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La inteligibilidad del mundo natural
Autor: Mariano Artigas
Publicado en: Artículo inédito
Fecha de publicación: Conferencia pronunciada en Bogotá, 1990.
La pregunta acerca de la naturaleza es una constante en la historia de la humanidad. Es lógico que así sea, ya que el hombre se encuentra inmerso en la naturaleza, rodeado por ella, e incluso formando parte de ella. Necesita conocer la naturaleza para sobrevivir, para entenderse a sí mismo, para responder a los interrogantes básicos que se le plantean.
Todas las culturas incluyen, de un modo u otro, una visión de la naturaleza y de sus relaciones con el hombre. El pensamiento filosófico occidental, desde la antigüedad griega, comenzó sus vuelos especulativos tomando como eje la pregunta acerca de la naturaleza. El desarrollo sistemático de la ciencia experimental, desde el siglo XVII, introdujo métodos nuevos y enormemente eficaces para concocer y dominar la naturaleza. La civilización actual tiene como uno de sus rasgos fundamentales el ser una civilización científica y tecnológica. Los interrogantes que nos planteamos hoy día están condicionados, en buena medida, por nuestra cosmovisión, y los problemas ecológicos han puesto aún más de relieve la centralidad de nuestra actitud ante la naturaleza.
En estas circunstancias, la pregunta acerca de la inteligibilidad de la naturaleza resulta ser una cuestión fundamental. No es fácil, sin embargo, proponer respuestas inmediatamente evidentes, y ello se debe al número y a la complejidad de los problemas involucrados. Las reflexiones que siguen, más que agotar las respuestas, pretenden clarificar algunos aspectos básicos del problema.
1. Tres imágenes de la naturaleza
Una primera reflexión, que servirá para enmarcar las restantes, nos lleva a considerar la sucesión de cosmovisiones a lo largo de la historia. Suele coincidirse en afirmar que, a grandes rasgos, se han dado tres grandes cosmovisiones.
La primera, propia de la antigüedad, es la cosmovisión organicista. La naturaleza era considerada de algún modo como un gran organismo viviente en el que cada parte desempeñaba una función bien definida dentro del todo. El cosmos era concebido como un todo ordenado jerárquicamente, y dotado de un dinamismo unitario, a semejanza de un ser vivo. A pesar de que no faltaron pensadores que defendían ideas mecanicistas y atomistas, el organicismo fue una imagen que prevaleció durante siglos. Aristóteles suele ser presentado como el exponente principal de esta imagen, en la que la finalidad ocupaba una función central. Si bien no se negaba la importancia de lo cuantitativo, la primacía recaía sin duda sobre lo cualitativo, tanto desde el punto de vista de la naturaleza como de nuestro conocimiento de ella. Y el cosmos venía integrado dentro de una perspectiva metafísica en la cual la divinidad era la razón última del orden.
La ciencia del siglo XVII acentuó, por el contrario, y en polémica con la filosofía de los aristotélicos de la época, lo cuantitativo y lo empírico. La mecánica, que fue la primera disciplina que se constituyó como un sistema progresivo, se presentó como la ciencia básica del mundo físico, y su éxito creciente durante los siglos siguientes pareció imponer el mecanicismo como la verdadera imagen de la naturaleza. Todo venía explicado por las leyes que regían el comportamiento de las porciones de materia. El universo pasó a ser considerado como una gigantesca máquina, y hasta el hombre parecía poder ser comprendido mediante este modelo. Desde luego, los grandes pioneros de la física y muchos de sus geniales sucesores eran personas de profundas convicciones religiosas, pero la lógica interna del mecanicismo favoreció la difusión de un materialismo que pretendía venir avalado por el éxito de la ciencia.
Las revoluciones científicas que tuvieron lugar en los comienzos del siglo XX pusieron de manifiesto las insuficiencias del mecanicismo en el ámbito científico, y provocaron una avalancha de estudios acerca de la naturaleza y el alcance del método científico. No existe unanimidad a la hora de proponer cuál sería en la actualidad la imagen adecuada de la naturaleza. Sin embargo, puede considerarse como básicamente aceptado que la cosmovisión contemporánea propone una imagen dinámica y procesual de la naturaleza; que subraya el aspecto constructivo de la ciencia, cuyos modelos se consideran provisionales y falibles; y que pretende sintetizar los aspectos mecanicistas y finalistas mediante la noción de sistema.
2. Inteligibilidad y causalidad
Sin duda, la cosmovisión organicista antigua ha sido superada en muchos aspectos por los avances científicos posteriores. Sin embargo, incluía uno que resulta esencial para afrontar el problema de la inteligibilidad de la naturaleza. Me refiero a la tipología de la causalidad, o sea, a la teoría aristotélica de las cuatro causas.
