La mente del universo

La mente del universo

Autor: Mariano Artigas
Publicado en: Lección inaugural del curso 1996-97 en la Universidad de Navarra
Fecha de publicación: curso 1996-97

I

Reconozco que he escogido un título algo provocativo. En efecto, la expresión «la mente del universo» parece situarnos ante el siguiente dilema: o bien identificamos al universo con un ser viviente personal, pero entonces deberíamos endosar una perspectiva de tipo panteísta que estará llena de dificultades, o bien reconocemos que el universo es un conjunto de seres muy diferentes, muchos de los cuales no son personas y otros son personas diferentes entre sí, y entonces no se ve qué sentido tendría atribuirle una mente, en singular. Sin embargo, he escogido ese título porque encuentro ventajas que compensan sus posibles inconvenientes: sobre todo, la cosmovisión científica actual sugiere que el universo está atravesado en su interior por una racionalidad que debe remitir a una inteligencia personal.

Las posibles actitudes ante Dios como explicación última del universo son básicamente cinco: el ateísmo, el agnosticismo, el panteísmo, el deísmo y el teísmo. Pero las cuatro primeras plantean dificultades notables. Esto se advierte fácilmente en el caso del ateísmo, ya que no existen ni pueden existir pruebas de la no existencia de Dios. La renuncia del agnosticismo es, como mínimo, poco coherente con el espíritu científico y racional que nos lleva a buscar explicaciones de todo lo que existe, aunque nuestras respuestas sean siempre limitadas y parciales. El deísmo da razón de la existencia del universo, pero no resulta coherente afirmar que un Dios infinitamente bueno, poderoso e inteligente da la existencia al universo y luego lo abandona a su propia suerte. Y el panteísmo pretende responder a los interrogantes últimos que nos planteamos ante el universo, pero, aunque admitamos la presencia activa de Dios en todo el universo, no es posible identificar a Dios con ninguna criatura ni con todas en su conjunto, porque todas las dimensiones de las criaturas son limitadas y, por tanto, no pueden identificarse con algo divino en sentido estricto.

Por tanto, el teísmo aparece como la única opción rigurosa para quien no renuncia a buscar una explicación del universo. Ni el universo en su conjunto ni sus aspectos parciales pueden ser identificados con algo propiamente divino. Sin embargo, la racionalidad del universo sugiere fuertemente su conexión con la inteligencia divina.

Encontramos en la historia humana, desde la antigüedad, expresiones del asombro ante el poder, el orden y la belleza que aparecen en el universo. Ese asombro se ha plasmado en doctrinas muy variadas que, sin embargo, coinciden en ver el universo como algo relacionado con la divinidad. Una de ellas, a la vez filosófica y de algún modo religiosa, fue el estoicismo, que conoció diferentes variantes a lo largo de siglos y que, en ocasiones, se encuentra relacionado con el panteísmo. Y fue precisamente el estoico Séneca quien utilizó la expresión «la mente del universo» para referirse a Dios, con estas palabras: «¿Qué es Dios? La mente del universo. ¿Qué es Dios? El todo que ves y el todo que no ves. Se le atribuye su magnitud, mayor de la cual nada puede pensarse, si él solo es todo, si sostiene su obra desde dentro y desde fuera» * (1).

Estas palabras de Séneca fueron utilizadas por uno de los clásicos de la espiritualidad cristiana y de la literatura española, Fray Luis de Granada, quien las recogió de modo prácticamente textual y añadió algún leve matiz, sin plantearse mayores problemas; por el contrario, la utilizó como una parte de la argumentación que le lleva desde la naturaleza hasta su Creador. Éstas son sus palabras: «¿Qué cosa es Dios? Mente y razón del universo. ¿Qué cosa es Dios? Todo lo que vemos, porque en todas las cosas vemos su sabiduría y asistencia, y desta manera confesamos su grandeza, la cual es tanta, que no se puede pensar otra mayor. Y si él solo es todas las cosas, él es el que den­tro y fuera sustenta esta grande obra que hizo» * (2). A continuación, Luis de Granada advierte que ha utilizado las palabras de Séneca.

Muchos siglos después de Séneca, y varios siglos después de Luis de Granada, utilizo la expresión «la mente del universo» porque me parece muy adecuada para abordar en la coyuntura actual el problema de la explicación del universo. Voy a intentar explicarlo, aunque para hacerlo es preciso recorrer un camino que consta de varias etapas. La primera, lógicamente, es la consideración de la imagen del mundo que nos proponen hoy día las ciencias.

II

Nos encontramos en la actualidad, por vez primera en la historia, con una cosmovisión completa, unitaria, científica y rigurosa del universo, en la que destacan los aspectos relacionados con la racionalidad, la información y la creatividad. Una cosmovisión de este tipo solamente se ha conseguido en las últimas décadas. Por eso, no vacilo en afirmar que se trata de un logro histórico de gran alcance que tiene profundas implicaciones.

Afirmo que la cosmovisión actual es completa, no porque agote todo lo que se puede conocer, sino porque se extiende a todos los niveles de la naturaleza, desde el microfísico hasta el astrofísico y pasando por el biológico, e incluye elementos fundamentales acerca de cada uno de esos niveles y de sus relaciones mutuas. Por supuesto, es mucho lo que no sabemos, y cada nuevo avance abre panoramas todavía más profundos. Sin embargo, hoy día conocemos bastantes mecanismos básicos de cada nivel con suficiente aproximación. El modelo estándar de fuerzas y partículas básicas está bien comprobado. Sabemos cuáles son los componentes básicos de la materia y cómo se constituyen y funcionan los sucesivos niveles físico, químico y biológico. Conocemos el funcionamiento básico de las estrellas, así como los mecanismos de su nacimiento, evolución y desintegración. Sobre todo, ha avanzado enormemente el conocimiento de los mecanismos fundamentales de la vida. Estos niveles se encuentran estrechamente relacionados, formando una red de condicionamientos mutuos; por eso afirmo que esa cosmovisión es unitaria. Es, además,científica, porque los factores que la integran se encuentran, en gran medida, bien corroborados científicamente, y por eso también añado que esa cosmovisión es rigurosa.

Se trata de una situación nueva en la historia de la humanidad. Hemos llegado a ella a través de un progreso escalonado que exigía pasos sucesivos. No existían atajos. Cada paso sólo ha sido posible cuando se ha llegado a determinados puntos del camino. Por ejemplo, la biología molecular no podía progresar seriamente hasta que no se dispuso de una base muy sólida de física y química; y algo semejante puede decirse de la química con respecto a la física, de la astrofísica con respecto a la física nuclear y la química, de la física nuclear con respecto a otras ramas de la física. No podían darse unos pasos sin que se hubieran dado previamente otros que son su condición necesaria. Ahora, el cuadro tiene un aspecto de conjunto que anteriormente nunca había podido tener. Espero que se comprenda por qué afirmo que nos encontramos en la actualidad, por vez primera en la historia, con una cosmovisión completa, unitaria, científica y rigurosa del universo. No se trata de una frase retórica, sino de un hecho que posee implicaciones muy importantes.

III

Al referirme a esas implicaciones, he dicho que la cosmovisión actual coloca en primer plano los aspectos relacionados con la racionalidad, la información y la creatividad.

Ante todo, la cosmovisión científica actual pone de relieve la racionalidad, tanto de la naturaleza como de los científicos que ejercen esa racionalidad en su investigación. Me limitaré a recoger, a este respecto, algunos comentarios que, según me parece, bastan para ilustrar mi afirmación * (3).

Con respecto a la racionalidad de la naturaleza, Paul Davies ha escrito que «El éxito del método científico para descubrir los secretos de la naturaleza es tan sorprendente que puede impedirnos advertir el milagro mayor de todos: que la ciencia funciona. Incluso los científicos normalmente dan por supuesto que vivimos en un cosmos racional y ordenado, sujeto a leyes precisas que pueden ser descubiertas por el razonamiento humano. Sin embargo, por qué esto es así continúa siendo un atormentador misterio (...) El hecho de que la ciencia funcione, y funcione tan bien, apunta hacia algo profundamente significativo acerca de la organización del cosmos». En efecto, la actividad científica y la cosmovisión actual que es el fruto de sus grandes logros se apoyan sobre «un supuesto crucial: que el mundo es a la vez racional e inteligible (...) Toda la empresa científica está construida sobre la suposición de la racionalidad de la naturaleza».

En cuanto a la racionalidad humana, tal como se manifiesta en la actividad científica, el mismo Davies ha escrito: «Lo sorprendente es que el razonamiento humano tenga tanto éxito en alcanzar explicaciones acerca de las partes del universo que no pueden ser alcanzadas directamente por nuestras percepciones»; y también: «El éxito de la empresa científica frecuentemente puede impedirnos ver el hecho asombroso de que la ciencia funciona. Aunque la mayoría de la gente lo da por supuesto, es a la vez increíblemente afortunado y misterioso que seamos capaces de penetrar en las obras de la naturaleza usando el método científico».

La racionalidad de la naturaleza se encuentra estrechamente relacionada con el concepto de información. No entraré en un análisis de los diferentes significados de ese concepto. Sólo deseo decir que, en el contexto de la racionalidad de la naturaleza, puede hablarse de la información como racionalidad materializada. Por ejemplo, la información genética consiste en un complejo programa de instrucciones que se despliegan de acuerdo con las diferentes circunstancias y exigencias del viviente desde su generación; esa información se encuentra almacenada en unas estructuras químicas, en un soporte material, como codificada, y se descodifica, se despliega, se integra, a través de los múltiples procesos e interacciones naturales. Algo análogo cabe decir de las diferentes organizaciones naturales, desde los niveles ínfimos hasta los más complejos. Un átomo posee una información almacenada en su estructura, se comporta de acuerdo con ella, e interacciona con otros sistemas de tal modo que se integran las respectivas informaciones. Obviamente, aunque no me detendré en ello, la información que existe en la naturaleza hace posible la existencia y el progreso de las ciencias, que representan un intento de conocer cada vez mejor las pautas naturales.

Además, la cosmovisión actual es procesualista y evolutiva. Nos sitúa ante una naturaleza que se ha ido formando a través de un largo proceso evolutivo en el que han ido surgiendo nuevas pautas. También en la actualidad siguen surgiendo nuevas pautas, tanto a través de la actividad natural como de la tecnológica. Por tanto, podemos decir que la naturaleza es creativa. Aunque la formación de nuevos individuos que pertenecen a tipos ya existentes es un proceso creativo, la creatividad de la naturaleza es todavía más patente cuando consideramos el aspecto histórico y dinámico de la evolución. Este aspecto es puesto de relieve por la cosmovisión actual como uno de sus dimensiones más características. A su vez, la actividad científica supone fuertes dosis de creatividad por parte de los científicos, ya que es preciso plantearse correctamente los problemas, proponer hipótesis nuevas, y poner a prueba esas hipótesis mediante un control experimental que también requiere creatividad porque exige planear los experimentos y valorar los resultados. No es difícil advertir que la creatividad en la naturaleza y en las ciencias tiene interesantes implicaciones.

IV

Para apreciar adecuadamente las implicaciones de la cosmovisión actual conviene situarla, como telón de fondo, frente a las principales cosmovisiones que se han formulado en otras épocas. A grandes rasgos, en las anteriores fases de la historia de la humanidad se han propuesto tres grandes cosmovisiones: la organicista, la mecanicista y la evolutiva.

