épocas en que las vivencias religiosas eran muy sentidas y sinceras. En aquellos tiempos las discrepancias no fueron muy frecuentes y casi siempre estuvieron originadas por cuestiones disciplinares o estrictamente teológicas, no por fricciones entre lo propiamente científico y lo religioso. Tampoco en la época de la Ilustración hay signos de malestar profundo: la religiosidad predomina con claridad entre los hombre de ciencia. * (4) En el siglo XIX las cosas parecen cambiar, ya que surgen propagandistas que fustigan la religión en nombre de la ciencia, como Huxley, Tyndal o Haeckel. Sin embargo, como ha observado el historiador Carlton Hayes: «El conflicto no estaba [...] en las relaciones con las ciencias "puras" o "aplicadas", sino más bien en las presunciones filosóficas sobre la ciencia, y más que nada al trasplantar aquellas hipótesis de las ciencias naturales a las llamadas ciencias sociales.» * (5) Un concienzudo investigador, Antonin Eymieu, se tomó la molestia de efectuar un escrutinio sistemático con el siguiente resultado: «Hemos pasado revista, en los dos volúmenes a 432 nombres pertenecientes al siglo XIX. Quitando de este número los 34 cuya actitud religiosa nos es desconocida, quedan 398 que se reparten así: 15 indiferentes o agnósticos, 16 ateos y 367 creyentes.» * (6) Otro estudioso llegó a resultados parecidos: de 283 grandes científicos, sobre 48 no encontró datos, 8 resultaron indiferentes, 7 ateos y 220 creyentes. * (7) El argumento que se desprende de esta consideración es ad hominem, pero no meramente cuantitativo: en la lista de sabios piadosos figuran las cumbres más eminentes de la ciencia decimonónica: Cauchy, Hermite, Weierstrass, Le Verrier, Lord Kelvin, Fresnel, Ampère, Faraday, Maxwell, Berzélius, Cuvier, Mendel, Bichat, Laënnec, Pasteur, etc.* (8)
No tengo constancia de que haya sido efectuada una encuesta tan exhaustiva con respecto al siglo XX, pero supongo que, cuando se haga, la proporción de descreídos habrá subido de modo considerable. Algunos informes indican que unos y otros se reparten al cincuenta por ciento la comunidad de los estudiosos de la naturaleza. La explicación de este fenómeno es bien elemental: en la centuria que acaba de concluir la indiferencia religiosa de los grupos sociales que nutren las filas de los profesionales del saber ha sido mucho mayor que cien años antes. Paradójicamente, la ciencia de la naturaleza ha abandonado en este período la mayor parte de las tesis y presupuestos que habían sido con anterioridad motivo de enfrentamiento con las instituciones religiosas: el determinismo, el mecanicismo, el reduccionismo a ultranza, etc. A pesar de encontrar estos indicios de armonía, los científicos han sido dóciles al indiferentismo que salpica a sus contemporáneos y en muchos casos asumen acríticamente viejos prejuicios antirreligiosos. Así, ningún historiador serio diría hoy en día que Galileo fue condenado por desafiar el dogmatismo de la religión en nombre de la pura luz de la ciencia, ya que ha quedado demostrado que su interés por la religión y adhesión a la Iglesia era tan grande como (y más inteligente que) la de sus oponentes.* (9) No obstante, Stephen Hawking, que fue invitado en 1981 a dar una conferencia en el Vaticano, pretendió luego que sus anfitriones ignoraban que él trataba de encontrar una alternativa teórica a la creación del mundo por Dios, y tuvo el mal gusto de escribir que sólo eso le libró de ser víctima de una nueva condena, entre otros motivos, porque se ve a sí mismo como el «Galileo del siglo XX», o más bien como el Galileo de fábula que tiene metido en su privilegiado cerebro: «¡Yo no tenía ningún deseo de compartir el destino de Galileo, con quien me siento fuertemente identificado en parte por la coincidencia de haber nacido exactamente 300 años después de su muerte!»* (10)
El rápido vistazo que hemos lanzado a la cuestión de hecho indica que no hay una dependencia funcional entre el trabajo científico y el credo religioso: de los dos científicos que compartieron el premio Nobel de física en 1979 por haber creado una teoría que unificaba la fuerza electromagnética con la nuclear débil, uno de ellos, Steven Weinberg, es materialista militante, mientras que el otro, Abdus Salam, un musulmán devoto. ¿Qué mejor prueba puede darse que no son las ecuaciones ni los experimentos los que inclinan hacia —o alejan de— la devoción? Para responder a eso es preciso abordar la cuestión de jure, lo cual haré a continuación. Antes de sacar conclusiones precipitadas, hay que considerar si, independientemente del posicionamiento religioso de los científicos, las relaciones entre ciencia y religión tienen significado objetivo, aunque únicamente haya sido detectado por unos pocos, o se trate de una adquisición reciente.
En mi opinión, la tesis de que ciencia y religión no tienen apenas nada que ver una con otra, es la gran tentación a la que han sucumbido los espíritus religiosos en la modernidad. A su favor tiene tanto las evidencias fácticas que acabo de recoger, como el hecho innegable de que existen entre una y otra profundísimas diferencias, al menos si se entiende la religión como lo hace un cristiano. En efecto: la ciencia es una actividad emprendida por el hombre, se basa en sus capacidades naturales, tiene un sentido fundamentalmente teórico y trata de enseñarnos a conocer la naturaleza —y el hombre mismo en cuanto forma parte de ella—, para satisfacer nuestra curiosidad y ponernos en condiciones de aprovechar —o ser perjudicados— por dicho conocimiento. El cristiano en cambio —y no se debe olvidar que la ciencia ha nacido y madurado en un contexto cultural y espiritualmente cristiano— piensa que la religión no surge de una iniciativa exclusivamente humana, sino de un encuentro entre Dios y el hombre, por el que Aquél se revela e ilumina a éste para que le conozca y obre en consecuencia. Lo teórico no es en modo alguno lo esencial de la actividad religiosa, aunque es cierto que involucra todas las dimensiones de la existencia, incluida, por supuesto, la teórica. Por consiguiente, no hay ninguna dificultad en admitir que ciencia y religión difieren tanto en sus raíces como en sus ramificaciones, pero eso tampoco equivale a romper todos los lazos que histórica y funcionalmente ligan una con otra, y ello por dos motivos: porque la religión afecta a todo lo que el creyente hace y piensa, y porque la ciencia, aunque se mueve dentro de órdenes parciales y restringidos, posee una tendencia natural a totalizarlos, lo que implica y exige una correcta coordinación con otros ámbitos de la existencia humana y muy particularmente con el religioso. Dichas así las cosas, resultan un tanto genéricas, de manera que voy a procurar concretar para no perderme en abstracciones.