Las cuatro causas de la filosofía aristotélica tienen, al cabo de los siglos, un gran interés en relación con el problema de la inteligibilidad. En efecto, la inteligibilidad remite a explicaciones, y a su vez, las explicaciones remiten, en buena parte, a las causas aristotélicas.
La causalidad material y la formal nos sitúan ante los problemas que se refieren a la composición y conformación de los seres naturales. La causalidad eficiente y la final se refieren a la actividad de esos seres y a la direccionalidad de su actividad. Cuando buscamos explicaciones de los fenómenos naturales, nos estamos preguntando por sus causas.
Esta perspectiva pareció entrar en crisis cuando la ciencia moderna se centró en la formulación de relaciones entre los fenómenos y en su expresión mediante leyes. El enfoque filosófico dejó paso a una perspectiva más fenoménica. Pudo pensarse que la ciencia experimental nada tiene que ver con la indagación acerca de las causas y que encajaría, en cambio, en los esquemas fenomenistas y positivistas. En especial, las causas formal y final parecían condenadas a la desaparición; incluso se las consideraba culpables de la esterilidad científica de la antigüedad. En la ciencia moderna sólo parecía haber lugar, como máximo, para las causas material y eficiente que, además, venían traducidas a conceptos cuantitativos como los de masa y fuerza.
Sin embargo, el progreso de la biología, donde la teleonomía desempeña una función esencial, ha contribuido a replantear los problemas acerca de la finalidad. Se ha advertido que el desprestigio de la finalidad se debía, por una parte, a la exaltación de una imagen mecanicista que se ha revelado, a la postre, incapaz de explicar muchos fenómenos, y por otra, al deseo nada científico de combatir una perspectiva metafísica y trascendente. Incluso los defensores de ideas materialistas han debido admitir que en la naturaleza existen fines. Y es posible argumentar que esto no sucede sólo en el ámbito de los vivientes. En efecto, no pocas leyes de la física, tales como los principios de máximos y mínimos, las leyes de conservación, y los principios de simetría, pueden ser considerados como expresiones de tendencias naturales, lo cual equivale a admitir la finalidad.
Esto se relaciona estrechamente con la causalidad formal. También ésta fue anatematizada en nombre de una filosofía mecanicista que reducía la naturaleza a las características cuantitativas de la materia, y la ciencia al estudio de esas características. Sin embargo, el progreso ulterior ha conducido a afirmar que, si puede señalarse un rasgo esencial de la materia, éste sería su tendencia a la producción de pautas. Desde el nivel ínfimo de la física de partículas hasta los enormes conglomerados de la astrofísica, pasando por la complejidad de los vivientes, lo que descubrimos son estructuras que se integran produciendo nuevas estructuras, de acuerdo con leyes que cada vez se conocen mejor. La ciencia entera aparece como un intento de conocer mejor diferentes niveles de organización que, a su vez, se encuentran estrechamente relacionados entre sí.
Sin duda, la aplicación del esquema causal aristotélico debe adaptarse a los nuevos conocimientos. Pero parece posible afirmar que la naturaleza resultará inteligible en la medida en que se le pueden aplicar las categorías explicativas que vienen representadas por las cuatro causas.
3. La verdad científica
Pero, ¿podemos realmente aplicar las categorías de la causalidad a nuestro estudio de la naturaleza? El panorama que nos ofrece la epistemología contemporánea resulta desconcertante al respecto. En efecto, en la epistemología contemporánea se encuentran ampliamente difundidas las interpretaciones instrumentalistas y relativistas, según las cuales ni siquiera podría hablarse acerca de la verdad en la ciencia.
Es obvio que el problema de la inteligibilidad de la naturaleza se encuentra en la actualidad estrechamente vinculado con el problema de la verdad científica. En qué medida podamos decir que la naturaleza es inteligible depende, en buena parte, de que pueda sostenerse que la ciencia proporciona conocimientos verdaderos acerca de la naturaleza. En caso contrario, sería difícil sostener que podemos comprender la naturaleza mediante categorías explicativas. Es necesario, por tanto, examinar más de cerca el problema de la verdad científica.
Según el instrumentalismo, la ciencia proporciona solamente instrumentos o herramientas que resultan útiles para la predicción de los fenómenos. Según el relativismo, las diferentes teorías se encuadran dentro de marcos conceptuales que dependen de factores sociológicos cambiantes y que no pueden ser objeto de demostración. Ambas perspectivas coinciden en afirmar que la ciencia experimental sólo proporciona modelos útiles que poco o nada tienen que ver con la verdad. Por otra parte, incluso quienes sostienen posiciones realistas, suelen considerar la verdad como un ideal regulativo que, en la práctica, resultaría inalcanzable, debido a que cualquier teoría científica ha de estar sujeta a posibles revisiones.
Voy a argumentar que estas interpretaciones extrapolan aspectos parciales de la ciencia, dando una imagen de ella que no se ajusta a la realidad.
