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La religión ante el progreso científico.
En torno a un libro-encuesta de José María Gironella
Autor: Mariano Artigas
Publicado en: Aceprensa, 12/95
Fecha de publicación: 1 febrero 1995
En su reciente libro Nuevos 100 españoles y Dios (Planeta, Barcelona 1994), Gironella plantea siete preguntas. Dos de ellas se refieren a las relaciones entre ciencia y religión, y las respuestas dan pie a algunas reflexiones sobre esta temática tan importante en la actualidad.
Desde hace varias décadas, estudio con especial interés las relaciones entre ciencia y religión. Con frecuencia me preguntan qué opinan los entendidos. Por tanto, cuando cayó en mis manos el libro de Gironella, centré mi interés en las dos preguntas que van en esa línea.
Como el libro es voluminoso (486 páginas, aunque con muchas fotos), busqué en primer lugar los personajes que me resultaban más interesantes; supongo que es lo que hace casi todo el mundo. Cuando había leído unas pocas respuestas, me pareció advertir que los entrevistados que son científicos o han estudiado ciencias no ven ninguna oposición entre ciencia y religión, y que, por el contrario, quienes piensan que esa oposición existe son personas que, aunque sean cultas, no se han dedicado a la ciencia. Me pareció interesante comprobar si esta hipótesis era válida, y me dediqué a ponerla a prueba estudiando todas las respuestas. Mi conclusión fue que la hipótesis se sostiene bastante bien.
Una encuesta dentro de la encuesta
No pretendo que esa conclusión tenga un valor general. Primero, porque sólo se basa en las respuestas de 100 personas y, además, se refiere únicamente a algunas de ellas: por una parte, a los científicos profesionales (y personas con formación científica universitaria), y por otra, a quienes, sin ser científicos, piensan que la ciencia se opone a la religión. Además, sólo me he fijado en las relaciones entre ciencia y religión en general, dejando de lado aspectos más particulares. Aun con todo, me parece que se trata de una conclusión que tiene interés.
En el libro de Gironella, solamente 3 entrevistados son presentados como científicos: Fernando Jiménez del Oso, que es médico psiquiatra; Federico Mayor Zaragoza, catedrático de bioquímica; y Vladimir de Semir, matemático y periodista científico. Parece lógico ampliar la lista con 6 médicos en ejercicio (doctores, profesores y especialistas), y así resultan 9 en total.
Podríamos añadir otras 13 personas que son catedráticos o licenciados en economía, ingenieros industriales, o doctores o licenciados en ciencias, aunque algunas de ellas ejerzan otras profesiones. En el límite de esta lista se encuentran personajes como Jordi Pujol, licenciado en medicina que se dedica a la política; Jesús Gil y Gil, empresario que realizó estudios de economía y veterinaria; y una profesional de la astrología. Así, la lista total se eleva a 22. Para quien tenga deseos de comprobar los datos, y aprovechando que Gironella ha numerado las entrevistas, se trata de los entrevistados números 9, 14, 21, 24, 25, 28, 33, 41, 42, 46, 48, 52, 57, 65, 67, 68, 76, 79, 80, 85, 89 y 97.
Desde luego, esas 22 personas no son, ni lo pretenden ser, los representantes de la ciencia: simplemente, son las que tienen una relación más directa con el mundo científico entre las 100 escogidas por Gironella, que pertenecen a las más variadas profesiones.
Existen libros, semejantes al de Gironella, en los que se entrevista solamente a científicos y, además, las preguntas se refieren exclusivamente a las relaciones entre ciencia y religión. En esos libros hay respuestas para todos los gustos, lo cual muestra que la ciencia no es un factor decisivo para la creencia o la increencia. Al tomar como base el libro de Gironella, la reflexión adquiere un matiz especial: muestra que, entre personas con un impacto social importante, las que tienen mayor relación con el mundo de la ciencia suelen ser las que no ven dificultades para compaginar la ciencia y la religión.
Me parece posible afirmar que, por el contrario, quienes afirman que existen serias dificultades para compaginar ciencia y religión, suelen tener poca o ninguna relación con la ciencia. Sin embargo, dejo esa comprobación al lector, si desea hacerla. Yo la he hecho por mi cuenta, pero no me detendré en este punto, que podría interpretarse como una crítica a personas concretas. No tengo ningún deseo de realizar semejante crítica, y me merece respeto cualquier persona que expone sinceramente sus ideas, aunque no me parezcan acertadas.