El caso es que a lo largo del tiempo ha habido muchos (sabios y legos, devotos e incrédulos) que se han empeñado en acentuar la separación entre lo científico y lo religioso. Ello obedeció en un primer momento a razones históricas. La ciencia moderna nació en una época muy turbulenta desde el punto de vista religioso: la reforma protestante, la contrarreforma católica y las guerras de religión coincidieron con los primeros pasos de la renovación de la matemática, astronomía y mecánica. Con mucha frecuencia los padres de la nueva ciencia pertenecieron a minorías religiosas perseguidas y desplazadas.* (11) Los gobernantes y los mantenedores del orden público estaban muy sensibilizados contra la heterodoxia doctrinal en materia de religión, de manera que para aquellas primeras generaciones de científicos era casi cuestión de supervivencia alejar de sí tales sospechas, sobre todo si tenemos en cuenta que dependían en gran medida del mecenazgo del rey o de la Iglesia. Así se explica que las nacientes academias de ciencias insistieran en dejar clara la inocuidad de sus investigaciones desde el punto de vista ético y religioso, y la mejor forma de conseguirlo era asegurar que la ciencia nada tenía que ver con tales asuntos. Una manifestación inequívoca de ello se encuentra en el elogio que Jean Paul Grandjean de Fouchy, secretario de l'Académie des Sciences de París, pronunció tras el fallecimiento de uno de los académicos en 1759:
«Quizás extrañe que no hayamos hecho mención en este Elogio de varios fragmentos de Metafísica y de Moral que se encuentran en la recopilación de las Obras del Sr. de Maupertuis; pero [...] la Academia, ceñida únicamente al estudio de las Matemáticas y de la Física, en las que no se reconoce otras guías que la evidencia y la experiencia, se ha prohibido sabiamente el de cualquier otra Ciencia, y sobre todo esas dos que acabamos de mencionar, que tocan demasiado cerca objetos respetables, en los que es tan fácil confundir un sofisma con una demostración.» * (12)
Así pues, la separación tajante de la ciencia con respecto a la metafísica, la moral, y en definitiva, a todo lo que pudiera tener implicaciones de tipo religioso, fue en un primer momento parte de una estrategia de autodefensa por parte de los científicos. Más tarde, cuando la ciencia adquirió fuerza y prestigio suficientes para quedar al abrigo de cualquier ataque por parte de los custodios de la creencias que garantizaban la paz social, fueron estos últimos los que encontraron cómoda la separación, puesto que servía para descalificar a priori, sin necesidad de entrar en enojosas discusiones teóricas, cualquier extrapolación de la ciencia que afectara al contenido doctrinal de la fe. «Zapatero a tus zapatos», era la consigna inevitable que los apologistas lanzaban contra los científicos demasiado atrevidos a la hora de apurar sus conclusiones, o también contra los ideólogos y filósofos que se apoyaban en la ciencia para erosionar los cimientos teóricos de la religión. La mayoría de los científicos, que como hemos visto antes eran fieles en el orden personal al credo de sus mayores, aplaudían esta actitud, puesto que consagraba su autonomía y les quitaba la preocupación de tener que afrontar consecuencias enojosas en el horizonte teórico profesional. De esta manera, tanto los valedores de la religión como los científicos piadosos prefirieron subrayar las diferencias entre ciencia y religión, aún a riesgo de propiciar una cultura intelectualmente escindida. Muchos investigadores cristianos se fueron acostumbrando durante los últimos ciento cincuenta años a olvidarse de la existencia de un orden sobrenatural en el mismo momento en que se colocaban la bata para entrar en el laboratorio o se sentaban ante el escritorio para retomar sus cálculos y reflexiones teóricas. Es una actitud ha tenido y tiene muchas secuelas. Etienne Gilson ha llegado a afirmar que: «Estrictamente hablando, una negación científica de lo religioso no tiene sentido, puesto que ambos órdenes son mutuamente ajenos y porque no hay un sentido de la palabra verdad que sea común a ambos órdenes, en virtud del cual pudieran ponerse en contacto susodichos órdenes.»* (13) Desde unas coordenadas muy diferentes, pero en este punto convergentes, Henri Poincaré sostenía que: «No puede haber moral científica, pero tampoco puede haber ciencia inmoral.»* (14) Para sostener tesis así hay que construir muros altos, sólidos e impenetrables para separar la verdad científica y la verdad religiosa, o el intelecto y el sentimiento, que según Poincaré constituye el motor de la moral. Es probable que la persona que con mayor empeño y fortuna se haya aplicado a ello fuera Pierre Duhem, puesto que reunía de modo eminente la cuádruple condición de creyente, científico, historiador de la ciencia y epistemólogo. Una de las convicciones que Duhem sostuvo con mayor firmeza es que el incrédulo y el devoto pueden darse la mano cuando se encuentran en el terreno neutral de la ciencia:
«Nuestras ideas acerca de la naturaleza de la teoría física nacieron pues de la práctica de la investigación científica y de las exigencias de la enseñanza; por profundo que sea nuestro examen de conciencia intelectual, nos es imposible reconocer influencia alguna ejercida sobre la génesis de estas ideas, por cualquier preocupación religiosa. ¿Y cómo podría haber sido de otro modo? ¿Cómo podríamos haber pensado que la evolución experimentada por nuestras opiniones de físico podía tener importancia para nuestra fe católica? ¿No habíamos conocido cristianos, tan sinceros como ilustrados, que creían ciegamente en las explicaciones mecanicistas del Universo material? ¿No habíamos conocido cristianos ardientes partidarios del método inductivo de Newton? ¿No saltaba a los ojos, a los nuestros y a los de todo hombre de sentido común, que el objeto y naturaleza de la teoría física eran cosas ajenas a las doctrinas religiosas y sin contacto alguno con ellas? Y por lo demás, subrayando más y mejor lo poco que nuestra manera de pensar estas cuestiones se inspiraba en nuestras creencias, ¿no provinieron los ataques más numerosos y más mordaces contra dicha manera de pensar de quienes profesan la misma fe religiosa?» * (15)