El instrumentalismo subraya el aspecto predictivo de la ciencia que, sin duda, tiene una gran importancia. La ciencia experimental puede ser caracterizada como una actividad en la que buscamos conocimientos acerca de la naturaleza que puedan ser sometidos a control experimental. Por tanto, los enunciados científicos, para resultar aceptables, han de cumplir el requisito mínimo del control experimental, o sea, debe ser posible utilizarlos para obtener predicciones acerca de los fenómenos naturales. Además, el poder predictivo es uno de los criterios básicos para la aceptabilidad de las teorías, hasta el punto de que una sola predicción novedosa, con tal que sea suficientemente importante y precisa, suele bastar para que una teoría se considere como seriamente consolidada.
Sin embargo, todo ello no favorece una interpretación instrumentalista. Más bien podemos pensar que, si existen predicciones controlables, es señal de que hemos alcanzado un conocimiento auténtico acerca de la naturaleza. La adecuación empírica de las teorías remite a una coincidencia entre las construcciones científicas y la realidad, y esa coincidencia sólo tiene sentido dentro de una perspectiva realista.
Las razones del instrumentalismo se solapan, en parte, con las del relativismo, al subrayar que los resultados experimentales pueden ser explicados mediante hipótesis diferentes y que, por consiguiente, la adecuación de las teorías con los datos empíricos no es una prueba suficiente de la verdad de nuestras construcciones. Esto es, en parte, cierto. Pero existen criterios que se añaden al poder predictivo y que permiten a veces afirmar con suficiente seguridad que nuestras explicaciones son adecuadas.
Uno de ellos es el poder explicativo; por ejemplo, la estructura en doble hélice del ADN explica los fenómenos genéticos de tal manera que se impone admitir que esa estructura corresponde a la realidad . Otros criterios son la precisión de las explicaciones y predicciones, la variedad de pruebas independientes, y el apoyo mutuo que se prestan diferentes teorías cuando se solapan en aplicaciones comunes. Cuando una explicación cumple todos estos criterios, podemos afirmar legítimamente que corresponde a la realidad. En definitiva, si bien es cierto que las teorías se plantean dentro de un contexto conceptual que no está unívocamente determinado por los datos empíricos, también lo es que podemos probar, en no pocas ocasiones, que alcanzamos conocimientos auténticos.
El falibilismo insiste en la insuficiencia de las pruebas lógicas para establecer definitivamente ninguna teoría. El falibilismo afirma que no podemos probar la verdad de ninguna teoría y que, por tanto, debemos contentarnos con detectar errores y corregirlos; concluye que todo el conocimiento científico es conjetural y revisable; y rechaza cualquier pretensión de alcanzar la certeza, calificándola como un dogmatismo que paralizaría el progreso.
El falibilismo resulta aceptable e incluso útil si se interpreta como una metodología parcial, o sea, como un estímulo para no estancarnos en las teorías ya conocidas y para intentar detectar sus limitaciones. Pero si se lo considera como interpretación filosófica, fácilmente se convierte en una fuente de confusiones. En efecto, ni siquiera tendría sentido hablar de error si nunca pudiésemos alcanzar la verdad. Además, admitir que la validez de cualquier teoría tiene límites no equivale a afirmar que deba contener errores. Y finalmente, el falibilismo no está de acuerdo con el hecho cierto de que conseguirmos explicaciones auténticas acerca de la realidad.
Para precisar la noción de verdad científica es necesario advertir que esta verdad es siempre contextual. En efecto, cada teoría se formula dentro de un punto de vista concreto, definido por el uso de conceptos e instrumentos que no agotan todas las perspectivas posibles. Por el mismo motivo, la verdad científica es parcial. Pero, si se encuentra bien probada, es una verdad auténtica. Para que un contexto esté bien determinado, los significados y las referencias de los conceptos deben encontrarse bien definidos y, en esas condiciones, es posible formular pruebas intersubjetivas y establecer la correspondencia entre las construcciones teóricas con la realidad.
Desde luego, los enunciados científicos son construcciones nuestras. No son meras traducciones o representaciones de la realidad. Se encuentran formulados en un lenguaje que nosotros construimos para poder dialogar con la naturaleza, que solamente nos habla a través de los hechos. Para entablar ese diálogo hay que construir conceptos que, por una parte, deben definirse teóricamente recurriendo a estipulaciones, y por otra, deben relacionarse con los resultados posibles de experimentos repetibles. Pero el aspecto constructivo de la ciencia no es un obstáculo para que en ella se dé la verdad. Por el contrario, es lo que nos permite formular pruebas intersubjetivas que se relacionen rigurosamente con los resultados de nuestro estudio experimental de la naturaleza.