Según la cosmovisión organicista, el universo constituye un todo unitario que, en algunos casos extremos, ha llegado a considerarse como una especie de viviente único. Existen variantes teístas y panteístas del organicismo. La cosmovisión aristotélica es un caso concreto de organicismo: todas las partes del universo están relacionadas entre sí; los cuerpos celestes, ingenerables e incorruptibles, sólo están sometidos a un tipo de cambio, que es el movimiento circular perfecto, y ejercen un importante influjo sobre los cuerpos del mundo sub-lunar, que son generables y corruptibles, y están compuestos por los cuatro elementos que tienen su lugar natural al que tienden: el fuego hacia las esferas celestes, el aire entre los cuerpos celestes y la tierra, el agua hacia la superficie de nuestro planeta, y la tierra hacia el centro del mismo. En esta cosmovisión desempeña un papel central la finalidad: todo lo que sucede es, en último término, resultado de tendencias, actualización de potencialidades que tienden hacia metas determinadas.

Se comprende que esta cosmovisión, purificada de algunos elementos que ofrecían dificultades (especialmente la eternidad del mundo), pudiera ser utilizada en la Edad Media por Tomás de Aquino como punto de apoyo de su síntesis filosófica y teológica. En ella resalta, en efecto, todo lo referente a la finalidad. Por tanto, resulta muy apropiada para explicar el gobierno divino del mundo. En cualquier caso, la cosmovisión organicista se encuentra ampliamente representada en la antigüedad; por ejemplo, entre los estoicos. Todavía en el siglo XVI, Luis de Granada dedica la primera parte de su Introducción al Símbolo de la fe a mostrar, con argumentos tomados de esa cosmovisión, cómo las diferentes partes del universo, así como el universo en su conjunto, conducen al conocimiento del poder y de la sabiduría del Dios personal creador cuya existencia se afirma en el artículo primero del Credo. Por lo demás, los antiguos veían fácilmente el dedo de Dios en todo. Basta recordar la famosa frase «Todo está lleno de dioses», atribuida a Tales de Mileto por Aristóteles * (4), para advertirlo; algo semejante sucede en la actualidad con quienes pertenecen a civilizaciones antiguas que todavía perviven en diferentes partes de nuestro planeta: les resulta natural contemplar la naturaleza como una manifestación del poder y de la sabiduría de Dios.

Con el nacimiento sistemático de la ciencia experimental en el siglo XVII, la situación cambió completamente. La ciencia moderna nació en medio de una fuerte polémica contra la cosmovisión antigua, y desde el primer momento pretendió sustituir a la física filosófica de los siglos anteriores. De hecho, lo consiguió, y se trató de una sustitución completa, que arrojó al cubo de los desperdicios, a la vez, los elementos inservibles y los valiosos. En efecto, la nueva ciencia que estaba naciendo fue principalmente la mecánica, que iba acompañada por una componente filosófica, el mecanicismo filosófico, o sea, la cosmovisión mecanicista. El mundo material, según el mecanicismo, se reduce a una máquina mecánica: trozos de materia que se desplazan, se empujan, y se combinan, sin que haya lugar alguno para algunas ideas centrales de la cosmovisión organicista, como las ideas de sustancias, formas y fines. El enorme triunfo de la nueva mecánica y, posteriormente, de otras nuevas disciplinas científicas, significó el triunfo del mecanicismo, aunque ese triunfo nunca llegó a ser completo, porque desde el primer momento existían en la nueva ciencia conceptos, como las fuerzas y la energía, que difícilmente podían integrarse dentro del esquema mecanicista.

Sin embargo, la cosmovisión mecanicista no implicó, en modo alguno, un apartamiento de Dios. En un primer momento se advirtió que muchos aspectos de la naturaleza, anteriormente misteriosos, responden a leyes naturales que podemos conocer mediante la ciencia. Pero esto se interpretó no como un argumento en favor del ateísmo sino, por el contrario, en favor de un Dios cuya existencia se debe suponer para explicar la existencia de unas leyes que nosotros no creamos y que, no obstante, poseen un carácter altamente racional y permiten explicar la existencia del maravilloso orden que reina en el universo. La física clásica dio lugar a una nueva teología natural, que encontraba en la nueva ciencia nuevos argumentos en favor de la existencia de Dios.

Posteriormente, hacia mediados del siglo XVIII, la tendencia naturalista de tipo materialista se hizo cada vez más fuerte. El dualismo mecanicista, que abría un abismo entre una materia que era objeto de la nueva ciencia y un espíritu que quedaba en el ámbito de lo subjetivo, provocó que, cuando la ciencia experimental se desarrolló más y más, el materialismo fuese arrinconando al mundo espiritual. Fue naciendo una civilización fuertemente marcada por el progreso de la ciencia experimental, que posee una peculiar fiabilidad y parece proporcionar una base firme para juzgar lo que puede demostrarse intersubjetivamente y, por tanto, considerarse como objetivo, como válido para cualquiera independientemente de sus convicciones personales. Esto ha llevado a un largo proceso de afirmación progresiva del naturalismo.

El progreso científico parece haber contribuido de modo significativo a la puesta entre paréntesis de Dios. La famosa respuesta de Laplace a Napoleón es un índice de una situación que se fue generalizando a finales del siglo XVIII y durante el siglo XIX: Dios se habría convertido en una hipótesis innecesaria no sólo en la física, sino también en la biología y en la antropología. Se asistía a una puesta entre paréntesis de Dios que se extendía sistemáticamente a todos los ámbitos del saber científico. Y, como se dudaba de que existiese algún otro camino para obtener conocimientos objetivos y fiables, se acabó proponiendo una representación de la realidad en la cual Dios no desempeñaría ningún papel: se convirtió en una nueva edición del «Dios ocioso», del «Arquitecto desocupado» del deísmo, pero esta vez ni siquiera parecía necesario recurrir a Él para la puesta en marcha del universo.

En estas circunstancias, el evolucionismo biológico de la segunda mitad del siglo XIX parecía proporcionar lo que faltaba para conseguir una explicación naturalista cerrada a la trascendencia. El mundo de los vivientes, que todavía mantenía un cierto aire de misterio por la perfección de su diseño y de su funcionalidad, quedaba incluido dentro de las explicaciones naturalistas, y el plan divino, que todavía parecía necesario para explicar el orden y la perfección del universo, venía sustituido por las fuerzas ciegas de la naturaleza: la combinación de variaciones al azar y de la selección natural bastaría para producir todo tipo de resultados, y puesto que sólo permanecerían los mejor adaptados a las circunstancias, nada tendría de particular que los resultados parecieran ser fruto de un plan superior, aunque esto no fuese cierto.

La cosmovisión evolucionista ha penetrado profundamente en la mentalidad contemporánea. La evolución biológica recibió un importante complemento, desde el primer tercio del siglo XX, por parte de la evolución cósmica, de tal modo que se llegó a una representación evolucionista completa de la formación del universo. Es importante señalar que, si bien existieron desde el principio interpretaciones naturalistas de la evolución, que la consideraban como una enemiga de la metafísica y la religión, y pretendían extender ese naturalismo especialmente al caso de la persona humana, reducida a un eslabón más dentro de la evolución ciega de fuerzas materiales, en cambio, muchos científicos, filósofos y teólogos advirtieron que la perspectiva evolucionista no se enfrentaba realmente con la metafísica y la religión: ¿por qué no podía considerarse la evolución como el medio utilizado por Dios para llevar hacia su término a una creación que no existe desde el principio en un estado ya acabado? Incluso parecería más lógica la perspectiva evolucionista si Dios quiere contar, para la realización de sus planes, con la colaboración de las criaturas, de acuerdo con las potencialidades que Él mismo ha puesto en ellas. Únicamente existirían conflictos cuando, abandonando el plano rigurosamente científico, se interpretase la evolución de modo abusivamente materialista, lo cual no pertenece ya al nivel propio del método científico.

V

El naturalismo ha ocupado una posición cada vez más destacada en la cultura contemporánea, bien sea porque se renuncia a plantear los problemas metafísicos, o bien porque se pretende responder a esos problemas mediante la ciencia. Por ejemplo, en relación con la explicación del universo y el problema de la creación, se llega a hablar de una presunta «auto-creación» del universo que habría surgido, de acuerdo con las leyes de la física, a partir de una fluctuación del vacío cuántico: aunque se advierta que el vacío cuántico no es la nada, no faltan quienes encuentran argumentos para interpretar el origen del universo según la cosmología científica como si se tratase de una «creación sin Creador» que hace innecesario el recurso al Dios personal creador y al gobierno divino del universo.

Nuestra cultura se encuentra informada por una ciencia que no parece dejar lugar para las explicaciones espirituales y sobrenaturales; aunque se admita que su agnosticismo es sólo metodológico, es fácil pasar del «como si Dios no existiera» al olvido completo de Dios o a la negación de su posible acción en el mundo. De la trilogía naturaleza-hombre-Dios, se ha pasado a una visión monolítica en la que parece suficiente contar con la naturaleza: al fin y al cabo, la ciencia parece permitirnos prescindir de Dios, y esa misma ciencia, cuando se la aplica a la explicación de la persona humana, parece progresar continuamente, consiguiendo una creciente expansión de las explicaciones de lo humano en clave materialista. En último término, nos encontramos con un naturalismo que penetra nuestra cultura por sus cuatro costados. Desde el «Big Bang» o gran explosión hasta la actualidad, todo parece explicarse mediante un gigantesco proceso de evolución cósmica y biológica que nos describen las ciencias, y parecería posible mostrar que el inicio mismo, la gran explosión, o bien sería el resultado de una fase anterior de contracción, o un momento parcial den­tro de un ciclo eterno de expansiones y contracciones, o el producto de una fluctuación del vacío cuántico que podría explicar una auto-producción del universo inicial sin necesidad de postular un Creador.

En definitiva, asistimos a una hegemonía del naturalismo, que en el mundo occidental contemporáneo aparece estrechamente relacionado con la mentalidad positivista. Ciertamente, el positivismo y su versión neopositivista están oficialmente muertos y enterrados. Sin embargo, sería un error darlos por definitivamente desaparecidos. Aunque muchas de las interpretaciones que proponían hayan sido criticadas de modo devastador y haya quedado patente su insuficiencia, sus tesis básicas no sólo han sobrevivido, sino que han adquirido una fuerza tan persuasiva que ni siquiera se discuten, aunque condicionan en gran parte las ideas actuales. Se trata de un nuevo caso de «rei­nar después de morir».

En el ámbito académico, el naturalismo se presenta con un nuevo ropaje, pero sus tesis básicas mantienen toda su fuerza. Se afirma que, en la filosofía de la ciencia, ha emergido en la actualidad un nuevo consenso post-positivista, un nuevo paradigma, una de cuyas características consistiría en ser un naturalismo no reduccionista * (5). Se admite la existencia de diferentes niveles tanto en la naturaleza como en las ciencias, y se renuncia a reducirlos a un nivel básico; por este motivo, el naturalismo se presenta también bajo el título de fisicalismo no reduccionista: pero no se deja ningún lugar para dimensiones que caigan fuera del ámbito del naturalismo científico. Quien se asoma a las discusiones actuales, especialmente en el ámbito de la antropología, encuentra refinadas elaboraciones que giran en torno a nuevos conceptos, como el de «superveniencia», y a antiguos conceptos que son remodelados para adaptarlos a la situación actual, como sucede con el concepto de «emergencia». En estas discusiones se afirma, a veces de modo explícito y en otra de modo implícito, que se trata de defender una perspectiva materialista en la cual no hay lugar para las dimensiones espirituales * (6).

El naturalismo se encuentra unido con el des-encantamiento de la naturaleza. Friedrich Schiller ya se refirió a ello hablando de undes-endiosamiento de la naturaleza («Entgötterung der Natur»), y Max Weber, un siglo después, habló de un des-encantamiento del mundo («Entzaüberung der Welt»).