En definitiva, habría física buena y física mala, química correcta o incorrectamente planteada, biología compatible o incompatible con los hechos de la vida; pero sólo una confusión de géneros podría dar lugar a una ciencia hostil o amigable para los credos religiosos. En consecuencia, los teólogos no debieran haber pretendido enseñar a Galileo si la Tierra se mueve o está quieta en el centro del universo, ni tampoco los científicos —como hizo Laplace— deberían nunca haber pretendido que Dios tan sólo era una hipótesis prescindible. Si unos y otros hubieran tenido más contención, absteniéndose de salir de su ámbito de competencia, ningún problema, ningún conflicto habría tenido lugar. Me parece enternecedora la fe que todavía hoy profesan muchos por esta solución tan salomónica. Pero, por desgracia para ella, la historia enseña que los teólogos han realizado frecuentes excursiones en el terreno de la ciencia natural, antes y después de Galileo. Incluso crearon géneros tales como la teología física, la astroteología y la teología biológica, que conocieron épocas de espectacular florecimiento. De la misma forma, algunos científicos y otros que hacen de la ciencia una fe, han hablado de la religión de la ciencia, o no lo hacen, pero la convierten en la única expendedora de verdades últimas. Entre los que entendieron la ciencia en clave religiosa cabe recordar a Ernest Renan, que en su libro El porvenir de la ciencia aseguraba: «Únicamente la ciencia puede devolver a la humanidad lo que ésta necesita para vivir; un símbolo y una ley.» * (16) Y del grupo de los que convierten a la ciencia en una instancia absoluta de conocimiento podemos mencionar al creador de la teoría del universo inflacionario, Alan Guth, que en un libro aparecido apenas hace tres años incluye el siguiente comentario: «Aunque los intentos de describir la materialización del universo a partir de la nada siguen siendo hoy muy especulativos, representan una ampliación apasionante de los límites de la ciencia. Si algún día este programa se completa, significaría que la existencia y la historia del universo podrían explicarse por las leyes substantes de la naturaleza.»* (17)
Aunque no soy experto en cosmología, pienso que Guth se equivoca de medio a medio cuando se adhiere a la doctrina de la autocreación del universo, pero en cambio estoy de acuerdo con él en que ni ahora ni nunca han estado claramente definidos cuáles son los límites de la ciencia. Esta indefinición arruina la pretensión de alojar la ciencia y la religión en compartimentos estancos, como pretendieron Duhem, Gilson y tantos otros. De la misma manera que la sociedad no emergió a partir de un contrato social, la ciencia tampoco nació tras la firma de un contrato espistemológico fundacional, en el que hubiesen quedado claramente definidos cuáles iban a ser sus métodos, contenidos, niveles explicativos y procedimientos de legitimación. Apareció de un modo gradual e imprevisible, como casi todo lo que el hombre hace, y sin que nadie fijara a priori sus rumbos. Con una cierta dosis de arbitrariedad decidimos desde el presente quiénes eran científicos y quienes eran filósofos en los siglos XVI, XVII y XVIII, pero ellos mismos tuvieron una conciencia muy diferente de su propia adscripción y en algunos casos, como por ejemplo en Newton, ciencia, filosofía y religión se mezclaban de un modo que hoy día resulta inextricable. En el conflicto más paradigmático de todos, el que se produjo entre Galileo y Belarmino, aquél basaba su pretensión de autonomía para la discusión racional del movimiento terrestre en una distinción entre cuestiones naturales ycuestiones sobrenaturales o «de fide». Nadie puede hoy negarle que estaba en su derecho, y que la proposición que se debatía pertenecía a la primera categoría. Pero la cuestión decisiva de cara al futuro era saber quién y cómo delimitaría las fronteras entre ambos tipos de cuestiones, ya que, como el propio Galileo dijo: «¿quién pretenderá poner límite a los ingenios humanos?, ¿quién se atreverá a afirmar que ya sea sabido todo aquello que es cognoscible en el mundo?» * (18) En el transcurso de la historia las fronteras de la ciencia han estado condicionadas por circunstancias fácticas: disponibilidad de datos empíricos, invención de instrumentos, hallazgo de técnicas de formulación matemática y cálculo, etc. La aplicabilidad de los métodos y la comunicabilidad de los resultados era lo que en cada momento permitía que la astronomía, la mecánica, la química o el electromagnetismo se convirtiesen en parte de la ciencia. Por consiguiente, decir que los conflictos entre ciencia y religión se habrían evitado si se hubiesen respetado los límites de cada una de ellas no resuelve el contencioso, porque los límites de la primera son movedizos, y varían precisamente en función de conflictos en los que los científicos han arrebatado el derecho de tratar cuestiones que antes se habían considerado de la incumbencia exclusiva de los metafísicos y a veces de los teólogos. Así, la decisión newtoniana de responsabilizar a la providencia divina de la estabilidad del sistema solar, suponía de modo implícito que una explicación del mismo fenómeno basada en las leyes del movimiento iría en detrimento de la presencia de Dios en el mundo. Leibniz fue más certero al sostener que la única posibilidad de que el progreso de la ciencia no redundase en detrimento de la teología, radicaba en dejar abierta la posibilidad de reinterpretar teológicamente los descubrimientos científicos: lo que antes parece milagro, puede luego verse como decreto ordinario, sin que ello menoscabe en absoluto el gobierno divino, ya que pretender lo contrario, es «como si dijéramos de un rey que hubiera educado tan bien a sus súbditos [...] que no tuviera necesidad de corregirlos, que es un rey solamente de nombre.» * (19)
La variabilidad de los límites de la ciencia es un serio inconveniente para que tenga éxito la idea de asegurar la armonía de la ciencia y la religión mediante la fijación de ámbitos de incumbencia exclusiva para cada una de ellas. Sabemos por experiencia cuán espinosas son las negociaciones en las que hay que fijar fronteras entre territorios en disputa, y cuán peligroso es dejar amplias zonas de nadie entre los contendientes a fin de evitar fricciones. Con esto no pretendo decir que haya que eliminar todas las fronteras y borrar todas las distinciones: la ciencia es y seguirá siendo ciencia y la religión, religión; pero es mucho más fácil que la armonía surja de un esfuerzo cotidiano de convivencia que de un mutuo e irreversible extrañamiento. Hay además otro punto a considerar. Los que aconsejan que la ciencia y la religión se cuiden de sus propios asuntos, sin ocuparse de los de su vecina, tienden a ver en ellas planteamientos y actitudes radicalmente diferentes, monopolizados por la razón en un caso y por la fe en el otro. No me considero docto en ciencias de la religión, pero me atrevo a conjeturar que, aunque la fe constituya la articulación esencial de la religión, ésta no se reduce a aquélla, so pena de caer en el fideísmo. Lo propio de la religión, al menos de la religión cristiana, es incorporar e implicar todas las dimensiones y facultades del hombre, de forma que, prendidas y arrastradas por la fe, tanto la razón como la inteligencia, la imaginación y la afectividad dan lugar a un modelo de existencia que pretende llevar a su plenitud todo lo que en el hombre hay de valioso. Por eso tiende a conformar un estilo propio de desarrollar todas las actividades que enriquecen a la especie humana, incluida la propia ciencia. Por su parte, tampoco la ciencia es meramente racional. Nunca lo fue, entre otras cosas porque con la mera razón no se puede ir muy lejos; incluso me atrevería a decir que no se llega a parte alguna. La razón siempre necesita apoyarse en una fe, si por fe entendemos la confianza en una verdad que todavía no está en nuestra mano. No se trata necesariamente de una fe religiosa, aunque más de una vez se ha vivido como tal. Albert Einstein ha llegado a expresarlo de un modo canónico:
«La certeza de que existe algo que no podemos alcanzar, nuestra percepción de la razón más profunda y la belleza más deslumbradora, a las que nuestras mentes sólo pueden acceder en sus formas más toscas..., son esta certeza y esta emoción las que constituyen la auténtica religiosidad. En este sentido, y sólo en éste, es en el que soy un hombre profundamente religioso.» * (20)
Al fin y al cabo, el científico es ante todo alguien que busca, y nadie se pone a buscar si no está convencido de que algo se puede encontrar. Precisamente porque la ciencia no es un producto de la pura razón, sino una apuesta, una aventura y una vocación, los seres humanos han sido capaces de consagrarle lo mejor de sí mismos, han podido cifrar en ella sus esperanzas y sentir que llenaba sus vidas de sentido. Ignorar esto ha sido un error funesto por parte de muchos defensores del cristianismo, como también se equivocaron los cientificistas al pensar que al hombre le puede bastar la fe de la ciencia (digo fe de la ciencia y no fe en la ciencia) o que ésta es transformable en religión. Resulta patético y perturbador releer aquellas profesiones de fe, formuladas en una época en que la ciencia aún se conservaba inocente y sus cultivadores la veían cuajada de promesas de redención:
«Vosotros sois los escépticos y nosotros los creyentes. Creemos en la obra de los tiempos modernos, en su santidad, en su porvenir, y vosotros la maldecís. Creemos en la razón, y la insultáis; creemos en la humanidad, en sus divinos sentidos, en su imperecedero porvenir, y os reís de ello; creemos en la dignidad del hombre, en la bondad de su naturaleza, en la rectitud de su corazón, en su derecho a ser perfecto, y meneáis la cabeza al oír tan consoladoras verdades [...] Creemos en todo lo que es verdad, amamos todo lo que es bello, y vosotros, cerrando los ojos al encanto infinito de las cosas, atravesáis el mundo hermoso sin dedicarle una sonrisa.» * (21)
Los positivistas de antaño tuvieron la suerte de no conocer los horrores que el siglo XX ha perpetrado con el poder que la ciencia ha puesto en manos del hombre, y que le hicieron al físico Max Born escribir estas palabras en una carta dirigida a su amigo Einstein: «Leí recientemente en los periódicos que tú habías dicho que si volvieras a nacer no serías físico sino artesano. Estas palabras fueron para mí una gran confortación, porque a mí también me pasan por la cabeza ideas semejantes al ver el daño que nuestra otrora tan bella ciencia ha causado al mundo.» * (22) Y quizá hubiera sido todavía más desconsolador para ellos soportar el despego con que los actuales postmodernos, hijos de la civilización alumbrada por la ciencia, disfrutan la herencia que les legaron sus mayores. Mas no creo que sea bueno mofarse de ninguna fe que haya sido vivida con sinceridad. Sólo quiero insistir en que me parece perjudicial que ciencia y religión se mantengan muy alejadas una de otra, porque el hombre es un ser de totalidades y tiende irremisiblemente a hacer un todo con lo que tiene a mano. Y si lo único que tiene a mano es la ciencia, hará a partir de ella un todo muy pequeñito. Vamos, si les parece, a examinar brevemente algunos de esos simulacros de totalidad que configuran el credo de muchos científicos contemporáneos.
Hay al menos cuatro elementos constitutivos de la actividad científica que son susceptibles de convertirse en gérmenes de una pseudorreligión si llegan a ser absolutizados. La ciencia moderna se fragua en el siglo XVII, cuando las corrientes filosóficas dominantes eran el racionalismo matematicista y el empirismo. De ellas tomó su amor a los hechos y su decidido empeño por encontrar formulaciones exactas y calculables para las leyes y conceptos que maneja. Las fórmulas traducen los hechos y los hechos remiten a la realidad, de manera que un ingrediente insoslayable de la fe científica es una versión particular del realismo, según la cual los fenómenos manifiestan la realidad sin falsearla, y la razón matemática da a los fenómenos una forma canónica sin alterar gravemente su entraña, ni perder por tanto la conexión con lo realmente real. Por consiguiente, la doble mediación que sustenta el trabajo científico no es impedimento para la consecución de la verdad: el mundo es inteligible, y precisamente en el sentido en que la ciencia plantea su esfuerzo de comprensión. Como tal esfuerzo es metódico, resulta esencial respetar las condiciones y límites en que dicho método es aplicable: sólo está permitido confiar en la bondad de los resultados obtenidos mientras nos atengamos a los procedimientos que nos guían y a los problemas que a ellos se adecuan. En resumidas cuentas, el científico se basa en hechos, los dilucida mediante la razón, presume que la verdad de la realidad le está aguardando dispuesta a premiar sus esfuerzos, y considera que su éxito depende de noextralimitarse más allá de sus reglas de procedimiento y del ámbito de objetos que estudia. No creo que haya nada que oponer a ninguna de estas cuatro reglas de oro de la ciencia, pero sería un grave error transformarlas en consignas cerradas y rígidas. Todos los científicos creadores las modifican de un modo u otro, y los simplemente cabales saben al menos usar de una prudente discreción al aplicarlas. Se puede, en definitiva, decir de la ciencia lo que un conocido autor ha dicho de la literatura: que «vive de la continua y delicada infracción de sus leyes».* (23) Cuando no se entiende así, se está totalizando de un modo fraudulento la ciencia, se está haciendo de ella una metafísica y una religión, casi siempre con consecuencias catastróficas. No es malo que el científico sea en alguna medida un empirista, un racionalista, un realista y un cultivador de campos acotados. Son factores necesarios para la fe que necesita en cuanto científico. Ahora bien, si los extrapola y traspone a la fe que le es propia en cuanto hombre, es muy capaz de convertirlos en gérmenes de otras tantas religiones que dejan mucho que desear: la religión de la inmediatez, la religión del materialismo determinista, la religión del panteísmo gnóstico y la religión del azar esencial. Examinemos sumariamente cómo tienen lugar estos procesos de perversión de la fe científica y de qué modo pueden ser atajados.