4. Ciencia y realismo
Voy a completar ahora las reflexiones anteriores mediante un examen del realismo. Argumentaré que el realismo es una presuposición de la ciencia, y que el progreso científico tiene un sobre el realismo porque lo retro-justifica, lo precisa y lo enriquece.
El realismo puede ser considerado, en el nivel epistemológico, como la afirmación de que nuestro conocimiento alcanza la realidad, y en el nivel ontológico, como la afirmación de que existe un orden natural que tiene una consistencia propia. Las reflexiones anteriores acerca de la verdad se sitúan en el nivel epistemológico, y permiten afirmar que la ciencia experimental es un camino para alcanzar conocimientos auténticos acerca de la realidad. Me centraré ahora en el realismo ontológico con la intención de mostrar que el orden natural, tal como se nos manifesta mediante los logros de la ciencia, refleja la inteligibilidad de la naturaleza y es un camino privilegiado para la reflexión filosófica acerca de ella.
La existencia de un orden natural ya está supuesta en el conocimiento ordinario. La verdad científica también supone que existe un orden natural que proporciona las bases para formular leyes y controlarlas mediante experimentos repetibles. Por tanto, las reflexiones precedentes acerca de la verdad científica son también una prueba en favor de una ontología realista.
La idea de orden incluye dos aspectos: regularidad y coherencia. Existen regularidades en diferentes niveles, y la coherencia significa que esos niveles están relacionados y forman un todo unitario. Por otra parte, decir que el orden es natural significa que tiene una consistencia propia y que, por tanto, no puede reducirse a características subjetivas tales como la necesidad de postular regularidades para formular explicaciones.
La ciencia experimental se basa en el supuesto de que existe un orden natural que se extiende a niveles inaccesibles a la inspección inmediata, y además supone que somos capaces de conocer ese orden. En efecto, el método de construcción y control supone que podemos relacionar nuestras teorías explicativas con datos factuales, realizar experimentos para someter a prueba las teorías, y corregirlas cuendo no concuerdan con los datos correspondientes. La efectividad de ese método muestra que la existencia de un orden natural no es una mera idea regulativa de la investigación, sino que corresponde a la estructura misma de la naturaleza.
Las perspectivas anti-realistas no consiguen dar razón del método utilizado por la ciencia experimental ni de sus logros. El realismo es una condición necesaria para la existencia y el progreso de la ciencia experimental y, puesto que esa ciencia existe y progresa, deberemos admitir también lo que es su condición necesaria de posibilidad.
La capacidad heurística del realismo es otro argumento a su favor. El positivismo, el relativismo y el instrumentalismo deberán justificar sus normas mediante argumentos independientes de la ontología realista, y esto no parece ser siempre posible; en efecto, buscamos comprobar la existencia de entidades, propiedades y procesos reales, y no lo haríamos si pensáramos que se trata solamente de instrumentos útiles. La historia de la ciencia resulta ilustrativa al respecto.
Podemos afirmar, por tanto, que el progreso científico retro-justifica los supuestos realistas de la ciencia acerca de la existencia de un orden natural. Además, puede mostrarse que los precisa y los enriquece. En efecto, los logros científicos nos proporcionan un conocimiento detallado de las estructuras de la naturaleza. Ese conocimiento nos ha permitido abandonar muchas concepciones erróneas acerca de las entidades y procesos naturales, y obtener una representación de ellos que se manifiesta cada vez más adecuada a la realidad.
La ciencia experimental no es una simple acumulación de conocimientos parciales dispersos. Nos proporciona además una representación cada vez más unitaria de la naturaleza. Uno de los objetivos principales de la ciencia es la obtención de teorías unificadas y, de hecho, es fácil comprobar que el progreso científico es un camino hacia la unificación. Cuanto más progresa la ciencia, tanto más nos aparece la naturaleza como una realidad estructurada de modo ordenado.
En efecto, las construcciones científicas permiten unificar diferentes aspectos de la naturaleza. Las leyes empíricas particulares expresan regularidades que unifican diferentes fenómenos. Las leyes o principios generales unifican diferentes clases de fenómenos. Las teorías unifican uno o varios ámbitos de fenómenos bajo algunas leyes o principios generales. La historia muestra que el progreso científico significa un progreso hacia la unificación. Las primeras leyes empíricas que permiten construir una nueva disciplina son más tarde relacionadas mediante leyes generales que las explican, y el ulterior progreso consiste en construir teorías que proporcionan explicaciones unitarias acerca de muchos fenómenos anteriormente dispersos.
Como ya se ha señalado, uno de los logros más notables de la ciencia es el descubrimiento de pautas, de modo que la existencia de pautas que se integran progresivamente resulta ser quizá la propiedad fundamental de la materia. Esto no debería sorprender, ya que la materia sólo existe como estructurada bajo configuraciones o pautas. Es importante subrayar que el progreso científico, al descubrir cada vez más estructuras naturales y explicar cómo se relacionan y entrelazan, confirma que la existencia del orden natural es un supuesto ontológico de la ciencia. Todo ello muestra que el progreso de la ciencia retro-justifica, precisa y amplía nuestras ideas acerca del orden real de la naturaleza.