Sin duda, nuestra civilización científica posee muchos valores positivos, y algunos de ellos se encuentran íntimamente vinculados con la ciencia natural, que pone de relieve la importancia del razonamiento, la búsqueda de explicaciones, y la exigencia de someter esas explicaciones a la correspondiente crítica. En este contexto podemos preguntarnos: ¿qué sentido tiene afirmar, en la actualidad, la existencia de un Dios Creador del universo?, ¿puede argumentarse en su favor, o se trata de un objeto posible de creencia subjetiva, que cada persona puede admitir si lo estima adecuado, pero que nada tiene que ver con argumentos objetivos?, ¿tiene algo que decir al respecto la cosmovisión científica actual?

VI

Como reacción al des-encantamiento de la naturaleza y de la ciencia, en la actualidad proliferan las propuestas de re-divinización y re-encantamiento no solamente de la naturaleza sino incluso de la ciencia. Pero se trata, por lo general, de intentos poco satisfactorios: suelen acertar en sus críticas y en algunas formulaciones positivas, pero no consiguen abordar de modo satisfactorio los interrogantes de fondo. Me referiré a algunos ejemplos especialmente significativos.

Por una parte, algunos destacados científicos proponen una nueva cosmovisión que englobaría tanto la ciencia como las humanidades. Puede mencionarse, en este contexto, la nueva alianza de que habla Ilya Prigogine * (7). Esa expresión pretende ser una réplica a Jacques Monod, quien afirmaba en el final de su famoso libro El azar y la necesidad que la antigua alianza entre el hombre y la naturaleza, vista con los ojos de la persona metafísica y religiosa, se había roto, y ahora, por fin, sabemos que estamos completamente solos ante una naturaleza que nos es indiferente.

¿En qué consiste la nueva alianza propuesta por Prigogine, que restablecería el sentido de la vida humana en el marco de la ciencia actual? La respuesta puede resultar decepcionante, aunque los logros científicos de Prigogine, y el interés filosófico de sus implicaciones, sean indiscutibles. Prigogine recibió el premio Nobel de química por sus trabajos en la termodinámica de procesos irreversibles, que permiten comprender científicamente, en algunos casos, cómo surge el orden a partir de situaciones anteriores de desorden; en ese sentido, puede decirse que es una teoría morfogenética, ya que se refiere a la génesis de nuevas formas. En la misma línea se encuentran la teoría de catástrofes de René Thom y la sinergética de Hermann Haken. Estas teorías han abierto nuevas perspectivas científicas que tienen un interés indudable, y conducen hacia la explicación de la naturaleza en términos de auto-organización: desde el nivel microfísico hasta el astrofísico y pasando por el biológico, la naturaleza se podría explicar científicamente como el resultado de un grandioso proceso de auto-organización en el cual, de acuerdo con el esquema darwinista, se producirían nuevas formas y sólo permanecerían las que se adaptan suficientemente a la situación existente en cada momento.

Estas perspectivas llevan a Prigogine a hablar de una metamorfosis de la ciencia: la nueva ciencia supera el mecanicismo, afirma la importancia de las dimensiones temporales, tiene en cuenta los factores holísticos que se refieren a los sistemas naturales como tales, y subraya las dimensiones sinérgicas o cooperativas que existen en la naturaleza. Todos ellos, sin duda, son factores importantes que integran la cosmovisión actual. Sin embargo, si todo queda ahí, no se habrá avanzado seriamente en los problemas de fondo.

Se habla, en otras ocasiones, de una ciencia post-moderna que se caracterizaría por la renuncia a la certeza, que atribuiría asimismo una gran importancia al indeterminismo, y que reconocería la existencia de factores interpretativos en la objetividad científica * (8). Se afirma, en ese contexto, que no existen diferencias fundamentales entre la objetividad de las ciencias naturales y la de las ciencias humanas. Pero ni el juicio acerca de la verdad científica es exacto, ni la conclusión está de acuerdo con la peculiar objetividad de las ciencias naturales. En efecto, parece obligado reconocer que en la ciencia experimental existe una intersubjetividad especial, imposible de alcanzar en otros ámbitos, precisamente porque se limita a los aspectos de la realidad que pueden ser relacionados con el control experimental: por tanto, con los aspectos que se refieren a pautas materiales, a estructuras espacio-temporales que se repiten. No es ningún desdoro que esa intersubjetividad no pueda alcanzarse en las ciencias humanas, cuyo objeto de estudio incluye dimensiones espirituales que no pueden ser tratadas como las materiales, sin que ello implique que no pueda darse rigor en los argumentos de esas ciencias.

En esa línea, a veces se propone una auténtica reforma de las ciencias naturales * (9), pero resulta francamente difícil saber en qué podría consistir esa reforma. Parece pretenderse, por ejemplo, que los ciencias sean reconstruidas siguiendo los dictados de ontologías que se presentan como científicas (especialmente la «filosofía del proceso» de Alfred North Whitehead), pero está por ver que esa empresa sea posible. En otras ocasiones se propone una amalgama en la cual vienen reformuladas tanto la ciencia como la filosofía y la teología, en una síntesis que difícilmente puede ser reconocida como auténtica por ninguna de las partes * (10).

El desarrollo de la ciencia experimental plantea unos retos que no se pueden resolver mediante una simple extrapolación de algunos nuevos logros científicos ni pretendiendo, de modo utópico, cambiar los métodos básicos de la ciencia.

VII

Para abordar con garantías los problemas planteados por la ciencia en la actualidad, es preciso subrayar, ante todo, que las ciencias naturales poseen una autonomía propia. Sin duda, utilizan recursos cognoscitivos que pueden aplicarse en cualquier otro ámbito de conocimiento, pero no es menos cierto que recurren a métodos peculiares para estudiar la naturaleza centrándose en las pautas espacio-temporales repetibles: por eso es factible construir modelos que pueden someterse a control experimental.

Por tanto, aunque existen importantes coincidencias entre la ciencia experimental y la reflexión filosófica, existe también entre ellas un desfase metodológico que debe ser respetado siempre. Las ciencias naturales buscan un conocimiento que pueda ser sometido a control experimental, y ninguna instancia extra-científica puede erigirse en juez de sus resultados. Por su parte, la reflexión filosófica estudia las condiciones de posibilidad de las ciencias: estudia sus supuestos y sus implicaciones (y, sin duda, otros problemas: aquí sólo me refiero a la filosofía en cuanto se relaciona con las ciencias). Por tanto, si nos atenemos rigurosamente a las posibilidades de los respectivos métodos, no encontraremos problemas que puedan ser calificados de modo estricto como cuestiones fronterizasentre la ciencia y la filosofía o la teología.

En esas condiciones, parecería imposible que exista un diálogo entre las ciencias y la filosofía. Sin embargo, la situación no es tan desesperada. De hecho, acabo de indicar un camino que tiene gran importancia para ese diálogo: el estudio de los supuestos e implicaciones de las ciencias. En efecto, si bien las ciencias son autónomas en su nivel propio, utilizan, sin embargo, unos supuestos que son condición necesaria para que la ciencia sea posible y tenga sentido. Además, el ulterior progreso científico posee implicaciones que pueden retro-actuar sobre esos supuestos. En estas condiciones, me parece posible proponer la siguiente tesis:las ciencias se apoyan sobre unos supuestos filosóficos, y el progreso científico retro-actúa sobre esos supuestos: los retro-justifica, los amplía y los precisa. Las reflexiones que siguen se dirigen a explicar esta tesis y a explorar sus consecuencias.

Al hablar de supuestos filosóficos de las ciencias, me refiero a los supuestos generales de las ciencias, o sea, a los que son comunes a toda actividad científica. Por ejemplo, cualquier disciplina científica supone que existe un cierto orden en el ámbito de la naturaleza que intenta explorar, ya que, en caso contrario, no sería posible esa exploración. No me refiero, en cambio, a los supuestos específicos de las diferentes disciplinas o teorías: por ejemplo, puede decirse a grandes rasgos que la biología supone la física y la química, y que la química supone la física, y que la genética supone la biología molecular; pero, en estos casos, se trata de supuestos estrictamente científicos.

Los supuestos generales de las ciencias pueden clasificarse en tres grandes tipos: los supuestos ontológicos, los epistemológicos, y los antropológicos. Los supuestos ontológicos se refieren a la existencia de una naturaleza independiente de nuestra voluntad, que tiene una consistencia propia y posee un orden específico: una estructura en diferentes niveles relacionados entre sí de modo unitario. La naturaleza debe ser, además, inteligible, o sea, capaz de ser conceptualizada de modo lógico y coherente. Los supuestos epistemológicos se refieren a la capacidad humana para enfrentarse a la naturaleza como un objeto, para construir modelos y contrastar su validez recurriendo a la experimentación: se supone, por tanto, la existencia de un sujeto que posee una capacidad argumentativa, así como una estructura cognoscitiva que le permite enlazar los aspectos materiales y los intelectuales. Los supuestos antropológicos se refieren a los objetivos que se buscan en la actividad científica; por tanto, a los valores que determinan esos fines, y a los medios para conseguirlos. El objetivo principal es el conocimiento, y el control experimental constituye la condición básica que deben cumplir las construcciones teóricas para poder ser admitidas en el ámbito de la ciencia experimental. La ciencia experimental tiene sentido como una búsqueda de la verdad que permite el dominio de las condiciones naturales y, por tanto, el progreso en las condiciones de vida de la humanidad.

Esos supuestos expresan auténticas condiciones de posibilidad de las ciencias, porque su validez resulta indispensable para que las ciencias puedan existir. No imponen a las ciencias ningún enfoque específico: expresan nada más (y nada menos) que dimensiones de la naturaleza y de la persona humana sin cuya existencia la actividad científica no podría existir. De hecho, la ciencia no sólo existe sino que progresa notablemente, y esto puede utilizarse como prueba de la validez de los supuestos mencionados. En ese sentido, el progreso científico retro-justifica la existencia y la validez de esos supuestos. Además, como ese progreso abre nuevos panoramas, tanto en la representación de la naturaleza como en las modalidades de su conocimiento, puede decirse que amplía y precisa los supuestos que le sirven como base. En efecto, cuanto más progresa la ciencia, mejor conocemos tanto el orden de la naturaleza como nuestras capacidades de representarlo.

Tampoco es difícil advertir que una reflexión sistemática acerca de los supuestos de las ciencias conducirá a problemas centrales de la ontología, de la gnoseología y de la antropología, y que si llevamos nuestra reflexión hasta el final, aparecerán los problemas típicos de la teología natural. Por tanto, la reflexión filosófica proporciona, por una parte, el terreno propicio para la investigación científica, y por otra, el complemento que la ciencia necesita para que sus resultados puedan ser integrados en una cosmovisión unitaria que incluya las diferentes dimensiones de la experiencia humana.

VIII

Para preparar la consideración de los supuestos de la ciencia y de la retro-acción del progreso científico sobre ellos, me referiré ahora a la clásica metáfora del libro de la naturaleza, que ha sido empleada a lo largo de los siglos * (11). Se trata de una de las metáforas más fructíferas para expresar los problemas que nos ocupan: ¿cómo podemos leer ese libro?, ¿cuáles son sus características?, ¿cuál es el valor de nuestra lectura?, ¿cuál es su origen?