Algunos números
Veamos algunos números significativos para mi encuesta particular. Me referiré a los que son más significativos y pueden resumirse fácilmente.
Ante todo, la existencia de Dios, que es la primera pregunta que propone Gironella. Entre esas 22 personas, 16 manifiestan claramente que creen en un Dios personal, 1 manifiesta una creencia mezclada con alguna incertidumbre, 1 más bien duda seriamente, y 4 niegan la existencia de Dios o se proclaman agnósticas. Es patente que, sobre esta pregunta, la respuesta afirmativa es claramente mayoritaria.
En segundo lugar, acerca de la existencia en nosotros de algo que sobrevive a la muerte temporal (segunda pregunta de Gironella), 14 lo afirman, 4 se inclinan a afirmarlo, y 4 lo niegan o lo declaran incognoscible. De nuevo, la respuesta afirmativa obtiene una clara mayoría, aunque no tan rotunda como en la pregunta primera.
En tercer lugar, sobre la divinidad de Jesucristo (tercera pregunta de Gironella), 13 afirman creer en ella, 2 proponen algunas matizaciones pero consideran a Jesucristo como un ser único y lo valoran positivamente, 1 más bien duda, y 6 se manifiestan negativamente. Existe, pues, una nueva mayoría absoluta, aunque algo menor que en la segunda pregunta.
El resumen sobre estas tres preguntas es bastante sencillo. De las 22 personas, 13 responden afirmativamente a las tres preguntas: son las que afirman la divinidad de Jesucristo y, como es lógico, afirman también la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Otras 4 responden negativamente a las tres preguntas. Las 5 restantes son las que oscilan: por ejemplo, 3 de ellas afirman la existencia de Dios pero se dividen o encuentran dificultades para admitir la inmortalidad del alma y la divinidad de Jesucristo.
Es claro que la verdad sobre estas preguntas no depende de una encuesta, aunque fuese mucho más amplia. Pero lo que se desprende de estos datos es que la gran mayoría de los entrevistados que tienen o han tenido especial relación con la ciencia no encuentran incompatibilidad entre la ciencia y las afirmaciones centrales de la religión. Veamos algunas respuestas significativas.
Entre ciencia y religión no hay oposición
Esta es la respuesta categórica de Federico Mayor Zaragoza, catedrático de bioquímica y director general de la Unesco, quien llega a decir que la ciencia sólo podría tener un impacto negativo sobre la religión en la medida que lo permitan la ignorancia y la falta de apertura intelectual: las cuestiones del espíritu y las científicas pertenecen a un dominio conceptual distinto, añade.
Juan Rof Carballo, catedrático de medicina y jefe del servicio de endocrinología, además de miembro de la Real Academia Española y autor de varios libros sobre el hombre, afirma que la ciencia es una minúscula y a la vez grandiosa forma del saber humano, y añade que, si antes la ciencia parecía fuente de incredulidad, hoy muestra su radical menesterosidad, subrayando que la ciencia más audaz espolea a la fe más bien que a la duda.
Se pronuncia en la misma dirección Alfonso Balcells, catedrático de medicina. Piensa que la ciencia no afecta negativamente a la fe, a no ser por ignorancia. Añade que ciencia y teología son saberes de distinto plano. Y subraya que lo racional y lo suprarracional son complementarios y no contradictorios.
Balcells cuenta un anécdota interesante. Dice que le preguntaron recientemente al prestigioso neurólogo Rodríguez Delgado si pensaba, como Severo Ochoa, que el amor era pura química. Contestó que en eso no estaba de acuerdo con su amigo Ochoa, y razonó así: "El amor no existe sin el oxígeno, ¿verdad?... Pero eso no quiere decir que haya que relacionar el amor con el oxígeno. El amor, como el odio, es algo más complejo que la química".
La armonía entre ciencia y fe
José Botella Llusiá, catedrático de medicina, afirma que los progresos materiales del mundo moderno no nos alejan de Dios, y más bien nos deben acercar a Él. Y, al mismo tiempo, reconoce que a veces se requiere un esfuerzo para conseguir esa armonía, que es posible.