5. La perspectiva sistémica
Una de las características del orden natural, tal como viene representado por el moderno progreso de la ciencia, es su caracter sistémico. Las representaciones mecanicista y organicista han sido sustituidas por una perspectiva sistémica que reconcilia los aspectos válidos de ambas en una nueva síntesis.
La idea de sistema, tal como es utilizada en nuestra época, viene a subrayar que el todo no es una mera suma aditiva de sus partes. El mecanicismo iba acompañado por una perspectiva analítica según la cual el conocimiento de la naturaleza se obtenía descomponiéndola en sus partes componentes y sumando sus propiedades. La teoría de sistemas insiste en que esa representación es insuficiente. Las características de un sistema no se obtienen por simple reunión de las características de sus componentes. Existen en cada nivel propiedades específicas que no se dan en los niveles inferiores, y estas propiedades se producen como resultado de interacciones que tienen un carácter selectivo.
Encontramos ejemplos ilustrativos en todos los niveles. En el nivel atómico, las leyes cuánticas presentan un carácter fuertemente selectivo, y muestran que la naturaleza está regida por pautas muy específicas. En el nivel químico, las moléculas deben su carácter a los átomos componentes, pero también a las diferentes estructuras en las que esos átomos se combinan, de modo que los mismos átomos pueden dar lugar a moléculas diversas. En el nivel bioquímico, las estructuras específicas desempeñan una función igualmente central.
Todo ello muestra que la naturaleza posee un orden altamente específico, regido por tendencias que están inscritas en las entidades de todos los niveles. La imagen homogénea propiciada por el mecanicismo se manifiesta inadecuada para dar razón del orden natural.
Esto representa, en cierto modo, una recuperación de la imagen organicista. Pero se trata de un organicismo sometido a un profundo tratamiento. En efecto, la recuperación de las características estructurales y finalistas se compagina ahora con lo que de válido encierra la imagen mecanicista. No se afirma que las estructuras y los fines tengan una existencia independiente de los componentes, sino que son el resultado de sus interacciones.
Pero esto coincide, en buena parte, con las ideas básicas de la perspectiva aristotélica, según la cual la existencia independiente sólo corresponde a las substancias naturales, compuestas de forma y materia. La forma de las entidades naturales no tiene, en la perspectiva aristotélica, una entidad independiente de la materia. La filosofía aristotélica subrayaba igualmente la existencia de una finalidad inmanente, en cuanto que los fines representan las tendencias naturales que resultan de las formas. De ahí que, tal como señalamos al comienzo, pueda hablarse de una recuperación de las causas aristotélicas como categorías explicativas de la naturaleza.
6. La perspectiva procesual
Por otra parte, la imagen sincrónica acerca de las estructuras naturales se completa y se explica mediante una imagen diacrónica que nos permite entender cómo nacen y se desarrollan las pautas naturales.
Ciertamente, nuestras representaciones son incompletas. Existen importantes lagunas acerca de la morfogénesis o producción de nuevas formas, y no disponemos de explicaciones completas acerca de las conexiones entre los diferentes niveles de la naturaleza. En este contexto, los problemas acerca de la emergencia y la reducción ocupan un lugar central.
El reduccionismo se presenta como un intento de explicar los niveles superiores mediante los inferiores. Se han realizado múltiples intentos para fundamentar la reducción entre teorías científicas. Las dificultades de los análisis clásicos, que trataban la reducción como una deducción lógica de leyes o teorías, sugieren que el problema de la reducción debería ser reemplazado por el de las relaciones entre niveles. En efecto, rara vez se da una reducción por derivación lógica de unas teorías respecto a otras, e incluso hay motivos para afirmar que esa reducción es imposible. En cambio, parece posible obtener, en algunos casos, una reducción débil o instrumentalista, pero esto sólo equivaldría a una coincidencia parcial y aproximativa de los resultados de diferentes teorías. En la investigación científica real, lo que de hecho se consigue es establecer conexiones parciales entre diferentes niveles.
Las teorías morfogenéticas representan un intento de explicar cómo surgen las entidades y procesos de un cierto nivel a partir de las entidades y procesos de niveles inferiores. La posibilidad de formular teorías morfogenéticas depende de que exista una jerarquía de niveles inter-relacionados. Pero se encuentra también condicionada por límites epistemológicos, ya que cada nivel tiene manifestaciones propias y su estudio requiere, en consecuencia, la adopción de diferentes perspectivas que difícilmente pueden luego reducirse a una unidad.