Cualquier libro está escrito en un lenguaje que utiliza símbolos cuyo significado debe ser interpretado; algunas interpretaciones vienen fijadas mediante convenciones o estipulaciones generalmente aceptadas, y otras permanecen abiertas: un mismo texto puede admitir diferentes interpretaciones. Por tanto, cuando se aplica a la naturaleza, esta metáfora subraya que la ciencia es una verdadera actividad hermenéutica. Durante varios siglos se ha repetido que la ciencia experimental moderna nació cuando los científicos se pusieron a observar la naturaleza sin prejuicios, recogiendo hechos y relacionándolos mediante la formulación de leyes. Esta idea es una parte central de la mentalidad positivista. Sin embargo, proporciona una auténtica caricatura de la ciencia real. Dedicados a observar sin ideas previas ni interpretaciones, los hombres no se hubieran convertido en científicos, sino en lechuzas, y no precisamente de Minerva. A pesar de todo, esta imagen de la ciencia ha ejercido una notable influencia, y la continúa ejerciendo en la actualidad.

Que la ciencia es una actividad interpretativa es algo fuertemente subrayado en la epistemología contemporánea, a veces hasta un extremo demasiado forzado que concluye en el relativismo, al hacer depender el conocimiento científico de paradigmas cuya verdad nunca podría ser probada.

Lo maravilloso de la ciencia experimental es que combina el aspecto interpretativo con una valoración rigurosa de la validez de los modelos utilizados. Nunca se trata de aplicar un lenguaje unívoco de modo rutinario: no existen métodos automáticos que garanticen la creatividad, sea para proponer nuevas hipótesis o sea para comprobar su validez. Nótese que subrayo deliberadamente la importancia de la creatividad no sólo cuando se trata de formular nuevas teorías sino también cuando se intenta comprobar su validez: el análisis de los estudios científicos actuales muestra hasta la saciedad que las pruebas científicas son, con frecuencia, enormemente sofisticadas, y poco o nada tienen que ver con la aplicación rutinaria de métodos lógicos preestablecidos.

El análisis de la metáfora del libro proporciona también la ocasión para señalar que la naturaleza no está escrita en ningún lenguaje específico, ni matemático ni de otro tipo. La naturaleza no habla, ni está estructurada de acuerdo con ningún lenguaje humano. La metáfora del libro, en este caso, supone que existe un interlocutor (nosotros), capaz de crear un lenguaje que permite, al mismo tiempo, expresar las propiedades de la naturaleza, formular un discurso coherente, y proponer argumentos acerca de la validez de ese discurso. Somos nosotros quienes hacemos hablar a la naturaleza. Obedeciéndola, sin duda, pero también obligándola a manifestar sus secretos a través de interrogatorios muy sutiles. De hecho, la ciencia experimental moderna nació sistemáticamente cuando, gracias a trabajos lentos que se prolongaron durante siglos, finalmente se encontró una combinación muy sutil de matemáticas y experimentación que permitió formular preguntas interesantes y obtener de la naturaleza algunas respuestas.

Aunque la naturaleza no posea un lenguaje específico, posee unas características tales que permiten la construcción de lenguajes científicos. Los conocimientos que le arrancamos se expresan en nuestro lenguaje, pero, cuando están bien comprobados, reflejan características reales de la naturaleza, aunque no siempre como una simple fotografía.

IX

Esta última consideración nos sitúa ya en ámbito de los supuestos ontológicos de la actividad científica, que ahora paso a analizar.

Una de las características más notables de la naturaleza es, precisamente, que estando constituida por componentes y fuerzas «ciegos», pueda ser estudiada a través de lenguajes racionales coherentes. La racionalidad de la naturaleza es uno de los supuestos ontológicos a que antes he aludido, y también he señalado que es uno de los hechos más notables en el ámbito de la ciencia: tal como corresponde a un supuesto, se suele dar por descontado que la naturaleza es racional e inteligible, pero esto no es nada trivial. Además, el progreso científico proporciona una confirmación cada vez más notable de la amplitud de esa racionalidad y de su carácter altamente sofisticado: cuanto más progresa la ciencia, más orden descubrimos en ella, ya que todo progreso significa más leyes, más estructuras, más orden.

La inteligibilidad de la naturaleza se encuentra estrechamente relacionada con la existencia de orden. En la naturaleza existen muchos tipos de orden, pero me interesa subrayar especialmente la existencia de estructuras espaciales y temporales. Una estructura consta de componentes diferentes que forman una unidad; por tanto, expresa un tipo de orden. Además, algunas estructuras espaciales y temporales de la naturaleza se repiten; en ese caso pueden ser denominadas pautas: las pautas espaciales son configuraciones, y las pautas temporales son ritmos.

No es difícil advertir que la estructuración espacio-temporal se extiende a todos los niveles de la naturaleza, y por otra parte, que si bien no todo en la naturaleza son pautas, todo está articulado en torno a pautas * (12). Así se explica, precisamente, que podamos estudiar científicamente la naturaleza, para lo cual se requiere elaborar modelos teóricos que puedan ser sometidos a control experimental: que esos modelos representen aspectos de la naturaleza, y que los experimentos sean repetibles, es posible porque en la naturaleza existe un elevado grado de organización.

Esto no es algo necesario: podría no darse tal grado de organización. Claro que, en ese caso, nosotros no existiríamos. Pero precisamente ése es un punto que se debe subrayar: durante la mayor parte de la existencia del universo, tal como lo conocemos en la actualidad, no ha existido la humanidad, y no se daban las condiciones mínimas para que pudiera existir; además, llegará un momento en el cual no se darán las condiciones necesarias para nuestra existencia, al menos en la tierra y en nuestro sistema solar: si entonces todavía sobrevive la humanidad, desaparecerá, a menos que haya aprendido a viajar a otro lugar habitable en el universo. Por tanto, cuando afirmo que en el universo existe un elevado grado de orden y organización, me refiero a su estado actual que, en nuestro entorno inmediato, es una verdadera primavera para la vida. No estoy afirmando que, en cualquier caso, el universo posea necesariamente mucho orden. El orden que conocemos en la actualidad no ha existido siempre y, en el futuro, dejará de existir.

Todo esto significa que en la naturaleza existe un orden contingente * (13), que consiste en una organización muy sofisticada y estable. Existen diferentes niveles naturales que se encuentran inter-penetrados, de tal manera que unos son componentes de otros, o son condición de posibilidad de otros como condiciones externas (por ejemplo, el nivel microfísico entra en la composición de todos los demás niveles, y en el nivel astrofísico, el sol es condición de posibilidad de la vida en la tierra). Si tenemos en cuenta, además, la dimensión evolutiva, advertimos que esa organización se ha constituido por pasos, lentamente, a través de un proceso enormemente largo y complejo en el cual han intervenido muchos factores aleatorios, que podían no haberse dado.

En esas condiciones, el progreso de las ciencias muestra, por una parte, la existencia de muchos tipos de orden y organización; y muestra también que la naturaleza ha llegado a su organización actual a través de un sinfín de procesos morfogenéticos en los cuales han surgido auténticas novedades. Por tanto, puede decirse que la naturaleza es creativa en un doble sentido: por una parte, porque continuamente, también en la actualidad, está produciendo nuevos seres, distintos individualmente de todos los demás, pero además, en segundo lugar, porque a lo largo de su historia ha producido una gran variedad de tipos de organización que previamente no existían.

Vemos ahora por qué he dicho que el progreso científico retro-actúa sobre sus supuestos filosóficos de tres modos: los retro-justifica, los amplía y los precisa. Comprobamos, en efecto, que esto sucede en el ámbito de los supuestos ontológicos, en el que ahora estamos centrando nuestra atención. La racionalidad de la naturaleza es un supuesto ontológico básico; los científicos lo admiten desde el mismo momento en que empiezan a trabajar como científicos: en caso contrario, la ciencia no podría existir ni tendría sentido su posibilidad. Pero ese supuesto inicial, que en su origen estuvo estrechamente relacionado y apoyado por la matriz cultural cristiana que favoreció el nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII * (14), recibe una especie de retro-alimentación(feedback) por parte del ulterior progreso de la ciencia. En concreto, la cosmovisión científica actual retro-justifica ese supuesto, porque muestra que la naturaleza no sólo posee racionalidad y orden, sino que posee un alto nivel de organización que incluye la existencia de niveles entre los cuales se da continuidad, gradualidad y emergencia. Por tanto, el progreso científico amplía el contenido del supuesto ontológico inicial. Y, además, lo precisa: introduce la dimensión procesual, evolutiva, emergente, que anteriormente era prácticamente desconocida y que tiene una enorme importancia para el conocimiento de la naturaleza.

La creatividad de la naturaleza es asombrosa. A pesar del enorme progreso científico y tecnológico, todavía no sabemos cómo surgió la vida sobre la tierra, ni cómo surgieron los planes principales de la organización de los vivientes. Existen hipótesis verosímiles sobre estos y otros aspectos del surgimiento de nuevas formas naturales, pero estas hipótesis nos sitúan, una y otra vez, ante tres posibilidades: o bien la morfogénesis es muy simple y probable, y entonces resulta asombroso que sea tan probable; o bien es muy improbable, y entonces resulta asombroso que se hayan dado tantas coincidencias que la han hecho posible; o bien se debe a una confluencia de factores, unos más probables y otros más improbables, y entonces resulta asombroso que un proceso tan complejo y variopinto, desarrollado durante muchísimo tiempo, haya desembocado en los resultados tan organizados que conocemos.

Todavía resulta mayor el asombro cuando advertimos que la creatividad de la naturaleza no se reduce sólo a los seres que ya conocemos. El desarrollo de la ciencia y de la tecnología nos ha hecho saber que existen muchísimas posibilidades que no se encuentran realizadas en la naturaleza; bastantes de ellas ya han sido producidas artificialmente, pero, sin duda, quedan muchísimas más. En este ámbito, la creatividad de la naturaleza se une con la creatividad humana, que voy a considerar a continuación.

X

El siguiente paso de mi exposición se centra en torno a los supuestos epistemológicos de la ciencia experimental. La existencia de esta ciencia depende de unos supuestos epistemológicos que se refieren a la capacidad humana para conocer la naturaleza. Existen miles de especies animales que se encuentran muy bien adaptadas a las condiciones ambientales y realizan con éxito una actividad variada y, a veces, asombrosa; pero en la tierra, solamente la persona humana es capaz de realizar una actividad científica: a pesar de nuestra gran proximidad biológica con otras especies, la ciencia experimental es un privilegio de la nuestra. Ello se debe a la peculiar combinación de sensibilidad y racionalidad en el ser humano.

La sensibilidad nos pone en relación inmediata con la naturaleza. Sin duda, el hombre es un ser natural. Nuestra comunión con la naturaleza no es una relación extrínseca, ya que formamos parte de ella. Pero, al mismo, tiempo, la trascendemos, porque poseemos unas dimensiones que se encuentran por encima de los límites de lo estrictamente natural: la inteligencia, la voluntad, la libertad, la moralidad, se encarnan en un sujeto que existe en condiciones espacio-temporales, pero trascienden esas condiciones.

Para poder hacer ciencia, se requiere la peculiar combinación de sensibilidad y racionalidad que se da en la persona humana. En efecto, en la ciencia experimental buscamos un conocimiento de la naturaleza que pueda proporcionar un dominio controlado de la misma, y por tanto, manejamos teorías que deben poseer, como requisito necesario, la capacidad de ser sometidas a control experimental. La actividad científica persigue ese doble objetivo, teórico y práctico, de tal modo que esos dos aspectos se encuentran como entrelazados: la teoría tiene que estar construida de modo que sea posible idear experimentos que la sometan a prueba, y la experimentación sólo puede realizarse si tenemos un plan racional para realizarla y para interpretar sus resultados. Todo ello significa, por ejemplo, que ni el empirismo ni el idealismo son capaces de dar razón de la existencia y del progreso de la ciencia experimental.