Según Botella Llusiá, no siempre es fácil armonizar los avances de la ciencia con la idea de Dios, pero es posible. Ya nadie deja de creer en las Escrituras porque la Tierra se mueva, y se puede admitir perfectamente que el Homo sapiens venga de una serie de mutaciones del Australopithecus sin dejar de creer. Añade que en el momento actual una nueva revolución ideológica se avecina con la neurociencia, pero la persona religiosa no debe tener miedo a encararse con la verdad. Y lo subraya con una pequeña anécdota: el pasado otoño, dice, nos recibió a unos pocos científicos españoles Juan Pablo II: "La Verdad os hará libres -nos dijo-, seguid investigando".
También Vladimir de Semir, desde una perspectiva un tanto diferente, valora positivamente la actitud de Juan Pablo II ante la ciencia, recogiendo incluso una cita textual del Papa en marzo de 1980: "la ciencia básica es un bien universal que todo hombre debe ser capaz de cultivar libre de cualquier forma de servidumbre internacional o de colonialismo intelectual".
El ocaso del positivismo
Ricardo de la Cierva es conocido como político e historiador, y así es presentado en el libro de Gironella. Pero es también doctor en ciencias químicas, además de doctor en filosofía y catedrático de historia. Y utiliza aquí su estilo directo e incisivo que, al menos, invita a pensar. En efecto, afirma que el público español, fuera de minorías exiguas, no tiene la menor idea sobre la ciencia y la técnica: si conociese más a la ciencia de hoy, añade, se acercaría más a Dios. También comenta que el positivismo ateo está marchito, y remacha: los enemigos de Dios buscan otras vías de agresión mucho más sutiles; es Nietzsche quien ha muerto, Dios vive.
El positivismo afirma, entre otras cosas, que el progreso científico facilita la eliminación de la religión. Lo contrario viene afirmado por Jaime Salom, que estudió medicina y se especializó en oftalmología, aunque es mucho más conocido como dramaturgo y novelista. Salom niega que los avances de la ciencia tengan que interferir con la noción de Dios; más bien demostrarían que el hombre, adentrándose cada vez más en los espacios oscuros de la naturaleza, se acerca más a Él, siempre que la belleza y perfección del árbol recién descubierto no le lleven a olvidarse del bosque. El sacar consecuencias fáciles como los anatomopatólogos de principios de siglo, que llegaron a la conclusión de que el alma no existía porque no podían encontrarla en los cadáveres que diseccionaban, no parece serio.
Juan Velarde, catedrático de economía que ha colaborado en organismos internacionales de carácter social, se manifiesta conforme con la doctrina católica. Sus respuestas contienen interesantes análisis acerca de la evolución del sentido religioso en la época moderna. Señala las dificultades que encuentra la fe en la actualidad, pero no las atribuye a la ciencia en sí misma: simplemente, las circunstancias actuales exigen al creyente una fe madura.
Otras respuestas abundan en la compatibilidad y armonía entre ciencia y fe. Rafael Termes, economista, señala que el trabajo científico y técnico coincide con el plan previsto por el Creador, de modo que sus auténticos logros no pueden ir contra los lazos que ligan al hombre con Dios, sino que más bien deberían reforzarlos. Afirma que si en la práctica sucede a veces lo contrario, es porque se extraen consecuencias falsas de los escubrimientos científicos o técnicos.
En la misma línea, el ingeniero y empresario José Ignacio López de Arriortúa piensa que el progreso científico y técnico influye en la religión de modo positivo. Cuanto más estudio y más vivo la vida, afirma, mayor es el sentimiento religioso que personalmente experimento.
Una valoración conclusiva
Puede decirse que la mayoría de los entrevistados que tienen o han tenido contacto más directo con la ciencia coinciden en señalar que ciencia y religión no se oponen, e incluso son complementarias. Esa coincidencia resulta especialmente significativa si se tiene en cuenta que esas personas no coinciden al valorar aspectos más concretos del cristianismo.
Personalmente, la conclusión me parece lógica. La época de los conflictos entre ciencia y religión, cuando algunos afirmaban que la ciencia se oponía a la fe e incluso la acabaría destruyendo, pertenecen al pasado. Hoy día nadie que esté medianamente informado sostendrá esa opinión.