En el nivel de la física, encontramos diferentes teorías que, si bien pueden relacionarse de algún modo, continúan manteniendo su valor propio dentro de la perspectiva que cada una de ellas supone. La mecánica clásica puede ser considerada, de alguna manera, como un caso límite de las teorías cuántica y relativista, pero ello no impide que continúe teniendo su propio ámbito de validez; ni siquiera es fácil demostrar que sea un simple resultado de las otras teorías. Es dudoso que la química pueda ser reducida a la física, y mas aún que la biología pueda ser derivada de la química. En cada nivel encontramos características nuevas que, si bien se apoyan en las propiedades de los niveles inferiores, no se reducen a ellas.
Las dificultades son mayores aún si no nos limitamos a relacionar niveles adyacentes, sino que pretendemos encontrar explicaciones válidas para niveles más alejados. Este es el caso de algunas teorías morfogenéticas tales como la termodinámica no-lineal, la sinergética, la teoría de catástrofes, y las teorías acerca del caos.
La termodinámica no lineal, o termodinámica de procesos irreversibles, muestra que los procesos biológicos son compatibles con la segunda ley de la termodinámica, y sugiere que en los sistemas abiertos, lejos del equilibrio, pueden formarse estructuras biológicas mediante la amplificación de fluctuaciones que conducen a un nuevo estado en el cual se mantienen estructuras disipativas. Todo ello tiene gran interés desde el punto de vista morfogenético. Sin embargo, tampoco en este caso se da una mera reducción lógica ni una eliminación de las propiedades del nivel biológico.
La sinergética, o ciencia de las acciones cooperativas, proporciona explicaciones acerca del surgimiento de nuevas pautas naturales a partir de situaciones específicas de los componentes. La teoría de catástrofes es una teoría matemática acerca de la aparición de propiedades estructurales en niveles muy diferentes. Las teorías acerca del caos representan otro intento de explicar, mediante nuevos caminos, cómo surge el orden de las pautas naturales. En todos estos casos, con frecuencia se intenta relacionar niveles naturales y epistemológicos muy diferentes, lo cual implica que sea difícil establecer rigurosamente la validez de los modelos que se proponen. El interés principal de esas teorías morfogenéticas se encuentra en su valor heurístico, ya que sugieren la existencia de semejanzas estructurales en diversos niveles y, de este modo, facilitan la investigación de las características unitarias de la naturaleza.
Como ya se ha señalado anteriormente, el progreso hacia la unificación es uno de los principios regulativos de la investigación científica, y es una de las contribuciones principales de la ciencia en vistas a profundizar nuestro entendimiento de la naturaleza. Cuanto acabamos de decir acerca de las teorías morfogenéticas muestra que, por grandes que sean las dificultades para conseguir una imagen unitaria de la naturaleza, se han alcanzado muchos resultados valiosos que dan pie a afirmar de nuevo que el progreso científico enriquece en gran medida nuestras ideas acerca del orden natural.
7. El dinamismo de la naturaleza
Las características sistémicas y procesuales de la naturaleza, descritas en los apartados anteriores, nos llevan de la mano a afirmar ahora su carácter dinámico.
Ya ante la experiencia ordinaria, la naturaleza se manifiesta como un conjunto de procesos independientes de nuestra voluntad, que poseen un dinamismo propio. La antigua cosmovisión organicista subrayaba este aspecto, llevándolo incluso al extremo de afirmar la existencia de un alma del mundo. En cambio, la imagen mecanicista moderna subrayó la existencia de leyes que, además, venían concebidas como relaciones deterministas. La cosmovisión actual, sin perder el terreno que el progreso científico ha ganado, devuelve a la naturaleza el dinamismo que le es propio. Y también en este aspecto podemos aprovechar las virtualidades contenidas en algunas categorías explicativas clásicas.
Este es el caso de la noción aristotélica de forma. El mecanicismo la desechaba o, en todo caso, le daba un sentido cuantitativo, identificándola con las configuraciones geométricas. Hoy día podemos comprender mejor las virtualidades de este concepto, que se refiere a los modos de ser de los entes naturales. Cuando la tradición filosófica afirmaba que la forma da el ser, insinuaba algo que no sólo es legítimo, sino que debe ser recuperado. Concretamente, la noción de forma refleja una intuición básica, a saber, que los entes naturales tienen una consistencia ontológica propia que es fuente de su dinamismo.
La naturaleza aparece, hoy más que nunca, como una fuente de dinamismo. La idea aristotélica según la cual cada substancia posee una naturaleza que es su principio interno de actividad, representa una intuición importante. Cuanto más aumentan nuestras posibilidades de manipular artificialmente la naturaleza, tanto más se patentiza que nuestra actividad consiste en dirigir hacia unas metas determinadas el dinamismo intrínseco de la naturaleza. El progreso científico aumenta los motivos de asombro ante el dinamismo que la naturaleza lleva inscrito en todos sus niveles.