De nuevo, encontramos aquí una retro-acción del progreso científico sobre los supuestos epistemológicos que le sirven de base: la existencia de la ciencia experimental y de su progreso es compatible con un determinado espectro de posiciones filosóficas, pero es incompatible con otras, concretamente con aquéllas que no pueden incluir los supuestos epistemológicos mencionados.

Tal como sucedía en el nivel ontológico, también en el nivel epistemológico podemos afirmar que el progreso científico no sólo retro-justifica los supuestos filosóficos, sino que, además, los amplía y los precisa. En efecto, los nuevos desarrollos de las ciencias manifiestan nuevos aspectos de nuestras capacidades de conocimiento. Basta pensar, por ejemplo, en la existencia misma de la ciencia experimental, tal como se ha desarrollado desde el siglo XVII: es fácil advertir que supuso una novedad enorme, hasta tal punto que las dificultades para interpretar el valor del conocimiento científico existieron desde el principio y se han perpetuado hasta la actualidad. Nunca ha existido un acuerdo generalizado, tampoco en nuestros días, acerca del valor del conocimiento científico. La ciencia experimental se apartó del ideal clásico de la ciencia y constituyó un nuevo tipo de ciencia cuyas peculiaridades todavía son objeto de amplios debates. Lo que está claro es que esas peculiaridades no son pocas ni pequeñas.

Me interesa subrayar que, entre esas peculiaridades, se encuentra una que reviste un interés peculiar para mi argumentación: lacreatividad científica. Sin duda, en la ciencia experimental buscamos el conocimiento de una naturaleza que, en sus dimensiones propias, es independiente de nuestra voluntad: no podemos crear a nuestro capricho las leyes de la naturaleza, aunque podemos producir nuevas entidades que desplegarán su dinamismo mediante procesos también nuevos. Lo que deseo señalar, y en este punto existe un acuerdo general entre los filósofos de la ciencia en la actualidad, es que el progreso de la ciencia experimental exige que formulemos nuevas hipótesis que van más allá de los datos disponibles, que diseñemos nuevos experimentos que permitan someter esas hipótesis al control experimental, y que formulemos también nuevos criterios para interpretar los resultados de los experimentos.

La epistemología contemporánea subraya enfáticamente que las nuevas hipótesis no se obtienen mediante una simple generalización de los datos disponibles; o, mejor dicho, que ese caso, que siempre es posible, no basta para explicar los avances más significativos de la ciencia, que exigen construcciones teóricas audaces. Y también subraya que el control experimental de esas hipótesis requiere dosis no menos audaces de creatividad. Un ejemplo importante de ambos aspectos se encuentra en el estudio del ámbito microfísico, muy alejado de las posibilidades del conocimiento ordinario. Las teorías acerca de las partículas subatómicas y las fuerzas básicas nunca hubieran sido formuladas si los científicos se hubieran atenido a los cánones positivistas según los cuales la ciencia experimental debía limitarse a relacionar fenómenos observables. Los prejuicios positivistas, dirigidos en parte a conseguir rigor en las ciencias pero debidos también, en ocasiones, al deseo de aniquilar toda pretensión cognoscitiva ajena a la ciencia (y especialmente, la metafísica y la teología), nunca se han seguido en la actividad científica real: en efecto, es imposible llevarlos a la práctica sin detener el progreso científico. Baste recordar que algún físico ilustre se opuso tenazmente, en la última parte del siglo XIX y en los comienzos del siglo XX, a la teoría atómica que ya estaba dando frutos serios en la ciencia, porque esa teoría no se atenía a los cánones positivistas.

Encontramos de nuevo, por tanto, la creatividad como un factor estrechamente relacionado con la ciencia y su progreso. En este caso se trata de la creatividad científica, o sea, de una capacidad que ejercen los científicos para formular nuevas hipótesis y conseguir someterlas al control experimental. La retro-acción del progreso científico sobre sus supuestos epistemológicos significa que ese progreso retro-justifica el supuesto inicial que se refiere a la capacidad humana para conocer el orden natural, y además,amplía y precisa ese supuesto. Lo amplía porque manifiesta nuevas modalidades de nuestro conocimiento que antes sólo existían como posibilidades o capacidades no actualizadas. Y lo precisa porque eventualmente permite corregir ideas demasiado estrechas, primitivas o unilaterales acerca de las posibilidades del conocimiento humano.

Gracias al progreso científico, conocemos mejor el papel central que desempeña la creatividad en la ciencia a través de la construcción de hipótesis audaces que van mucho más allá de los datos disponibles, y, en general, a través de la construcción de modelos cuyo valor depende de dos factores: por una parte, que simplifiquen la realidad para que podamos estudiarla en condiciones experimentales controladas y de tal modo que las teorías sean asequibles, y por otra, que acertemos a recoger en el modelo simplificado los aspectos auténticamente relevantes para nuestro propósito. La construcción de modelos ha desempeñado, desde el nacimiento sistemático de la ciencia moderna, una función esencial, y la variedad de modelos posibles, que refleja en buena medida la capacidad creativa de los científicos, se ha extendido desde los primeros modelos mecánicos hasta otros mucho más abstractos, llegando a simulaciones que permiten estudiar, en condiciones experimentales, el comportamiento de sistemas complejos.

Si la creatividad de la naturaleza resulta asombrosa, la creatividad científica no le va a la zaga. El nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII se realizó gracias a los trabajos pioneros de unos genios cuyas realizaciones serán difícilmente superables, si se consideran en proporción a su punto de partida y a los recursos de que disponían. Copérnico, Kepler, Galileo y Newton, entre otros, merecen una enorme admiración como genios que fueron capaces de aventurarse en una empresa que era exploradora y descubridora, pero a la vez era eminentemente creativa, ya que los descubrimientos científicos sólo son posibles gracias a una dosis grande de creatividad teórica y experimental. Por este motivo, la admiración que suscitan esos genios, así como los de épocas posteriores como Lavoisier, Maxwell, Darwin, Einstein, Planck, Heisenberg y tantos otros, independientemente de sus ideas personales, resulta plenamente justificada.

XI

He considerado los supuestos ontológicos de la ciencia experimental, que se refieren a las condiciones de posibilidad de la ciencia por parte de su objeto, y los supuestos epistemológicos, que se refieren a esas condiciones por parte de su sujeto. Examinaré ahora los supuestos antropológicos, que se refieren a la ciencia en su conjunto como actividad humana dirigida hacia unos determinados objetivos.

A pesar de las notables diferencias que existen en la epistemología contemporánea, puede afirmarse que en la actividad científica se busca un conocimiento de la naturaleza que pueda ser sometido a control experimental y, por tanto, permita un dominio controlado de la naturaleza. Las discrepancias entre los filósofos de la ciencia se refieren al valor de las teorías científicas. Muchos afirman que nunca puede demostrarse con certeza total la verdad de ninguna teoría concreta, y por tanto, que todas las teorías son provisionales y revisables; más aún, consideran que esta valoración corresponde a la actitud estrictamente científica y debería ser admitida también en otros intentos cognoscitivos. Otros atribuyen a la verdad una función más secundaria, porque afirman que las teorías son paradigmas que se admiten por su fecundidad, pero son reemplazadas por otras sin que pueda darse una comparación estrictamente racional entre los nuevos paradigmas y los antiguos, ya que responderían a puntos de vista inconmensurables. Se podrían añadir otras posiciones más minoritarias. Sin embargo, esas discrepancias no impiden reconocer que, al menos como ideal regulativo, la verdad del conocimiento desempeña un importante papel en la actividad científica, y todavía es más patente que la ciencia sirve como base para las aplicaciones tecnológicas.

Afirmo que, también en este caso, el progreso científico retro-actúa sobre los supuestos antropológicos de la ciencia: los retro-justifica, los amplía y los precisa.

Que el progreso retro-justifica el doble objetivo de la ciencia experimental, resulta obvio para quien fije su mirada ante los logros científicos. Si pusiéramos en una lista los conocimientos que poseemos acerca de la naturaleza, comprobaríamos que la mayoría de ellos han sido alcanzados gracias al desarrollo de las ciencias; por tanto, aunque existan discusiones en torno al valor del conocimiento científico, resulta innegable que la ciencia nos permite lograr unos enormes avances en nuestro conocimiento particularizado de la naturaleza, y que no podríamos conseguir esos resultados de otro modo. Si pensamos, por otra parte, en el objetivo práctico, la magnitud de los logros es todavía más abrumadora e indiscutible: el progreso científico ha hecho posible un desarrollo tecnológico que ha transformado completamente las condiciones de vida de la humanidad. Sin duda, también ha ido acompañado de problemas y amenazas; pero este aspecto negativo no se opone al dominio controlado de la naturaleza, sino que es una consecuencia del mismo.

Al afirmar que el progreso científico retro-justifica los objetivos de la ciencia, no pretendo decir que los justifica moralmente, sino sólo de modo fáctico: o sea, que muestra la posibilidad de alcanzarlos, porque de hecho se alcanzan. Que sea deseable continuar desarrollando esos objetivos o no lo sea, y en qué direcciones, es un problema ético de otra índole. En todo caso, las profecías de Bacon sobre el impacto de la nueva ciencia sobre la vida humana se han cumplido con creces, y esto muestra que el progreso científico amplía el ámbito de los objetivos científicos; ese ámbito, en principio, puede continuar en permanente expansión, ya que nuestro conocimiento y dominio de la naturaleza siempre son muy limitados y siempre pueden aumentar.

En mi opinión, puede decirse también que el progreso precisa los objetivos de la actividad científica. Me parece que este punto es extraordinariamente importante, y por eso lo voy a desglosar en dos aspectos: los cánones éticos promovidos por la ciencia, y las nuevas responsabilidades ante las cuales nos sitúa el progreso científico.

En cuanto al primer aspecto, afirmo que la actividad científica conlleva todo un conjunto de valores éticos y que su progreso contribuye fuertemente al fomento de esos valores. Se trata de un tema que, sin ser nuevo, recibe una especial atención en la actualidad * (15). Sin pretender una enumeración exhaustiva ni ordenada, entre esos valores se pueden mencionar los siguientes: la búsqueda de la verdad mediante procedimientos sometidos a control intersubjetivo, tanto teórico como experimental; el rigor que todo ello implica; la modestia intelectual, que reconoce los límites de los puntos de vista que se adoptan; la capacidad crítica, porque las teorías están siempre abiertas a ulteriores contra-ejemplos y a las correspondientes modificaciones; la cooperación con otros investigadores, completamente necesaria en la actividad científica, porque se depende de los conocimientos aportados por otros y, además, muchas investigaciones sólo son posibles mediante un trabajo colectivo; la mejora de la calidad de vida, ya que los progresos teóricos permiten el desarrollo de nuevas aplicaciones tecnológicas que pueden mejorar la vida humana.

Prescindiendo del sentido un tanto cientificista que tienen en su autor (cientificismo que, por lo demás, se trasluce en la cita que sigue), estos valores son expresados de modo nítido por Mario Bunge con estas palabras: «La adopción universal de una actitud científica puede hacernos más sabios: nos haría más cautos, sin duda, en la recepción de información, en la admisión de creencias y en la formulación de previsiones; nos haría más exigentes en la contrastación de nuestras opiniones, y más tolerantes con las de otros; nos haría más dispuestos a inquirir libremente acerca de nuevas posibilidades, y a eliminar mitos consagrados que sólo son mitos; robustecería nuestra confianza en la experiencia, guiada por la razón, y nuestra confianza en la razón contrastada por la experiencia; nos estimularía a planear y controlar mejor la acción, a seleccionar nuestros fines y a buscar normas de conducta coherentes con esos fines y con el conocimiento disponible, en vez de dominadas por el hábito y por la autoridad; daría más vida al amor a la verdad, a la disposición a reconocer el propio error, a buscar la perfección y a comprender la imperfección inevitable; nos daría una visión del mundo eternamente joven, basada en teorías contrastadas, en vez de estarlo en la tradición, que rehúye tenazmente todo contraste con los hechos; y nos animaría a sostener una visión realista de la vida humana, una visión equilibrada, ni optimista ni pesimista» * (16).