Rendir culto a los hechos como si fueran lo último y definitivo forma la primera de esas patologías del espíritu. El positivismo ha pretendido elaborar unos estatutos del saber que consagrarían la primacía de lo fáctico en orden a definir los rasgos del conocimiento legítimo y admisible. Es de sobra conocido cómo fracasó a la hora de lograr una exposición coherente de su ideario. Pero hay un positivismo latente que resulta mucho más arduo detectar y depurar. Este positivismo, convertido en algo parecido a una religión, campea todavía en amplias capas de la sociedad cultivada, y se refleja en esa incapacidad para despegarse de lo inmediato y para distanciarse tan sólo un milímetro de una realidad que hemos domesticado según nuestra conveniencia. Hay una muestra muy instructiva de todo ello en el relato que hace Darwin de cómo perdió la fe:
«...yo estaba muy poco inclinado a renunciar a mi creencia; estoy seguro de ello, pues recuerdo bien haber inventado muchísimas veces fantasías sobre antiguas cartas en poder de romanos ilustres, y manuscritos descubiertos en Pompeya o en cualquier otro sitio, que confirmaban de la manera más asombrosa todo lo que estaba escrito en los Evangelios. Pero cada vez me resultaba más difícil, dando rienda suelta a mi imaginación, inventar una prueba que bastase para convencerme. De esta forma me fue invadiendo el escepticismo poco a poco, hasta que me convertí en un incrédulo completo. El proceso fue tan lento que no sentí ningún dolor.» * (24)
Es admirable la sinceridad con que este hombre confiesa que su alejamiento no se debió a la falta de suficientes evidencias fácticas, sino a la imposibilidad de concebir un hecho capaz de confirmarle la verdad de la religión. Y es lógico: Dios no puede caber dentro de un hecho moldeado y acotado según los módulos de la ciencia. La duda siempre es posible. Ni siquiera el mayor de los milagros podría movernos ni un ápice si no se pusieran simultáneamente en marcha otros resortes del alma. En este sentido, Darwin era mucho más perspicaz que un conocido filósofo de la ciencia contemporáneo, Norwood Hanson, que puso como condición necesaria de su eventual conversión la siguiente experiencia:
«Supongamos, no obstante, que el próximo martes por la mañana inmediatamente después de nuestro desayuno, todos los que estamos en el mundo nos vemos postrados de rodillas por un tronido percusivo [...] descubriendo una figura de Zeus increíblemente inmensa y radiante que se eleva por encima de nosotros como cien Everest. Frunce el ceño de un modo sombrío [...] apunta —¡a mi!— y exclama, para que puedan oírle todos los hombres, las mujeres y los niños:"Ya he tenido bastante con tu habilidoso cortar-lógico y de tu rebuscar-en-las-palabras en cuestión de teología. Convéncete, N. R. Hanson, de que muy ciertamente existo."» * (25)
El ilustre epistemólogo agrega que «si llegara a acontecer un evento así de notable, yo , de una vez por todas, quedaría convencido de que Dios existe.» * (26) Por mi parte me permito dudarlo, a no ser que fuera un crítico del conocimiento menos bueno de lo que se dice. Siempre se podría pensar en una alucinación colectiva, en un marciano de otra galaxia poseedor de una avanzadísima tecnología, o qué sé yo. En los Evangelios se cuenta que muchos se hartaron de ver milagros sin que su incredulidad se quebrara un ápice. Por eso Darwin era mejor filósofo de la ciencia cuando confesó que no podía creer en Dios, porque creía demasiado en la religión de los hechos, y esta es una fe incompatible con la otra, cuando se absolutiza hasta el punto en que él lo hizo.
La segunda patología a describir tiene que ver con la racionalidad paroxística que algunos fanáticos de la ciencia han desarrollado para asegurar la fiabilidad de sus conquistas. El ideal de un saber riguroso viene de la antigüedad, pero, aunque los filósofos bregaron duramente con la definición de los conceptos, la construcción de los juicios y la pureza de los razonamientos, nunca lograron la satisfacción completa de este afán. Sólo los matemáticos consiguieron resultados alentadores, aunque tan sólo con respecto a objetos que el público en su mayoría consideraba poco fascinantes. El éxito de los modernos fue perfeccionar y sistematizar procedimientos de medida y cálculo, estableciendo una simbiosis entre matemática y física que situó esta disciplina en lo que Kant denominó «el recto camino de la ciencia».
El éxito fulgurante de la nueva ciencia en los campos de la astrofísica y la mecánica produjo por un tiempo la ilusión de que había conseguido lograr una forma de conocimiento apodíctico, completamente seguro, a pesar de que era obvio que los hechos en que se basaba no tenían tal seguridad y que los cálculos y deducciones matemáticas que usaban tampoco eran inmaculados. Por un tiempo se tuvo la impresión de que aquellos descubrimientos no podían estar muy lejos de la verdad absoluta y que, por tanto, deberían ser recogidos en una teoría plenamente fiable, superando el carácter semiempírico de su consecución. LaCrítica de la razón pura fue el intento más notorio de otorgar una fundamentación apriórica a las leyes de la física matemática, lo cual implicaba conferirles una validez universal y sin excepciones en el ámbito de lo espacio-temporal. Bien es verdad que para Kant lo espacio-temporal es puramente fenoménico, lo cual salvaguarda la eventualidad de un más allá de la ciencia, que también es un más allá del conocimiento objetivo. Como confiesa el propio Kant: «Tuve, pues, que suprimir el saber para dejar sitio a lafe.»* (27) No obstante, el grueso de la comunidad científica permaneció sorda a la sugestión de cimentar la fiabilidad de su trabajo en clave idealista. Prefirieron la simple fe de Newton en la inteligibilidad del mundo, proclamada por éste cuando afirma en la explicación de su primera regla para filosofar: «Ya dicen los filósofos: la naturaleza nada hace en vano, y vano sería hacer mediante mucho lo que se puede hacer mediante poco. Pues la naturaleza es simple y no derrocha en superfluas causas de las cosas.» * (28) Si la realidad es tan transparente que nuestro espíritu puede desentrañar sus misterios en cuanto se asoma a ella con un poco de curiosidad y tesón, no hace falta calentarse demasiado la cabeza para fundamentar la certeza de la ciencia; basta con arriesgarse y, tras unos pocos intentos, uno llegará a las soluciones definitivas. Así nace la «religión» de la simplicidad del mundo, que se resume en la frase de Einstein «Dios es sutil pero no malvado». La única maldad que concibe y rechaza en Dios el sabio alemán es la de construir un mundo demasiado enrevesado, que desafiaría una descripción basada en fórmulas matemáticas, o bien exigiría unas matemáticas demasiado elevadas, fuera del alcance del hombre. Cuando lanzó esta consigna, Einstein ya había desesperado de las soluciones verdaderamente sencillas, y pugnaba para impedir que sus colegas acabaran de arrojar la toalla, como a su juicio estaban a punto de hacer. No es exagerado ver en su actitud una religión, y desde luego distaba de ser el único en profesarla. Era el mismo espíritu que latía bajo el determinismo y tras la obsesiva creencia en una causalidad ciega y férrea que actúa por doquier sin ninguna excepción:
«...el científico está imbuido del sentimiento de la causalidad universal. Para él, el futuro es algo tan inevitable y determinado como el pasado. En la moral no hay nada divino, es un asunto puramente humano. Su sentimiento religioso adquiere la forma de un asombro extasiado ante la armonía de la ley natural, que revela una inteligencia de tal superioridad que, comparados con ella, todo el pensamiento y todas las acciones de los seres humanos no son más que un reflejo insignificante.» * (29)