Las categorías de la filosofía natural se interpretan con frecuencia en un sentido estático. Sería preciso recuperar el sentido dinámico que originalmente tuvieron. El concepto de materia sugería, como su misma etimología indica, aquello de donde proviene lo que se produce mediante un proceso. El concepto de naturaleza también está relacionado con los procesos de nacimiento. Para entender la naturaleza tal como en realidad es, necesitamos formular categorías dinámicas, o emplear las tradicionales de tal modo que no conduzcan a representaciones estáticas.
8. Física y filosofía
Es precisamente la consistencia ontológica de la naturaleza, con el dinamismo que le es característico, lo que nos conduce a preguntarnos por su origen primero. El dilema básico ante el que nos encontramos es el de aceptar un naturalismo que considera a la naturaleza como auto-suficiente, o reconocer que debe admitirse la existencia de dimensiones que superan el nivel de la naturaleza y dan razón de ella.
En este contexto es importante señalar que el progreso científico no implica en modo alguno una perspectiva naturalista. Ya hemos señalado que las diferentes teorías científicas se construyen adoptando puntos de vista parciales. Ahora debe notarse que la ciencia experimental en su conjunto supone la adopción de un punto de vista según el cual sólo se consideran admisibles los conocimientos que puedan ser relacionados con el control experimental. Pero esto nada dice, ni en favor ni en contra, acerca de la posibilidad de otras perspectivas.
Cuando se sostiene que la ciencia experimental apoya el naturalismo, se está dando por supuesto un planteamiento cientificista según el cual la ciencia experimental sería el único camino válido para conocer la realidad. Pero este planteamiento es contradictorio, ya que su misma formulación cae fuera del ámbito científico y por lo tanto, si se le aplica la norma que él mismo establece, debería ser descartado.
El cientificismo parece encontrar cierto apoyo en la peculiar fiabilidad de la ciencia experimental, que se presenta como un conocimiento intersubjetivo, controlable empíricamente, capaz de conducir a predicciones, y progresivo. Sin embargo, un examen atento de estas características muestra que ellas son posibles gracias a una limitación voluntariamente aceptada. Concretamente, la ciencia experimental, por su naturaleza misma, sólo puede referirse a aquellos aspectos de la realidad que puedan ser sometidos a control experimental, o sea, a las entidades y procesos que, de algún modo, estén sometidos a normas determinadas.
Podría parecer, entonces, que se debería aceptar un dualismo de tipo cartesiano, en el que la naturaleza viene concebida en términos materiales, deterministas y cuantitativos, y el espíritu pertenece al ámbito de la subjetividad humana. La metafísica quedaría limitada al estudio de los fenómenos típicamente humanos. En esta perspectiva, no habría lugar para una filosofía de la naturaleza, ya que todo lo que pudiera decirse acerca de la naturaleza quedaría dentro del ámbito de la ciencia experimental.
Sin embargo, las reflexiones anteriores muestran que esta interpretación no es satisfactoria. Incluso un estudio descriptivo de la naturaleza, si no se le imponen límites arbitrarios, conduce a problemas que sólo pueden ser abordados utilizando categorías filosóficas. Y si se plantean las cuestiones últimas, la necesidad del razonamiento filosófico aparece todavía con mayor fuerza.
Para obtener una cosmovisión rigurosa es necesario integrar los conocimientos que la ciencia experimental proporciona acerca de la naturaleza. Esto supone un trabajo interpretativo en el que necesariamente se utilizarán categorías filosóficas. El problema consiste en encontrar las categorías adecuadas.
9. Las categorías cosmológicas
Sin pretender agotar el tema, señalaremos algunas características que deberían darse para que el estudio filosófico de la naturaleza sea riguroso y objetivo.
La primera es el reconocimiento del alcance limitado de las categorías filosóficas. Una de las lecciones que proporciona el progreso científico es la necesidad de precisar el alcance de nuestras explicaciones. Una filosofía de la naturaleza rigurosa deberá tener conciencia de sus limitaciones. No pretenderá suplantar a las ciencias en su propio terreno, y utilizará sus categorías sin otorgarles una generalidad que vaya más allá de las posibilidades reales. Las categorías cosmológicas tienen una validez parcial, pues necesariamente se referirán a perspectivas parciales acerca de la naturaleza.
Una segunda característica es la introducción de categorías intermedias. Precisamente porque las categorías cosmológicas tienen una validez parcial, necesitamos algunas conceptualizaciones flexibles, que puedan servir como puente entre los diversos niveles de la naturaleza. Existe discontinuidad entre esos niveles, pero también hay continuidad. Por ejemplo, si bien es legítimo e incluso necesario utilizar conceptos duales tales como los de materia orgánica y materia inerte, no debería olvidarse que esos conceptos son forzosamente esquemáticos. En realidad, no existe una pura materia pasiva e inerte, ya que la materia, en cualquiera de sus manifestaciones, está configurada y tiene un dinamismo que, precisamente, está en la base del dinamismo que se da en niveles superiores.