El segundo aspecto de la actividad científica que deseo resaltar se refiere a las nuevas responsabilidades ante las cuales nos sitúa el progreso científico. En efecto, la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas nos sitúan continuamente ante nuevos horizontes éticos que exigen de nosotros decisiones responsables. Se trata, probablemente, de uno de los retos más importantes que debe afrontar la civilización actual.

Encontramos aquí, de nuevo, el tema de la creatividad. En efecto, aunque existan principios morales que se deben respetar siempre, esos principios deben aplicarse a situaciones que, por lo que se refiere a la ciencia y a la tecnología, conllevan importantes novedades y, por consiguiente, exigen asimismo nuevas soluciones. Baste mencionar los problemas ecológicos, estrechamente relacionados con la ciencia y la tecnología; en ese ámbito, se plantean problemas originados por situaciones nuevas en la historia de la humanidad, que exigen, incluso, una nueva sensibilidad: por ejemplo, ante la responsabilidad de cara a las generaciones futuras. Sería fácil aludir a otros problemas, pero ello me apartaría demasiado de mi objetivo presente. Añadiré sólo que, como es obvio, la responsabilidad ante los efectos de las técnicas nucleares constituyen una de las responsabilidades principales de los dirigentes políticos, que deben inexcusablemente desarrollar toda la creatividad que sea precisa para reducir al mínimo los enormes riesgos que todavía existen en la actualidad para toda la humanidad.

Pero la creatividad afecta también a los valores inherentes a la actividad científica. Al fin y al cabo, el cultivo de los valores siempre es fruto de decisiones responsables, porque pertenece al nivel ético. Es importante, por ejemplo, que los científicos desarrollen un amor a la verdad que no sólo les lleve a actuar limpiamente en su trabajo científico (lo cual viene exigido por la organización misma de ese trabajo), sino también a actuar con escrupuloso rigor en el ámbito de la divulgación, siendo conscientes de la autoridad que su condición de científicos les otorga ante muchas personas. Y, en general, el cultivo de una actitud de rigor y modestia intelectualtendría efectos enormemente beneficiosos en una sociedad que, en caso contrario, corre serios peligros de ser manipulada por una propaganda que cuenta con medios cada vez más eficaces y sutiles, conseguidos precisamente gracias al progreso de las ciencias y de la tecnología.

Muchos males sociales del pasado y del presente se deben a actitudes de cerrazón e intolerancia. El cultivo de los valores inherentes a la actividad científica podría y debería conducir a posiciones de apertura y colaboración. En este caso, la retro-acción de progreso científico sobre sus supuestos antropológicos no sólo existe, sino que puede resultar decisiva para la humanidad.

XII

Al examinar la cosmovisión actual, así como los supuestos de la ciencia experimental y la retro-acción del progreso científico sobre ellos, he subrayado la importancia de la racionalidad, la información y la creatividad. Ahora me pregunto por las implicaciones que todo ello tiene para el problema de la explicación última del universo. Responderé a esta pregunta centrando la atención en el teísmo, y haciendo, en su caso, las oportunas referencias a las respuestas alternativas.

Ante todo, la cosmovisión actual muestra que el universo en el que vivimos está atravesado por una especie de inteligencia inconsciente. No pretendo tomar literalmente esta expresión, porque una inteligencia no puede menos que ser consciente, e incluso auto-consciente. Se trata, sin embargo, de una metáfora muy apropiada para expresar que en la naturaleza existe un dinamismo que se despliega como si poseyera una inteligencia, y por cierto bastante sofisticada.

La cosmovisión actual pone de relieve la existencia de auto-organización en la naturaleza, en un complejo proceso en el cual, a través de múltiples pasos, se despliega e integra información, de tal modo que se llega a unos resultados altamente sofisticados. Cada paso, y el proceso en su conjunto, responden a procesos naturales, al despliegue del dinamismo natural que va produciendo sucesivos tipos de organización; pero los resultados no son simples agregaciones: se logran auténticas integraciones que dan lugar a nuevos sistemas unitarios que poseen propiedades realmente nuevas, y estos sistemas, a su vez, contienen nuevas virtualidades y las despliegan a través de nuevos dinamismos. El universo que resulta posee un grado muy elevado de organización, direccionalidad ycooperatividad.

Todo ello indica que la creatividad de la naturaleza es muy notable. En efecto, a lo largo de ese grandioso proceso de auto-organización, se producen unas novedades que proporcionan la base para otras, y de tal manera que se llega a un universo que hace posible nuestra existencia y nuestra actividad propiamente racional y creativa, gracias a un sinfín de dinamismos naturales muy específicos y coordinados. Este resultado, y los procesos que lo han producido, son posibles porque, desde el nivel microfísico, existen componentes y fuerzas que tienen unas características enormemente específicas. No entraré en el análisis de lo que se ha denominado principio antrópico, porque existen diferentes formulaciones del mismo que exigirían una discusión detallada; baste notar que, detrás de esas formulaciones, se encuentra un hecho incontrovertible: que el universo que conocemos posee unas características básicas enormemente específicas y, gracias a ellas, se han formado las condiciones concretas que hacen posible nuestra existencia. Y, con nosotros, han aparecido en la tierra la racionalidad y la creatividad en sentido estricto.

Se suele insistir en que la ciencia experimental no está en condiciones de afirmar que la vida en general, y la vida humana en particular, debieran surgir necesariamente una vez que se daban las condiciones básicas de nuestro universo. Es interesante notar, sin embargo, que algunos científicos destacados no comparten esta opinión. Me referiré a algunas reflexiones de Christian de Duve, que recibió el premio Nobel por sus investigaciones en el ámbito de la biología. Este científico afirma: «La tesis de que el origen de la vida fue en extremo improbable es falsa (...) Dada la naturaleza de la materia y dadas las condiciones en la Tierra de hace cuatro mil millones de años, forzoso resultaba que surgiera la vida, en forma no muy diferente, en sus propiedades moleculares básicas a lo menos, de su forma actual». Y, hablando no sólo de vivientes, sino de vivientes dotados de consciencia, afirma algo semejante, de tal modo que concluye: «La vida y la mente parecen constituir imperativos cósmicos, inscritos en el tejido del universo» * (17).

Esa opinión resulta coherente con la existencia de un plan divino. Podría objetarse que, bajo esa perspectiva, la creatividad de la naturaleza parece quedar reducida a una apariencia, porque, en el fondo, nos encontraríamos ante un determinismo en el que los resultados están previstos de antemano. Sin embargo, debe advertirse que la oposición entre la creatividad de la naturaleza y la existencia de un plan divino no responde a la realidad. Más bien parece lógico admitir que la creatividad de la naturaleza, que se desarrolla de modo racional y hace posible la aparición de seres propiamente racionales, exige la acción divina como única explicación adecuada: las alternativas son, o bien alguna especie de panteísmo que reconoce la racionalidad pero la difumina en una naturaleza que no es un sujeto racional, o bien posiciones agnósticas que renuncian a buscar explicaciones racionales, o bien un deísmo que afirma a Dios pero no le reconoce los atributos que necesariamente debe poseer. Ninguna de estas alternativas parece satisfactoria. El teísmo tropieza con el misterio, pero se trata de un misterio que es lógico encontrar cuando hablamos de Dios, y que proporciona una explicación racional satisfactoria.

Si bien en este caso, como sucede siempre que nos asomamos a la acción divina, tropezamos con el misterio, podemos, sin embargo, aventurar analogías que arrojen alguna luz. Por ejemplo, pensemos en lo que sucederá a un aviador que se encuentra en el Polo Norte y emprende su vuelo decidiendo el rumbo al azar, mediante una ruleta; podemos asegurar que, tarde o temprano, ese aviador llegará exactamente al Polo Sur: aunque los caminos que puede recorrer en diversos intentos sean diferentes tanto en su trayectoria como en su duración y en muchas otras circunstancias, y el rumbo se haya decidido de modo aleatorio, el final será exactamente el mismo * (18). En el caso de los planes de Dios, se añade un factor fundamental: que Dios, como Causa Primera de todo lo que existe, conoce perfectamente todo de un modo diferente del nuestro, y por tanto, no hay dificultad en combinar la omnisciencia y la omnipotencia divinas con la existencia de factores casuales en el acontecer natural.

El propio Christian de Duve afirma, de modo gráfico, que Dios puede jugar a los dados con la seguridad de vencer. La idea básica es que juega con unos dados trucados, o sea, con una materia en la que Él mismo ha puesto unas virtualidades cuyo desarrollo acabará conduciendo a la vida consciente. Jacques Monod afirmó que somos el resultado, no previsto por nadie, de fuerzas ciegas que se despliegan mediante la combinación del azar y la necesidad; según su perspectiva, «Nuestro número salió en el casino de Monte Carlo». Por su parte, Albert Einstein sostenía una posición más bien determinista y con un cierto aire panteísta; es famosa su frase: «Dios no juega a los dados». Frente a estos dos grandes científicos, Christian de Duve, premio Nobel como ellos, afirma que Dios juega a los dados sin que, por eso, se caiga en un azar incontrolado, y lo expresa con esta frase: «Sí, juega, puesto que Él está seguro de ganar». La conclusión de Monod era: «El hombre sabe ahora que está solo en la inmensidad indiferente del universo de donde ha emergido por azar»; Christian de Duve comenta: «Esto es, por supuesto, absurdo. Lo que el hombre sabe –o al menos debería saber– es que, con el tiempo y cantidad de materia disponible, ni siquiera algo que se asemejase a la célula más elemental, por no referirnos ya al hombre, hubiese podido originarse por un azar ciego si el universo no los hubiese llevado ya en su seno». Y añade: «El azar no operó en el vacío. Actuó en un universo gobernado por leyes precisas y constituido por una materia dotada de propiedades específicas. Estas leyes y propiedades ponen coto a la ruleta evolutiva y limitan los números que pueden salir. Entre tales números se encuentran la vida y todas sus maravillas, incluido el sustrato de la mente consciente. Enfrentados ante la enorme suma de partidas afortunadas tras el éxito del juego evolutivo, cabría preguntarse legítimamente hasta qué punto este éxito se halla escrito en la fábrica del universo. A Einstein, quien en cierta ocasión afirmó que: "Dios no juega a los dados", podría contestársele: "Sí, juega, puesto que El está seguro de ganar". En otras palabras, puede existir un plan. Y éste comenzó con la gran explosión o "big bang"» * (19).

XIII

He hablado de la función de la información en la cosmovisión actual; esto es especialmente importante en el ámbito de los vivientes. He dicho que la información puede ser considerada como racionalidad materializada, porque contiene instrucciones que se encuentran almacenadas en estructuras materiales y se despliegan a través de procesos igualmente naturales. Esa información se almacena, de codifica y descodifica, se transmite, se integra. Todo ello muestra que la naturaleza contiene una racionalidad que, además, es altamente sofisticada y eficiente.