Sin duda, subsisten puntos en los que es necesario realizar un esfuerzo para comprender la armonía entre ciencia y fe. Pero si nos limitamos a los aspectos básicos, puede decirse que el espectacular progreso de las ciencias más bien invita a plantear las cuestiones religiosas sobre una base cada vez más amplia y más interesante. De hecho, son muy abundantes las publicaciones actuales donde científicos, filósofos y teólogos estudian esta temática, y el creciente interés que suscitan muestra que los avances de la ciencia, lejos de arrinconar a la religión, le proporcionan nuevas alas. En contra de las tesis positivistas, la religión no se basa en la ignorancia humana, en cuyo caso el progreso bastaría para dejarla fuera de juego. Las cuestiones religiosas se encuentran inscritas en el corazón humano y afectan a sus aspiraciones más fundamentales, que no pueden ser resueltas sólo por la ciencia, y remiten a experiencias y a reflexiones que se encuentran en el ámbito propio de la religión.
Claroscuros
La situación actual es, de hecho, algo más compleja. Importantes voces señalan que el positivismo, aunque desprestigiado en teoría, influye más que nunca en la cultura actual.
De acuerdo con la famosa ley de los tres estadios formulada por Augusto Comte, el positivismo decimonónico afirmaba que la humanidad ha pasado a través de tres épocas o estadios. El primero venía calificado como mítico o teológico porque, según Comte, cuando no existían la ciencia ni la técnica, el hombre pretendía encontrar su lugar en el mundo recurriendo a explicaciones sobrenaturales carentes de base objetiva. En una segunda fase, el estadio metafísico, el hombre habría sustituido los mitos religiosos por sistemas racionales abstractos que, sin embargo, tampoco respondían a la realidad. Por fin, el desarrollo de la ciencia en la época moderna habría permitido al hombre entrar en la fase definitiva, el estadio científico: dejando de lado las explicaciones teológicas o metafísicas, el hombre se centra en lo único que tiene valor real objetivo, o sea, la ciencia. Se prescinde de las preguntas últimas, que no tienen respuesta, para centrarse exclusivamente en el estudio de los fenómenos, de los hechos, intentando relacionarlos mediante leyes que permitan conseguir un dominio de la naturaleza. En esta perspectiva, la religión sería un producto pasajero de la humanidad, destinado a ser abandonado cuando se llega a la madurez histórica, gracias a la ciencia y la técnica.
Esta tesis positivista no permite comprender que en nuestra época, una vez que se ha conseguido un avance científico y técnico mayor que nunca, la religión continúe estando ampliamente presente, también en la vida de muchas personas que se dedican profesionalmente a la ciencia. Además, puede mostrarse que el positivismo es demasiado superficial, porque la ciencia, si bien tiene una autonomía propia, se relaciona estrechamente con ideas filosóficas: la ciencia tiene unos supuestos filosóficos sin los cuales ni siquiera podría existir, y el progreso científico retroactúa sobre esos supuestos, ampliándolos y precisándolos.
En el ámbito de la filosofía de la ciencia actual, la tesis positivista aparece como demasiado simple y casi nadie está dispuesto a defenderla. En el ámbito de los especialistas, el positivismo no merece ningún crédito, y se acepta que ciencia y religión responden a dos perspectivas diferentes pero complementarias.
Sin embargo, el positivismo no está muerto. Ni mucho menos. Quizá esté desacreditado como interpretación doctrinal, pero su idea básica influye hoy más que nunca. No son pocos los que consideran que las preguntas últimas no tienen respuesta, y que sólo las ciencias proporcionan conocimientos objetivos. O ni siquiera las ciencias.
El positivismo actual suele presentarse bajo el título de naturalismo. El naturalismo pretende excluir a Dios de cualquier explicación racional seria. Y suele concentrarse en el estudio de la persona humana, que viene reducida a sus dimensiones materiales, físico-químicas y neuronales. Tal como señala una de las respuestas que he mencionado, el desafío mayor que la religión debe afrontar hoy en nombre de la ciencia es el que se presenta como avalado por la neurociencia: algunos pretenden explicar todo lo humano, incluida la conciencia y la religión, mediante la química del cerebro.
Por tanto, las discusiones continúan. Me temo que continuarán siempre. Sólo he intentado mostrar que, en una encuesta dirigida a personas con proyección pública en los más variados ámbitos, los más próximos a la ciencia son precisamente quienes sostienen que ciencia y religión no se oponen e incluso se complementan.