Una tercera característica, relacionada con las dos anteriores, es la conciencia de que esas categorías habrán de incluir analogías y metáforas que no han de interpretarse siempre literalmente. Así como la ciencia experimental necesita construir modelos idealizados, la filosofía natural necesita recurrir a imágenes que, siendo fieles a la realidad que expresan, permitan interpretarla de manera que nos resulte inteligible. El peligro del antropormorfismo estará siempre presente. La manera de evitarlo no consiste en pretender eliminar cualquier connotación antropomórfica, sino en ser conscientes de que ese antropomorfismo existe y de que lo necesitamos para hacer inteligible la realidad. El uso de modelos, analogías y metáforas es legítimo y, de hecho, es frecuente en la ciencia misma; sólo se debe exigir que esas figuras se interpreten sin perder de vista cuál es su función.
En cuarto lugar, es necesario distinguir entre categorías descriptivas y explicativas. Las primeras son necesarias para conceptualizar la realidad, y entre ellas se encuentran los conceptos que sirven para describir entidades, propiedades y procesos. Las segundas son necesarias para formular explicaciones de la realidad descrita, y remiten a principios y causas. La adecuación de las categorías explicativas dependerá de la precisión con que se formulen las descriptivas y del rigor de las pruebas lógicas correspondientes.
10. Naturaleza y trascendencia
Señalaré finalmente que la pregunta acerca de la inteligibilidad de la naturaleza, si se lleva hasta sus últimas consecuencias, conduce al problema de la trascendencia. Ese problema está presente desde los comienzos de la especulación filosófica, y continúa planteándose de diversas maneras a propósito de los desarrollos científicos contemporáneos. Las discusiones en torno al origen del universo, al principio antrópico y al finalismo son ejemplos suficientemente significativos al respecto.
Sin embargo, los argumentos acerca de la trascendencia exigen un examen que sobrepasa las posibilidades de la filosofía de la naturaleza, ya que se adentran en el ámbito de la teología natural. Aunque hoy día es frecuente aludir a cuestiones fronterizas entre la ciencia y la teología, no es difícil advertir que se trata de dos enfoques diferentes y que, por tanto, no se da una coincidencia real entre sus problemas; y algo semejante puede decirse acerca de las relaciones entre la filosofía de la naturaleza y la teología natural.
Desde luego, en los trabajos sobre ciencia experimental y sobre filosofía natural se encuentran cuestiones que, de algún modo, se relacionan con los problemas de la teología natural. Resulta lógico que quien los encuentra no los abandone en las manos de otros investigadores. Nada hay que objetar a ello, con tal que, al tratar esos problemas, se utilice el rigor lógico necesario y se eviten extrapolaciones injustificadas de un ámbito a otro.
La búsqueda de una integración entre los diferentes ámbitos de explicaciones es una tarea siempre importante, cuyo interés viene subrayado en nuestra época por la existencia de una gran especialización que dificulta conseguir explicaciones unitarias. La filosofía de la naturaleza puede contribuir en gran manera a lograr ese objetivo. En efecto, no pocos obstáculos para la integración provienen de perspectivas cientificistas y naturalistas que, si bien están objetivamente trasnochadas y responden a planteamientos positivistas ampliamente superados por el propio desarrollo de la ciencia y de la epistemología, se presentan como si fuesen una consecuencia de los avances científicos.
El análisis epistemológico basta para descubrir las falacias de tales intentos. Pero, si se desea conseguir una integración positiva de los diferentes saberes, será necesario trabajar en el ámbito de la filosofía de la naturaleza, que es el nivel filosófico en el que las ideas científicas deben ser valoradas en orden a precisar su significado completo.
Concluiré señalando que uno de los ámbitos más prometedores para conseguir la integración de los diferentes saberes es el estudio de las presuposiciones de la ciencia. Precisamente, una de ellas es la inteligibilidad de la naturaleza. El científico debe suponer que existe un orden natural que es independiente de sus investigaciones, y el progreso de la ciencia manifiesta que ese orden no sólo existe, sino que está lleno de fuerza, vitalidad y unidad.
Una renovada filosofía de la naturaleza constituye el puente imprescindible para conseguir descripciones y explicaciones que, contando con las informaciones que la ciencia proporciona y procediendo con todo el rigor lógico necesario, permitan conseguir una auténtica integración de los diferentes ámbitos del saber. Una rigurosa filosofía de la naturaleza presentará a la naturaleza con toda su consistencia propia, y al mismo tiempo remitirá a explicaciones más profundas de esa consistencia, que sólo se encontran en el ámbito de la teología natural.