A pesar del tono cuasi-místico de estas frases, el talante religioso que las inspira es una forma de gnosticismo panteísta. Una vez más se ha tomado la parte por el todo: el científico clásico necesita persuadirse de que Dios no le ha puesto las cosas demasiado difíciles y, si no tiene una dosis bastante grande de autoconsciencia, puede acabar creyéndose con derecho a decirle cómo tiene que hacer las cosas, de la misma manera que Alfonso X el Sabio, desalentado por el galimatías de la astronomía medieval, dijo en cierta ocasión que si Dios nuestro señor se hubiera dignado consultarle antes de crear el universo, habría podido darle algunos consejos saludables. Armados con la seguridad de estar en posesión de la única genuina revelación, los últimos representantes de aquella ciencia vetusta pronosticaban el próximo fin de los misterios por descubrir y, cuando no rompían del todo con la religiosidad tradicional, se sentían al menos en la obligación de fiscalizarla. Max Planck nos ofrece una prueba tangible de ello: «La fe en el milagro debe ceder terreno, paso a paso, ante el constante y firme avance de las fuerzas de la ciencia, y su derrota total indudablemente sólo es cuestión de tiempo.» * (30) Sorprende que, enfrascados como estaban en su trabajo y en la invención de una religión justo a la medida de sus propias conveniencias epistemológicas, no se diesen cuenta de que estaban diseñando un mundo hostil e inhabitable para el hombre, sobre el que paradójicamente campeaba un dios todavía más antropomórfico —quizá habría que llamarlo «científicomórfico»— que los dioses de la antigüedad criticados por Jenófanes de Colofón.
Uno de los méritos filosóficamente más relevantes de la ciencia del siglo XX, y más en particular de la mecánica cuántica, es haber levantado la pesada hipoteca que gravitaba sobre la teología, por la insolente exigencia de pensar la Divinidad de acuerdo con los gustos de los cientificistas. Sería complicado resumir ahora los motivos de este vuelco, pero cabría decir lo siguiente en relación a uno de los puntos esenciales: en su afán de simplificar la realidad y hacerla más permeable a la ciencia, algunos investigadores se han visto obligados a eliminar del mundo hasta el último rastro de interioridad espiritual o subjetiva: primero en el reino inorgánico; luego, en el de la vida; más tarde, en el humano y, por último, en el del mismísimo primer Principio. Tanto mayor fue el desconcierto cuando se comprobó que en la teoría más fundamental de la ciencia aparecían por doquier huellas de la subjetividad, hasta el punto de convertir el sujeto en una referencia inevitable de cualquier formulación física con sentido. Intérpretes de menguada perspicacia clamaron contra una presunta metafísica «idealista» que se habría colado en el más venerado reducto del conocimiento objetivo, cuando en el fondo lo único que ocurría es que quienes estaban situados en la primera línea del progreso científico empezaban a asumir un hecho tan esencialmente trivial como que sin sujeto no puede haber conocimiento objetivo ni de ninguna otra clase. Arthur Eddington lo ha explicado en términos algo más precisos:
«Podríamos sospechar la intención de reducir a Dios a un sistema de ecuaciones diferenciales, como ha ocurrido con las demás instancias introducidas en diversas ocasiones para restablecer el orden en el esquema físico de la realidad. Esta posibilidad, al menos, queda evitada. Pues lo que constituye la esfera de las ecuaciones diferenciales en física es el esquema métrico cíclico extraído del estudio de la realidad exterior. Por mucho que las ramificaciones de este ciclo puedan extenderse debido a ulteriores descubrimientos científicos, no pueden por su propia naturaleza penetrar en el trasfondo que sustenta su ser, su existencia de hecho. En este trasfondo es donde reside la propia conciencia mental; y es aquí donde, si en algún lugar, podemos encontrar un Poder superior afín a la propia conciencia. Las leyes que controlan este substrato espiritual, que por lo que de ellas conocemos en nuestra propia conciencia escapan esencialmente a toda medición, no pueden ser análogas a las ecuaciones diferenciales ni a otras ecuaciones matemáticas propias de la física, que para encontrar sentido necesitan nutrirse de cantidades determinadas producto de las mediciones efectuadas. De manera que la imagen más crudamente antropológica que podemos hacernos de una deidad espiritual difícilmente podrá estar más lejana de la realidad que la que podamos concebir en términos de esas ecuaciones métricas matemáticas.» * (31)
Hemos visto de qué forma la desmedida confianza en la seguridad de las conclusiones de la ciencia y la obstinación de ampliar sus ámbitos de competencia más y más a costa de lo que fuera, condujo a que muchos formularan del modo más acrítico y dogmático el postulado de que no hay más «hechos» que los que una ciencia sesgada hacia el materialismo determinista puede digerir, ni otro dios que el que se identifica con el entramado de leyes y principios que lo entroniza. A esto conducen tanto la pretensión de asentar objetivamente el rigor de la ciencia más allá de toda duda o riesgo, y de sustentar con el menos sofisticado de los realismos el ansia de verdad a que legítimamente aspira todo científico. Todavía nos falta por comentar la última de las tentaciones de falsa totalización que acechan a la ciencia contemporánea. El sano principio de no aplicar el método científico más allá de lo razonable, ni pretender resolver cuestiones que no estamos en condiciones de solucionar, corre el riesgo de convertirse en el insano criterio de que lo que está más allá de mi método o de mi competencia no es en el fondo tan importante, ya que puedo arreglármelas sin tenerlo en cuenta y quizá sea en sí mismo prescindible. En el fondo, no se trata más que de una variante más bien arrogante de la táctica del avestruz; pero con la proliferación del especialismo ha llegado a convertirse en uno de los peores males de nuestra cultura. Y entre sus muchas consecuencia deplorables, hay que contar las que afectan a la religión, puesto que Dios y la fe o bien se quedan más allá de los límites del método científico —es decir, en las tinieblas exteriores de lo incognoscible e incontrolable—, o bien se pliegan a las exigencias de la explicación científica, que siempre se efectúa en términos de «otra cosa», lo que desvirtúa y priva de todo sentido a unas nociones que sólo pueden ser entendidas en función de sí mismas. La civilización que vivimos se ha vuelto tan prolija y dispensa con tanta generosidad distracciones, que es fácil entregar lo mejor de uno mismo al estrechísimo campo para el que se está cualificado, y anhelar más allá del negocio las fórmulas de ocio menos complicadas y exigentes. Esta es una crítica muy fácil y conocida, así que no voy a insistir en ella, pero constato que pocos propósitos de la enmienda se detectan en orden a combatir un mal que sigue en progreso. Es lo que podríamos llamar «síndrome de Albert Speer», el brillante arquitecto nombrado por Hitler ministro de armamentos, que consiguió mantener en alza la producción bélica alemana durante toda la guerra, a pesar de los bombardeos masivos de los aliados. No está de más recordar las palabras con que finalizó su alegato ante el tribunal de Nürenberg:
«Cuanto más avanza la técnica, mayor es el peligro... En mi calidad de antiguo ministro de modernísimos armamentos, es mi deber manifestar: Una nueva guerra acabaría con la civilización. [...] Todos los Estados del mundo corren hoy el peligro de caer bajo el terror de la técnica, pero en un régimen dictatorial ello es ineludible. Por lo tanto, a mayores progresos de la técnica, más necesario será que, en contrapartida, se fomente la libertad individual y el respeto en cada hombre de la propia dignidad.» * (32)
Son bellas palabras, si bien un poco tardías en boca de quien las pronunció. Pero en sí mismas conservan su vigencia, y opino que para recobrar el sentido de nuestra libertad y dignidad, el primer paso a dar consiste en no privar de contenido y valor lo que está más allá de nuestro cometido profesional y, a nivel social, lo que excede el ámbito que la ciencia y la técnica reconocen como propio. La religión concierne a cosas que el hombre no puede disponer a su arbitrio, porque están definitivamente fuera de su control. Hoy ya empezamos a curarnos de la pretensión de hacernos dueños absolutos de nuestro propio destino, pero para ese margen de incertidumbre que nuestra ciencia reconoce esencial e irreductible, hemos inventado un nombre que ahora queremos transformar en una nueva deidad con minúsculas: el azar. El azar prolifera en todas las disciplinas, aparece dentro de los tubos de ensayo, entre los electroimanes de los aceleradores de partículas y en los grandes espejos de los supertelescopios. Ha sido duro reconocerlo, pero, muerto y enterrado Einstein, las últimas generaciones se han adaptado a su presencia y elaborado protocolos para manejarlo con soltura y respeto. Todo ello está muy bien, pero no es más que la mitad del trabajo a realizar. La entronización del azar en la ciencia no supone otra cosa que el reconocimiento de los límites intrínsecos de la actividad investigadora. Sea cual sea el método que escojamos, algo siempre se queda fuera y la mejor forma de reconocerlo es contabilizarlo como imprecisión de las medidas, vaguedad en los conceptos, incertidumbre de los pronósticos, o margen de aleatoriedad en las leyes. Ahora bien, ¿qué diremos con respecto a ese más allá de la ciencia considerado en sí mismo, independientemente del uso meramente negativo que la ciencia le confiere? Es evidente que deberíamos elegir otras claves para considerarlo, claves que tal vez podrían servir también para dotar de un sentido más profundo a las tesis positivas de la ciencia. En cambio, si pretendemos otorgar una paradójica entidad positiva a lo que la ciencia entiende tan sólo como límite y negación, y hablamos de «azar esencial», «caos objetivo», «indeterminación pura» y cosas así, volvemos a incurrir en el más viejo error del especialismo, que consiste en creer que lo que es nada para él es nada para todos, nada en sí y para sí. Y, sin embargo, ésta es en la actualidad una de las más celebradas consignas de la paraciencia surgida al final del milenio. Su profeta más destacado ha sido Jacques Monod. Hoy está algo olvidado, tal vez porque otorgó a su propuesta un tono grandielocuente en consonancia con el estilo que estaba de moda a principios de los 70, mientras que el contingentismo radical de hoy no casa bien con tales alharacas. Sin embargo, el mensaje que transmitía era nítido y ha penetrado en una sociedad que rechaza someterse a cualquier imposición que no provenga de los condicionantes fácticos estudiados por la ciencia y gestionados por la tecnología:
«La antigua alianza está ya rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. Puede escoger entre el Reino y las tinieblas.» * (33)
El Reino, que él escribe con mayúsculas, está relacionado con la ética del conocimiento, pues en su utopía los científicos son los únicos que pueden permitirse una moral; el resto de la sociedad está condenada a vivir desmoralizada porque, ¿qué otra cosa puede esperarse de un ser puramente casual? Incluso la ética del conocimiento que está reservada a los elegidos de la fortuna descansa pura y simplemente en el vacío. La propuesta de Monod es algo más que una anécdota. Científicos serios en sus respectivos campos han sostenido que la misma creación puede ser un mero producto del azar. Es el caso, entre otros, de Peter Atkins, quien al menos tiene la virtud de expresarse sin ningún tapujo:
«Mantengo que la única forma de explicar la creación es mostrar que el creador no tiene absolutamente ningún trabajo que hacer, y que, por tanto, podría muy bien no haber existido.[...] Veremos que todos los eventos que acaecen en nosotros y a nuestro alrededor tienen la misma motivación. Un colapso hacia el caos, sin objetivo ni propósito alguno.» * (34)
Es una idea que han retomado los que en los últimos años hablan de autocreación del universo. La falacia que esconden sus argumentos es bastante evidente: suponen que todo el entramado de leyes que presidirían este despliegue autónomo está ahí, porque sí, y además confunden el concepto metafísico de «nada» con el sentido vulgar de este vocablo cuando decimos «dentro de esta caja no haynada» o «ayer por la tarde no hicenada» :
«En vez de desvanecerse como todas las otras improbabilidades, esta extrema improbabilidad se congela en la existencia. [...] El universo ha comenzado. Al azar. [...] En el momento de la creación la nada se divide, en cierto sentido, en opuestos extremadamente simples. [...] Al colisionar una partícula y su antipartícula se convierten en algo que esencialmente es nada, una burbuja de energía.» * (35)
Es hora de que concluya mi exposición y temo que de ella pueda extraerse una impresión negativa con respecto a las relaciones entre ciencia y religión. Muy al contrario, pienso que la religión puede y debe encontrar en la ciencia un aliado natural en el futuro más inmediato. Sus cultivadores han conservado en general el amor a la verdad, son fieles al compromiso de buscarla y se aferran la esperanza de dar con ella, por encima de todos los desalientos, escepticismos y relativismos que aquejan a nuestra cansada civilización. Si he comentado una serie de casos adversos, es porque creo que describen las patologías que resultan cuando el hombre de fe se desentiende del sentido filosófico de la ciencia y descuida el trabajo de entrar en diálogo con ella. Etienne Gilson, que no consideraba imperativa esta comunicación, era en cambio muy consciente de cuán perjudicial resultó para la religión la pretensión de destruir la filosofía por un malentendido celo antirracionalista de los teólogos: «Cuando la religión intenta establecerse sobre las ruinas de la filosofía, lo normal es que surja un filósofo decidido a fundar la filosofía sobre las ruinas de la religión.» * (36) Pienso que lo mismo puede decirse de la ciencia y los científicos pues, como amantes de la sabiduría, también ellos son filósofos. Hoy como siempre son muchos los grandes nombres de la matemática, la cosmología, la física, la química y la biología que se formulan a sí mismos las últimas preguntas, esas que sólo pueden ser respondidas desde la religión y, tomando un primer impulso en sus propias investigaciones, se abren hacia un concepto más pleno y menos condicionado del saber. La falta de interlocutores válidos asentados profesionalmente en la óptica religiosa hace que muchos de esos esfuerzos fracasen o se desvíen hacia respuestas parciales, erróneas y hasta erráticas. Pero los espíritus se mantienen despiertos y, si hay un terreno en el que la buena semilla tiene posibilidades de germinar, yo creo que seguramente éste es de los mejores. Muchas gracias.