Estas afirmaciones se pueden ilustrar hasta la saciedad con ejemplos tomados del progreso científico reciente, y este tipo de ejemplos tienen una gran ventaja: que nada hay que temer del progreso futuro, sino todo lo contrario: en efecto, el ulterior progreso proporcionará cada vez más y mejores ilustraciones, porque se puede decir, de modo gráfico, que a más ciencia, más orden: todo progreso significa un mejor conocimiento de la organización de la naturaleza. Me referiré ahora a un tipo de ejemplos, limitándome a unas pocas citas, para que mis afirmaciones no queden en un terreno demasiado abstracto.

El ejemplo que he escogido se refiere a la comunicación celular y al papel que en ella desempeñan las proteínas G. El 11 de octubre de 1994, la prensa comunicó la concesión del premio Nobel de medicina a los profesores Alfred G. Gilman y Martin Rodbell por «el descubrimiento de las proteínas G y su papel en la transmisión de señales en las células». Las citas que recogeré están extraídas de un artículo de Gilman que fue publicado en 1992 * (20).

Desde luego, las proteínas G no son entes fantasmagóricos. Como otras proteínas, constan de aminoácidos unidos por enlaces peptídicos. Las proteínas son grandes grupos de átomos organizados en largas cadenas que se pliegan adoptando pautas características, y desempeñan importantes funciones en el organismo: por ejemplo, las hormonas intervienen en la regulación de los procesos metabólicos, y las enzimas actúan como catalizadores de las reacciones que tienen lugar en el organismo.

Redondeando las cifras, en el organismo humano hay unos 10 billones de células, distribuidas en unos 250 tipos (células nerviosas, sanguíneas, musculares, etc.). Las células son muy pequeñas: se calcula que en un cubo de 2,5 centímetros de arista cabrían unos mil millones de células de tipo medio. Sin embargo, cada una es una verdadera maravilla en miniatura; contiene en su núcleo toda la información genética, y vive, por así decirlo, su propia vida: recibe sustancias desde el exterior, las transforma para conseguir energía, arroja fuera los desechos, fabrica los componentes que el organismo necesita y los exporta al lugar adecuado, se reproduce mediante procesos en los que se duplica y divide el material genético. El funcionamiento de una sola célula es algo enormemente sofisticado.

Las células dependen unas de otras para su existencia y su funcionamiento. Y ahí entra en juego todo un conjunto de procesos mediante los cuales las células actúan de un modo muy específico. En efecto, necesitan «saber» qué tipos de moléculas se encuentran a su alrededor para dejarlas entrar o impedirles el paso. Necesitan «saber» qué deben hacer con el material que entra. También necesitan «conocer» el estado del organismo, para actuar en consecuencia. Se trata de todo un mundo fascinante que funciona a base de «información». Y ahí desempeñan un papel importante las proteínas G.

En palabras de Gilman, las proteínas G «son moléculas polifacéticas que, alojadas en la cara interna de la membrana de la célula,coordinan las respuestas celulares ante numerosas señales procedentes del exterior» * (21). Para que podamos actuar y simplemente existir, las células de nuestro cuerpo deben comunicarse entre sí, y esa comunicación se realiza a través de mensajeros químicos. Pero pocos mensajeros necesitan penetrar en las células; Gilman continúa diciendo: «la mayoría hace llegar la información a su destino a través de intermediarios. En la superficie de la célula diana hay proteínas que les sirven de receptores específicos: el hecho de ligarse a ellas se convierte en una orden». Después, los receptores «transmiten a su vez la información a una serie de emisariosintracelulares que, por fin, las pasan a los ejecutores finales».

Muchos de los mensajeros extracelulares que se han descubierto se apoyan en las proteínas G «para dirigir el flujo de señales desde el receptor al resto de la célula». Nuestro premio Nobel añade: «Nos siguen fascinando sus habilidades y el papel central que desempeñan en una gran variedad de funciones celulares, que cada día parecen ampliarse».

Es interesante notar que los científicos siguen sintiendo admiración ante la naturaleza. Incluso, como acabamos de comprobar, hablan de fascinación. ¿Por qué? A primera vista, parece que los avances de la ciencia más bien deberían eliminar la admiración. Uno se admira de algo cuando no sabe cómo funciona, pero si descubre sus mecanismos, ya no parece existir lugar para la admiración. Sin embargo, es posible ver las cosas de otro modo. En efecto, si los mecanismos que se descubren son muy sofisticados, es lógico que nos sorprenda que la naturaleza, por sí misma y actuando de modo «ciego», sea capaz de realizar operaciones tan sutiles y complejas a la vez. Esto es lo que sucede con las proteínas G. Los científicos, al describir su actividad, hablan de información,órdenes, mensajeros, emisarios, ejecutores, coordinación, comunicación. Todo ello nada tendría de particular si se tratase de personas. Pero se trata de entidades químicas. Podemos adentrarnos más aún en ese extraño mundo repasando otras afirmaciones contenidas en el artículo que nos sirve de guía.

A finales de la década de 1950, se comenzaron a conocer los procesos de señalización celular. «Actualmente sabemos que receptorescelulares muy diversos se hacen eco de las instrucciones de hormonas y otros primeros mensajeros extracelulares mediante la excitación de una u otra proteína G. Adosadas a la superficie interna de la membrana celular, estas proteínas actúan, a su vez, sobreintermediarios unidos igualmente a ella, que reciben el nombre de efectores. A menudo, el efector es una enzima que convierte la molécula de un precursor inactivo en un segundo mensajero activo; éste se difunde por el citoplasma y puede así transportar laseñal más allá de los límites que marca la membrana. El segundo mensajero desencadena una cascada de reacciones moleculares que termina en un cambio funcional de la célula; por ejemplo, que empiece a segregar una determinada hormona, o a liberar glucosa, al medio».

Nos encontramos ante un mundo en el que se transmiten señales e instrucciones a través de mensajeros que toman el relevo unos de otros. Desde luego, los primeros y los segundos mensajeros, así como las proteínas y los efectores, no son espíritus ni fantasmas: son entidades físico-químicas. Pero actúan de un modo que podríamos calificar, sin más, como inteligente, si tenemos en cuenta que nos encontramos con procesos muy específicos y coordinados gracias a los cuales existen las funciones de los organismos. Por supuesto, no encontraremos a nadie que esté dirigiendo el tráfico ni indicando qué debe hacerse en cada momento.

La lista de los descubrimientos se amplía continuamente. Gilman nos dice que ahora ya se sabe que las proteínas G hacen «el oficio de interruptores y temporizadores, determinando cuándo y durante cuánto tiempo se abren o cierran las vías de comunicación». Desde luego, no piensan, ni tienen relojes, ni han estudiado química o biología. Además, «las proteínas G también amplifican señales. Por ejemplo, en el sistema visual, de eficacia tan portentosa, una molécula de rodopsina activa casi simultáneamente más de 500 moléculas de transducina». Por tanto, su acción es polivalente y eficaz. Gilman advierte que todavía quedan muchos enigmas por aclarar; pero, bien pensado, eso significa que los conocimientos actuales sólo son una parte de las maravillas que hacen posible el funcionamiento de nuestro organismo.

Podría pensarse que, al fin y al cabo, el mundo de la biología molecular no es diferente de cualquier otro ámbito de la naturaleza, y que el empleo de términos que se refieren a la información, a las instrucciones, y a otras cosas semejantes, responde solamente a la necesidad de explicar de algún modo unos procesos que nada tienen de misterioso. Pero, en cualquier caso, resulta llamativo que, cuando intentan explicar sus descubrimientos, los científicos se vean acuciados por la necesidad de utilizar un lenguaje lleno de significados que recuerdan las acciones inteligentes.

Pensemos, por ejemplo, en la membrana celular, que es el lugar donde se alojan las proteínas G. Se trata de una doble capa que separa a la célula de su entorno y, a la vez, hace posible la entrada y la salida de materiales, así como la comunicación con otras células. Hablando de ella, Gilman dice: «resulta indudable que la membrana celular es un cuadro de mando de gran complejidad, que recibe una diversidad de señales, valora su fuerza relativa y las transmite a segundos mensajeros que asegurarán la reacciónadecuada de la célula ante un entorno cambiante». Y también: «la membrana celular es una especie de cuadro de mando que puede mezclar señales diversas, o redirigir señales semejantes por vías diferentes, según las necesidades de la célula».

Los procesos se desarrollan, por tanto, en función de las necesidades de la célula. Pero la naturaleza lo consigue por su cuenta. Sin duda, todo esto responde en parte al lenguaje que nosotros mismos (en este caso, los científicos) empleamos, y quizá se podría expresar de otro modo. Pero lo que se quiere decir no cambiará. No todo depende del lenguaje.

Las proteínas G son sólo un ejemplo; existen muchos otros que son incluso más sofisticados. Cualquiera de estos ejemplos vale para mi propósito. No tengo miedo de que el ulterior progreso de la ciencia los vuelva obsoletos; por el contrario, podemos estar seguros de que, cuanto más progrese la ciencia, más patente quedará el motivo de la admiración. La naturaleza manifiesta un poder y una sabiduría que, cuanto más progresa la ciencia, conocemos con mayor detalle. En este sentido, los nuevos descubrimientos no suprimen el asombro ante la naturaleza, sino que, por el contrario, lo aumentan. Y, a menos que estemos dispuestos a admitir alguna especie de panteísmo que, en último término, resulta contradictorio, la contemplación del poder y la sabiduría de la naturaleza conducen de la mano a la afirmación de un Dios personal creador que, si bien se encuentra envuelto en el misterio porque trasciende completamente el nivel de las criaturas, permite comprender la grandeza de la creación.

XIV

En definitiva, la cosmovisión científica actual resulta muy coherente con la existencia de un Dios personal creador que gobierna la creación. No se piense que al decir «resulta muy coherente con» estoy minusvalorando mi afirmación. Por el contrario, como es bien sabido, muchos logros científicos de primera magnitud se presentan de este modo: diciendo que los datos obtenidos en los experimentos «son coherentes con» la teoría que se trataba de comprobar. En nuestro caso, la coherencia del teísmo con la cosmovisión científica es muy grande; pero existen otros factores, de tipo personal, que influyen siempre en las consecuencias que cada persona puede extraer de esa coherencia. Puede advertirse, sin embargo, que esa cosmovisión es poco coherente con el ateísmo y el agnosticismo. En cambio, es bastante coherente con el panteísmo y el deísmo, pero a estas posiciones les falta coherencia interna.

Por otra parte, si se me permite hablar de nuestros «modelos» acerca de la acción divina (esta terminología es utilizada en la actualidad por teólogos completamente solventes), el «modelo» de acción divina que viene sugerido por la cosmovisión actual es muy interesante. En lugar de pensar que la creación divina se refiere a un suceso originario en el que se produce todo el universo que conocemos, y que la conservación divina se refiere a mantener en el ser los tipos de seres que ya existen, la cosmovisión actual sugiere una explicación teológica que, por supuesto, mantiene la dependencia completa de todas las criaturas con respecto a Dios, pero subraya ciertos matices que merecen ser considerados con atención.

En efecto, parece lógico afirmar que el mundo no ha existido siempre en su estado actual, sino que proviene de estados anteriores en los que poseía grados menores de organización, y que remontándonos hacia atrás en el pasado, llegaríamos a un estado primitivo enormemente diferente del actual y de cuanto puede ser producido con los medios actuales en los laboratorios. No sabemos con total certeza si el modelo de la «gran explosión» es verdadero; y aun suponiendo que lo fuera, no podríamos afirmar que coincidiera con la creación del universo: podría haber sido el resultado de procesos físicos anteriores. Pero parece claro que ha existido una evolución cósmica y biológica en la que han ido apareciendo seres dotados de sucesivos grados de complejidad.