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Notas
- Ch. Darwin,Autobiografía, Madrid, Alianza, 1977, p. 108.
- A lo largo de esta exposición los vocablos «ciencia» y «científico», deben ser referidos a las ciencias de la naturaleza (astrofísica, física, química y biología).
- Antonio F. Rañada, Los científicos y Dios, Oviedo, Nobel, 1994, p. 31.
- Véase, p. ej., Juan Arana, Las raíces ilustradas del conflicto entre fe y razón, Madrid, Encuentro, 1999.
- Carlton J. H. Hayes,Una generación de materialismo, Madrid, Espasa-Calpe, 1946, p. 127.
- Antonin Eymieu, La part des croyants dans les progrès de la science au XIXe siècle, Paris, Perrin, 1935, 2 vols. II, p. 274.
- Véase Dennert,Die Religion des Naturforsher, Berlin, Verlag der Vaterländischen Verlags und Kunstanstalt, 1908, p. 54.
- Véase Eymieu,La part des croyants..., II, p. 283. La lista de los ateos recogidos por este autor comprende: Tyndal, Lumière, Curie, Berthelot, Suess, Giard, Haeckel, Strasburger, Leuckart, Raspail, Margendie, Buchner, Moleschott, Vogt, Charcot, Bertheim, y la de los indiferentes: Poincaré, Lagrange, Galois, Bunsen, Van't Hoff, Moissan, Nägelli, van Tieghen, du Bois-Reymond, Romanes, Broca, Broussais, Corvisart, Koeberlé, Darwin.
- Véase, p. ej., Stilman Drake, Galileo, Madrid, Alianza, 1983.
- Stephen W. Hawking,Historia del tiempo, Barcelona, Crítica, 1989, p. 156.
- Copérnico, astrónomo católico, publico su gran obra en país protestante. Kepler y Huygens eran protestantes que vivían en dominios católicos, a la inversa de Descartes. Newton era un antitrinitario que vivía en el «Colegio de la Trinidad»; en casi todos los países europeos las minorías religiosas estaban proporcionalmente mejor representadas entre los cultivadores de la ciencia: puritanos en Inglaterra, pietistas en Alemania, protestantes en los estados católicos... Véase Robert K. Merton, Ciencia, tecnología y sociedad en la Inglaterra del siglo XVII, Madrid, Alianza, 1984, pp. 140-163.
- Jean Paul G. de Fouchy, Eloge de Maupertuis, en: Histoire de l'Académie Royal de Sciences [de Paris] (1759), 1765, pp. 272-273.
- Etienne Gilson,De Aristóteles a Darwin (y vuelta), Pamplona, Eunsa, 1976, p. 172.
- Henri Poincaré, «La moral y la ciencia» (1910), en:Últimos pensamiento, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1946, p. 147.
- Pierre Duhem, «Physique de croyant» (1914), en: La théorie physique, Paris, Vrin, 1981, pp. 421-422.
- Ernest Renan, El porvenir de la ciencia, (1848), Madrid, Doncel, 1976, p. 26.
- Alan H. Guth, El universo inflacionario, Madrid, Debate, 1999, p. 320
- Galileo Galilei, «Carta a D. Benedetto Castelli del 21.12.1613», en:Carta a Cristina de Lorena, Madrid, Alianza, 1987, p. 42.
- Leibniz, «Primera respuesta a Clarke», en: La polémica Leibniz-Clarke, Madrid, Taurus, 1980, p. 60.
- Albert Einstein, «Mis ideas y opiniones», en: Sobre la teoría de la relatividad, Madrid, Sarpe, 1983, p. 198.
- Renan, El porvenir de la ciencia, p. 49.
- A. Einstein - M. Born, Correspondencia 1916-1955, México, Siglo XXI, 1973, pp. 285-286.
- Jorge Luis Borges,Textos cautivos (1986), en: Obras completas, vol. IV, Barcelona, Emecé, 1996, p. 359.
- Darwin,Autobiografía, pp. 111-112.
- N. Russell Hanson,En lo que no creo, Valencia, Teorema, 1976, p. 15.
- Hanson, En lo que no creo, p. 16.
- Immanuel Kant,Crítica de la razón pura, B xxx.
- Isaac Newton,Principios matemáticos de la filosofía natural, Madrid, Alianza, 1987, pp. 615-616.
- Einstein, «Mis ideas y opiniones», p. 229.
- Max Planck, «Science et religion», en: Autobiographie scientifique et dernières écrits, Paris, Albin Michel, 1969, pp. 192-193.
- Arthur Eddington, «Materia mental», en: Heisenberg, Schrödinger, etc., Cuestiones cuánticas, Barcelona, Kairós, 1987, pp. 265-266.
- Albert Speer,Memorias, Barcelona, Círculo de lectores, 1969, pp. 602-603.
- Jacques Monod, El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna (1970), Barcelona, Seix Barral, 1977, p. 193.
- Peter W. Atkins,La creación (1981), Madrid, Guadarrama, 1983, p. 29.
- Atkins, La creación, p. 139.
- Etiene Gilson, La unidad de la experiencia filosófica, Madrid, Rialp, 1966, p. 48.