En tal caso, parecería lógico admitir que Dios no ha querido crear de una sola vez todo lo que existe, sino que ha preferido crear el universo en un estado incompleto, con la capacidad de desplegar unas virtualidades cuya actualización conduce a nuevos estados que, a su vez, poseen nuevas virtualidades, y así sucesivamente, hasta llegar al estado actual. Esta representación implica que el plan creador parece extenderse a lo largo de enormes períodos de tiempo, contando además con la continua colaboración de las criaturas. La creatividad de la naturaleza iría de la mano con la acción divina que la hace posible y al mismo tiempo la utiliza para llegar a los resultados deseados. Este modelo de la acción divina parece ir más de acuerdo con un Dios que, porque Él mismo lo ha querido, desea contar habitualmente con la acción de las criaturas de acuerdo con las virtualidades que Él mismo les ha otorgado.

La producción de novedades a lo largo de ese proceso llama la atención incluso de quienes no adoptan una actitud religiosa en el sentido habitual. Muchos de ellos, como es el caso de Karl Popper, hablan de la «emergencia» de novedades. Popper reconoce abiertamente que los momentos principales de esa emergencia, especialmente en el caso de la persona humana, son muy misteriosos y probablemente lo serán siempre. Por su parte, Konrad Lorenz propone utilizar el término fulguratio (fulguración), usado por autores antiguos para referirse a la creación de aspectos nuevos mediante una intervención directa divina, aunque Lorenz prescinde de la acción divina y sólo pretende subrayar la aparición de novedades impredictibles. Tanto Popper como Lorenz subrayan que en la evolución se han producido una multitud de novedades ontológicas, algunas de ellas especialmente significativas * (22).

Si a ello añadimos que, para referirse tanto al proceso completo como a cada una de sus partes, se suele hablar de auto-organización, podría parecer que el naturalismo ha vencido la batalla. ¿No estaremos quizá proponiendo una representación de la acción divina que la reduce a algo sobreañadido a lo natural, como un adorno del que se podría prescindir en cualquier momento?

Sin duda, el peligro es real. Pero no es nuevo. Hace más de siete siglos, Tomás de Aquino proponía una caracterización de la naturaleza que me parece sencillamente magistral, y casi inexplicablemente adecuada para mi propósito. Dice textualmente así: «La naturaleza no es otra cosa que el plan de un cierto arte (a saber, el arte divino), impreso en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia un fin determinado: como si el artífice que fabrica una nave pudiera otorgar a los leños que se moviesen por sí mismos para formar la estructura de la nave» * (23). Desde luego, Tomás de Aquino no estaba pensando en una cosmovisión evolutiva. Sin embargo, sus palabras se aplican perfectamente a la cosmovisión actual y aluden explícitamente a la auto-organización. Me parece que esta caracterización tomista de la naturaleza es muy superior a la que se suele utilizar, tomada textualmente de Aristóteles. Es una caracterización magistral. Y muestra que la acción divina va de la mano con la acción de las criaturas. Para descubrir a Dios, el camino ordinario es el desarrollo ordinario de la actividad natural. La providencia divina se manifiesta cuando conviene de modos extraordinarios; pero habitualmente lo hace a través de lo ordinario. Y el progreso científico nos proporciona un conocimiento cada vez más detallado de la naturaleza y de sus caminos. Una mirada objetiva sobre ese progreso conducirá a la admiración y a la pregunta por su explicación radical.

Todo ello adquiere nueva relevancia cuando consideramos que el curso de la naturaleza ha conducido a la aparición de sucesivas novedades que son auténticas pautas y tipos de organización muy sofisticados, y que ha desembocado en la producción de las condiciones que hacen posible la vida humana. La creatividad de la naturaleza, que implica elevados grados de racionalidad y organización, se comprende a la luz de la acción divina que abarca continuamente a todo lo creado. Con la aparición de la persona humana, ser natural que al mismo tiempo trasciende la naturaleza, comienza a existir un nuevo tipo de creatividad. Puede decirse quela creatividad científica manifiesta de modo palpable la singularidad humana, y que, por tanto, reducir la persona humana a lo puramente material o natural es hacerle víctima inmerecida de sus propios productos, yendo contra toda lógica. El progreso científico muestra, más bien, tanto la creatividad de la naturaleza como, en otro plano, la creatividad humana (y quizá es posible que la primera sea condición de la segunda). Además, nos encontramos con un nuevo nivel de creatividad cuando nos planteamos los problemas morales, que nos sitúan en el nivel de humanidad propio de la persona. El progreso científico nos coloca, una y otra vez, ante retos éticos que hemos de afrontar con creatividad e imaginación, que siempre son cualidades necesarias aunque se admita que esos retos deben afrontarse a partir de unos principios morales básicos.

Existen retos nuevos, y muy importantes por cierto, que abarcan a partes cada vez mayores de la humanidad e incluso a la humanidad en su conjunto, tanto a la presente como a la futura. Se ha avanzado en muchos terrenos, pero se puede retroceder en cualquier momento. Tomar conciencia de nuestra capacidad creativa conduce a una mayor responsabilidad ética, a darnos cuenta de que nuestras acciones tienen consecuencias buenas o malas de las que somos responsables, a reconocer que Dios cuenta con nosotros, con nuestra libertad, con nuestra responsabilidad, con nuestra creatividad, para realizar sus planes.

Vistas así las cosas, me parece que queda claro en qué sentido podemos hablar de «la mente del universo». Dios es trascendente, distinto del universo, pero a la vez le es inmanente, está presente en todo el universo y en cada una de sus partes, dándoles continuamente el ser y todas sus virtualidades, y haciendo posible el despliegue de esas virtualidades, también en la producción de nuevos modos de ser y, en último término, de nuevas personas humanas que tienen en su mano la responsabilidad por su presente y por su futuro. Esta perspectiva ayuda a comprender que la creencia en Dios nada tiene que ver con una actitud de resignación o de pasividad: por el contrario, favorece la responsabilidad y la creatividad.

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Notas

  1. Séneca, Quaestiones naturales, I, 13: «Quid est deus? Mens universi. Quid est deus? Quod vides totum et quod non vides totum. Sic demum magnitudo illi sua redditur, quia nihil maius cogitari potest, si solus est omnia, si opus suum et intra et extra tenet»: edición de Les Belles Lettres, Paris 1961, tomo I, pp. 10-11.
  2. Luis de Granada, Introducción del Símbolo de la fe, parte primera, capítulo I: edición de J. M. Balcells, Cátedra, Madrid 1989, pp. 129-130.
  3. Las citas de este apartado están tomadas de: P. Davies, The Mind of God. Science and the Search for Ultimate Meaning, Simon & Schuster, London 1992, pp. 20-21, 24, 148 y 162. Suscribo las ideas citadas, aunque los aspectos de la obra de Davies que se refieren directamente a Dios y a la religión me parecen bastante confusos.
  4. Aristóteles, De Anima, I, 5, 411 a 7.
  5. R. Boyd - P. Gasper - J. D. Trout (eds.), The Philosophy of Science, The MIT Press, Cambridge (Massachusetts) 1991, «Introduction», pp. xi-xiv.
  6. Véase, por ejemplo: A. Beckermann - H. Flohr - J. Kim (eds.), Emergence or Reduction? Essays on the Prospects of Nonreductive Physicalism, Walter de Gruyter, Berlin-New York 1992; J. Kim «Concepts of Supervenience», Philosophy and Phenomenological Research, 45 (1984-1985), pp. 153-176; D. Papineau, Philosophical Naturalism, Blackwell, Oxford 1993; M. Stöckler, «A Short History of Emergence and Reductionism», en: E. Agazzi (ed.), The Problem of Reductionism in Science, Kluwer, Dordrecht 1991.
  7. I. Prigogine - I. Stengers, La nueva alianza: metamorfosis de la ciencia, Alianza, Madrid 1983 (original: La nouvelle alliance. Métamorphose de la science, Gallimard, Paris 1979).
  8. D. L. Madsen - M. S. Madsen, «Fractals, Chaos and Dynamics: The Emergence of Postmodern Science», en: S. Earnshaw (ed.),Postmodern Sorroundings, Rodopi, Amsterdam 1994, pp. 119-132.
  9. D. R. Griffin (ed.), The Reenchantment of Science. Postmodern Proposals, State University of New York Press, Albany 1988; J. B. Cobb Jr., «One Step Further», en: R. J. Russell - W. R. Stoeger - G. V. Coyne (eds.), John Paul II on Science and Religion. Reflections on the New View from Rome, Vatican Observatory Publications, Vatican City State 1990, pp. 5-8.
  10. F. Capra - D. Steindl-Rast - T. Matus, Pertenecer al universo. Encuentros entre ciencia y espiritualidad, Edaf, Madrid 1994. David Steindl-Rast y Thomas Matus son monjes benedictinos camaldulenses de Big Sur, California. Fritjof Capra se hizo famoso por su obra El Tao de la física, de 1975, en la que pretendía aproximar la física moderna a las religiones orientales; ahora manifiesta un nuevo interés por integrar sus perspectivas con las ideas cristianas.
  11. O. Pedersen, The Book of Nature, The University of Notre Dame Press - Libreria Editrice Vaticana, Notre Dame (Indiana) - Città del Vaticano 1992.
  12. Se encuentra una explicación de estos dos asertos en: M. Artigas, La inteligibilidad de la naturaleza, 2ª edición, Eunsa, Pamplona 1995, capítulo I.
  13. T. Torrance, Divine and contingent order, Oxford University Press, Oxford 1981.
  14. Esta conexión fue ampliamente documentada por Pierre Duhem, en su monumental obra Le système du monde. Histoire des doctrines cosmologiques de Platon à Copernic, 10 volúmenes, Hermann, Paris 1913-1917 y 1954-1959. Tiene especial interés, en esta línea: S. L. Jaki, Science and Creation: From Eternal Cycles to an Oscillating Universe, 2ª edición, Scottish Academic Press, Edinburgh 1986.
  15. Puede verse al respecto la obra de Javier Echeverría, Filosofía de la ciencia, Akal, Madrid 1995, que está dedicada precisamente al estudio de los valores implicados por la actividad científica.
  16. M. Bunge, La investigación científica. Su estrategia y su filosofía, Ariel, Barcelona 1976 (original: Scientific Research, Springer, New York 1967), p. 51.
  17. C. de Duve, «Las restricciones del azar», Investigación y Ciencia, nº 233, febrero 1996, p. 96.
  18. Me baso en una comparación de Carsten Bresch, recogida en: R. Isak, Evolution ohne Ziel?, Herder, Freiburg in Br. 1992, p. 380. En este caso, la forma esférica de la Tierra proporciona las condiciones que limitan el azar.
  19. C. de Duve, La célula viva, Labor, Barcelona 1988 (original de 1984), pp. 356-358.
  20. M. E. Linder - A. G. Gilman, «Proteínas G», Investigación y Ciencia, nº 192, septiembre de 1992, pp. 20-28.
  21. Las citas de este apartado se refieren al artículo de Linder y Gilman ya mencionado. Las cursivas son mías, y las utilizo para destacar todo lo que se refiere a la información.
  22. J. Corcó, Novedades en el universo. La cosmovisión emergentista de Karl R. Popper, Eunsa, Pamplona 1995, pp. 188-189.
  23. Tomás de Aquino, Comentario a la Física de Aristóteles, libro II, capítulo 8, lectio 14: «Natura nihil est aliud quam ratio cuiusdam artis, scilicet divinae, indita rebus, qua ipsae res moventur in finem determinatum: sicut si artifex factor navis posset lignis tribuere, quod ex se ipsis moverentur ad navis formam inducendam».